...POR ILDEFONSO ARENAS
El niño tardaba en contestar, aunque no parecía que
por dudar o porque necesitase tiempo para elaborar la respuesta. Su expresión
era vacía, inexpresiva. Como de andar sumido en un trance, o ser víctima de
un shock. Una facha, por otra parte, que no era una novedad para los dos
guardias civiles. De sobra sabían que cuando algún adolescente de los que se
creen a salvo del todo se les pillaba en una muy gorda, no eran capaces de
poner otra.
-Antes de contestar querría saber con quién estoy
hablando.
Los guardias se miraron, especulativos. Eran las
primeras palabras que decía el detenido, y no sonaban a preadolescente abrumado
por haber cometido un crimen espantoso. Más parecían, y no por sí mismas sino
por su tono, frío y sereno, las de un adulto seguro de sí mismo y conocedor de
sus derechos.
-Aquí las
preguntas las hacemos nosotros.
Había contestado el guardia civil macho. La hembra,
en imperceptible gesto de disgusto, le lanzó una mirada tirando a gélida.
-Pues si no me dicen quiénes son yo tampoco diré
nada.
Tono indiferente, si no ausente. Suficiente para la
hembra.
-Vale. Yo soy la teniente Guilló. Él es el sargento
Martínez.
-Usted es la psicólogo, supongo.
-¿Por qué dices eso? -tono de sorpresa; el niño no
se comportaba con acuerdo a lo que cabría esperar de un adolescente al que se
le hubiera ido la olla; su tono indiferente y su gesto impasible más hacían
pensar en un flemático explorador Stanley que saludase a un distraído
profesor Livingstone que saliera de una choza en medio de la selva.
-Porque al revés sería imposible.
El sargento frunció el ceño, irritado. Tenía
cuarenta y dos años, los veintiséis últimos en La Empresa, se las había tenido
tiesas con toda clase de homicidas y de ningún modo pensaba consentir que aquel
criajo se le cachondeara en su cara, pero un vistazo a la derecha le hizo
frenar en seco. La puñetera tenienta señalaba con el dedo índice de su mano derecha,
terminado en una uña sin pintar, sus dos estrellas de seis puntas. Indicaba
con displicencia que, aún siendo él Suboficial Jefe Accidental de la Comandancia
de Las Rozas, la que mandaba era ella.
-¿Y por qué sería imposible?
-Porque ser psicólogo implica poseer no sólo estudios
superiores, sino sensibilidad y empatía. Nada de todo eso es compatible con
aquí las preguntas las hacemos nosotros.
No crea que le censuro, sargento ‑se había vuelto al ceñudo suboficial-; ya imagino
que para el trato cotidiano con chorizos y macarras las cosas deben hacerse
así. Sólo pretendía cerciorarme de que ustedes, o al menos uno de ustedes,
son capaces de comprender. Más que nada, para no tener que repetir la historia
una y otra vez. Es aburrida de contar, ¿saben? Y nada corta.
-Pues si no es corta mejor que vayas empezando.
El sargento no quería ceder el control del interrogatorio.
No a la bestia pechugona enviada por la Dirección General. La detención era
suya, el delincuente también, y si alguien se hubiera molestado en preguntarle
habría contestado, con el debido respeto, que no necesitaba para nada una oficial
muy jamona de la Unidad Central Operativa. También era verdad, se decía en un
vaivén de su ruda mente militar, que con la escandalera que se había organizado
era razonable que se personara El Mando. No todos los días un estudiante
de segundo de la ESO se carga cuatro compañeros de curso de otras tantas
cuchilladas. Ésa era otra, la eficacia del cabrito. Cepillarse un
semejante con arma blanca requiere tres o cuatro golpes, por lo menos, y si el
homicida no es muy profesional rara vez la víctima casca en el acto, pero
aquel ser de gesto abesugado, de congrio a medio descongelar, los había
liquidado a la primera. Vamos, que ni el José Tomás en una buena tarde.
-Antes de comenzar querría pedir una cosa.
El sargento estaba por abrir su boca y poner orden,
pero un nuevo gesto digital a su derecha le llevó a cuadrarse mentalmente.
-¿Es algo que nosotros podemos hacer?
-Seguro que sí. Llegué aquí con lo puesto, como supongo
saben. Lo encuentro normal y no me quejo, pero el caso es que ayer, antes de
pasar a mayores, dejé guardada en mi taquilla una bolsa con libros y cuadernos,
y alguna ropa. Entiendo que deberán comprobar lo que contiene, pero como
supongo ya estamos en un proceso... digamos rutinario, no les costará trabajo
hacérmela llegar. Así podré seguir estudiando. Es que no quiero perder el
curso. En todo menos en gimnasia llevo una media de sobresaliente, y aunque
tengo claro que allí, en el colegio, no me voy a examinar, supongo que podré
hacerlo por libre, ya dirá el juez cómo. Por la reinserción social y todo eso,
ya saben.
-Parece que te has preocupado de saber qué pasará después.
-Cierto, así es. De hecho, si no lo hubiera visto
claro no habría matado a nadie. De ningún modo he pretendido tirar mi vida
por la borda, sargento.
El suboficial reflexionaba. Tenía larga práctica en
el trato con homicidas fríos, empezando por los del género ETA en sus no
añorados tiempos de Inchaurrondo, pero aquel, a sus trece años, le parecía el
más glacial de los que había conocido. El más sin sentimientos, y eso sin
tener en cuenta que no era un terrorista, ni un fanático religioso. Ni siquiera
un adulto. Sólo un niño que se carga cuatro de su edad a sangre fría, sin
aparente motivo. En su vida se había visto con algo igual.
La teniente también reflexionaba. Pretendía determinar
si aquello era una pose, una máscara que tarde o temprano caería por los suelos
para dar paso al llanto, al pavor de un niño de trece años pillado en una
gordísima. Pues igual era que no. Cuando menos, no hablaba como los cabestros
de trece años al uso, especie que conocía bien, a fondo ‑dolorosas
servidumbres de las casi extinguidas familias numerosas-; lo hacía como un
hombre maduro, reflexivo y de ideas muy claras. Un caso por demás interesante,
según había intuido. De ahí que se lanzara sobre su teniente coronel para
pedirle, si no suplicarle, que la hiciera participar en los interrogatorios.
-No le veo problema. Sargento, ¿se ocupa usted?
-A sus órdenes.
El suboficial se levantó, irritado pero
disciplinado. Regresó diez minutos después. Un tiempo en que ni la teniente ni
el convicto dijeron nada. La oficial, pendiente del prisionero; éste, de
las musarañas.
-Si su señoría lo autoriza, la tendrás contigo esta
misma tarde.
El niño asintió, distraído. Se había quitado las
gafas, de lentes muy gruesas y bastante sucias. No para limpiarlas. Sin duda le
pesaban, porque habían dejado una marca enrojecida en el puente de su nariz.
Sin ellas resultaba todavía más feo. Bajito, despeinado, casposo, rechoncho,
culón, granulento, con legañas, halitósico y propietario de un fuerte pestazo
a sudor muy rancio, era un niño de trece años por demás repelente, si no repugnante.
Quizá de ahí viniera todo, se decía la especulativa teniente. Cuando
menos, en su origen primigenio.
-Nosotros hemos cumplido. Es tu turno, Jesús.
-¿Qué saben ustedes de mí?
-¿Por qué lo preguntas? -el sargento no habría
respondido; jamás hay que jugar a lo mismo que los delincuentes, pero si la cretina
sabionda quería mostrar su sabiduría psicológica en aquella forma tan
estúpida, pues allá películas-.
-Por economizar.
La teniente se lo pensaba. Cualquier cosa que
contribuyese a que aquel extraño ser colaborase no podía ser mala.
-Según nos ha explicado tu madre, tienes trece
años, eres fruto de un matrimonio que se rompió hace ocho, ella volvió a
casarse hace seis, tienes una medio hermana de cinco y hasta hoy no habías
dado un ruido. La directora del instituto dice que llevas dos cursos con
ellos, que tus notas del año pasado fueron excelentes y que las del presente
también, aunque les preocupaba que te aislabas, que no te integrabas.
