lunes, 8 de febrero de 2021

ANOCHE YA PUDE DORMIR BIEN

 ...POR ILDEFONSO ARENAS

 -¿Por qué lo has hecho?

El niño tardaba en contestar, aunque no parecía que por dudar o porque necesi­tase tiempo para elaborar la respuesta. Su expre­sión era va­cía, inexpresiva. Como de andar su­mido en un tran­ce, o ser víctima de un shock. Una facha, por otra parte, que no era una novedad para los dos guardias civiles. De sobra sabían que cuando algún adolescente de los que se creen a salvo del todo se les pillaba en una muy gorda, no eran capaces de poner otra.

-Antes de contestar querría saber con quién estoy hablando.

Los guardias se miraron, especulativos. Eran las pri­me­ras palabras que decía el detenido, y no sonaban a preadolescente abru­mado por ha­ber cometido un crimen espantoso. Más parecían, y no por sí mismas sino por su tono, frío y sereno, las de un adulto seguro de sí mismo y conocedor de sus derechos.

-Aquí las preguntas las hacemos nosotros.

Había contestado el guardia civil macho. La hembra, en imperceptible gesto de disgusto, le lanzó una mirada tirando a gélida.

-Pues si no me dicen quiénes son yo tampoco diré nada.

Tono indiferente, si no ausente. Suficiente para la hembra.

-Vale. Yo soy la teniente Guilló. Él es el sargento Martínez.

-Usted es la psicólogo, supongo.

-¿Por qué dices eso? -tono de sorpresa; el niño no se comportaba con acuerdo a lo que cabría esperar de un adolescente al que se le hubiera ido la olla; su tono indiferente y su ges­to impasible más hacían pensar en un fle­mático ex­plo­ra­dor Stanley que saludase a un distraído profesor Li­vingstone que saliera de una choza en medio de la selva.

-Porque al revés sería imposible.

El sargento frunció el ceño, irritado. Tenía cuarenta y dos años, los veinti­séis últimos en La Empresa, se las había tenido tiesas con toda clase de homicidas y de ningún modo pensaba consentir que aquel cria­­jo se le cachondeara en su cara, pero un vistazo a la dere­cha le hizo fre­nar en seco. La puñetera tenienta señalaba con el de­do índice de su mano de­recha, ter­mi­nado en una uña sin pintar, sus dos es­­tre­llas de seis pun­tas. Indicaba con displi­cencia que, aún sien­do él Suboficial Jefe Ac­cidental de la Co­man­­dan­cia de Las Ro­­zas, la que mandaba era ella.

-¿Y por qué sería imposible?

-Porque ser psicólogo implica poseer no sólo estudios superiores, sino sensi­bi­li­dad y empatía. Nada de todo eso es compati­ble con aquí las preguntas las hacemos no­sotros. No crea que le censuro, sargento ‑se ha­bía vuelto al ceñudo suboficial-; ya imagino que para el trato cotidiano con cho­­rizos y macarras las cosas deben ha­­cer­se así. Sólo pre­tendía cerciorarme de que uste­des, o al menos uno de ustedes, son ca­pa­ces de comprender. Más que nada, para no tener que repetir la his­­to­­ria una y otra vez. Es aburri­da de contar, ¿saben? Y nada corta.

-Pues si no es corta mejor que vayas empezando.

El sargento no quería ceder el control del inte­rro­ga­to­­rio. No a la bestia pechugona enviada por la Di­rección General. La de­tención era su­ya, el delin­­cuente tam­bién, y si alguien se hubiera molestado en pre­gun­tarle ha­­bría contes­­tado, con el debido respeto, que no necesitaba para nada una oficial muy jamona de la Unidad Central Operativa. Tam­­bién era verdad, se decía en un vai­­vén de su ruda mente militar, que con la es­candalera que se había or­ganizado era razonable que se perso­na­ra El Man­­do. No to­­dos los días un estudiante de segundo de la ESO se carga cuatro com­­­pa­­ñe­ros de cur­­so de otras tan­tas cuchilladas. Ésa era otra, la eficacia del ca­bri­­­­to. Ce­pillarse un semejante con arma blanca requiere tres o cuatro gol­pes, por lo menos, y si el homicida no es muy profesional rara vez la víctima casca en el ac­to, pero aquel ser de ges­to abesu­ga­do, de con­­­­­grio a medio descongelar, los había liquida­do a la primera. Va­mos, que ni el Jo­­sé Tomás en una bue­na tarde.

-Antes de comenzar querría pedir una cosa.

El sargento estaba por abrir su boca y poner orden, pero un nuevo gesto digital a su derecha le llevó a cuadrarse mentalmente.

-¿Es algo que nosotros podemos hacer?

-Seguro que sí. Llegué aquí con lo puesto, como supongo saben. Lo encuentro normal y no me quejo, pe­ro el caso es que ayer, an­tes de pasar a mayores, dejé guardada en mi taquilla una bolsa con libros y cua­dernos, y alguna ropa. Entiendo que de­b­e­rán comprobar lo que con­tiene, pero co­mo supon­go ya estamos en un proceso... digamos ruti­nario, no les costará trabajo ha­cér­me­la llegar. Así podré seguir estudiando. Es que no quiero perder el curso. En todo menos en gimnasia lle­vo una media de sobresaliente, y aun­que tengo cla­ro que allí, en el colegio, no me voy a examinar, supon­­go que podré ha­cerlo por libre, ya dirá el juez cómo. Por la reinser­ción social y todo eso, ya saben.

-Parece que te has preocupado de saber qué pasará después.

-Cierto, así es. De hecho, si no lo hubiera visto claro no habría matado a nadie. De nin­gún modo he pretendido ti­rar mi vida por la bor­da, sargento.

El suboficial reflexionaba. Tenía larga práctica en el trato con ho­­mi­­­cidas fríos, empezando por los del género ETA en sus no añorados tiem­pos de Inchau­rrondo, pero aquel, a sus trece años, le parecía el más glacial de los que había cono­cido. El más sin sentimientos, y eso sin tener en cuenta que no era un terrorista, ni un fa­ná­tico religioso. Ni siquiera un adulto. Sólo un niño que se car­ga cuatro de su edad a sangre fría, sin aparente motivo. En su vida se había visto con algo igual.

La teniente también reflexionaba. Pretendía determi­nar si aquello era una pose, una máscara que tarde o temprano caería por los suelos para dar paso al llan­to, al pavor de un niño de trece años pillado en una gordísima. Pues igual era que no. Cuando menos, no hablaba como los cabes­tros de trece años al uso, especie que conocía bien, a fon­do ‑dolorosas servidumbres de las casi extinguidas familias numerosas-; lo ha­­cía como un hom­­bre maduro, reflexivo y de ideas muy claras. Un caso por demás interesan­te, se­gún había intui­do. De ahí que se lanza­ra sobre su teniente coronel pa­ra pedirle, si no suplicarle, que la hi­ciera par­ticipar en los interrogatorios.

-No le veo problema. Sargento, ¿se ocupa usted?

-A sus órdenes.

El suboficial se levantó, irritado pero disciplinado. Regresó diez minutos después. Un tiempo en que ni la teniente ni el convicto di­je­ron nada. La oficial, pen­dien­te del prisionero; éste, de las musarañas.

-Si su señoría lo autoriza, la tendrás contigo esta mis­ma tarde.

El niño asintió, distraído. Se había quitado las gafas, de lentes muy gruesas y bastante sucias. No para limpiarlas. Sin duda le pesaban, porque habían dejado una marca enrojecida en el puente de su na­­riz. Sin ellas resultaba todavía más feo. Bajito, despeinado, casposo, rechoncho, cul­ón, gra­nulen­to, con legañas, halitósico y propietario de un fuerte pestazo a sudor muy ran­cio, era un niño de trece años por de­más repelen­te, si no re­pugnante. Quizá de ahí viniera todo, se de­cía la espe­cu­la­ti­va teniente. Cuando menos, en su origen primigenio.

-Nosotros hemos cumplido. Es tu turno, Jesús.

-¿Qué saben ustedes de mí?

-¿Por qué lo preguntas? -el sargento no habría respon­dido; jamás hay que jugar a lo mismo que los delincuen­tes, pero si la cretina sa­bion­da quería mos­trar su sa­­bi­du­ría psicológica en aquella forma tan estúpida, pues allá pe­lículas-.

-Por economizar.

La teniente se lo pensaba. Cualquier cosa que contribuyese a que aquel extraño ser colaborase no podía ser mala.

-Según nos ha explicado tu madre, tienes trece años, eres fruto de un ma­tri­mo­nio que se rompió hace ocho, ella vol­vió a casarse hace seis, tienes una me­­­dio her­ma­na de cin­co y hasta hoy no habías dado un ruido. La di­­rectora del instituto dice que llevas dos cursos con ellos, que tus notas del año pasado fue­ron excelentes y que las del presente también, aunque les pre­o­cu­pa­ba que te ais­labas, que no te integrabas. Sabía que tenías problemas con al­gu­nos de tus com­­pa­ñe­ros y que una vez te quejas­te de acoso escolar, lo cual le lle­vó a intervenir y pensaba ella que con éxito, porque ni te ha­bías vuelto a quejar ni te­nía noticia de que siguieran moles­tándote. Cuan­do menos, en el re­cin­to del co­le­gio. Y eso es todo. Por cierto, ¿por qué te has nega­do a ver a tu madre?

