[Publicado en
Revista de Occidente, Julio-Agosto de 2010, nº 351, pp. 11-38.]
DE LA VIDA UN TRASLADO: EL FUTBOL EN LA CULTURA GLOBAL
“Hay muchos cuerpos, solo hay un alma”
(Inscripción en la iglesia de Saint
Francis (Manchester), en honor de Duncan Edwards, fallecido en el accidente de
aviación que diezmó la plantilla del Manchester United en 1958)
De la misma manera que ha abundado el desdén intelectual respecto de la tecnología, y, de la ciencia, continúan existiendo una serie de prejuicios muy fuertes contra el deporte, en especial contra el fútbol. Se podría decir que al resto de los deportes les ha llegado una cierta redención, pero que el fútbol continúa siendo demasiado popular e innoble, como lo viera Borges: “siempre me ha parecido más viril el desafío entre cuchilleros. Sigo sintiendo que a pesar de que matar formaba parte de esta práctica, había una cierta nobleza que no he podido encontrar en un hombre que patea una pelota”.
Mi intención no es argumentar que el fútbol sea
importante, lo que me parece fuera de duda, aunque será bueno considerar
algunas magnitudes que ayuden a precisar su influencia, sino que es
intelectualmente interesante, tanto como deporte, como en cuanto fenómeno
contemporáneo, de modo que intentaré mostrar que posee algunas cualidades
singulares que son la causa esencial de su éxito. Creo que se ha pensado muy
poco en lo que el fútbol es y en lo que, por ello, está pudiendo significar en
la sociedad contemporánea y que eso es, cuando menos, un error, de manera que
trataré de averiguar las razones por las cuáles el fútbol ha llegado a tener la
importancia que tiene. Las razones más poderosas para preguntarse por el fútbol
son también el mayor obstáculo para entenderlo correctamente: su enorme
popularidad, su aparente simpleza, su componente azaroso, pasional, irracional.
El fútbol es un fenómeno estrictamente contemporáneo que, independientemente de sus variopintos antecesores, se consagra como deporte de masas tras la segunda guerra mundial, especialmente a mediados de la década de los cincuenta, y ha ido experimentando un crecimiento apabullante en los últimos cincuenta años. En mi opinión, uno de las razones que más contribuyeron a convertir el fútbol en una figura imprescindible de la actualidad fue, precisamente, una tragedia, el accidente de aviación de 1958 en el que murió gran parte de la plantilla del Manchester United, un equipo que parecía llamado a reinar en Europa, a arrebatarle el cetro continental al Real Madrid de Bernabéu. Pese a que había sucumbido frente al Real Madrid el año anterior en semifinales de la Copa de Europa por un global de 5-3, el Manchester, en el que ya jugaba Bobby Charlton, era la gran amenaza para la supremacía blanca. Sin la amenaza del Manchester, el Real Madrid, ganó seis de las diez finales entre 1955 y 1965 y fue finalista en otras tres, más o menos como ahora..
Desde los años sesenta el fútbol es un ingrediente decisivo del panorama sentimental y popular de Europa y de Sudamérica y, desde entonces, se ido introduciendo con fuerza creciente en África, en Asia y en Norteamérica. Algunas cifras, y algunas anécdotas, ayudarán a valorarlo.
Un responsable de marketing de Audi, que patrocinaba al Real Madrid de la época, declaró que el fichaje de Beckham por el Real Madrid había sido el acontecimiento más importante en la comercialización de sus coches, la mejor inversión publicitaria de toda su historia. Las tres primeras empresas deportivas del mundo en cuanto a facturación, incluyendo las ligas americanas de baloncesto y baseball, son equipos de fútbol europeos (Real Madrid, Barcelona, Manchester United).
El fútbol es ya el deporte más universal y la actividad de entretenimiento más importante desde el punto de vista económico. Los mundiales de fútbol doblan el número de espectadores de unas Olimpiadas. Son muy raras las naciones que se resisten a la marea del fútbol, y la más importante de ellas, los Estados Unidos, puede acabar siendo una gran potencia futbolística a medio plazo, dada la penetración del fútbol en el sistema escolar.
El fútbol ha sido un juego durante mucho tiempo, pero no se puede decir que se haya convertido en un espectáculo, sino que ha dado lugar a un espectáculo, porque el fútbol sigue siendo fútbol, algo que acontece cuando dos grupos rivales disputan con una pelota conforme a unas reglas bastante precisas, aunque nadie lo vea. Una de las razones del éxito del espectáculo reside, sin duda ninguna, en esa curiosa combinación de simpleza y de complejidad que tiene como juego, en su atractivo, en su humanidad. El fútbol ha podido llegar a ser un gran espectáculo porque previamente ha sido un ejercicio fascinante, una actividad física agotadora y un juego que permite y suscita la pasión, el deseo de superación, la competencia, la astucia y el deseo de revancha.
Creo que es extraordinariamente razonable que quienes no hayan sufrido la pasión y la frustración de jugar a la pelota, sientan una enorme indiferencia ante el fútbol espectáculo, ante un juego que puede parecer brutal, ordinario y monótono, lo que de ninguna manera quiere decir que no existan forofos que jamás han jugado a la pelota; existen y son abundantes porque el fútbol tiene una gran capacidad de exportar los atractivos y el peculiar agonismo de este deporte grupal. Hay una manera clara de distinguir ambos tipos de aficionado: el que ve fútbol porque ya no puede jugarlo, es capaz de ver cualquier partido con interés, y experimentar una pasión pura y no maniquea ante cualquier buena jugada que anuncie su culminación en un gol, o que proporcione un lance de belleza perfecta, a su entender; los espectadores del segundo tipo necesitan del catalizador externo para gozar del fútbol: van al fútbol en sustitución, o en continuación, de otras guerras, lo que no es necesariamente malo.