Sabía que tenías problemas con algunos de tus compañeros y que una vez te
quejaste de acoso escolar, lo cual le llevó a intervenir y pensaba ella que
con éxito, porque ni te habías vuelto a quejar ni tenía noticia de que siguieran
molestándote. Cuando menos, en el recinto del colegio. Y eso es todo. Por
cierto, ¿por qué te has negado a ver a tu madre?
-Porque no razona. Sólo grita. Y pega. Me ha puesto
en evidencia demasiadas veces y me ha soltado demasiadas bofetadas, en público
y en privado. Lo mejor de verme aquí, en la cárcel, es no tener que aguantarla
más.
-Esto no es La Cárcel. Esto es una comandancia de
la Guardia Civil. Las cárceles son muchísimo peores, pero tú no vas a ir a
una. Son para los adultos -el detenido se encogía de hombros, indiferente-. Y
en cuanto a tu madre, mucho me temo que tendrás que verla, y que hablar con
ella. Eres menor y ella tiene la patria potestad. La juez lo mandará y tendrás
que obedecer.
El niño no contestó. Se limitó a encogerse otra vez
de hombros.
-¿Siempre te has llevado mal con ella?
-No. Ha sido progresivo. A medida que bebía más y
más. Siempre ha sido gritona, e irrazonable, pero tan arbitraria como ahora,
tan impredecible, sólo desde dos años acá. Desde que vinimos a vivir aquí, a
Las Rozas.
La teniente dejó pasar unos segundos. No estaba
segura del camino a seguir, además de que sentía un cauto temor por los
ulteriores comentarios, los que sin duda dejaría caer el sargento si el
interrogatorio no terminaba como deben terminar los interrogatorios policiales.
-Sería bueno, Jesús, que nos contases tú la
historia. Desde cuando empiezan tus recuerdos. Los datos que tenemos, los
que te he dicho, no parecen que sean toda la verdad. Debe de haber mucho más.
-Ya lo creo que sí. Muchísimo más -bajaba la
mirada, en un gesto que la oficial habría juzgado de abatimiento de no sospechar
que aquel niño inusual era de los que no se abatían-. No recuerdo a mi padre,
para empezar. Se marchó mucho antes de que se rompiera el matrimonio, como
usted dice. Lo que sucediera entre los dos no lo viví, o no lo advertí, pues
era muy pequeño, pero ella lo ha contado después, varias veces y a varias
personas. Por teléfono y conmigo delante, mientras hacía los deberes o veía
la tele, o lo que fuera. Y siempre borracha, o al menos con unas cuantas
copas. Así llegué a comprender que le hizo la vida tan imposible, a mi padre,
que acabó marchándose, dando todo por perdido. Para conseguirlo hasta le
acusó de malos tratos. Una vez, tras planearlo con cuidado, mi tía, que más
o menos es como ella, le puso un ojo negro. De ahí al hospital y luego a la
comisaría. Suficiente para mi padre. Un infeliz. Si se dejó sacar hasta el
hígado debió de ser para verse libre, para liquidar su vida con ella. Mi madre
se quedó con el dinero, con el piso y con todo lo que contenía, de lo cual
está muy orgullosa. Y con una pensión para cubrir mis gastos lo bastante
grande como para no haber vuelto a trabajar. Él desapareció. Jamás le volví
a ver, dentro de que no recuerdo haberle visto. Ni sé como es, porque no
hay ninguna foto suya, en casa. Mi madre las quemó, sin dejar una. Y no, no le
echo de menos. Entiendo que todo lo que asocie con ella debe de resultarle
odioso, yo lo primero. No le reprocho que no quiera verme. Yo haría lo
mismo.
Un relato por demás amargo, se decía la muy atenta guardia
civil. Atenta, sobre todo, al tono del niño. No era de tristeza, ni
expresaba sentimiento alguno. Era el de un pescadero rumano explicando a las
parroquianas del Carrefour a cuánto iba el kilo de pescadilla.
-Antes vivíamos en Móstoles. Según creo, fui carne
de guardería desde nada más nacer. A los tres años ya estaba en preescolar.
Quizá no de un modo consciente, pero ahí empecé a saber que no era como los
demás. ¿Que por qué? Pues porque me zurraban a todas horas. No a consecuencia
de juegos infantiles, nada de eso. No, porque yo no jugaba con nadie. No era que
no me admitieran. Era que me daban miedo. Y que me aburrían. Me gustaba
leer, aprender, conocer. Saber. Allí era imposible. A las profesoras no les
quedaba más remedio que seguir el ritmo de los torpes, con independencia
de cuál fuera la razón de su lentitud, si no de su incapacidad. Unos eran
simplemente idiotas, otros eran retrasados, pero los más eran inmigrantes.
No me malinterpreten, no quiero decir que por eso fueran unos burros. Era
que desconocían el idioma, pues aun habiendo nacido allí, en Móstoles,
en sus casas les hablaban en otra cosa, en lo que fuera. Ir a ese colegio
era una pesadilla. Por lo despacio que avanzaba todo. ¿Que cuánto tiempo estuve
allí? Hasta el año en que hice seis. Al empezar Primaria.
-Por entonces vivías con tu madre, ¿no? -el niño
asintió-. ¿Seguíais en Móstoles? -otro asentimiento-. ¿Y qué tal en el nuevo
colegio?
-Pues peor, porque ya no se trataba de un rechazo
instintivo. A los seis años ya se disfruta una cierta malicia, y con ella
llega un concepto nuevo: perseguir. Antes, en Infantil, todo era como de
bestezuelas, brutales aunque inocentes, pero en Primaria quedaba muy poca
inocencia. De ahí que comenzaran a perseguirme. No todos, por supuesto.
Siempre ha sido cosa de un grupo, de unos pocos que se unen contra los demás.
Los acosadores, los bullies, nunca
son muchos, pero siempre son más que quienes osan plantar cara. Si lo piensan
ustedes, es la misma táctica que seguía la SA -la oficial tomó una nota:
¿qué carajo sería la SA?-: intimidar y amedrentar, siendo más y siendo más
fuertes, al menos puntualmente, que la oposición. Para eso hace falta,
lo primero, impedir que los demás se unan contra ellos. Lo segundo, emprenderla
no ya con los más débiles, sino con los más aislados. Así los demás escarmientan
en la cabeza de los apaleados y tiran por el camino más fácil, más cómodo:
reírles la gracias. Yo era la víctima ideal, y hasta el día de ayer lo he sido
siempre: feo, gordo, flojo, antipático, nada dispuesto a tragar y en
absoluto gregario. ¿Que qué significa eso? -el sargento se arrepentía
de haber preguntado; no queda bien delante de una teniente sardónica poner
de relieve que se posee menos vocabulario que un asesino de trece años-.
Pues que no necesito a los demás. Ni su compañía ni su simpatía. Sólo
quiero que me dejen en paz.
-En los colegios hay psicólogos. ¿Qué te decían?
-Que la culpa era mía. Que debía esforzarme más. En
ser admitido, aceptado… convivir puede ser muy duro, Jesús -tono melífluo, un
tanto engolado-. Anda que no lo habré oído veces. Terminé por esquivarles,
a ellos también. Jamás me dijeron nada práctico, nada que me sirviera para
vivir algo mejor. Por descontado, a mis torturadores ni palabra. ¿Cómo
iban ellos a meterse con los chicos guapos del colegio, los que daban
lustre y esplendor al alumnado? Hombre, por Dios, qué cosas se te ocurren, Jesús.
Lo más que hicieron, alguna vez, fue invocar la caridad cristiana, lo bueno
de no pegar demasiado fuerte y lo saludable de permitir a las víctimas
que descansaran un poquito.
-¿Y eso te pasó en los años de Primaria? ¿En todos?