-Porque no razona. Sólo grita. Y pega. Me ha puesto en evidencia demasiadas ve­ces y me ha soltado demasiadas bofetadas, en público y en privado. Lo mejor de ver­me aquí, en la cárcel, es no tener que aguantarla más.

-Esto no es La Cárcel. Esto es una comandancia de la Guar­dia Ci­vil. Las cár­celes son muchísimo peores, pero tú no vas a ir a una. Son para los adultos -el deteni­do se encogía de hombros, indiferente-. Y en cuanto a tu madre, mucho me temo que ten­­drás que verla, y que hablar con ella. Eres menor y ella tiene la patria potestad. La juez lo man­dará y ten­drás que obedecer.

El niño no contestó. Se limitó a encogerse otra vez de hombros.

-¿Siempre te has llevado mal con ella?

-No. Ha sido progresivo. A medida que bebía más y más. Siem­pre ha sido gritona, e irrazonable, pero tan arbitraria como ahora, tan im­predecible, sólo desde dos años acá. Desde que vinimos a vivir aquí, a Las Rozas.

La teniente dejó pasar unos segundos. No estaba segura del ca­mi­no a seguir, además de que sentía un cauto temor por los ulterio­res co­mentarios, los que sin duda dejaría caer el sargento si el interrogatorio no terminaba como deben terminar los interrogatorios policiales.

-Sería bueno, Jesús, que nos contases tú la historia. Des­de cuan­do empiezan tus recuer­­dos. Los datos que tene­mos, los que te he dicho, no parecen que sean to­da la verdad. Debe de haber mucho más.

-Ya lo creo que sí. Muchísimo más -bajaba la mirada, en un gesto que la oficial ha­bría juzgado de abatimiento de no sospechar que aquel niño inusual era de los que no se abatían-. No recuerdo a mi padre, para empezar. Se mar­chó mu­cho an­­tes de que se rompiera el matri­monio, como usted dice. Lo que su­cediera entre los dos no lo viví, o no lo adver­tí, pues era muy pe­­queño, pero ella lo ha contado des­pués, varias ve­ces y a varias personas. Por te­­léfono y conmigo delante, mientras hacía los deberes o veía la tele, o lo que fuera. Y siempre borracha, o al me­nos con unas cuantas copas. Así llegué a comprender que le hizo la vi­­da tan imposible, a mi padre, que aca­bó marchándose, dando to­do por perdido. Para conseguirlo hasta le acusó de ma­­los tratos. Una vez, tras planearlo con cuida­do, mi tía, que más o menos es co­mo ella, le pu­so un ojo negro. De ahí al hospital y luego a la comisaría. Suficien­­te para mi padre. Un infeliz. Si se dejó sacar hasta el hígado debió de ser para ver­se libre, para liquidar su vida con ella. Mi madre se que­dó con el di­nero, con el pi­so y con todo lo que contenía, de lo cual está muy orgu­llosa. Y con una pensión para cubrir mis gastos lo bastante grande como para no ha­ber vuel­to a trabajar. Él desapareció. Jamás le vol­­ví a ver, dentro de que no re­cuerdo haberle visto. Ni sé como es, por­­­que no hay ninguna foto suya, en casa. Mi madre las quemó, sin dejar una. Y no, no le echo de me­nos. Entien­do que todo lo que asocie con ella debe de resul­tarle odioso, yo lo pri­me­ro. No le re­­pro­cho que no quie­­ra verme. Yo haría lo mismo.

Un relato por demás amargo, se decía la muy atenta guardia ci­vil. Atenta, so­bre to­do, al tono del niño. No era de tristeza, ni expresaba sentimien­to algu­no. Era el de un pescadero rumano explicando a las parroquianas del Carrefour a cuánto iba el kilo de pescadilla.

-Antes vivíamos en Móstoles. Según creo, fui carne de guardería desde nada más nacer. A los tres años ya estaba en preescolar. Quizá no de un modo consciente, pero ahí empecé a saber que no era co­mo los demás. ¿Que por qué? Pues porque me zurraban a todas ho­­ras. No a con­se­cuen­cia de juegos infantiles, nada de eso. No, por­que yo no juga­ba con nadie. No era que no me admitieran. Era que me da­ban mie­­do. Y que me aburrí­an. Me gusta­ba leer, aprender, conocer. Sa­ber. Allí era imposible. A las profesoras no les que­daba más remedio que se­­guir el ritmo de los torpes, con in­de­­pen­den­cia de cuál fuera la ra­­zón de su len­­titud, si no de su incapacidad. Unos eran simple­men­te idio­­tas, otros eran retrasados, pero los más eran inmigrantes. No me ma­­l­in­ter­preten, no quiero decir que por eso fueran unos burros. Era que des­­conocían el idio­ma, pues aun ha­bien­do na­cido allí, en Mós­­to­les, en sus casas les ha­­bla­­ban en otra cosa, en lo que fue­ra. Ir a ese co­­le­gio era una pesadilla. Por lo despacio que avanzaba todo. ¿Que cuán­­to tiempo estuve allí? Hasta el año en que hice seis. Al empezar Pri­ma­ria.

-Por entonces vivías con tu madre, ¿no? -el niño asintió-. ¿Seguí­ais en Móstoles? -otro asentimiento-. ¿Y qué tal en el nue­­vo colegio?

-Pues peor, porque ya no se trataba de un rechazo ins­tintivo. A los seis años ya se disfruta una cierta malicia, y con ella llega un concep­to nue­vo: perseguir. An­tes, en Infan­til, todo era como de bestezuelas, bru­­­tales aunque ino­cen­tes, pero en Pri­ma­ria quedaba muy poca ino­­­cen­­­cia. De ahí que comenzaran a perseguir­me. No to­dos, por supuesto. Siempre ha sido cosa de un grupo, de unos pocos que se unen contra los de­más. Los acosadores, los bullies, nunca son muchos, pero siem­pre son más que quienes osan plantar cara. Si lo piensan ustedes, es la mis­ma táctica que se­­guía la SA -la oficial tomó una nota: ¿qué carajo sería la SA?-: inti­midar y ame­­dren­tar, sien­do más y siendo más fuer­tes, al me­nos pun­tual­mente, que la opo­­­si­ción. Para eso hace falta, lo prime­ro, impedir que los demás se unan contra ellos. Lo segundo, emprender­la no ya con los más débiles, sino con los más aisla­dos. Así los demás escarmien­tan en la cabeza de los apaleados y tiran por el ca­mi­­no más fácil, más cómo­do: reírles la gracias. Yo era la víctima ideal, y hasta el día de ayer lo he si­do siempre: feo, gordo, flojo, antipático, na­­­­da dis­­pues­to a tragar y en abso­luto gre­ga­­rio. ¿Que qué sig­­ni­­fica eso? -el sar­gento se arre­pentía de haber pregun­ta­do; no queda bien delante de una te­nien­­te sardónica poner de relieve que se po­see menos vocabu­­la­­rio que un asesino de tre­ce años-. Pues que no ne­­cesito a los de­más. Ni su com­­­­pa­ñía ni su sim­patía. Só­lo quiero que me de­­­jen en paz.

-En los colegios hay psicólogos. ¿Qué te decían?

-Que la culpa era mía. Que debía esforzarme más. En ser admiti­­do, aceptado… convivir puede ser muy duro, Jesús -tono melífluo, un tanto en­­­gola­do-. An­da que no lo habré oído ve­ces. Ter­miné por esquivar­les, a ellos también. Jamás me dijeron na­da práctico, nada que me sir­viera para vivir algo mejor. Por descon­tado, a mis tor­tu­ra­do­res ni pa­labra. ¿Cómo iban ellos a meterse con los chi­cos gua­pos del co­­le­gio, los que daban lustre y esplendor al alum­na­do? Hombre, por Dios, qué co­sas se te ocurren, Jesús. Lo más que hicie­ron, alguna vez, fue invo­car la caridad cristiana, lo bueno de no pegar demasiado fuerte y lo sa­lu­da­ble de per­mi­­tir a las víctimas que descan­­saran un poquito.

-¿Y eso te pasó en los años de Primaria? ¿En todos?