No es fácil la distinción
entre el deporte y el espectáculo, pero éste no habría podido darse sin las
extraordinarias propiedades del primero. El primero es,digamos, un drama
grupal, el segundo es un espectáculo público, pero ambos coinciden
en su naturaleza visual, y en que dan mucho que hablar.
¿Cuál es la razón esencial
del atractivo del fútbol? El fútbol comparte con otros muchos deportes una
serie de cualidades, pero las lleva a un grado muy alto de perfección y de
eficacia. Para empezar el fútbol es, como deporte, una actividad muy completa.
Partiré de la base de que lo esencial del deporte sea su agonismo, su intento
de luchar contra unos límites perfectamente nítidos en el rendimiento físico (y
emocional) de quienes lo practican.
1.
El fútbol y
las categorías de la vida
Al jugar al fútbol no solo se mueven las piernas, sino,
sobre todo, la imaginación. Cuando el jugador no ve ante sí un inmenso conjunto
de posibilidades está perdido, bloqueado, y, si pudiera, se marcharía del campo.
Cada segundo de un partido está preñado de posibilidades, aunque muchas veces
queden en nada. De este modo, los partidos no solo se juegan en el espacio y en
el tiempo, sino en la imaginación, y es evidente que esta no se conforma con el
trascurso del tiempo oficial, que se desborda en recuerdos y en ensoñaciones
sobre lo que pudiera haber sido.
Hay que tener en cuenta que este escenario de
posibilidades es numéricamente distinto para cada jugador, incluso para cada
espectador, lo que proporciona enormes posibilidades de dar píe a variopintas
polémicas que, desgraciadamente, suelen estar castradas por el veneno del
partidismo y la más absoluta ausencia de objetividad. Muchos jugadores repiten
el mantra de que “fútbol es fútbol”, pero lo que quieren decir es que, a la
manera de Heráclito, “nadie ha jugado, ni visto, nunca el mismo partido”, salvo
cuando la victoria es sonora. Por eso los goles, meter una bola en un cajón,
cumplen una función liberadora, hacen que el campo infinito de las
posibilidades contradictorias se colapse en una contabilidad elemental.
Cualquiera que haya jugado algún partido con gusto sabe bien que el encuentro siempre prolonga en una larga camaradería comentando lo que fue, lo que pudo ser. No recuerdo nadie que no se lamentase de tener que salir corriendo después de haber jugado un partido, privándose de la duplicación mental del éxito o de los innumerables alegatos excusatorios que todos deben hacer de manera inmediata, explicando lo mal que estaba el campo, que se le salió la bota, que el compañero no entendió su gesto, o que el adversario se topó con el balón por pura chiripa. Cada partido que se juega en la realidad es un caso particular del conjunto casi innumerable de partidos que se ha estado a punto de jugar, que un mero azar ha enviado al limbo pero que pueden justificar los esfuerzos, las lesiones y la esperanza para volver a las andadas en cuanto se pueda, porque es un juego muy adictivo.
El fútbol está repleto de imaginación, antes de la
jugada, pero casi más después, porque el fútbol nunca se acaba, siempre se está
pensando en el siguiente partido, lo que seguramente hace que el fútbol otorgue
una cierta capacidad de ilusión y rejuvenecimiento que contradice plenamente
aquello de nihil novum sub Sole.
Sin embargo, a diferencia de otros lances, como el toreo,
en el que el coeficiente de subjetividad es alarmantemente alto, con perdón de
los entendidos, en el fútbol hay un nivel muy alto de objetividad, de técnica.
También pasa con la vida, que se parece más a un partido que a cualquier
corrida. No es lo mismo darle al balón así, que de otro modo, de la
misma manera que no es lo mismo hacer algo ahora que luego: los
resultados cambian. A mí me parece que eso es lo que ha hecho que el fútbol
haya podido llegar a ser tan importante, tan popular: es filosofía para
princesas, sabiduría sin llanto, metafísica en vena. Todo lo cual quiere decir
que también puede ser, a veces, un insoportable pasatiempo. Sin embargo, para
quienes aprecien el fútbol, como dice Hornby (1996, 163), quejarse de que el
espectáculo pueda resultar aburrido es tan absurdo como quejarse de que el
final de King Lear sea tan triste.
No es tarea fácil enumerar con cierto orden las cualidades del fútbol que lo convierten en un traslado de la vida, como decía Tirso de la comedia. Las más obvias tienen que ver con el enfrentamiento y con su ritualización civilizada, se trata de derrotar y de no ser derrotado, aunque, al menos en el fútbol, también se trate de algo más que de la victoria, de procurar merecerla, de jugar bien.
El fútbol es un deporte esencialmente colectivo, de equipo, y pocas cosas desprecia más el buen futbolista, y el buen aficionado, que el comportamiento del chupón egoísta, el que juega como si los demás de su equipo no existieran. Este hecho de la complementariedad de todos los jugadores es esencial para entender el atractivo del fútbol y se desdibuja habitualmente en la dinámica de la fama mediante la consagración de lo que se llama las figuras, los cracks.
El fenómeno de la importancia inusitada concedida a los cracks, especialmente a los que resultan atractivos para las industrias mediáticas, deriva de una doble fuente que contribuye a crear un equívoco significativo. Por un lado, el ojo del espectador, y por ende el de la multitud, sobre el campo tiende a ser tan selectivo cuan inexperto, un catalejo detallista más que un panóptico; en realidad, el fútbol es difícil de ver, incluso desde el campo, no digamos en televisión donde los planos de detalle no suelen dejar ver la disposición táctica y sintáctica de los jugadores, aunque los avances en las trasmisiones estén mejorando mucho.