-No, en todos no. Algún profesor con sentido común
debió de advertir que los acosadores, los bullies,
eran casi todos españoles, y los pocos que no lo eran actuaban sometidos a
españoles. De ahí que me cambiaran de clase, a una donde los inmigrantes eran
mayoría. Mano de santo, créanme. Jamás tuve problemas con los aliguácanos, ni
con los moracos, ni con los negratas, ni con los gitanos. Y menos aún con los
del este... rumanos, polacos y moldavos, ya saben. Lo malo era el precio a
pagar, porque seguir su ritmo era exasperante. Lo peor, que la paz y el sosiego
acababan al salir al patio, o al salir del colegio. Lo del patio lo resolví no
bajando jamás al recreo, pero lo que pasaba en la calle tenía mal arreglo. Por
vivir algo lejos. Todos los días andando, aunque diluviase. Ni soñar en que
mi madre viniese a buscarme. Lo único a mi alcance, y qué remedio, era
quedarme una hora más, hasta cuando cerraban la cancela, pero no siempre
funcionaba. Debía de ser divertido cazar a la nenaza de la Jesusa, y vaya
que si me cazaban. No siempre y no en el mismo sitio. Entre otras cosas porque
cada día iba por un camino distinto. Aún así, era frecuente que me viera
cerca de casa, no más de cien metros, y al doblar la última esquina me los
encontrara. Lo que seguía... imagínenlo. Mi mochila, vaciada. Los libros,
los cuadernos, los bolis... todo por el suelo, todo por el barro. Si había
suerte me caía una mano de collejas, pero si osaba revolverme, adiós. La mano
se volvía de hostias, de patadas, incluso hecho un ovillo en el suelo seguían
pegándome. Si aparecía una persona mayor salían corriendo, pero a esas
horas, y en aquellos andurriales, era raro que apareciese nadie. De ahí viene mi
experiencia en ver a través de cristales rajados, de usar gafas de una sola
patilla y de llevar dos cuadernos por asignatura. Uno se queda en casa. Es
la copia de seguridad. El otro es el que me destrozan. También es el
origen de que me ponga dos calzoncillos, y debajo dos pares de calcetines.
¿Que por qué, dice? Se nota que no es usted un hombre, teniente. No tiene la
menor idea de lo que duele una patada en los huevos mientras dos hijos de puta
te sujetan de los brazos y otros dos te abren las piernas.
La teniente, a su pesar, se removió en su silla. Lo
que oía le superaba. ¿Pero cómo podía ocurrir algo así en la España de
Sánchez? El sargento no se estremecía. Estaba bien al tanto de las cosas que
sucedían en los colegios y en los institutos del eje Pozuelo-Majadahonda-Las
Rozas. Rara vez él y sus guardias eran llamados a intervenir, pero tenían
hijos, e hijas. Gracias a ellos sabían que si algo se había instalado en la
vida escolar madrileña, y muy a fondo, era la Omertà.
-Mi madre se casó hace seis años, como dijo usted
-por la teniente; las pocas veces que levantaba la mirada de la mesa era para
clavar sus ojos en ella; el sargento no contaba; peor: no existía-. Estaba de
cinco meses. De Jessica Patricia, fíjense ustedes qué nombre tan chorra. Tan
de telenovela sudaca. Es lo enternecedor de mi madre, que no puede ser más
cursi. El marido se llama Pablo. Ya le conocerán, si todavía no le conocen.
Es un buen tipo. No la pega, ni siquiera cuando ella le persigue por toda
la casa insultándole a grito pelado, borracha de caerse. La niña le adora,
y él a ella. En cuanto a mí, me ignora. De vez en cuando me da un dinero,
eso sí. Se lo agradezco, porque con mi madre no puedo contar. Lo mismo
me suelta cien euros que un par de hostias. Según le dé, o según la lleve.
Bueno, todo eso ya da igual. Lo que cuenta es que Pablo trabaja cerca de aquí,
en Bankia. Es jefecillo de algo. Debe de ganar una pasta. Y le han dado un
crédito de los que sólo dan a los altos empleados. Con él han comprado la casa
donde vivimos. Ha debido de ser suficiente, porque mi madre no ha tenido
que vender el piso de Móstoles. Lo tiene arrendado a ni se sabe la de
moracos, en plan patera. Le pagan mil y pico euros al mes. Más o menos, lo
que se gasta en botellas. ¿Que si no exagero? Miren bajo su cama, y verán.
De todas las marcas, ginebra y whisky lo que más. Así pasa, que las asistentas
le duran una semana. Ninguna la soporta.
-¿Cuándo vinísteis a vivir a Las Rozas?
-Hace dos veranos. Nada más llegar me matricularon
en el instituto. Era nuevo, recién inagurado. Es filial del Ramiro de Maeztu, el
de los pijos de la calle de Serrano -la teniente asintió, con retropectiva
pena; le había gustado estudiar ahí, y no en el muy penoso de Parla-, como el
Tajamar y como algún otro más, y tan elitista y tan del baloncesto como todos
ellos, pese a ser un colegio público. Jessica, en cambio, está en uno privado. A
Pablo, que lo paga, la ensañanza pública no le gusta mucho; no quiere que su
hija se mezclae con la chusma, con el abschaum. Con los emigrantes.
Jessica es muy guapa, muy sociable y no demasiado lista. Con ese perfil es
natural que nadie se meta con ella.
-¿Os lleváis bien?
-Tolerablemente.
-¿Alguna vez le has tenido celos?
El asesino sonrió. Con amargura, pero sonrió.
-Teniente, lo primero y necesario para sufrir el síndrome
del Príncipe Destronado es haber sido príncipe alguna vez. Yo no lo he sido
nunca. No puedo decir que la quiera, porque yo no quiero a nadie, pero jamás la
he puteado. En cuanto a cómo es ella conmigo... pues algunas noches, cuando
la bronca es muy fuerte, sale de su cuarto, va de puntillas al mío, abre la
puerta con cuidado, se viene a mi cama, se mete dentro, se tapa la cabeza y se
me abraza. Sin decir palabra.
-¿Y tú qué haces?
¿La echas a patadas?
-No, sargento. Hasta podría decir que me conmueve.
Un poco.
La teniente dejó asomar una mueca de fastidio.
Entraba en sus atribuciones echar al insufrible chusquero de aquella sala de
interrogatorios, rebosante de cámaras camufladas, pero sería una medida
de la que luego debería dar explicaciones, y con sólo dos meses en la UCO
mejor sería no tentar las gónadas del General Jefe de la Comandancia de Madrid,
al cual, por elevación, le llegaría en cuestión de minutos la predecible queja
del suboficial.
-¿Y qué tal te fueron las cosas en el instituto? Ya
imagino que mal, o no estaríamos aquí, hablando, pero ¿fue así ya el primer
día?
-No, qué va. En el primer trimestre todo fue bien.
No me hacía ilusiones porque comprendía la razón: cada uno de nosotros venía
de un sitio distinto. Eran pocos lo que se conocían entre sí. Los bullies no surgen al momento, en un
chascar los dedos. Es cosa que lleva su tiempo. Primero han de olerse,
identificarse los unos a los otros. Y luego elegir a sus víctimas. Yo, que lo
sabía, intentaba pasar desapercibido, pero al comenzar el segundo trimestre
nos pusieron el test y aquello fue mi perdición. Habría debido hacerlo mal, que
también sé jugar a eso, pero me confié, y así cavé mi tumba.
-¿Por hacer un test? Nos lo expliques.
El niño Jesús se lo pensó unos largos segundos.
-Fue un viernes. Nos dijeron, por sorpresa, que
aquella mañana cambiaba el programa de actividades, el de todo Primero, y que
vendrían unos señores de la Consejería de Educación a pasarnos un test. No
podían decirnos qué pretendían medir con él, pero sí que los resultados no se
harían públicos. Aquel que tuviera interés en conocerlos que hablara con sus
padres, y que los pidieran ellos. Si lo hacían en esa forma era por tratarse
de información personal y confidencial, y de ningún modo pensaban consentir
que fuera de dominio público. No dijeron más. A mi me sonó a determinación
del IQ. El Coeficiente Intelectual, para entendernos. En Sexto de Primaria nos
habían dicho que a partir del curso siguiente la Comunidad pensaba pasarlo en
todos los colegios, aunque sin dar detalles. A eso se debería que fuera tan
confidencial, pensaba yo. Si los resultados se hicieran públicos los efectos
serían devastadores para los más tontos, y era natural que lo quisieran
evitar. A las diez llegaron las pavas de la Comunidad, que todas eran tías, y empezamos.
Las seis clases a la vez, de Primero A a Primero F. Un cuadernillo con 150
preguntas, casi todas con seis o siete opciones de respuesta. Teníamos hasta
las dos para terminar. Yo me lo tomé un poquito a cachondeo, pero el caso fue
que al minuto me había concentrado. Si no por otra cosa, porque me parecía divertido.