-No, en todos no. Algún profesor con sentido común debió de ad­vertir que los acosadores, los bullies, eran casi to­dos españoles, y los pocos que no lo eran actua­ban someti­dos a españoles. De ahí que me cambiaran de clase, a una donde los inmigrantes eran mayoría. Mano de santo, créanme. Jamás tuve proble­mas con los aliguácanos, ni con los mo­racos, ni con los negratas, ni con los gitanos. Y me­nos aún con los del este... rumanos, polacos y moldavos, ya saben. Lo malo era el precio a pagar, porque seguir su ritmo era exasperante. Lo peor, que la paz y el so­siego acaba­ban al salir al patio, o al salir del colegio. Lo del patio lo resolví no ba­jando ja­más al recreo, pero lo que pasaba en la calle tenía mal arre­glo. Por vivir algo lejos. To­dos los días andando, aun­que di­luvia­se. Ni soñar en que mi madre vi­niese a bus­­carme. Lo único a mi al­cance, y qué remedio, era quedarme una ho­ra más, has­ta cuando cerra­ban la cancela, pero no siem­­­pre funcio­naba. Debía de ser di­ver­­­ti­do cazar a la nenaza de la Jesusa, y vaya que si me cazaban. No siempre y no en el mis­mo sitio. Entre otras cosas porque cada día iba por un ca­mi­no distinto. Aún así, era frecuente que me viera cerca de casa, no más de cien metros, y al doblar la última esquina me los encon­trara. Lo que seguía... imagí­nen­lo. Mi mochila, vacia­da. Los libros, los cua­der­nos, los bo­lis... todo por el suelo, todo por el barro. Si ha­bía suerte me caía una mano de colle­jas, pero si osaba revolverme, adiós. La mano se vol­vía de hos­tias, de patadas, in­cluso hecho un ovillo en el sue­lo seguí­an pe­gándo­me. Si apare­cía una persona mayor salían corrien­do, pero a esas horas, y en aque­llos andurriales, era raro que apareciese nadie. De ahí viene mi expe­rien­cia en ver a través de cristales rajados, de usar ga­fas de una sola pati­lla y de llevar dos cuadernos por asignatura. Uno se que­­da en ca­sa. Es la co­pia de se­gu­ri­­dad. El otro es el que me des­trozan. También es el origen de que me pon­ga dos cal­zon­­­cillos, y de­bajo dos pares de cal­cetines. ¿Que por qué, dice? Se nota que no es usted un hombre, teniente. No tiene la menor idea de lo que duele una patada en los huevos mientras dos hijos de puta te suje­tan de los bra­­zos y otros dos te abren las piernas.

La teniente, a su pesar, se removió en su silla. Lo que oía le supe­­­ra­ba. ¿Pero có­­­mo podía ocurrir algo así en la España de Sánchez? El sar­gento no se estreme­­cía. Estaba bien al tanto de las cosas que sucedí­an en los colegios y en los institutos del eje Pozuelo-Ma­ja­da­hon­da-Las Rozas. Rara vez él y sus guardias eran llama­dos a inter­­venir, pe­ro te­ní­an hijos, e hijas. Gracias a ellos sabían que si algo se había ins­ta­la­do en la vida esco­lar madrileña, y muy a fon­­do, era la Omertà.

-Mi madre se casó hace seis años, como dijo usted -por la tenien­te; las pocas veces que levantaba la mirada de la mesa era para clavar sus ojos en ella; el sargento no contaba; peor: no existía-. Estaba de cin­co meses. De Jessica Patricia, fíjense ustedes qué nombre tan cho­rra. Tan de teleno­vela sudaca. Es lo enternecedor de mi madre, que no pue­­­­de ser más cursi. El marido se llama Pablo. Ya le co­no­ce­rán, si toda­vía no le co­nocen. Es un buen tipo. No la pega, ni siquiera cuando ella le persi­­­­gue por toda la casa in­sul­tán­do­­le a grito pelado, borracha de caerse. La niña le adora, y él a ella. En cuanto a mí, me ignora. De vez en cuan­­­­do me da un dinero, eso sí. Se lo agradez­co, por­­­que con mi ma­­dre no pue­­do contar. Lo mismo me suelta cien euros que un par de hos­tias. Según le dé, o según la lleve. Bueno, todo eso ya da igual. Lo que cuenta es que Pa­blo trabaja cerca de aquí, en Bankia. Es jefecillo de algo. De­be de ganar una pas­ta. Y le han dado un cré­dito de los que sólo dan a los altos empleados. Con él han comprado la casa don­de vi­vi­mos. Ha de­bido de ser suficiente, por­que mi madre no ha te­nido que ven­der el pi­­so de Móstoles. Lo tiene arrendado a ni se sabe la de moracos, en plan pa­te­ra. Le pagan mil y pi­co euros al mes. Más o me­nos, lo que se gas­­ta en bo­­­te­llas. ¿Que si no exagero? Miren bajo su cama, y ve­rán. De to­das las mar­cas, ginebra y whisky lo que más. Así pa­sa, que las asisten­tas le du­ran una se­ma­na. Ninguna la soporta.

-¿Cuándo vinísteis a vivir a Las Rozas?

-Hace dos veranos. Nada más llegar me matricularon en el instituto. Era nuevo, recién inagurado. Es filial del Ramiro de Maeztu, el de los pijos de la calle de Serrano -la teniente asintió, con retropectiva pena; le había gustado estudiar ahí, y no en el muy penoso de Parla-, co­­mo el Tajamar y como algún otro más, y tan elitista y tan del baloncesto como todos ellos, pese a ser un colegio público. Jessica, en cambio, está en uno privado. A Pablo, que lo paga, la ensañanza pública no le gusta mucho; no quiere que su hija se mezclae con la chusma, con el abs­chaum. Con los emigrantes. Jessica es muy guapa, muy sociable y no de­­ma­­siado lis­ta. Con ese perfil es na­tural que nadie se meta con ella.

-¿Os lleváis bien?

-Tolerablemente.

-¿Alguna vez le has tenido celos?

El asesino sonrió. Con amargura, pero sonrió.

-Teniente, lo primero y necesario para sufrir el síndrome del Prín­cipe Destronado es ha­­ber sido príncipe alguna vez. Yo no lo he si­do nunca. No puedo decir que la quiera, porque yo no quiero a nadie, pero jamás la he puteado. En cuanto a có­­­mo es ella conmigo... pues algu­nas noches, cuando la bron­ca es muy fuerte, sale de su cuarto, va de pun­tillas al mío, abre la puer­ta con cuidado, se vie­n­e a mi cama, se mete dentro, se tapa la cabeza y se me abraza. Sin decir pa­labra.

-¿Y tú qué haces? ¿La echas a patadas?

-No, sargento. Hasta podría decir que me conmueve. Un poco.

La teniente dejó asomar una mueca de fastidio. Entraba en sus atri­buciones echar al insufrible chusquero de aquella sala de in­te­rro­ga­to­rios, rebosante de cámaras camufladas, pero se­ría una medida de la que luego debe­ría dar explicaciones, y con sólo dos meses en la UCO mejor sería no ten­tar las gónadas del Gene­­ral Jefe de la Comandancia de Madrid, al cual, por elevación, le llega­ría en cuestión de minutos la predecible queja del suboficial.

-¿Y qué tal te fueron las cosas en el instituto? Ya ima­gino que mal, o no estarí­a­mos aquí, hablando, pero ¿fue así ya el primer día?

-No, qué va. En el primer trimestre todo fue bien. No me hacía ilu­sio­nes porque comprendía la razón: cada uno de nosotros ve­nía de un si­tio distinto. Eran pocos lo que se co­nocían entre sí. Los bullies no sur­gen al momento, en un chascar los de­dos. Es cosa que lleva su tiem­po. Primero han de olerse, identificarse los unos a los otros. Y luego elegir a sus víc­timas. Yo, que lo sabía, intentaba pasar de­s­­a­per­ci­bi­do, pe­ro al co­menzar el segundo trimestre nos pusieron el test y aquello fue mi per­di­ción. Habría debido hacerlo mal, que también sé jugar a eso, pero me confié, y así cavé mi tum­ba.

-¿Por hacer un test? Nos lo expliques.

El niño Jesús se lo pensó unos largos segundos.

-Fue un viernes. Nos dijeron, por sorpresa, que aquella mañana cambiaba el programa de actividades, el de todo Primero, y que vendrí­­­an unos señores de la Consejería de Educación a pasarnos un test. No podían decirnos qué pre­tendían medir con él, pero sí que los resulta­dos no se ha­rían públicos. Aquel que tuviera interés en conocerlos que hablara con sus padres, y que los pidieran ellos. Si lo ha­­cían en esa forma era por tratarse de información personal y confidencial, y de nin­­gún modo pensaban consentir que fuera de dominio público. No di­jeron más. A mi me so­nó a determinación del IQ. El Coeficiente Intelectual, para entendernos. En Sexto de Primaria nos habían dicho que a par­tir del curso siguiente la Co­mu­nidad pensaba pasarlo en todos los co­­legios, aunque sin dar detalles. A eso se de­­bería que fuera tan confiden­cial, pensaba yo. Si los resultados se hicieran pú­bli­cos los efectos se­rían devastadores para los más tontos, y era natural que lo qui­sie­­ran evitar. A las diez llegaron las pavas de la Comunidad, que todas eran tías, y empe­­za­mos. Las seis clases a la vez, de Primero A a Primero F. Un cuadernillo con 150 preguntas, casi todas con seis o siete opciones de respuesta. Teníamos hasta las dos para terminar. Yo me lo tomé un po­quito a cachondeo, pero el ca­so fue que al minuto me había con­­cen­trado. Si no por otra cosa, porque me parecía divertido. En cuanto cogí ca­­rre­­­rilla, co­ser y cantar. Lo terminé a las doce. La tipa de la Comunidad me puso una cara muy rara cuando se lo entregué, pero no puso pegas a que me fuera, y me fui. A la biblio­­te­ca, que acababa de terminar un libro estupendo y lo quería devol­ver. ¿A la del cole? No, a la Mu­­nicipal. Saco una media de diez libros al mes. Tie­ne un fon­­do litera­rio estupendo, ¿saben?