Como dice Moore (1969, 5) “hay un abismo de diferencia entre estar activamente implicado en el juego y vivirlo solo emotivamente”. Esta dificultad de interpretación del fútbol, entender lo que realmente ha pasado, hace inexcusablemente difícil la labor de los árbitros, y da lugar a las interminables polémicas que la prensa explota de manera inmisericorde y plebeya. El fútbol es un juego asociación y en él, como en una máquina, el fallo de cualquier elemento puede ser decisivo, mientras que el acierto, pese a su dificultad, se considera, especialmente por los que nunca han dado una patada al balón, como algo inexcusable.
No se puede negar la genialidad de determinadas acciones individuales, situaciones teóricamente simétricas a las grandes pifias, lo que permite evaluar la excepcionalidad de un jugador cuando la probabilidad de sus aciertos se acerca a uno, al suceso seguro. Esto crea en el espectador la idea de que la intervención estelar de las figuras haya de ser el bálsamo de Fierabras, pero la realidad es muy distinta.
Frente al papel de lo extraordinario y lo individual, el fútbol ha de contar también con una serie de artificios, con disposiciones, con técnicas, con formas de juego colectivo. Bobby Moore hace notar que una de las cosas que ha caracterizado la progresión del fútbol moderno es el incremento del ritmo, de la velocidad; ahora bien, la velocidad no es, como pudiera creerse, una derivada de la condición excepcional de algunos sino, por el contrario, la consecuencia de una buena organización, de saber hacer que el balón corra rápido, y que los jugadores sepan siempre dónde está, y lo que tienen que hacer.
El fútbol es, pues, síntesis de contrarios, de individualidades y equipos, de azar y estrategia, de velocidad y precisión, de continuidad y de ruptura, de regularidad y capacidad de improvisación, de fortaleza táctica y capacidad de entrega, etc., de modo que cada partido saca a relucir las ventajas y las carencias de los equipos que se enfrentan en uno u otro aspecto. Estas dualidades fundan la naturalidad de la distinción entre los dos grandes tipos de competición, las largas ligas y las inquietantes copas, los torneos del k.o.
La mayor parte de las cosas que hacemos en la vida ordinaria resultan también en una cierta composición entre el esfuerzo individual y la inercia colectiva, es lo que acaba pasando en sucesivos bailes en los que raramente podemos escoger pareja. El fútbol espectáculo es una cucaña en que los mejores acaban asociándose para obtener un equipo a la altura de sus ambiciones, pero no siempre consiguen lo que pretenden, entre otras cosas porque siempre pretenden más, porque el éxito se jerarquiza y la cucaña es inagotable. De la ilusión que genera esa lucha sin cuartel y siempre renovada vive la inmensa multitud de los aficionados que ven en esa mezcla de genio y disposición colectiva, de esfuerzo y azar, de coraje y astucia, de momentos de esperanza, tensión y gloria que se alzan, graciosamente, sobre las largas horas de la normalidad, un ersatz ventajoso de las peripecias de su vida. La vida suele ser aburrida, las más de las veces, y el fútbol también lo es; de hecho, necesita serlo para que sobresalgan, como un premio, esos escasos momentos de agonía y de gloria que le dan su salsa.
El ejército futbolístico no puede ser un batallón de madelmans, de gladiadores de físico perfecto. Una de las cosas más notables del fútbol es que no exista un biotipo de jugador, ni siquiera para funciones semejantes. Cualquiera puede jugar al fútbol, lo mismo si es alto que bajo, robusto o liviano. Piénsese en lo físicamente distintos que han sido futbolistas como Zidane, Maradona o Butragueño para cumplir una misión muy similar en el campo.
Como en la vida, en el fútbol todo es posible, no hay
victoria segura. Un enfrentamiento como el del Real Madrid con el Alcorcón,
especialmente frecuentes en la patria inglesa de este deporte, muestra que
cualquier cosa es posible en cualquier lugar y en cualquier momento. El azar en
el fútbol es siempre decisivo y contra él nada puede hacer la pericia,
exactamente como en la vida.
Con frecuencia se subraya que el fútbol es una pasión que ha venido a sustituir el instinto guerrero, conquistador y dominador de nuestra especie, lo que podría explicar también otra peculiaridad de la pasión mundial por el fútbol, y es que sea Estados Unidos, la superpotencia bélica, el último resquicio del planeta que parece no haber sucumbido del todo al encanto del fútbol. Me parece que hay mucho de cierto en eso y es interesante hacer notar que el fútbol ha llegado a su apogeo en la larga etapa de paz en el primer mundo posterior a la segunda gran guerra. Yo creo, sin embargo, que hay mucho más. En particular, me parece que el fútbol tiene muchas de las propiedades que se supone debiera tener el teatro, porque es un remedo de la vida, y un espectáculo que no se entiende del todo sin pasión, sin formar parte del asunto, que es lo que nos pasa cuando vivimos. Se parece a la vida en que es largo y breve a la vez, en que pasa por etapas completamente distintas, en que no hay nada seguro. No puede haber en el fútbol alguien que siempre gane a enemigos de cierto nivel, como sí ocurre en otros deportes: Federer o Woods, por poner ejemplos obvios, siempre ganarán a un principiante, cosa que en el fútbol puede fallar. El fútbol, también se asemeja a la vida, en que vive en un continuo mercadeo, en que el azar juega un papel determinante, en que, como es un deporte de equipo, hay que cooperar, en que, pese a las apariencias y a las imágenes, nadie es más que nadie, porque en él, todo es, a la vez, fácil y muy difícil.