En cuanto cogí carrerilla, coser y cantar. Lo terminé a las doce. La tipa
de la Comunidad me puso una cara muy rara cuando se lo entregué, pero no puso
pegas a que me fuera, y me fui. A la biblioteca, que acababa de terminar un
libro estupendo y lo quería devolver. ¿A la del cole? No, a la Municipal.
Saco una media de diez libros al mes. Tiene un fondo literario estupendo,
¿saben?
-¿Qué libro era?
-Uno de Thomas de Quincey. Murder
considered as one of the Fine Arts. ¿Lo conoce?
-por la teniente; daba por hecho que al sargento no podía ni sonarle-.
-Lo recuerdo de la facultad. ¿Lo leías en inglés?
-Sí. No creo que lo hable bien, porque apenas puedo
practicar, pero lo leo y lo escribo de corrido, y entiendo sin problemas las
películas y las series de Netflix. Me pasa igual con el alemán. El francés lo
llevo un poquito peor.
La joven oficial consiguió, a duras penas, que su
expresión no traicionase sus pensamientos. Con sólo trece años, y sin haber
hecho ningún intercambio...
-¿Qué libro es ése? ¿Uno de Harry Potter?
La mirada del pequeño asesino se hizo aún más
gélida.
-No, sargento. Yo no leo basura -tono de profundo,
insuperable desprecio-. Quizá le interese hojearlo. La biblioteca tiene
también la versión en castellano. Se llama, creo recordar, El Asesinato considerado como una de las
Bellas Artes.
Al sargento, un punto atónito, le costó sujetarse
las cejas.
-La mar de instructivo, sí -el suboficial se admiraba
de corazón, aunque no de un modo positivo-. ¿Sacaste tus planes de ahí?
-No, sargento. No es un manual operativo. Es pura y
simple filosofía, créame.
El suboficial no parecía capaz de captar el suave
tono irónico del asesino jovencito, pero la teniente sí lo era. Tanto que, a
fin de ahorrar un muy mal rato al que, por lo demás, era ejemplar
archiarquetípico de la Benemérita profunda, la más tradicional, optó por
ahorrar al chusquero el ser masacrado por un niño de trece años que a todas
luces, desde cualquier ángulo que se le contemplara, era de alivio.
-Mejor si dejamos la literatura. ¿Qué pasó luego?
El presumible sociópata optó, a su vez, por
encogerse de hombros. Aniquilar sargentos parecía ser una cosa incapaz de
interesarle.
-Una semana después, en Sociales, a la profe le
sonó el móvil. Su churri, como todos los días a esas horas. Sabíamos qué seguía:
tiraba para el pasillo y volvía en diez minutos. En su mesa, en el montón de
papeles que lleva siempre de un lado para otro, asomaba un listado. Un sudaca
de la primera fila, que va de audaz, se puso a mirarlo. En ésto, se lo guarda
bajo la sudadera y sale pitando. Volvió en dos minutos. La profe seguía con
lo suyo, en el pasillo. Él dejó el listado en su sitio, pero antes de volver
a su mesa se vino a la mía y me tendió unas hojas, y de paso me guiñó un
ojo. No pude mirarlas, porque justo entonces volvió la profesora. El
sudaca, un argentino bastante golfo, y muy listo aunque muy vago, pidió permiso
para ir al retrete. Volvió a los diez minutos, con cara de ángel. A la hora
del recreo, el gran follón: el cachondo había colgado cuatro fotocopias
en el tablón de anuncios. Ahí estábamos todos, con nuestras respectivas
miserias. Yo, el primero. IQ igual a 160, con una nota complementaria que
aún lo fastidiaba más: supera el límite verificable con la prueba, se
recomienda seguimiento. La que más se acercaba era una moldava del C: 131.
Tras ella, en 130, el argentino. Desde ahí a 110, docena y media; más allá, la
masa. Lo que más cantaba era el furgón de cola, los de 70, el IQ límite para
que te admitan en las Fuerzas Armadas. Veintidós, nada menos. El 16% de los
140 que éramos entre las seis clases. Intuyo por qué: a los que sacaron menos
les habrían subido ahí, el límite de la subnormalidad, para
no tener que plantearse largarlos a un centro de tarados, mongólicos y
autistas, esos que llaman 'de educación especial'. Tres de los de ayer, por
cierto, estaban entre los veintidós. Curioso, ¿verdad?
La teniente prefirió tomarse la pregunta por
retórica.
-¿Los papeles que te dió el argentino eran copia
del listado? ¿Los conservas?
-Están en mi bolsa. Quédeselos. No los necesito
para nada.
La oficial tomó una nota. Por descontado que se
haría con ellos.
-La directora debió de agarrar un buen cabreo, ¿no?
-Supongo que sí, sargento. No ya porque aquello se
hubiera hecho público, que lo mismo le costaba la cabeza, sino porque los datos
estaban tabulados. No era una simple lista de 140 niños y niñas. Había un
primer desglose por clases, de la A a la F, en apariencia no significativo.
Peor era el segundo: por grupos étnicos -la teniente no pudo evitar que se
le alzasen las cejas hasta la raíz del pelo-. Indígeneas, sudacas, aliguácanos,
moracos, chinorris, negratas, moldavos, rumanos, búlgaros y varios.
Con unas evidencias muy llamativas.
-¿En qué consistían?
-Yo no soy el mejor para explicarlas, porque no sé
de dónde partían los criterios, pero el resumen era muy negativo para los moritos
y los indígenas. Entendí que los valores promedio se calculaban prescindiendo
del primero y del último, en cada grupo, y desde ahí se trazaban ratios muy
sencillos, casi elementales. Las conclusiones eran claras: los moldavos
son brillantísimos, los caribeños vienen a continuación, luego asoman
los chinos, después los sudacas, tras ellos los rumanos, luego aparecemos nosotros
y por fin los magrebíes. Lo de los moldavos es significativo: los cinco que
hay son hijos de titulados superiores que han venido huyendo del hambre.
Aquí se dedican a fregar y a pegar ladrillos, pero es cuestión de tiempo que
salgan adelante. Por mal que vivan no desertan de la cultura. Se ocupan de
que los críos estudien, y por supuesto les ayudan. La madre de la moldava
131 es doctora en geológicas aunque aquí friegue suelos. El padre, matemático,
hace de jardinero en las urbas de Majadahonda. Dedican a su hija un par de horas,
cada día y cada uno. Si no fuera porque no habla del todo bien, que sólo llevan
aquí año y medio, sacaría unas notas como las mías. Aún así, de notable no
baja. En nada. Los otros son por el estilo. En su casa no sólo les explican
lo que no comprenden en el instituto, sino que les impelen a trabajar, a no
desfallecer y a no dejarse contaminar por la vagancia imperante. Viviendo
en un ambiente así, es natural que la inteligencia se desarrolle, y ya lo
creo que lo hace. Lo de los moros también es significativo. Los conocía bien,
porque todos estaban en mi clase. Cinco chicas, cada una con su velo, y dos
tíos. No se enteran de nada, y no sólo porque hablan fatal pese a los
años que llevan aquí, sino por estar en babia, ellas sobre todo. A mi juicio
es porque tienen claro su destino: seguirán en el colegio hasta los 13 o los
14, ahí las encerrarán en sus casas y sólo saldrán para fregar o para casarse.
Con un futuro como ése no hace falta esforzarse, y no lo hacen. A mí me daba
igual, pero arrastraban a la clase con ellas, hacían que todo llevase horas
cuando podrían ser minutos. Menos mal que no necesitaba profesores. Jamás
los he necesitado. Con los libros me apañaba, como siempre me las he apañado,
y gracias a eso iba tirando.
La oficial procesaba no sólo las palabras, sino los
juicios de valor. El chaval sería un asesino, pero estaba claro que, tonto, de
ninguna de las maneras. Su evaluación del alumnado en aquel instituto idílico,
por otra parte, no podía ser más acerada. Si no por otra cosa, porque la visión
que conservaba ella del mucho menos elitista de Parla, el que había dejado
hacía trece años y donde no había una maldita canasta de baloncesto, coincidía
pelo a pelo.