-¿Qué libro era?

-Uno de Thomas de Quincey. Murder considered as one of the Fine Arts. ¿Lo conoce? -por la teniente; daba por hecho que al sargento no po­día ni sonarle-.

-Lo recuerdo de la facultad. ¿Lo leías en inglés?

-Sí. No creo que lo hable bien, porque apenas puedo practicar, pero lo leo y lo escribo de corrido, y entiendo sin problemas las películas y las series de Netflix. Me pasa igual con el alemán. El francés lo llevo un poquito peor.

La joven oficial consiguió, a duras penas, que su expre­sión no trai­­cionase sus pensamientos. Con sólo trece años, y sin haber hecho nin­gún intercambio...

-¿Qué libro es ése? ¿Uno de Harry Potter?

La mirada del pequeño asesino se hizo aún más gélida.

-No, sargento. Yo no leo basura -tono de profundo, insupera­­­ble des­precio-. Quizá le inte­­­rese hojearlo. La bi­blioteca tiene también la ver­­sión en castellano. Se llama, creo recor­­dar, El Asesinato considerado como una de las Bellas Artes.

Al sargento, un punto atónito, le costó sujetarse las cejas.

-La mar de instructivo, sí -el subo­fi­cial se admi­­­­­raba de corazón, aun­que no de un modo positivo-. ¿Sacaste tus planes de ahí?

-No, sargento. No es un manual operativo. Es pura y simple filo­­­­­sofía, créa­me.

El suboficial no parecía capaz de captar el suave tono irónico del asesino jovencito, pero la teniente sí lo era. Tanto que, a fin de ahorrar un muy mal rato al que, por lo demás, era ejemplar archiarquetípico de la Benemérita profunda, la más tradicional, optó por ahorrar al chusquero el ser masacrado por un niño de trece años que a todas luces, desde cualquier ángulo que se le contemplara, era de alivio.

-Mejor si dejamos la literatura. ¿Qué pasó lue­go?

El presumible sociópata optó, a su vez, por encogerse de hombros. Aniquilar sargentos parecía ser una cosa incapaz de interesarle.

-Una semana después, en Sociales, a la profe le sonó el móvil. Su churri, como to­­dos los días a esas horas. Sa­bía­mos qué se­guía: tiraba para el pasillo y volvía en diez minutos. En su me­sa, en el montón de pa­pe­­les que lleva siempre de un lado pa­ra otro, asomaba un listado. Un su­da­ca de la pri­mera fila, que va de au­daz, se pu­so a mirarlo. En és­­­to, se lo guar­da bajo la sudadera y sa­le pitando. Volvió en dos mi­nu­tos. La pro­fe seguía con lo suyo, en el pasillo. Él dejó el lista­do en su sitio, pe­­ro an­tes de volver a su mesa se vino a la mía y me tendió unas ho­­­­jas, y de pa­so me guiñó un ojo. No pude mirar­las, porque justo enton­­ces volvió la pro­fe­so­ra. El sudaca, un argentino bastante golfo, y muy listo aunque muy vago, pidió per­miso para ir al retre­te. Volvió a los diez minu­tos, con cara de ángel. A la hora del recreo, el gran fo­llón: el cachon­do ha­bía col­­gado cuatro fo­tocopias en el tablón de anuncios. Ahí es­­tába­mos todos, con nues­tras res­pectivas miserias. Yo, el primero. IQ igual a 160, con una no­­ta comple­­mentaria que aún lo fastidiaba más: supera el lí­mite veri­­­ficable con la prue­­ba, se recomienda se­gui­mien­­­to. La que más se acercaba era una moldava del C: 131. Tras ella, en 130, el argen­tino. Desde ahí a 110, docena y media; más allá, la masa. Lo que más can­ta­ba era el furgón de cola, los de 70, el IQ límite para que te admitan en las Fuerzas Armadas. Veinti­dós, nada menos. El 16% de los 140 que éra­mos entre las seis clases. Intuyo por qué: a los que sacaron menos les habrían su­bi­­­­do ahí, el lí­mi­te de la sub­­­­­­­­­­norma­lidad, para no tener que plantearse largarlos a un centro de ta­­ra­dos, mon­gólicos y autistas, esos que llaman 'de educación especial'. Tres de los de ayer, por cierto, estaban en­tre los veinti­dós. Curioso, ¿ver­dad?

La teniente prefirió tomarse la pregunta por retórica.

-¿Los papeles que te dió el argentino eran copia del listado? ¿Los conservas?

-Están en mi bolsa. Quédeselos. No los necesito para nada.

La oficial tomó una nota. Por descontado que se haría con ellos.

-La directora debió de agarrar un buen cabreo, ¿no?

-Supongo que sí, sargento. No ya porque aquello se hubiera hecho público, que lo mismo le costaba la cabeza, sino porque los datos es­­­taban tabulados. No era una sim­ple lista de 140 niños y niñas. Había un primer des­glose por clases, de la A a la F, en apariencia no significa­tivo. Peor era el segundo: por grupos étnicos -la te­niente no pudo evi­­­tar que se le al­zasen las cejas hasta la raíz del pelo-. Indígeneas, suda­cas, aliguácanos, mo­­­racos, chino­­rris, ne­gratas, mol­davos, ru­manos, búl­garos y varios. Con unas evidencias muy llamativas.

-¿En qué consistían?

-Yo no soy el mejor para explicarlas, porque no sé de dónde par­tían los criterios, pero el resumen era muy negativo para los moritos y los indíge­nas. Entendí que los valores promedio se calculaban prescin­diendo del primero y del último, en cada grupo, y desde ahí se traza­ban ratios muy sen­ci­llos, casi elemen­­­tales. Las con­clusiones eran claras: los moldavos son bri­llan­tí­si­mos, los caribeños vienen a con­ti­nua­ción, luego asoman los chinos, después los suda­cas, tras ellos los ruma­­nos, luego aparecemos nosotros y por fin los ma­gre­bíes. Lo de los mol­davos es sig­nificativo: los cinco que hay son hijos de titulados supe­­­­rio­res que han venido hu­yendo del hambre. Aquí se dedican a fregar y a pegar la­dri­­llos, pero es cuestión de tiempo que salgan adelan­te. Por mal que vi­van no desertan de la cultura. Se ocupan de que los críos estudien, y por su­puesto les ayudan. La madre de la mol­da­va 131 es doctora en geo­lógicas aunque aquí friegue suelos. El padre, mate­má­­­tico, hace de jar­dinero en las urbas de Majadahonda. Dedican a su hija un par de ho­ras, ca­da día y cada uno. Si no fuera por­que no habla del to­do bien, que sólo lle­van aquí año y medio, sacaría unas notas co­mo las mías. Aún así, de no­­table no ba­­ja. En nada. Los otros son por el estilo. En su casa no sólo les explican lo que no com­­prenden en el institu­to, sino que les im­pelen a trabajar, a no desfallecer y a no de­­jarse con­taminar por la va­gan­cia imperante. Viviendo en un ambiente así, es na­­tural que la inteligencia se desarrolle, y ya lo creo que lo hace. Lo de los moros tam­bién es signifi­cativo. Los co­nocía bien, porque todos esta­­ban en mi clase. Cinco chi­cas, cada una con su ve­lo, y dos tíos. No se en­­teran de nada, y no só­lo por­que ha­­blan fa­tal pe­se a los años que llevan aquí, sino por estar en babia, ellas sobre to­do. A mi juicio es porque tienen claro su des­ti­no: seguirán en el colegio hasta los 13 o los 14, ahí las encerrarán en sus casas y só­lo saldrán para fregar o pa­ra ca­­sar­­se. Con un fu­turo como ése no hace falta es­for­­zar­se, y no lo hacen. A mí me daba igual, pero arrastra­ban a la clase con ellas, ha­­cían que todo llevase ho­ras cuando po­­­­­drían ser minu­tos. Menos mal que no nece­si­­taba profesores. Jamás los he necesitado. Con los libros me apa­­­ña­ba, co­­mo siempre me las he apa­ña­do, y gra­cias a eso iba tiran­do.