Lo decisivo no es que ahora sea lo que evidentemente es, una especie de religión universal, sino que haya podido llegar a serlo, a ocupar un lugar que el resto de deportes no han sabido ocupar. De ninguna manera me parece que la clave de su éxito pueda estar en su supuesta vulgaridad. Conforme al dicho popular, algo tiene el agua, cuando la bendicen, y ese algo me parece que se basa en que la configuración técnica del fútbol ha sido un acierto, y lo ha sido, precisamente, porque ha logrado ensamblar una serie de elementos que, presentes en todos los juegos de equipo, se potencian de una manera muy eficaz en los lances futbolísticos. Veamos una enumeración sucinta de estas claves técnicas del éxito del fútbol.
Todos los deportes suponen la creación de un espacio y de un tiempo que se diferencian del ordinario, que se sustraen a él (siempre que sea posible), mediante los que se configura un juego del que se obtiene un mensaje paradójico, como supo ver G. Bateson, algo que ocurre y no ocurre, un enfrentamiento que no es una guerra, pero que tampoco es una no guerra. No trato aquí de explotar esa clase de funciones sociales que muestran la importancia cultural de los juegos, una actividad de todos los mamíferos jóvenes, pero que solo el hombre conserva en la etapa adulta. De lo que se trata es de ver cómo las propiedades específicas del fútbol han facilitado su eclosión como unos de los más importantes fenómenos culturales ligados íntimamente a la globalización económica y la paz política.
En primer lugar, el tamaño del campo por relación al
número de jugadores hace que haya siempre una gran parte del terreno libre. En
este aspecto, el fútbol es casi lo contrario del ajedrez, nunca te pueden
acogotar del todo. La acotación de los espacios y la regla del fuera de juego
hacen que la movilidad de los jugadores tenga que estar pendiente siempre de
cuatro factores: la situación del balón, el sentido del juego, la disposición
del contrario y la colocación de los compañeros. Precisamente por eso, el
fútbol es un deporte que requiere gran concentración, inteligencia para valorar
muchos factores, imaginación para crear situaciones escasamente previsibles, y
gran pericia técnica para que el balón haga precisamente lo que se le ordene.
Los espectadores que no han jugado nunca se acostumbran a considerar fáciles
cosas extremadamente difíciles, y elaboran absurdas teorías sobre ese falso
supuesto.
Una condición esencial para ganar un partido es saber leer el desarrollo de la contienda, acertar a hacer la dosificación adecuada de desgaste y de acoso, porque los partidos son largos, y de nada sirve comenzar con fuerza si se acaba exhausto. No se puede decidir, pero si se pudiese, los técnicos obligarían a sus equipos a marcar los goles en determinados momentos, no en cualquiera.
Lo importante es que todos los que asisten al partido pueden ver esos espacios y esas oportunidades desde fuera (si están atentos, tienen buena visibilidad y conocen las posibilidades del juego), lo que crea una enorme ilusión de participación: se ven las posibilidades de manera mucho más abundante y clara que en la mayoría de los deportes. El que asiste participa del juego y por eso critica amargamente los fallos de los suyos.
En definitiva, la amplitud del campo da píe a la ilusión de la facilidad con que se cree que se ejecuta el juego, lo que tiene como resultado que cualquiera crea poder hacer bien aquello que un jugador determinado hizo mal. El fútbol parece articularse mediante un lenguaje de gran trasparencia, aunque su uso sea mucho más equívoco. Estas propiedades del juego lo convierten en un gran nivelador, en un deporte esencialmente democrático, al alcance de cualquiera. No es lo que se siente al ver cómo un tenista golpea con furia y precisión una bola, o al ver cómo un atleta adelanta a otro en carrera. Decía Bernabéu que el fútbol es una tentación tan enorme que hasta un paralítico en una silla de ruedas estira la pierna si le pasa por delante un balón.
La supuesta facilidad del fútbol, aunque sea engañosa, permite que cualquiera se pueda hacer la ilusión de ganar. A ello contribuye, además, el hecho de que el fútbol tenga generalmente un resultado escasamente previsible, el que cualquiera pueda obtener la victoria. Este carácter abierto acentúa su atractivo porque confirma la impresión de que el espectador también podría hacerlo, de manera que el espectador puede ser un poco narcisista porque acude a ver cómo otros hacen algo que él supone saber cómo se haría mejor.
La mezcla de la supuesta facilidad y el azar hace que exista una escala muy abigarrada entre la calidad baja y la excelencia, una escala en la que siempre se puede mejorar, en la que se asciende por méritos y esfuerzo, pero también por casualidades e injusticias, como en la vida misma.
El hecho de que el fútbol se juegue, básicamente, con los
píes, supone que explota una capacidad específicamente humana, a saber, la de
dedicar nuestros medios y posibilidades a fines para los que no están
diseñados, porque, más allá de la polémica filosófica correspondiente, es obvio
que las piernas y los píes no fueron hechos para chutar ni para regatear. Esto
no ocurre, por ejemplo, con los deportes en los que los brazos y las manos
juegan un papel mucho más relevante (la mayoría, por cierto). Este pensar
con los píes es profundamente humano porque expresa nuestra capacidad de
jugar y de inventar de manera más obvia que lo que hacemos con las manos (que
sí parecen haber sido hechas para algo).