-¿Y qué tal tus otros compañeros?
-Mi clase, Primero A, era el pelotón de los torpes.
Los diferentes, los inadaptados. Nuestra cosecha de insuficientes superaba de
mucho a las demás. De ahí que mis sobresalientes cantasen tanto. No me lo
perdonaban. No los moracos, ni los rumanos. A ellos les daba igual. No me
lo perdonaban los otros. Los españoles.
La teniente tomó una nota en su cuaderno: estudiar el
listado muy a fondo. De ahí podría salir un buen puntazo. No para resolver el
caso, que bien resuelto estaba, sino para incrementar sus posibilidades de
ser Profesor Asociado en su vieja facultad, la de Informática. Sería la
primera oficial de la Guardia Civil no de carrera, sino procedente de la
escala de suboficiales, en conseguirlo.
-¿Qué sucedió después?
-La primera colleja me cayó ese mismo día. En tres
o cuatro más fue como haber vuelto a Primaria, o a Móstoles. Empujones,
insultos y toda clase de faenas. Lo veía venir, aunque no por eso me lo tomé
con resignación. La idea de pasarme los años de la Secundaria puteado hasta el
límite por una panda de cabritos me cortaba las digestiones. Pensé que debía
protestar, y protesté.
-¿A la directora?
-A ella y al jefe de estudios. Para mi sorpresa, no
pasaron de mí. O no del todo. El instituto es nuevo, ya les dije, y no querían
que criase mala fama. La directora, en particular, no se anduvo por las ramas:
llamó a los padres.
-¿A los padres de los cuatro?
-De los seis. Los cuatro difuntos y dos chicas más.
En apariencia reaccionaron bien, y de hecho esas dos chicas me dejaron en paz,
pero en el caso de los otros sólo sirvió para que cambiaran de táctica. ¿Que
no más collejas? Pues no más collejas. A cambio, un aislamiento absoluto. Lo
advertí muy pronto, en el comedor. Siempre me siento solo y lo más apartado
que puedo, por prudencia, pero ese día dos moritas se pusieron a mi lado. Habían
embarrancado en el Teorema de Pitágoras, pobres desgraciadas, y querían que se
lo explicase. Aún andábamos con los catetos y la hipotenusa cuando viene
Tomás, el peor de los cuatro, y les arranca los velos. ¿No sabéis que con
este chivato no se habla? Venga, largo de aquí, moras de mierda. No sé quién
me dio más pena, si aquellas dos imbéciles o yo mismo.
-¿Qué hicieron los demás? Habría más gente, ¿no?
-Todo el mundo siguió a lo suyo. La insolidaridad
es el más establecido de nuestros valores sociales, teniente. A eso se debe
que haya tanta corrupción, como debería usted saber -a la oficial volvieron a
disparársele las cejas-. Sería distinto, por supuesto, si yo fuera una chica
guapísima. En el acto surgirían catorce tarzanes justicieros para
defenderme, pero dígame... con esta pinta que yo tengo, ¿quién se levantaría,
quién haría frente a cuatro de los más populares del instituto, quién
aceptaría volverse otro ser marginal, aislado y despreciado? No, teniente.
Ni una simple mirada de simpatía. Nada.
-¿Y qué hicieron las moritas? -el sargento-.
-Recojer sus hijabs sin decir nada e irse a otra
mesa. Tampoco me miraron.
-¿Y eso fue todo? -el apacible asesino asintió-. No
es que me parezca poco, ni muchísimo menos, pero tú has dicho que no te importaba
verte aislado.
-Cierto, teniente. Si sólo hubiera sido eso me
habría parecido bien, pero recuerde lo que les dijo la directora: en el recinto
del colegio. Fuera de allí era otra cosa. Tampoco me pilló de sorpresa. Soy
cauto, a la fuerza, y de nuevo comencé a quedarme una hora o más, y a ir cada
día por un camino diferente, pero fue inútil. Una tarde, habrían pasado tres
semanas, cuando casi a la vista de mi casa me los encuentro. A los cuatro. No
sabría explicarles, a ustedes, cuánto me aterré. Conservé la serenidad necesaria
para ponerme a chillar, a pedir auxilio, pero fue peor. Debió de hacerles
pensar que tendrían poco tiempo, así que fueron directos al asunto. Ellos. La
chica no me pegaba. Estaba muy entretenida grabando la escena con el móvil. Se
largaron a los dos minutos, a todo correr. Yo, en el suelo. Mis libros, mis
cuadernos... despedazados. Eso también lo hizo la chica, y con entusiasmo.
Los otros tuvieron bastante con coserme a puñetazos, y después a patadas.
Solo se pararon cuando me vieron echar sangre por un oído. Ahí, el mensaje
final: para que vuelvas a quejarte, chivato de mierda; otra vez que llamen a
nuestros padres, y te matamos.
-Por Dios... ¿y qué hiciste?
-¿Y qué quería usted que hiciera? No tenía otra que
recoger mis cosas y seguir hasta casa. Si hubiera estado Pablo, o si mi madre
no la llevara de colores, les habría pedido ayuda, pero ella estaba tirada en
el sofá, completamente ida. ¿Jessica? Se puso a llorar al verme así. En fin,
para qué contarles más. Me dí un baño, muy largo, al tiempo de valorar la situación.
Había sido fuera del colegio y no había testigos. La directora no haría nada,
y aún sería peor si lo hiciera. ¿Ir a la comandancia y hablar con ustedes,
dice usted? Lo primero que me preguntarían es dónde andan tus padres, ¿no?
-el suboficial no movió un músculo; era su manera de asentir-. Nada que hacer.
Todo lo más, rezar para que se conformaran con aquello.
-Y no se conformaron, entiendo.
-Para nada, teniente. Menos mal que ya era febrero.
Unas cosas con otras pude ir trampeando hasta el final del curso. Entre la
semana en la nieve, la Pascua, los puentes y todo eso, y que hizo un raro mal
tiempo, de llover mucho, apenas me los encontré. Sólo un par de veces, y por
suerte con gente andando por allí. No fue accidental, aclaro. Aprendí a caminar
cerca de alguien, y a pararme donde fuera mientras no apareciese uno que
siguiera el mismo camino. Así los pude torear, pero imaginen mi pánico si la
involuntaria escolta se metía en una casa y me dejaba plantado, con los
cuatro a diez pasos por detrás.
-¿Y en el colegio? ¿Seguiste aislado?
-Del todo, pero eso, ya se lo he dicho, me daba
igual.
-Y así llegó el final del curso, ¿no? -el niño asesino
asintió-. ¿Qué notas sacaste?
-Matrícula de honor en todas, menos en gimnasia y
deportes, por supuesto. Ahí, suficiente y por los pelos; supongo que la
directora impuso que me aprobaran, porque mi media era de cate total. ¿Los otros?
Todo para septiembre, salvo la gimnasia y el deporte. Son cosas que a los
tarados se les dan la mar de bien.
A la teniente le costó cierto trabajo disimular una
sonrisilla de maldad. Su opinión general sobre los amantes del deporte no mejoraba
gran cosa la que parecía insinuar el venenoso niño Jesús.
-¿Pediste a tu madre que te cambiara de instituto?
-Se lo pedí a Pablo. Y le dije por qué. Lo habló
con mi madre, pero ella no quería. Y ni soñar en pagarme un colegio
privado. Aquel estaba moderadamente cerca, de modo que podía ir y venir yo
solo. Así, que me aguantara y que aprendiese a llevarme bien con la gente.
Pablo, que no es mal tipo, ya les dije, trató de buscar otro, pero fue inútil.
Las Rozas ha crecido muchísimo. Hay déficit escolar, cantidad de tíos han de
ir todos los días hasta Majadahonda, o hasta Torrelodones, o Las Matas. Como
para buscar sitio a un niño víctima de acoso escolar. Pablo es buena persona, ya
se lo dije, pero yo le importo muy poco, si es que le importo algo. Desistió.
-¿Y al empezar Segundo? ¿Cambió algo?
-Sí. A peor. Éramos los mismos del curso anterior,
aunque redistribuidos. Fuera rumanos y fuera moracos; en mi clase, quiero
decir. A cambio, los moldavos y más españoles. Se conoce que intentaban elevar nuestro
nivel medio, el del A, pues había sido, con diferencia, el peor de todo Primero.