La oficial procesaba no sólo las palabras, sino los juicios de valor. El chaval sería un asesino, pero estaba claro que, tonto, de ninguna de las maneras. Su evaluación del alumnado en aquel instituto idílico, por otra parte, no podía ser más acerada. Si no por otra cosa, porque la visión que conservaba ella del mucho menos elitista de Parla, el que había dejado hacía trece años y donde no había una maldita canasta de baloncesto, coincidía pe­lo a pelo.

-¿Y qué tal tus otros compañeros?

-Mi clase, Primero A, era el pelotón de los torpes. Los diferentes, los inadaptados. Nuestra cosecha de insuficientes superaba de mucho a las demás. De ahí que mis so­bre­sa­lientes cantasen tanto. No me lo perdo­naban. No los moracos, ni los ru­­ma­nos. A ellos les daba igual. No me lo perdonaban los otros. Los españoles.

La teniente tomó una nota en su cuaderno: estudiar el listado muy a fondo. De ahí podría salir un buen puntazo. No para resol­ver el caso, que bien re­suelto estaba, sino para in­crementar sus posibilidades de ser Profesor Aso­ciado en su vieja facultad, la de Informática. Sería la primera oficial de la Guardia Civil no de ca­rre­ra, sino procedente de la escala de suboficiales, en conseguirlo.

-¿Qué sucedió después?

-La primera colleja me cayó ese mismo día. En tres o cuatro más fue como ha­ber vuelto a Primaria, o a Móstoles. Empujones, insultos y toda clase de faenas. Lo veía venir, aunque no por eso me lo tomé con resig­nación. La idea de pa­sarme los años de la Secundaria puteado hasta el límite por una panda de cabritos me corta­­ba las di­gestiones. Pensé que de­bía protestar, y protesté.

-¿A la directora?

-A ella y al jefe de estudios. Para mi sorpresa, no pasa­ron de mí. O no del todo. El ins­tituto es nuevo, ya les dije, y no querían que criase mala fama. La directo­ra, en particular, no se anduvo por las ra­mas: llamó a los padres.

-¿A los padres de los cuatro?

-De los seis. Los cuatro difuntos y dos chicas más. En apariencia reaccionaron bien, y de hecho esas dos chicas me dejaron en paz, pero en el caso de los otros só­lo sirvió para que cambiaran de táctica. ¿Que no más collejas? Pues no más colle­jas. A cambio, un aislamiento ab­soluto. Lo advertí muy pronto, en el co­medor. Siempre me siento solo y lo más apartado que puedo, por prudencia, pero ese día dos mo­ritas se pu­sieron a mi lado. Habían embarrancado en el Teorema de Pitágoras, pobres desgraciadas, y querí­an que se lo explicase. Aún andába­mos con los catetos y la hipo­tenusa cuan­do viene Tomás, el peor de los cua­tro, y les arran­ca los velos. ¿No sabéis que con este chivato no se habla? Ven­ga, largo de aquí, moras de mierda. No sé quién me dio más pe­­na, si aquellas dos imbéciles o yo mismo.

-¿Qué hicieron los demás? Habría más gente, ¿no?

-Todo el mundo siguió a lo suyo. La insolidaridad es el más esta­­­blecido de nues­tros valores sociales, teniente. A eso se debe que haya tanta corrupción, como debería usted saber -a la oficial volvieron a disparársele las cejas-. Se­ría distinto, por supuesto, si yo fue­ra una chica gua­­pí­sima. En el acto surgirí­an ca­torce tarzanes jus­ti­cie­ros para defender­me, pero dígame... con esta pinta que yo tengo, ¿quién se levantaría, quién haría frente a cuatro de los más po­pu­la­res del instituto, quién aceptaría volverse otro ser marginal, aislado y despre­­­­ciado? No, teniente. Ni una sim­ple mirada de simpatía. Nada.

-¿Y qué hicieron las moritas? -el sargento-.

-Recojer sus hijabs sin decir nada e irse a otra mesa. Tampoco me miraron.

-¿Y eso fue todo? -el apacible asesino asintió-. No es que me parez­ca poco, ni muchísimo menos, pero tú has dicho que no te importaba ver­te aislado.

-Cierto, teniente. Si sólo hubiera sido eso me habría parecido bien, pero recuerde lo que les dijo la directora: en el recinto del colegio. Fuera de allí era otra cosa. Tam­po­co me pilló de sorpresa. Soy cauto, a la fuerza, y de nuevo comencé a quedarme una hora o más, y a ir cada día por un camino diferente, pero fue inútil. Una tarde, habrían pasado tres semanas, cuando casi a la vista de mi casa me los encuentro. A los cuatro. No sabría explicarles, a ustedes, cuánto me aterré. Conservé la serenidad nece­sa­ria para ponerme a chillar, a pedir auxilio, pero fue peor. Debió de ha­cerles pensar que ten­drían poco tiempo, así que fueron directos al asun­to. Ellos. La chica no me pegaba. Estaba muy entrete­nida grabando la escena con el móvil. Se largaron a los dos minutos, a todo correr. Yo, en el suelo. Mis libros, mis cuadernos... des­pe­da­za­dos. Eso también lo hizo la chi­ca, y con entusiasmo. Los otros tuvie­ron bastan­­te con coserme a puñetazos, y después a patadas. Solo se pararon cuando me vie­­ron echar sangre por un oído. Ahí, el men­­saje fi­nal: para que vuelvas a quejarte, chivato de mierda; otra vez que llamen a nuestros padres, y te matamos.

-Por Dios... ¿y qué hiciste?

-¿Y qué quería usted que hiciera? No tenía otra que recoger mis cosas y se­guir hasta casa. Si hubiera estado Pablo, o si mi madre no la lle­vara de colores, les habría pedido ayuda, pero ella es­taba tirada en el sofá, com­pletamente ida. ¿Jessica? Se puso a llorar al verme así. En fin, para qué contarles más. Me dí un baño, muy largo, al tiempo de valorar la si­tuación. Ha­bía sido fuera del colegio y no había testigos. La directora no haría na­da, y aún sería peor si lo hiciera. ¿Ir a la coman­­­dancia y hablar con ustedes, dice usted? Lo primero que me pregun­ta­rían es dónde andan tus padres, ¿no? -el suboficial no mo­vió un músculo; era su manera de asentir-. Nada que ha­cer. Todo lo más, re­zar para que se con­formaran con aque­llo.

-Y no se conformaron, entiendo.

-Para nada, teniente. Menos mal que ya era febrero. Unas cosas con otras pude ir trampeando hasta el final del curso. Entre la semana en la nieve, la Pascua, los puentes y todo eso, y que hizo un raro mal tiempo, de llover mucho, apenas me los encon­tré. Sólo un par de veces, y por suerte con gente andando por allí. No fue accidental, aclaro. Aprendí a caminar cerca de alguien, y a pararme donde fuera mientras no apareciese uno que siguiera el mismo camino. Así los pude torear, pero ima­gi­nen mi pánico si la involuntaria escolta se metía en una casa y me dejaba plan­­tado, con los cuatro a diez pasos por detrás.

-¿Y en el colegio? ¿Seguiste aislado?

-Del todo, pero eso, ya se lo he dicho, me daba igual.

-Y así llegó el final del curso, ¿no? -el niño asesino asintió-. ¿Qué notas sa­caste?

-Matrícula de honor en todas, menos en gimnasia y deportes, por supuesto. Ahí, suficiente y por los pelos; supongo que la directora impuso que me aprobaran, porque mi media era de cate total. ¿Los otros? Todo para sep­tiem­bre, salvo la gimnasia y el deporte. Son cosas que a los tarados se les dan la mar de bien.

A la teniente le costó cierto trabajo disimular una sonrisilla de maldad. Su opinión general sobre los amantes del deporte no me­joraba gran cosa la que parecía insinuar el venenoso niño Jesús.

-¿Pediste a tu madre que te cambiara de instituto?

-Se lo pedí a Pablo. Y le dije por qué. Lo habló con mi madre, pe­­­ro ella no que­ría. Y ni soñar en pagarme un colegio privado. Aquel estaba moderadamen­te cerca, de modo que podía ir y venir yo solo. Así, que me aguantara y que aprendiese a llevarme bien con la gente. Pablo, que no es mal tipo, ya les dije, trató de bus­car otro, pero fue inútil. Las Ro­zas ha crecido muchísimo. Hay déficit escolar, cantidad de tíos han de ir todos los días hasta Ma­jadahonda, o hasta Torrelodones, o Las Ma­­tas. Como para buscar sitio a un ni­ño víctima de acoso escolar. Pablo es buena persona, ya se lo dije, pero yo le importo muy po­co, si es que le importo algo. Desistió.

-¿Y al empezar Segundo? ¿Cambió algo?