El fútbol funciona de manera completamente ajena a diversos empeños en conseguir la victoria, a la inversión en jugadores, por ejemplo, sobre la que Pirri decía (Carlin 2004, 133) que existe una regla que establece que tres de cada cinco fichajes no funcionan. Este dato empírico limita las posibilidades de conseguir un buen equipo a partir de un conjunto determinado de jugadores. La dificultad de convertir a once jugadores en un equipo es enorme, y depende de factores que no se ven a primera vista o no se saben valorar bien y que cada día resultan más complejos, como la historia del club, el carácter del entrenador, la capacidad de adaptación y liderazgo de cada jugador, etc. Por si fuera poco, el fútbol es muy distinto en las distintas ligas, y eso hace que los enfrentamientos internacionales de clubs sean los menos previsibles; se puede dar, por ejemplo, que un gran defensa italiano no alcance idéntico nivel en España, o que un delantero que no triunfe aquí, pueda tener gran éxito en otras ligas. Tampoco las vidas son trasplantables ni nadie es capaz de triunfar en todos los contextos posibles.
El fútbol explota la individualidad de cada jugador. Todos los grandes jugadores son distintos, como decía Klinsmann (Carlin 2004, 315), son únicos. Y en su unicidad pueden ser decisivos factores muy distintos porque lo que los hace es una mezcla de cualidades que no siempre se dan de la misma manera; podríamos distinguir entre cualidades físicas o naturales para jugar al fútbol, cualidades técnicas o futbolísticas, y cualidades morales, y es evidente que el mejor jugador puede carecer de varias de ellas.
Entre las cualidades físicas habría que destacar la destreza, la velocidad, la fortaleza, la resistencia, la explosividad, la agilidad, los buenos reflejos y la capacidad de recuperación. Se trata de condiciones necesarias, pero en absoluto suficientes. Desde el punto de vista futbolístico o técnico, el abanico de virtudes necesarias es aún más amplio: la visión del juego, la buena colocación, la capacidad de control y protección de la pelota, la potencia y la precisión en el disparo, el control de los tiempos y la inteligencia táctica, el oportunismo, la capacidad de anticipación, la astucia, la capacidad de improvisar y la habilidad para jugar con todo el cuerpo. Desde un punto de vista moral, los requerimientos tampoco son escasos: la capacidad de liderazgo, la disciplina, la profesionalidad, el control del sufrimiento, la moral de victoria, la capacidad de sacrifico por el equipo, la sujeción del individualismo, la resistencia al ambiente hostil y los nervios de acero, la agresividad controlada, etc.
Dado el grandísimo abanico de habilidades que se requieren para el fútbol, el repertorio de un buen jugador puede ser muy variado y, lógicamente, casi ninguno ha dominado a la perfección todas las suertes del juego, la interposición, el recorte, el marcaje, el despeje, el regate corto, el desmarque, el pase largo, el arranque imparable, el tiro a la media vuelta, la vaselina, el pase al hueco, el taconazo, el juego y los remates de cabeza, el manejo de ambas piernas, o cualquiera de los recursos sorprendentes de todos los buenos jugadores. Desde un punto de vista lógico, las fases del juego son solamente dos, pero, en la práctica, el fútbol no se reduce al ataque y la defensa, sino que comporta momentos muy variados: el estudio del contrario, la contención, el peloteo, la pérdida de tiempo, el intento de despistar al adversario y ponerle nervioso, etc. Los recursos del futbolista tienden a ser tan amplios y flexibles como los que ponemos en las infinitas suertes de la vida, pues, como escribe Eduardo Galeano (2006, 281), “la habilidad consiste en el arte de convertir las limitaciones en virtudes”.
La creencia más común sobre el fútbol dice que el ataque es lo decisivo. Sin embargo, cada vez es más claro que en el buen fútbol de alta competición, la defensa es la base sobre la que se puede edificar, es un sine qua non, un olvido que, por ejemplo, llevó a la desgracia al Real Madrid galáctico del primer Florentino Pérez. No es muy sabido que los entrenadores suelen practicar enfrentamientos entre defensas y delanteros que terminan, casi indefectiblemente, con la victoria de los primeros. El fútbol es un juego tan abierto como lo es nuestra vida, un juego en el que los profesionales de la victoria suelen perecer frente a los especialistas en evitar la derrota.
Ahora bien, el fútbol está constreñido por el tiempo, lo que hace que sea, desde muchos puntos de vista, un deporte de larga duración, y, por tanto, agotador, que solo puede llenarse con algo de rutina para poder dotar al juego del ritmo que convenga en cada caso. Si se administra mal el tiempo, no solo en un partido, sino a la largo de una temporada, se acaba pagando por ello. En el fútbol, como en la vida humana, es esencial el control del tiempo vivido.
Los goles son la salsa del fútbol, pero porque definen el resultado. De nada sirve marcar mucho si se recibe más. El fútbol es, por tanto, un cálculo en el que la prudencia cuenta muchísimo porque de nada sirve marcar y luego perder, es mejor quedarse en el empate. Algunos han comparado al gol con el orgasmo, lo que seguramente dice más sobre los comparadores que sobre lo comparado; hay quienes han llegado a especular sobre la analogía entre la portería y el himen, a otorgarle un papel femenino y matriarcal al portero. En fin, no cabe duda de que en nombre de Freud, y de Marx, se han escrito unas cuantas memeces, casi siempre pretenciosas y oportunistas, por otra parte, a propósito del fútbol.
Es evidente que los goles se distinguen mucho por su belleza, o por su perfección técnica, pero además se distinguen por su valor, por su oportunidad. El valor de los goles está en relación directa con el agonismo, con la angustia de la que liberan, porque nos acercan al final feliz cuando la situación es más comprometida. El final es siempre el gozo o la esperanza, porque, a diferencia de la vida real, el telón vuelve a levantarse una y otra vez.
Esta repetición de oportunidades ofrece un rejuvenecimiento perpetuo al jugador y al espectador que puede funcionar como un retardante de la vejez.