A dos de mis torturadores les cambiaron a otras clases. No sé si por
separarlos. Los cuatro habían pasado a Segundo, porque, como ustedes saben,
gracias a no sé cuáles políticos se promociona de curso incluso si te han
tumbado en todas, pero les habría debido de costar un mal rato con sus padres,
porque no podían estar más encabronados. De ahí que buscaran un
culpable, alguien a quien responsabilizar de sus problemas. Es una reacción
normal de gente poco inteligente, como usted debe saber -por la
teniente-. Yo era ideal para eso. Me había chivado, ¿no? Y se lo habían
dicho a sus padres. Y los profesores les habían cogido manía. Por eso les
suspendieron, no por ninguna otra cosa. Todo por mi culpa, como era fácil
deducir. Así que debían hacérmelo pagar. Por mi parte, otra vez a la rutina.
Salir tarde, buscar gente que fuera por los mismos sitios, no repetir camino...
pero un día me pillaron, y donde menos podía esperarles: en la puerta de la
biblioteca municipal. Me inflaron a conciencia. Lo que más me dolió, que se
cargaron los dos libros que acababa de sacar. Tendría que pagarlos yo,
encima. No sé ni cómo volví a mi casa. Estaba desesperado. Absolutamente
desesperado. Lo entienden, ¿verdad?
La Benemérita no dijo nada. Bien sabe que jamás hay
que mostrar simpatía por los criminales. Incluso si se siente alguna.
-Cuando llegué no había nadie. Mi madre y Pablo no
siempre andan a leches, o a gritos. A veces, cuando él vuelve temprano y ella
se retiene un poco, casi parecen una pareja normal. Se arreglan, cogen a la niña
y van al cine, o comerse una pizza por ahí. Jamás me dicen nada. No cuentan
conmigo, entre otras cosas porque saben que tampoco yo cuento con ellos. Que
mejor estoy sin ellos.
Una pausa, para beber un poco de agua y, quizá,
reordenar ideas. La teniente lo sospechaba porque mantener el hilo tanto rato,
sin perderse, no es humano. Es de máquinas. Aunque quizá el niño fuera una
máquina. Tomó una nota más: hacer que lo reconociera un forense. Mejor, un
psiquiatra. Ella no lo era, y ni aunque lo fuese. Su función era interrogar,
cooperar con el sargento en obtener una confesión. De ningún modo era valorar
la condición mental del detenido.
-Supuse que habían ido al cine, por el periódico.
Lo dejaron abierto por las salas de los pueblos, de Pozuelo, Las Rozas y
Majadahonda. Me daba vueltas la cabeza, necesitaba distraerme y comencé a
hojearlo, por encima, sin fijarme, hasta que llegué a una página donde
hablaban de uno que asesinó a una chica llamada Sandra Palo. Le soltaban tras
cuatro años en un centro de menores, uno que se llamaba Renasco y que no
parecía mucho peor que un colegio mayor. Lo sé porque luego, más tarde, pasé
un rato estudiando su página web. La madre ponía el grito en el cielo, porque
le parecía poco. Yo no sabía ni quién era Sandra Palo ni qué había pasado con
ella. Sólo ví que un tío de diecisiete había violado y asesinado a una chica,
y que sólo le cayeron cuatro años en el tal Renasco de Carabanchel.
Otra pausa. Parecía estar llegando lo más
importante.
-En casa no tenemos internet, pero en el centro del
pueblo hay unos cuantos locutorios, unos de aliguácanos y otros de rumanos.
Por sesenta céntimos te puedes tirar una hora conectado. Me cambié de ropa,
que se había puesto perdida, de sangre y de los revolcones, y fui al que
pillaba más cerca. En minutos, y gracias al Google, sabía que la tal Sandra
era una chica mona pero un poco retrasada, que la raptaron entre cuatro
mientras esperaba el autobús, que se la llevaron a un descampado, que la
violaron ni se sabe la de veces y que luego la mataron. Del modo más
sádico. Le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza; se la graparon al
cuello, en vivo, pero como no quería morirse le pasaron siete veces el coche
por encima; no fue suficiente, por lo visto, de modo que la regaron con gasofa
y la quemaron viva, lo que ya sí fue suficiente. Mi conclusión fue instantánea:
si al de 17, después de todas esas salvajadas, le sueltan tras cuatro años en
un a modo de colegio mayor, a mi no podría caerme mucho más por cargarme
a dos o tres, o a los cuatro de haber suerte. Así que seguí mirando. Investigando.
En poco rato supe que hay una Ley del Menor. En internet no encontré ninguna
página donde figurase completa, pero sabía dónde dar con ella: en la
biblioteca. Esa tarde ya no me daba tiempo a conseguirla, de modo que al
día siguiente hice pellas para estudiarla bien, a fondo, aunque antes de irme
vi que quizá no hiciera falta. Fue gracias a otra página. Una donde se decía,
entre otras cosas, que los menores de 14 años no somos imputables. No somos
penalmente responsables.
La teniente asintió, involuntariamente.
-La señora de la biblioteca, la que da los libros,
es muy maja. Me perdonó los destrozados. Me había cogido cariño. No sólo
era su cliente más joven. También era de los asiduos. No le sorprendió verme pedir
textos y textos, todos legales. Un trabajo de Sociales, le dije. Por abreviar:
me cercioré de que mientras no cumpla catorce cualquiera puede ocuparse de su
propia justicia. El castigo, en mi caso, sería premio: cuatro años y poco,
hasta que cumpliera dieciocho, en un internado como el tal Renasco. No sería
un lugar amable, ni confortable, aunque tampoco peor que mi casa. Por lo
menos cenaría caliente. ¿No se lo he dicho? La de anoche, aquí en el
cuartelillo, fue mi primera cena como Dios manda en ni recuerdo cuánto tiempo.
Cuatro años de comida no basura, ejercicio saludable y tiempo sobrado
para estudiar. Saldría con la selectividad aprobada, y seguro que con
nota suficiente para empezar Biológicas. Quiero ser biólogo, ¿no se lo
dijo la directora? Y luego hacer un máster. En Herpetología.
-¿Erpetoqué?
-Herpetología, sargento. La ciencia que se ocupa de
los reptiles. ¿No es así?
-Eso mismo, teniente. Mi ensueño de todas las
noches, el de antes de dormir, es verme algún día en Brisbane, trabajando en
el IMB. ¿Que qué es eso? El Instituto de Biociencia Molecular de la Universidad
de Queensland. Es la institución más avanzada del mundo en serpientes y
venenos. En el bloque geológico de Australia y Papua-Nueva Guinea las
serpientes venenosas son más que una preocupación. Australia y Nueva Guinea
son un bloque porque se separaron juntas de la masa continental y desde ahí
evolucionaron a su aire, sin influencias de Asia o América. Por eso tienen
tantos bichos raros, específicos, que no hay en ningún otro sitio. Canguros,
ornitorrincos, koalas... ya saben. También les pasa con las serpientes. Son
los únicos países del mundo entero donde las no venenosas son menos que las
otras. Éstas, por si fuera poco, son todas elápidas, de colmillos fijos anteriores.
Las más letales. De ahí que sueñe con verme allí, con aprender allí,
trabajar allí, enseñar allí... adoro las serpientes venenosas, ¿saben? Creo
que me llevaré muy bien con ellas. Mucho mejor que con las personas.
Toda una declaración de intenciones, se decía la
muy admirada teniente tras susurrarse lagarto,
lagarto.
-Las universidades no son del todo gratuitas,
Jesús. Y también hay que vivir. ¿De verdad piensas que no necesitarás a tu
madre?
-Espero que no. Entre otras cosas, porque con
suerte no la veré más. Si pienso que podré hacer una carrera es porque probablemente
consiga una beca. O varias. Y creo que hay ciertas ayudas a la reinserción.
Ahora, si con eso no basta, pues un buen libro, explicando mi vida en todos sus
detalles, los sangrientos y los morbosos por delante, comenzando por la razón
de que me los cargara, y cómo lo hice, y lo a gusto que me quedé, y ya está. Se
vendería como escombro. No ponga esa cara, teniente. No es que haya hecho
ésto para forrarme. Sólo quiero que me dejen hacer biológicas, y luego
irme. No pido más. Si para eso tengo que contar cosas desagradables pues
las contaré, qué remedio me quedará, pero lo cierto es que preferiría no
tener que hacerlo. Cuando menos, es lo que hoy pienso.