-Sí. A peor. Éramos los mismos del curso anterior, aunque redistri­buidos. Fuera rumanos y fuera moracos; en mi clase, quiero decir. A cambio, los moldavos y más españoles. Se conoce que intentaban elevar nuestro nivel medio, el del A, pues había si­do, con diferencia, el peor de todo Primero. A dos de mis torturadores les cam­biaron a otras clases. No sé si por separarlos. Los cuatro habían pa­sa­do a Segun­do, porque, como ustedes saben, gracias a no sé cuáles políticos se promocio­na de curso in­cluso si te han tumbado en todas, pero les habría de­bido de costar un mal rato con sus padres, porque no podían estar más en­­­ca­­­­­bro­na­dos. De ahí que buscaran un culpable, alguien a quien responsa­bilizar de sus pro­­ble­mas. Es una reacción normal de gen­te poco inteli­­gen­te, como usted de­­be saber -por la teniente-. Yo era ideal para eso. Me había chi­va­do, ¿no? Y se lo ha­bí­an dicho a sus padres. Y los profesores les habían cogido ma­nía. Por eso les suspendieron, no por ningu­na otra cosa. Todo por mi culpa, co­mo era fácil dedu­cir. Así que debí­an hacérmelo pagar. Por mi parte, otra vez a la ru­tina. Salir tarde, buscar gente que fuera por los mismos sitios, no repetir ca­mi­no... pe­ro un día me pillaron, y donde menos podía esperarles: en la puer­ta de la biblio­teca municipal. Me in­flaron a con­ciencia. Lo que más me dolió, que se cargaron los dos libros que aca­­baba de sa­­car. Ten­­dría que pa­garlos yo, enci­ma. No sé ni cómo volví a mi ca­sa. Estaba de­s­es­pe­ra­do. Absolu­tamente desespe­rado. Lo entie­nden, ¿verdad?

La Benemérita no dijo nada. Bien sabe que jamás hay que mostrar simpatía por los criminales. Incluso si se siente alguna.

-Cuando llegué no había nadie. Mi madre y Pablo no siempre an­­­dan a leches, o a gritos. A veces, cuando él vuel­ve tempra­no y ella se retiene un poco, casi parecen una pareja nor­mal. Se arreglan, cogen a la niña y van al cine, o comerse una pizza por ahí. Ja­más me di­cen nada. No cuentan conmigo, entre otras cosas porque saben que tam­poco yo cuen­­to con ellos. Que mejor estoy sin ellos.

Una pausa, para beber un poco de agua y, quizá, reordenar ideas. La teniente lo sospechaba porque mantener el hilo tanto rato, sin perderse, no es humano. Es de máquinas. Aunque quizá el niño fuera una máquina. Tomó una nota más: ha­cer que lo reconociera un forense. Mejor, un psiquiatra. Ella no lo era, y ni aunque lo fuese. Su función era interrogar, cooperar con el sargento en obtener una confe­sión. De ningún modo era valorar la condición mental del detenido.

-Supuse que habían ido al cine, por el periódico. Lo dejaron abier­­to por las salas de los pueblos, de Pozuelo, Las Rozas y Majada­honda. Me daba vueltas la cabeza, nece­­sitaba distraer­me y comencé a hojearlo, por encima, sin fijar­me, hasta que llegué a una página don­de hablaban de uno que asesinó a una chi­ca llamada Sandra Palo. Le soltaban tras cuatro años en un cen­­tro de menores, uno que se llamaba Renasco y que no parecía mucho peor que un co­legio mayor. Lo sé porque luego, más tarde, pasé un rato estudiando su pá­­­­gina web. La madre po­nía el grito en el cielo, por­que le parecía poco. Yo no sabía ni quién era San­dra Pa­lo ni qué había pasado con ella. Só­lo ví que un tío de diecisiete ha­bía violado y asesinado a una chi­ca, y que só­lo le cayeron cuatro años en el tal Renasco de Carabanchel.

Otra pausa. Parecía estar llegando lo más importante.

-En casa no tenemos internet, pero en el centro del pueblo hay unos cuantos locuto­rios, unos de aliguácanos y otros de rumanos. Por sesenta céntimos te puedes tirar una hora conectado. Me cam­bié de ropa, que se había puesto perdi­da, de sangre y de los revolco­nes, y fui al que pilla­ba más cerca. En mi­nu­­tos, y gracias al Google, sabía que la tal Sandra era una chi­ca mona pe­ro un po­co retra­sa­da, que la raptaron entre cuatro mientras es­pe­raba el autobús, que se la llevaron a un descampado, que la violaron ni se sa­­­­be la de veces y que luego la ma­­taron. Del mo­do más sádico. Le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza; se la graparon al cuello, en vivo, pero como no quería mo­­rirse le pasaron siete veces el coche por encima; no fue suficiente, por lo visto, de modo que la regaron con ga­so­­fa y la quemaron viva, lo que ya sí fue suficiente. Mi conclusión fue ins­tan­tánea: si al de 17, des­pués de todas esas salvajadas, le sueltan tras cuatro años en un a mo­do de cole­gio ma­­­­­yor, a mi no podría caerme mucho más por car­gar­­me a dos o tres, o a los cuatro de haber suerte. Así que seguí miran­do. In­ves­­­ti­gan­do. En po­­co ra­­to su­pe que hay una Ley del Me­nor. En internet no encontré nin­guna página don­­de figu­rase comple­ta, pero sabía dón­de dar con ella: en la biblioteca. Esa tar­de ya no me daba tiempo a con­se­­­guir­la, de modo que al día siguiente hice pellas para estudiarla bien, a fondo, aun­­que antes de irme vi que qui­zá no hiciera falta. Fue gra­cias a otra pá­­gina. Una donde se de­cía, entre otras co­sas, que los me­­no­­res de 14 años no somos imputa­bles. No so­mos penalmente responsa­bles.

La teniente asintió, involuntariamente.

-La señora de la biblioteca, la que da los libros, es muy maja. Me perdonó los des­trozados. Me había cogi­do ca­riño. No só­lo era su cliente más joven. También era de los asiduos. No le sorprendió ver­­me pe­dir textos y textos, todos legales. Un tra­bajo de Sociales, le dije. Por abre­­viar: me cercioré de que mientras no cumpla ca­torce cualquiera pue­de ocuparse de su propia justi­cia. El cas­tigo, en mi caso, se­ría pre­­mio: cua­tro años y poco, hasta que cumpliera dieciocho, en un interna­do como el tal Renasco. No sería un lu­gar ama­­ble, ni con­fortable, aun­que tam­poco peor que mi casa. Por lo me­nos cena­ría calien­­te. ¿No se lo he di­cho? La de anoche, aquí en el cuartelillo, fue mi primera cena co­mo Dios man­­da en ni recuer­­do cuánto tiempo. Cuatro años de comida no ba­sura, ejer­­­ci­cio sa­­lu­da­ble y tiem­po sobrado para es­tu­diar. Saldría con la selecti­vidad apro­bada, y se­­gu­ro que con nota suficiente pa­ra em­­­pezar Bioló­­gicas. Quiero ser bió­logo, ¿no se lo di­jo la di­­­­rectora? Y lue­go ha­­cer un máster. En Herpetología.

-¿Erpetoqué?

-Herpetología, sargento. La ciencia que se ocupa de los reptiles. ¿No es así?

-Eso mismo, teniente. Mi ensueño de todas las noches, el de antes de dor­mir, es verme algún día en Brisbane, trabajando en el IMB. ¿Que qué es eso? El Instituto de Biociencia Molecular de la Universidad de Queensland. Es la institu­ción más avanzada del mun­do en ser­pien­­tes y venenos. En el bloque geológico de Australia y Papua-Nue­va Guinea las serpientes venenosas son más que una preo­cu­pación. Austra­­lia y Nueva Guinea son un bloque por­que se separaron juntas de la ma­­­sa continental y desde ahí evoluciona­ron a su aire, sin influencias de Asia o América. Por eso tienen tantos bichos raros, específicos, que no hay en nin­gún otro sitio. Can­guros, ornitorrincos, koalas... ya saben. Tam­bién les pasa con las ser­pientes. Son los únicos países del mun­­do entero donde las no venenosas son me­­nos que las otras. És­tas, por si fuera poco, son todas elápi­das, de col­mi­llos fi­jos anteriores. Las más le­­tales. De ahí que sueñe con ver­me allí, con aprender allí, trabajar allí, en­­señar allí... adoro las serpientes venenosas, ¿saben? Creo que me lleva­ré muy bien con ellas. Mucho mejor que con las personas.

Toda una declaración de intenciones, se decía la muy admirada teniente tras su­surrarse lagarto, lagarto.

-Las universidades no son del todo gratuitas, Jesús. Y también hay que vi­vir. ¿De verdad piensas que no necesitarás a tu madre?

-Espero que no. Entre otras cosas, porque con suerte no la veré más. Si pienso que podré hacer una carrera es porque pro­ba­ble­men­te consiga una beca. O varias. Y creo que hay ciertas ayudas a la reinserción. Ahora, si con eso no bas­ta, pues un buen libro, explicando mi vida en todos sus detalles, los sangrientos y los mor­bosos por delan­te, comenzando por la razón de que me los cargara, y cómo lo hice, y lo a gusto que me quedé, y ya está. Se vende­ría como escom­bro. No ponga esa cara, tenien­te. No es que haya hecho ésto para forrar­me. Sólo quiero que me de­­jen ha­­cer bio­lógicas, y lue­go irme. No pido más. Si para eso tengo que con­tar cosas de­­sa­gra­­da­bles pues las contaré, qué remedio me quedará, pero lo cier­to es que pre­­fe­ri­­ría no tener que hacerlo. Cuando me­nos, es lo que hoy pienso.