Además, esta renovación que ofrece el fútbol se nos da en
un paquete en el que también se obtiene un cierto anonimato, tanto del que
juega como del que asiste a un partido. El fútbol, por tanto, es una excelente
terapia contra los males de la identidad y del tiempo, contra sus excesos. Es,
desde luego, una oportunidad de fundirse en sensaciones oceánicas, en
tiempos en los que no cuenta nada ni nuestra individualidad ni nuestra
historia, en puros instantes de entusiasmo y de desesperación, Tiene, por eso,
una función muy parecida a la que Sherry Turkle (1996, 243) ha sabido ver en la
navegación en la red, que nos proporciona segundas oportunidades para
personalidades que quieran prolongar su adolescencia. De ser esto así, el
fútbol funcionaría como una extensión de la moratoria que según Erikson se
concede a los adolescentes, una cierta oportunidad de dejar de ser uno mismo
cada relativamente poco tiempo para convertirse en hincha, en uno más
indistinguible de cualquier otro para una mirada ajena.
Llevo años siguiendo el fútbol en el Bernabéu. El espectáculo me parece, una y otra vez, extraordinario. No me refiero ahora al juego, sino al público, al fenómeno humano. ¿Qué es exactamente el fútbol? ¿Qué significan esas, aglomeraciones, esa pasión? Me gusta el fútbol como deporte, pero me intriga mucho más el espectáculo, el significado que pueda tener esa conversión del fútbol en algo que interesa a tantísima gente, en cualquier lugar, un fenómeno mundial en sentido estricto. La mayoría de las opiniones que ruedan en relación con esta clase de preguntas, se fijan en una serie de caracteres más bien negativos. No diré que no tengan fundamento esas críticas, pero es posible que quienes las repiten, normalmente con aire de superioridad, se pierdan algún aspecto interesante de este fenómeno tan singular.
Me parece muy necesario llamar la atención sobre algo que cuando lo contemplas con frialdad resulta casi incomprensible. ¿Qué hace que cientos de miles de personas se emocionen al tiempo por algo que, en realidad, podríamos decir, les debiera ser indiferente? Si en el estadio consigues distanciarte de la pasión común, el espectáculo es increíble. Ves cómo se suman los sentimientos, las pasiones. Gente que no se conoce, se abraza, y personas de exquisita educación pueden prorrumpir en improperios completamente extraños al resto de su vida para con el contrario, o con el árbitro.
Es un hecho que se pueden sumar las pasiones para crear
y/o fortalecer un alma colectiva. También es obvio que el fútbol tiene esa
capacidad, o, mejor dicho, que se la ha ido ganando poco a poco, con esfuerzo;
tal vez pueda perderla en algún momento. ¿Dónde estaba todo ese torrente
emocional antes del fútbol? ¿Qué pasaría en un mundo post-futbolístico? Hay
unas cuantas preguntas de este tipo que no me parece que tengan una respuesta
suficiente e inmediata en la tópica al uso. Sería interesante pensar en ello,
supongo, aunque con ello no habríamos hecho sino empezar. Tal vez ocurra que el
fútbol tenga propiedades que no sabemos ver, al menos a primera vista, que se
ocultan tras la maraña de ideas que habitualmente esgrimen los que detestan el
fútbol y/o sus exageraciones. En contraste con las emociones, no está claro que
las inteligencias se puedan sumar, al menos no lo hacen tan fácilmente.
2.
Técnica y
pasión: el fútbol como espectáculo
¿Cuáles son las propiedades del fútbol que pueden explicar mejor su éxito pasional, su extraordinario atractivo como espectáculo global? La relación del aficionado con el fútbol es muy distinta a la del futbolista, sea profesional o no. A su vez, las relaciones entre aficionados, hinchas y futbolistas, son especialmente problemáticas en estos tiempos en que el fútbol es un negocio colosal y las grandes estrellas cobran cantidades inimaginables para el espectador medio. Los aficionados proyectan sus ilusiones y pasiones en los jugadores lo que suele ser motivo de frustración. Carlin (2004, 349) relata una escena en la ciudad deportiva del Real Madrid tras una derrota significativa de los galácticos: unos aficionados exhibían una pancarta que decía “Para vosotros, dinero y putas. Para nosotros, indignación y represión”.
El aficionado al fútbol es el que ha convertido al fútbol en lo que hoy es. Recuerdo que hace años el Real Madrid fue castigado a jugar una eliminatoria en su campo sin espectadores y, aunque el partido se pudo ver por televisión, aquello no era fútbol, no era, al menos, el fútbol del que estamos hablando. Los aficionados le han dado al fútbol una nueva dimensión porque lo han convertido en símbolo de pasiones colectivas, lo han dramatizado, además de que hayan expresado a su través ciertas identidades, lo que es, me parece, relativamente secundario. Lo importante es que los aficionados se juegan mucho en el fútbol, que un resultado adverso puede amargarles algo más que un fin de semana, puede modificar su actitud, sus ganas de hacer cosas, su aprecio por la vida. Por supuesto que, en el extremo, todo esto tiene algo de patológico, pero lo decisivo es que funciona, que pone a la gente en una determinada situación emocional que tiene alguna característica muy singular.
Tal vez la primera sea la pérdida absoluta de la objetividad, lo que no significa sino que el buen aficionado no se rinde ni ante la evidencia, que comprenderá que las cosas fueron así, pero que eso no es conforme a la suprema realidad del fútbol que reside en sus mente y en su corazón. En este sentido, todo buen aficionado es una especie de platónico que sufre con las imperfecciones del fútbol real, con el destierro en este mundo de sombras del que solo nos libera, de vez en cuando, una victoria clara, incontestable, histórica.