-¿Y qué sucedió a partir de que te supieras
inimputable?
-Pues que comencé a estudiarlos. No podría con los
cuatro a la vez, y menos si eran ellos los que me buscaban. Tendría que pillarlos
por separado y desprevenidos. Si esto fuera un país serio, como Canadá, Finlandia
o los Estados Unidos, conseguir una semiautomática de dieciséis tiros, como
las que llevan ustedes, sería sencillo. Me los habría cargado en un
santiamén, sin molestar a nadie. Lo mismo que hicieron mis colegas del instituto
Columbine, que supongo les sonará -la teniente, de nuevo sin querer, asintió-. Ellos
también fueron víctimas de acoso escolar, no sé si lo saben. A consecuencia de
lo del Columbine los bullies de por allí
ahora se la cogen con papel de fumar. Hasta el acosado más idiota se levanta
una Glock y se lleva catorce tíos por
delante, de modo que los acosadores americanos hoy se lo piensan bastante antes
de meterse con nadie. Aquí, como bien saben ustedes, los acosados no tenemos
derecho a defendernos, así que no tendría más opción que apañármelas con un
cuchillo de cocina, con todas sus limitaciones y todas sus servidumbres, pero
esos eran mis bueyes y con ellos tendría que arar. Lo primero que habría de
hacer era comprobar la viabilidad, y para eso debía comenzar por verificar
costumbres. Las de mis acosadores. Me llevó dos semanas. Tras eso tuve claro
que sí podía, incluso con la restricción de no poder contar con un arma decente.
Ahora, la ventana de oportunidad era exigua. Tendría que ser un martes de
buen tiempo, entre las cuatro menos cuarto y las cuatro. Lo demás fue un mero definir
detalles, como, por ejemplo, dejar la bolsa en la taquilla, la que les
dije antes.
-¿Por qué un martes de buen tiempo, y por qué a esa
hora?
-Uno de los cuatro, quizá el peor, era diabético,
del tipo 1. Lo era desde los ocho años. Lo llevaba fatal. Tanto, que seguía sin
saber pincharse solo. Tampoco quería saber nada de vivir conectado a una bomba
de insulina. De ahí que por las mañanas viniera ya inyectado, y que a la hora
de comer saliera para su casa en vez de quedarse allí, como los demás, para
que su madre le pusiera el chute del mediodía. Cuando hacía buen tiempo iba
y venía como todos: a pata. Si llovía, le llevaban. Yo sabía dónde vivía,
como sabía dónde vivían los demás. Lo averigüé para determinar si podía
pillarles en sus portales, o en sus cancelas. No habría funcionado. Podría
cargarme a uno, quizá dos, pero ahí acabaría todo. Cepillarme al Tomás según
venía de su casa era lo más lógico. Lo natural. El colegio es nuevo, ya se
lo dije. Tanto, que un costado se abre al campo. Él llegaba por allí, atravesando
un bosquecillo. En cuanto a los otros... pues a los de mi clase, como se sentaban
juntos, sería muy fácil. El cuarto era el problema. Estaba en otra clase. Un
doble repetidor, de quince tacos. Me sacaba la cabeza. Bueno, y a todo el
colegio. Era el pivot del equipo de baloncesto, y de pleno derecho, gracias
a eso pasaba de curso año tras año, pese a tener el IQ de un gato. Si la hora
y el clima venían determinados por el diabético, el que debiera ser en martes
fue a causa del pivot. Es que los niños bonitos del puto baloncesto de los
huevos -la teniente detectó el tono de rencor; el de los muy bajitos- entrenan
los martes. Tras mucho seguirle, y mucho estudiarle, casi no podía creer
mi buena suerte: justo antes del entrenamiento se pasaba por su taquilla,
se ponía como de NBA, cogía un Hustler
que ya debía saber hablar y tiraba para el retrete. Cinco minutos y como
nuevo. Salía, volvía por la taquilla, guardaba el incunable y a pegar saltos,
y dar mates.
-No entiendo.
-Pues que se la cascaba, mi teniente. Rituales viriles
ancestrales -el vengativo sargento parecía encantado de dar aquella novedad a
la descolocadísima oficial-. A los quince no puede ser más normal. ¿Tú te la
pelas, por cierto?
-Aún no, sargento. Ahí voy un tanto retrasado,
tanto que todavía no he salido de la infancia. No creo que me falte mucho, aunque
de momento puedo vivir sin eso. El pivot no podía. No sólo se la meneaba los
martes, dicho sea de paso. Ya en primero era campeón indiscutible de la
especialidad. Normal, con su IQ. O eso pienso yo.
La teniente, por una vez, no pudo camuflar una sonrisa.
Un caso, el niño aquel. Si era como era sin haber salido de la infancia, ¿cómo
sería cuando volviese a pisar la calle?
-Por si me quedaban dudas, ayer por la mañana me
dieron el último empujón. En clase. La chica, según volvía para su pupitre,
justo delante y a la derecha del mío, haciéndose la distraída me barrió la mesa.
Todo por el suelo. La bigotera, el compás y los rotrings, también. Hechos
añicos. Ay, cuánto lo siento, entre las carcajadas generales. Ya ven, así
era mi vida. No dije nada. Nunca digo nada. Por cierto, que si me sentaba justo
tras ellos no era por accidente. Antes lo hacía en la segunda fila, pero la
moldava 131 ve menos que Pepe Leches. Ella es de las pocas que me hablan. Por
cortesía y porque su mafia, la de moldavos y rumanos, la protege. Me pidió cambiar
de sitio y acepté, por supuesto. Era el detalle que me faltaba.
-¿Cómo lo hiciste? Cuéntalo claro, haz el favor -el
sargento elevó sus cejas, asombrado; que un teniente de la Guardia Civil
pidiese algo por favor a un asesino le hacía preguntarse hasta dónde iban
todos a llegar-. Ya sabemos qué sucedió, pero hace falta que lo expliques.
-Como quieran. A Tomás le pillé donde les dije.
Saliendo del bosquecillo a pasitos muy cortos, porque con los pantalones
cagados que llevaba el muy gilipollas no se pueden dar largos. Ni correr, tampoco.
Le sorprendió verme. Más aún, que llevara puesto un impermeable. Dos, en
realidad. Uno encima del otro. Y las manos en guantes de plástico, de
gasolinera. Él no las veía, porque las llevaba cruzadas a la espalda. En la
derecha, el cuchillo. Una vieja promoción de Caja Madrid. Venía en un juego
de seis, para cocinar. De una sola pieza, hoja y mango. Sólo la hoja, sin
contar la empuñadura, cinco centímetros de ancho y veinte de largo.
Estábamos casi juntos, yo llegando por su izquierda. Lo único que necesitaba
era que levantara el brazo. Sí, verán. Es que había calculado el mejor
lugar para dar el golpe, así como la fuerza necesaria para llegar al
corazón y partírselo en dos. Compréndanme, no podía correr el riesgo de
fallar. Se habría puesto a gritar, lo que sería… inconveniente, y fastidioso.
En mi evaluación, la hoja debía entrar por el costado izquierdo, cinco
dedos por debajo del sobaco. Con fuerza, por si tropezaba en una costilla.
Una vez dentro, un giro de muñeca, para destrozar aurículas y ventrículos,
y se iría como un pajarito. Sin decir ni pío. Sólo faltaba conseguir que levantara
el brazo. Fue fácil. Bastó un ¿qué tienes aquí, tío?, señalándole su codo
izquierdo. Lo levantó, para mirar, y así fue como lo hice. No dijo nada, no
hizo nada. Sólo abrir mucho la boca y los ojos. El corazón se le paró en el
acto, porque sólo salió un chorrito de sangre. Se cayó redondo. Le cogí de
las piernas y lo arrastré hasta el bosquecillo. Recuperé mi cuchillo, me deshice
del primer impermeable, que se había manchado menos de lo previsto, limpié
la hoja, tiré los guantes... y al cole, tan feliz, como cualquier niño de segundo
de la ESO que se acaba de cargar un hijoputa que le tortura.