-¿Y qué sucedió a partir de que te supieras inimputable?

-Pues que comencé a estudiarlos. No podría con los cuatro a la vez, y menos si eran ellos los que me buscaban. Tendría que pillarlos por se­pa­rado y desprevenidos. Si esto fuera un país serio, como Canadá, Finlandia o los Estados Unidos, con­seguir una semiautomática de dieci­­séis tiros, como las que lle­­­van uste­des, se­ría sencillo. Me los ha­bría car­­­­gado en un santia­­mén, sin molestar a nadie. Lo mis­mo que hicieron mis colegas del instituto Columbine, que supongo les sonará -la teniente, de nuevo sin querer, asintió-. Ellos también fueron víctimas de acoso escolar, no sé si lo saben. A conse­cuencia de lo del Columbine los bullies de por allí ahora se la co­gen con pa­pel de fumar. Hasta el acosado más idiota se levan­ta una Glock y se lleva ca­tor­ce tíos por delante, de mo­do que los acosadores americanos hoy se lo piensan bastante an­tes de meterse con nadie. Aquí, como bien saben ustedes, los acosa­dos no te­ne­mos derecho a defendernos, así que no tendría más opción que apa­­ñár­melas con un cuchillo de cocina, con todas sus limitaciones y to­das sus servidum­bres, pero esos eran mis bueyes y con ellos tendría que arar. Lo primero que ha­­bría de hacer era comprobar la viabi­lidad, y para eso debía comenzar por verifi­car costumbres. Las de mis acosado­res. Me llevó dos se­ma­­­nas. Tras eso tuve claro que sí podía, incluso con la restric­ción de no po­­­der contar con un arma decen­­te. Ahora, la ven­ta­na de oportunidad era exi­gua. Ten­dría que ser un martes de buen tiempo, entre las cuatro menos cuarto y las cua­tro. Lo demás fue un mero de­­finir detalles, como, por ejemplo, dejar la bolsa en la ta­­qui­­­lla, la que les dije antes.

-¿Por qué un martes de buen tiempo, y por qué a esa hora?

-Uno de los cuatro, quizá el peor, era diabético, del tipo 1. Lo era desde los ocho años. Lo llevaba fatal. Tanto, que seguía sin saber pinchar­se solo. Tampoco quería saber nada de vivir conectado a una bomba de insulina. De ahí que por las mañanas viniera ya inyectado, y que a la hora de comer saliera para su casa en vez de quedarse allí, como los de­más, para que su madre le pusie­ra el chute del me­dio­dí­a. Cuando ha­cía buen tiem­­po iba y venía como todos: a pata. Si llo­­vía, le llevaban. Yo sabía dón­­de vivía, co­mo sabía dónde vivían los de­más. Lo ave­­rigüé para de­ter­mi­nar si po­­día pillarles en sus portales, o en sus cance­­las. No ha­­bría funcio­­na­do. Podría car­garme a uno, quizá dos, pero ahí acabaría to­do. Ce­­pi­llar­me al To­­más según ve­nía de su casa era lo más lógico. Lo natu­ral. El co­­­legio es nuevo, ya se lo dije. Tanto, que un costado se abre al cam­po. Él llega­ba por allí, atra­vesando un bosque­cillo. En cuanto a los otros... pues a los de mi cla­se, co­mo se sentaban juntos, sería muy fácil. El cuarto era el pro­­ble­ma. Esta­ba en otra clase. Un doble repetidor, de quin­ce tacos. Me sacaba la ca­­beza. Bueno, y a to­­do el colegio. Era el pi­vot del equi­po de baloncesto, y de pleno dere­cho, gracias a eso pasaba de curso año tras año, pese a tener el IQ de un gato. Si la ho­­ra y el cli­ma venían de­ter­mi­nados por el dia­bético, el que debiera ser en martes fue a cau­­sa del pivot. Es que los niños bonitos del puto baloncesto de los hue­­­vos -la te­nien­te detectó el tono de rencor; el de los muy bajitos- en­trenan los mar­tes. Tras mucho seguirle, y mu­­cho estu­diarle, casi no po­día creer mi bue­­­­na suerte: justo antes del en­trenamiento se pasaba por su ta­­­qui­lla, se ponía como de NBA, cogía un Hustler que ya de­bía saber hablar y ti­ra­ba pa­ra el retrete. Cinco mi­nutos y como nuevo. Salía, vol­vía por la ta­qui­lla, guar­daba el incunable y a pe­gar sal­tos, y dar ma­tes.

-No entiendo.

-Pues que se la cascaba, mi teniente. Rituales viriles ancestrales -el vengativo sargento pare­cía encantado de dar aquella novedad a la des­colocadísima oficial-. A los quince no puede ser más normal. ¿Tú te la pe­las, por cierto?

-Aún no, sargento. Ahí voy un tanto retrasado, tanto que todavía no he salido de la infan­cia. No creo que me falte mu­cho, aunque de mo­­mento puedo vivir sin eso. El pivot no po­día. No sólo se la meneaba los martes, di­cho sea de pa­so. Ya en primero era campeón indiscu­ti­ble de la especialidad. Normal, con su IQ. O eso pienso yo.

La teniente, por una vez, no pudo camuflar una sonrisa. Un caso, el niño aquel. Si era como era sin haber salido de la infancia, ¿cómo sería cuando vol­viese a pisar la calle?

-Por si me quedaban dudas, ayer por la mañana me dieron el úl­ti­­­mo empujón. En clase. La chica, según volvía para su pupitre, justo delante y a la derecha del mío, haciéndose la distraída me barrió la me­sa. Todo por el suelo. La bigotera, el com­­pás y los rotrings, también. He­­chos añicos. Ay, cuánto lo siento, entre las carca­­jadas ge­nerales. Ya ven, así era mi vida. No dije nada. Nunca digo nada. Por cierto, que si me sentaba justo tras ellos no era por accidente. Antes lo hacía en la se­gun­­da fila, pero la moldava 131 ve menos que Pepe Leches. Ella es de las po­cas que me ha­blan. Por cortesía y porque su mafia, la de moldavos y rumanos, la pro­tege. Me pidió cam­­biar de si­tio y acep­té, por supuesto. Era el detalle que me faltaba.

-¿Cómo lo hiciste? Cuéntalo claro, haz el favor -el sargento elevó sus cejas, asombrado; que un teniente de la Guardia Civil pidiese al­go por favor a un asesino le hacía preguntarse hasta dónde iban todos a llegar-. Ya sabemos qué sucedió, pero hace falta que lo expliques.

-Como quieran. A Tomás le pillé donde les dije. Saliendo del bos­quecillo a pasitos muy cortos, porque con los pantalones cagados que llevaba el muy gilipollas no se pueden dar lar­gos. Ni correr, tam­po­co. Le sorprendió verme. Más aún, que lle­­­vara puesto un imper­mea­ble. Dos, en realidad. Uno encima del otro. Y las manos en guantes de plás­tico, de gasolinera. Él no las veía, por­que las llevaba cru­za­das a la espal­da. En la derecha, el cuchillo. Una vieja promoción de Ca­ja Madrid. Ve­nía en un jue­go de seis, para co­cinar. De una sola pieza, hoja y mango. Só­lo la hoja, sin contar la empuñadura, cinco centímetros de ancho y vein­te de lar­­go. Estábamos ca­si jun­tos, yo llegando por su izquier­da. Lo único que necesitaba era que le­van­ta­ra el bra­zo. Sí, ve­rán. Es que ha­­bía calculado el mejor lugar para dar el golpe, así como la fuer­za ne­ce­saria para lle­gar al corazón y partírselo en dos. Com­­prén­­dan­­me, no po­día correr el riesgo de fallar. Se habría puesto a gritar, lo que se­ría… in­conveniente, y fastidioso. En mi eva­luación, la hoja debía en­­trar por el cos­tado iz­quier­do, cin­co dedos ­por deba­jo del sobaco. Con fuerza, por si tropeza­ba en una costilla. Una vez dentro, un giro de muñeca, para destrozar au­rí­cu­­las y ventrículos, y se iría como un pajarito. Sin decir ni pío. Sólo falta­ba conseguir que le­vantara el brazo. Fue fá­cil. Bastó un ¿qué tienes aquí, tío?, se­­ña­lán­do­le su codo izquierdo. Lo levantó, para mi­rar, y así fue como lo hice. No di­jo nada, no hi­zo nada. Sólo abrir mucho la bo­­ca y los ojos. El corazón se le pa­ró en el acto, porque sólo salió un chorrito de san­­gre. Se cayó re­don­do. Le cogí de las piernas y lo arras­tré has­ta el bosquecillo. Recuperé mi cu­­chi­llo, me deshice del primer imper­mea­­ble, que se había mancha­do menos de lo pre­visto, limpié la hoja, ti­ré los guantes... y al cole, tan feliz, co­mo cualquier niño de se­gundo de la ESO que se acaba de cargar un hijoputa que le tortura.