Una segunda razón para que el aficionado no se resigne a la objetividad en el sentido ordinario del término es que dejaría de sufrir y de gozar con el fútbol, y lo necesita precisamente para eso. A veces se puede pensar que esta pérdida de cualquier atisbo de objetividad es una consecuencia de la mala prensa que rodea al fútbol; en realidad me parece que sucede exactamente al revés. Al menos en España, la prensa deportiva es prensa de partido en un sentido muy fuerte del término, es prensa militante, y ello es así porque esa es la prensa que demanda el hincha. Cuando el equipo local no ha ganado su partido, la prensa especializada experimenta un impresionante bajón de ventas, porque la muchos forofos no están ni siquiera en condiciones de pedir consuelo a los medios, y no los compran. En cambio, el triunfo necesita prolongarse de manera solitaria y reflexiva y por eso se leen las crónicas que desmenuzan el éxito y le dan las vueltas necesarias.
Hay lugar también para una prensa menos sectaria, de modo que la prensa general puede ser leída por partidarios de unos y de otros. Esa prensa sirve a un tipo de aficionado ligeramente más exigente, que no se conforma con ganar sino con tener buenas razones, tanto de la victoria como de la derrota. Lo decisivo sigue siendo que el público entregue sus afanes y sus pasiones a unos intermediarios sentimentales tan expuestos al desastre y, en ocasiones, tan reacios a dar alegrías. ¿Por qué se hace así?
Una segunda característica de la afición que puede ayudarnos a comprenderlo, es lo que pudiéramos llamar la gratuidad de la afición, el hecho de que el fútbol de mucho a cambio de muy poco. Se puede ser hincha sin haber ido nunca al campo, y se puede ser de un equipo sin haberlo visto jamás de cerca. Se trata de una afición para la que no hay que superar ninguna clase de pruebas, y que, como hemos dicho antes, expresa una serie de actitudes que prolongan y satisfacen disposiciones muy básicas de nuestras vidas. Ser de un equipo provoca identificación, libera del yo individual, crea una ilusión casi continua sobre acontecimientos gratos, rejuvenece, da oportunidades de vencer sin mayor esfuerzo y, además, es un nivelador social de primer orden. El fútbol es un gran igualador y eso siempre satisface, especialmente a los de abajo.
La tercera razón para que el fútbol pueda resultar tan atractivo reside en que, aunque en el juego se combinen el esfuerzo y el azar, el resultado se convierte automáticamente en mérito lo que, de paso, permite convalidar el azar como valor, como virtud e incluso como justicia. Se saca mucho de muy poco. La mayoría de la gente suele preferir la gratuidad al esfuerzo, y el fútbol es un clarísimo ejemplo de gratuidad para los espectadores, tiene la abundancia y la gratuidad de lo celestial, de lo inmortal, de lo perfecto. En el mundo real, en el que ya no reina el fútbol, en este mundo de sombras en que las victorias escasean y abunda el llanto, el fútbol sigue siendo un motivo de esperanza y de gloria, porque el mérito es ganar, y siempre hay alguien que gane, además de que los que pierdan ganarán alguna vez en el futuro.
Una cuarta razón habría que ponerla en que el fútbol se ha convertido en un factor de socialización especialmente eficaz, primero porque, como ya vimos, da mucho que hablar y segundo, porque aunque haya entrenadores y teóricos que se empeñen en buscarle los cinco píes al gato, el fútbol es muy fácil de entender, de manera que todo el mundo tiene algo que decir a título personal; ser aficionado al fútbol concede audiencia y autoridad.
El hincha tiende a ser un obseso, tiende a la monomanía, a no hablar de otra cosa. De mis tiempos jóvenes recuerdo una escena en una residencia de estudiantes en que, a la hora de cenar, dos intelectuales estaban monopolizando la conversación de una mesa con uno de esos temas trascendentes tan propios de finales de los sesenta. Otro de los presentes, persona poco dada a la especulación, se agarró a que uno de los que llevaban la voz cantante utilizó la palabra “problemática” (como se ve, muy de la época) y se atrevió a irrumpir en la conversación. “a propósito de la problemática, ¿qué ha hecho hoy el Bilbao?”, lo que afortunadamente aireó un poco el panorama, entre otras cosas porque el fútbol no era todavía lo que ha llegado a ser hoy.
El fútbol es algo muy distinto para los profesionales y para los aficionados; para los primeros puede ser, incluso, una vocación, pero deben verlo desde el prisma de sus intereses y de su carrera, están forzados a relativizarlo; para los forofos, el fútbol, es decir, su equipo, es una auténtica religión, es el corazón de un mundo sin corazón, el opio del pueblo. Esto permite entender lo que de otro modo sería enormemente sorprendente, que las evidentes tramas de negocio y especulación que rodean al planeta del fútbol, fichajes, primas, traspasos, etc., no aparten a los forofos de sus respectivas pasiones, que las refuercen incluso.
La penúltima razón que querría aducir para entender la enorme carga pasional del fútbol, y el éxito que le acompaña, es el hecho de que el fútbol siempre mira al futuro, no tiene historia ni espesor. Es siempre recomienzo, esperanza, promesa. Es obvio que vincula una cierta memoria, pero cualquier buen aficionado daría con gusto la mayor parte al olvido con tal de conseguir lo que cada cual anhela. La última razón, pero no la menor, es que no puede haber nada comparable a una victoria conseguida cuando ya nada se espera, contra los hados, contra los árbitros, contra todos. Es un momento absolutamente único por su excepcionalidad, por su rareza, por su gratuidad y por su exaltación. Muchos hinchas habrán olvidado la primera vez que vieron a su primer hijo, pero la mayoría no olvidará nunca, por ejemplo, aquel gol de Mijatovic frente a la Vecchia Signora en Amsterdam, después de treinta años sin ganar la copa de Europa que el Real Madrid había ganado de forma tan abundante cuando yo era un niño. Yo estaba allí con mis hijos, que me perdonarán, seguro, esta comparación irreverente, pero es sólo un ejemplo.