La teniente se preguntaba si de verdad estaba lista
para escuchar aquello. El sargento, por su parte, rara vez se preguntaba nada.
-Marchaba con retraso, así que hube de correr. En
los lavabos no había nadie, pero uno de los cagaderos tenía la puerta
cerrada. Me agaché y miré. Unos pies inconfundibles: a sus quince añitos Nacho
ya gastaba un 52. Sólo quedaba rezar para que no apareciese nadie. Salió al
minuto, con la mano pringada. Ni me vió. Fue derecho a un lavabo. Yo, tras él.
En la misma configuración: impermeable, guantes, cuchillo a la espalda.
Cuando estiró los brazos para poner las manos bajo el chorro, ¡zás! No le
dejé caer. Pesaba mucho, aunque no tanto como para no poder remolcarle
hasta el retrete de su postrer pecado mortal. Recuperé mi arma y con el
impermeable limpié la poca sangre que había en el suelo. Lo dejé con el
muerto, y ya con prisas corrí a mi clase. ¿Que por qué las prisas? Por el
tiempo. Era crítico. En cualquier momento alguien daría con Nacho, sonaría
la sirena y todo se desmadraría. No podía contar con más de dos minutos.
De ir todo bien deberían bastar.
-Y todo fue bien, es obvio.
-Sí, sargento. Según lo planeado. Tocaba Religión.
Yo siempre me la fumaba, porque no soporto esas gilipolleces, de modo que al
cura debió de parecerle raro verme allí, pero no dijo nada. Fui hasta mi
sitio, con el arma bajo la sudadera. Me coloqué, sin sentarme, tras David.
Respiré a fondo, empuñé mi buen cuchillo y le asesté un golpe seco en el
cuello, el filo hacia fuera. Tiré, con fuerza. Me lo llevé todo por delante.
Tráquea, faringe, venas y arterias. Varios chorros de sangre, muy copiosos,
como si David se hubiera transformado en regadera de diseño. Me llegaban
gritos, porque los demás comenzaban a reaccionar. Idoia, no. Era lenta, muy
lenta, y eso que no era una 70, que pasaba de 90. Cuando quiso moverse yo ya
estaba encima. Chillaba, con la boca muy abierta. No supo cubrirse. Yo
quería degollarla, como al otro, pero a la vista de la situación apunté a
su ojo izquierdo. Los tenía muy bonitos, por cierto. Azules, y muy grandes.
Pues hasta el fondo, hasta donde la punta hizo 'clack' contra el interior de
la calavera. Cayó de culo, con mucha sangre manando. Sólo quedaba sacar el
cuchillo de respeto, el que llevaba por si perdía el otro. Me volví al hechicero,
que parecía petrificado, y con mi voz más serena, si es que me salió
así, que tampoco lo sé, le dije que sería mejor para todos si me dejaban
solo. No hubo más. En cosa de segundos se había largado todo el mundo,
entre alaridos. Sólo quedaba esperar. Me dejé caer en mi pupitre... y
eso fue todo.
El suboficial y la oficial reflexionaban en
silencio. Por unas razones o por otras, a los dos parecía costarles digerir
todo aquello. Sólo al cabo de un largo minuto la teniente se animó a preguntar.
-¿Y no sientes ningún remordimiento? ¿Ningún
espanto por lo que has hecho? Es que son cuatro asesinatos, Jesús.
El niño hizo como que se lo pensaba, pero sólo era
coreografía.
-Ninguno, teniente. Tomás, Nacho, David e Idoia se
habían juramentado para no dejarme vivir. Yo no podía buscar la
protección de nadie, porque nadie tenía la menor gana de protegerme. Se
volvió una cuestión de superviviencia: o ellos o yo.
-Habrías debido mirar alrededor. Hay muchas
personas buenas en el mundo, Jesús. Te habrían podido ayudar.
-Se confunde, teniente. No hay personas buenas. Con
la gente como yo todas son, lo más, lo más, indiferentes, si no malas del
todo. Sólo sucede que unas disimulan mejor que otras.
La teniente no se atrevió a tomar nota, pero
aquella sentencia tan lúcida no se le olvidaría. En realidad, nada de lo que
decía el espeluznante niño de trece años era para olvidarlo.
-¿No se te ocurrió pensar que tus compañeros de
clase iban a necesitar asistencia psicológica por lo que les hiciste
presenciar? ¿Que les has causado un trauma colosal? ¿Que todos sufren un shock,
que muchos van a negarse a volver al colegio?
-Para shock, sargento, el que me han visto disfrutar
durante casi un año sin que ninguno moviera un dedo. Y nadie me dió
asistencia psicológica. Con este cuerpo y esta jeta, ¿para qué iba yo a
necesitarla?
Otra respuesta devastadora. Es lo malo de la
inocencia, se decía la por momentos menos impasible teniente. No hay forma de
refutarla. Y el niño era inocente. Cuando menos, eso era lo que decía La Ley.
-¿De verdad no sientes angustia, ni preocupación,
por lo que te vaya a pasar?
-Para nada, teniente. ¿Sabe qué? Anoche, por
primera vez en no recuerdo cuánto tiempo, que quizá sean años, al fin pude
dormir bien.
-Enhorabuena,
mi teniente.
-¿A qué viene eso? -tono de extrañeza, y no
fingida-.
-A que a mí no me habría dicho una palabra. Usted,
en cambio, se lo ha llevado al huerto, y de qué manera. Sigo sin comprender
cómo lo ha hecho, pero sí sé que me gustaría mucho saber cómo hacerlo.
La teniente no respondió. En el mundo militar, un
elogio de suboficial no vale nada, cuando menos para un oficial. Para que
una loa sea de agradecer ha de venir de un comandante, por lo menos.
-La juez alucinará. Jovencita, ¿sabe? Una
empollona, que se sacó la oposición en sólo dos años. ¿Que qué tal es? Pues formal,
seria... y muy antipática, qué quiere que le diga, pero en eso es como todas
Sus Señorías. Dar los buenos días a un sargento no debe de ser constitucional.
De todos modos, no estará mucho con esto. Se lo sacudirá en un pis-pas, ya
lo verá. Lo que le lleve pasárselo a la de menores.
-¿También la conoce?
-Sí, claro. Por aquí hay mucho lío menorero. No
sólo en las fiestas patronales. Todos los findes. Y no sólo de botellones, porros,
broncas y leches con las motos. También de sangre, aunque de homicidios hacía
tiempo que no. Por cierto, ahora que recuerdo... la de menores no es muy paciente,
que digamos. Será bueno que incorpore usted su informe a la mayor brevedad.
Lo querrá leer antes de ver al crío, y me juego el tricornio a que lo hará mañana,
si no esta misma tarde.
-Gracias por el soplo. Estará. Necesitaré la
grabación, eso sí.
-He mandado que le hagan una copia. ¿Sabe ya como
lo calificará? Sí, ya lo sé, nosotros no calificamos, pero sí sugerimos,
¿no?
-Pues como lo que es. Homicidio múltiple y
premeditado, perpetrado con alevosía y con casi todos los agravantes, aunque
también con atenuantes, como acoso continuado y terror invencible. Bueno, y con
un eximente: sujeto inimputable.
El sargento cavilaba, distraído. Le bullía una idea
en la cabeza.
-En ese niño hay algo espantoso. Además de que sea
un pedazo de asesino, claro está. Sí, verá: el que se decidiese a matar sólo
cuando se supo penalmente irresponsable. Cuando tuvo claro que podría descojonarse
del mundo entero. Todo un monstruo, ¿no le parece?
La teniente parecía reflexionar.
-Hay algo aún peor que todo eso. ¿Qué no imagina usted
qué pueda ser peor? Pues muy fácil, sargento: el esfuerzo que cuesta no ponerse
de su parte. Sí, no levante así las cejas, hombre. Piénselo.
El suboficial era muy disciplinado. Se lo quedó
pensando.
©
Ildefonso Arenas
Majadahonda, febrero de 2021
Espeluznante historia, muy bien escrita. Por desgracia, refleja de un ambiente real aunque el final sea extraordinario
ResponderEliminarAntonio A. Couceiro