La teniente se preguntaba si de verdad estaba lista para escuchar aquello. El sargento, por su parte, rara vez se preguntaba nada.

-Marchaba con retraso, así que hube de correr. En los lava­bos no había nadie, pero uno de los cagaderos tenía la puer­ta cerrada. Me aga­­ché y miré. Unos pies incon­fun­di­bles: a sus quince añitos Nacho ya gas­taba un 52. Sólo quedaba rezar para que no apareciese na­die. Salió al minuto, con la mano pringada. Ni me vió. Fue derecho a un lavabo. Yo, tras él. En la misma con­fi­gu­ración: imper­me­able, guantes, cuchillo a la espal­da. Cuando estiró los bra­zos para po­ner las manos bajo el cho­rro, ¡zás! No le dejé caer. Pesa­ba mu­cho, aun­que no tanto como para no poder remolcar­le hasta el retrete de su postrer pecado mortal. Re­cu­pe­ré mi arma y con el impermeable lim­­pié la poca san­gre que había en el suelo. Lo de­jé con el muerto, y ya con prisas co­rrí a mi clase. ¿Que por qué las prisas? Por el tiempo. Era crítico. En cual­quier momento al­guien daría con Na­cho, sona­ría la sirena y todo se desmadra­­­ría. No po­día con­tar con más de dos minu­tos. De ir todo bien deberían bastar.

-Y todo fue bien, es obvio.

-Sí, sargento. Según lo planeado. Tocaba Religión. Yo siempre me la fuma­ba, por­que no soporto esas gilipolleces, de modo que al cura de­­bió de parecerle raro ver­­me allí, pero no dijo nada. Fui hasta mi sitio, con el ar­ma bajo la sudadera. Me coloqué, sin sentarme, tras David. Respiré a fondo, em­puñé mi buen cuchillo y le asesté un golpe seco en el cuello, el filo hacia fuera. Tiré, con fuerza. Me lo lle­vé todo por delan­­te. Trá­quea, faringe, venas y arterias. Varios cho­rros de sangre, muy co­p­io­­sos, como si David se hubiera transformado en regadera de dise­ño. Me llega­ban gritos, porque los de­­más comenzaban a reaccionar. Ido­ia, no. Era len­ta, muy len­ta, y eso que no era una 70, que pasaba de 90. Cuando quiso mo­verse yo ya es­taba en­cima. Chi­llaba, con la boca muy abierta. No su­po cubrirse. Yo quería de­go­llar­la, co­mo al otro, pero a la vista de la situa­ción apunté a su ojo izquierdo. Los tenía muy bo­­­nitos, por cierto. Azules, y muy grandes. Pues hasta el fondo, hasta donde la pun­­ta hi­zo 'clack' contra el interior de la calavera. Cayó de cu­lo, con mucha san­­gre ma­nando. Sólo que­daba sacar el cuchillo de respeto, el que lle­va­ba por si perdía el otro. Me volví al hechicero, que pa­re­­­­cía pe­tri­­fi­ca­do, y con mi voz más serena, si es que me salió así, que tam­po­co lo sé, le di­je que sería mejor para todos si me dejaban solo. No hu­bo más. En cosa de segundos se ha­bía lar­­ga­do todo el mundo, entre alaridos. Sólo queda­ba esperar. Me de­­jé caer en mi pu­­­pi­tre... y eso fue todo.

El suboficial y la oficial reflexionaban en silencio. Por unas razo­nes o por otras, a los dos parecía costarles digerir todo aquello. Sólo al cabo de un largo minuto la teniente se animó a preguntar.

-¿Y no sientes ningún remordimiento? ¿Ningún espanto por lo que has hecho? Es que son cuatro asesinatos, Jesús.

El niño hizo como que se lo pensaba, pero sólo era coreografía.

-Ninguno, teniente. Tomás, Nacho, David e Idoia se habían jura­­­­­men­­tado para no dejarme vivir. Yo no podía bus­car la protección de na­­die, porque nadie tenía la menor gana de protegerme. Se volvió una cuestión de superviviencia: o ellos o yo.

-Habrías debido mirar alrededor. Hay muchas personas buenas en el mun­do, Jesús. Te habrían podido ayudar.

-Se confunde, teniente. No hay personas buenas. Con la gente co­mo yo to­das son, lo más, lo más, indiferentes, si no malas del todo. Só­lo sucede que unas disimulan mejor que otras.

La teniente no se atrevió a tomar nota, pero aquella sentencia tan lú­cida no se le olvidaría. En realidad, nada de lo que decía el espeluznante niño de trece años era para olvidarlo.

-¿No se te ocurrió pensar que tus compañeros de clase iban a ne­cesitar asistencia psicológica por lo que les hiciste presenciar? ¿Que les has causado un trauma colosal? ¿Que todos sufren un shock, que muchos van a negarse a volver al colegio?

-Para shock, sargento, el que me han visto disfrutar durante casi un año sin que nin­guno mo­­viera un dedo. Y nadie me dió asistencia psicológica. Con este cuerpo y esta jeta, ¿para qué iba yo a necesitarla?

Otra respuesta devastadora. Es lo malo de la inocencia, se decía la por momentos menos impasible teniente. No hay forma de refutar­la. Y el niño era inocente. Cuando menos, eso era lo que decía La Ley.

-¿De verdad no sientes angustia, ni preocupación, por lo que te vaya a pasar?

-Para nada, teniente. ¿Sabe qué? Anoche, por primera vez en no recuerdo cuán­to tiempo, que quizá sean años, al fin pude dormir bien.

 

 

-Enhorabuena, mi teniente.

-¿A qué viene eso? -tono de extrañeza, y no fingida-.

-A que a mí no me habría dicho una palabra. Usted, en cambio, se lo ha llevado al huerto, y de qué manera. Sigo sin comprender cómo lo ha hecho, pero sí sé que me gustaría mucho saber cómo hacerlo.

La teniente no respondió. En el mundo militar, un elogio de sub­­­oficial no va­le nada, cuando menos para un oficial. Para que una loa sea de agradecer ha de venir de un coman­dan­te, por lo menos.

-La juez alucinará. Jovencita, ¿sabe? Una empollona, que se sacó la opo­si­­ción en sólo dos años. ¿Que qué tal es? Pues for­mal, seria... y muy antipática, qué quie­re que le diga, pero en eso es co­mo todas Sus Señorías. Dar los buenos días a un sargento no debe de ser constitu­cional. De to­dos mo­­dos, no estará mu­cho con esto. Se lo sacu­dirá en un pis-pas, ya lo verá. Lo que le lleve pa­sárselo a la de me­nores.

-¿También la conoce?

-Sí, claro. Por aquí hay mucho lío menorero. No sólo en las fiestas patronales. Todos los findes. Y no sólo de botellones, porros, broncas y le­ches con las motos. También de san­gre, aun­que de homicidios ha­cía tiem­­po que no. Por cier­to, ahora que recuer­­do... la de menores no es muy paciente, que digamos. Será bueno que in­­corpore usted su in­for­me a la mayor brevedad. Lo querrá leer antes de ver al crío, y me juego el tricornio a que lo hará mañana, si no esta misma tarde.

-Gracias por el soplo. Estará. Necesitaré la grabación, eso sí.

-He mandado que le hagan una copia. ¿Sabe ya co­mo lo califica­­rá? Sí, ya lo sé, no­­sotros no calificamos, pero sí sugerimos, ¿no?

-Pues como lo que es. Homicidio múltiple y premeditado, perpe­­­­trado con alevo­­sía y con casi todos los agra­vantes, aunque tam­bién con atenuantes, como acoso conti­nuado y terror invencible. Bue­no, y con un eximente: sujeto inim­put­able.

El sargento cavilaba, distraído. Le bullía una idea en la cabeza.

-En ese niño hay algo espantoso. Además de que sea un pedazo de asesi­no, claro está. Sí, verá: el que se decidiese a matar sólo cuando se supo pe­­nal­mente irres­ponsable. Cuando tuvo claro que podría desco­­jonarse del mundo entero. Todo un mons­­truo, ¿no le parece?

La teniente parecía reflexionar.

-Hay algo aún peor que todo eso. ¿Qué no imagina usted qué pue­­da ser peor? Pues muy fá­cil, sar­gento: el esfuerzo que cues­ta no po­ner­se de su parte. Sí, no levante así las cejas, hombre. Pién­selo.

El suboficial era muy disciplinado. Se lo quedó pensando.

 

© Ildefonso Arenas

Majadahonda, febrero de 2021

 

 

1 comentario:

  1. Espeluznante historia, muy bien escrita. Por desgracia, refleja de un ambiente real aunque el final sea extraordinario

    Antonio A. Couceiro

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