Una vinculación tan fuerte tiene, evidentemente, interés para los políticos, y no son pocos los que tratan de arrimar el ascua a su sardina. Me parece que hay que subrayar que, sin negar lo evidente, el fútbol se las arregla para mantenerse relativamente al margen de la agobiadora presencia de la política partidista, con los matices que se quiera.
En mi opinión, la extensión del fútbol como espectáculo se debe, primordialmente a que el fútbol proporciona una teoría de la vida, y eso quiere decir, sobre todo, una manera de llenarla de contenido, precisamente porque su ejercicio es una metáfora particularmente atractiva de la vida misma, y porque mediante su participación en el evento, los aficionados pueden liberarse de una serie muy variada de cargas y de frustraciones. Yo recuerdo, en particular, que la primera vez que anduve por Europa, allá por finales de los sesenta, el hecho de ser pobres y vivir bajo la dictadura de un general bastante estrambótico, se podía compensar, de alguna manera, siendo del Real Madrid.
De aquí que sea el espectáculo más capaz de provocar entusiasmo y suscitar pasiones volcánicas. En el fútbol, al igual que ocurre en la vida de cada cual, hay que vivir alerta, manteniendo una lucha contra un enemigo artero, poderoso y muy hábil, que nos coloca en situaciones agónicas, de las que, aunque parezca imposible, siempre hay salida, lo que nos puede llevar al triunfo, e incluso a la gloria.
Sospecho que la gente que mantiene hacia el fútbol un
desdén moral e intelectual muy hondo tiene una personalidad egocéntrica, son
almas que han tenido el privilegio de encontrar dentro de sí esa pasión por
vivir que la mayoría de nosotros buscamos fuera. Chesterton decía que una de
las mayores diferencias entre el budismo y el cristianismo se manifestaba en
que los santos cristianos siempre se representan con los ojos abiertos, de
manera que no me extraña que los budistas desdeñen las ligas.
Hay una voluntad de vencer, que siempre es vencerse, que se nutre de un fondo de energía moral que es indispensable en el fútbol. Ken Loach ha hecho una película (Buscando a Erik) que proporciona una de las mejores explicaciones del efecto benéfico del fútbol que yo haya visto. Un Erik Cantona angelical se convierte en una especie de entrenador personal de un perdedor de libro, un hombre con una vida deshecha pero con el fondo de decencia que Loach siempre sabe ver, acertadamente, en las personas humildes, en los derrotados. El protagonista, Eric Bishop, se identifica con Cantona, uno de los héroes de la liga inglesa, con quien siempre quiso y no acertó a ser, y la recuperación de su vida culmina en una magnífica escena coral en que los oprimidos consiguen derrotar por goleada a unos gánsteres que les estaban amargando, logrando derribar sus fantasmas y enderezar sus vidas.
La vida no siempre es tan bella; pero el fútbol, que, según dice Loach, es esperanza, alegría, pena, dolor, decepción, suspense, suplicio y maravilla, nos ofrece un ejemplo cotidiano de que siempre merece la pena luchar por ella, por hacerla realmente hermosa. Ken Loach rinde homenaje a la amistad, a la solidaridad, al valor de los débiles, y golpea con humor y saña el individualismo de los abusones, de los que viven de la trampa y del miedo, porque cree que, con valor, astucia y la ayuda de los amigos, siempre se puede ganar a cualquiera, como en el fútbol.
Esa facilidad de acceso a la victoria ha sido fundamental para convertir al fútbol en el primer deporte de masas, un juego en el que, además, no es necesario poseer ninguna singularidad física especial para triunfar, en el que tipos bajitos, y de aspecto escasamente atlético y atractivo, rechonchos y de no mucha inteligencia media pueden llegar muy arriba. El público se identifica mucho con este tipo de jugadores medios, normales: Maradonas, Iniestas, Xavis, Silvas. Se trata, sin embargo, de identificaciones engañosas. Puede que algunas estrellas no sean ejemplos de gran inteligencia en otros terrenos, pero en el fútbol han sabido arreglárselas muy bien. Jugar muy bien al fútbol no es ni mucho menos sencillo, Messi o Iniesta no son tipos normales por mucho que algunos quieran hacerse la ilusión, sino auténticos superdotados.
El mecanismo de identificación del forofo con el fútbol va mucho más allá de lo que se pudiera considerar corriente y eso hace que el fútbol pueda ser visto como un elemento transgresor, un juego en el que los espectadores implicados acaban por ser participantes que subvierten las reglas del fútbol mismo. Muchas veces se invierte la lógica del fútbol y se desencadena una guerra que está más dentro que fuera, sobre todo cuando al fútbol se le hacen soportar tensiones subyacentes que le son, en realidad ajenas.
3.
El fútbol de
papel
Los desbordamientos que se ocasionan por los espectadores
se culminan en un mercado que se ve continuamente alimentado por el fútbol de
papel. El fundamento de la importancia de la prensa deportiva, en lo que al
fútbol se refiere, está en dos hechos decisivos: el primero que el fútbol
requiere continuación verbal, es un fenómeno de duración breve, pero
repercusión extensa; el segundo, el que los forofos requieren identificación y
alabanza, antes que objetividad o análisis técnicos. La prensa cumple, entre
nosotros, ese papel con bastante eficacia, remacha la derrota absoluta de la
objetividad que requieren los hinchas, y contribuye a esa posición tan
posmoderna conforme a la cual no hay nunca nada objetivo que contar, sino
diversas narraciones al respecto.
La prensa deportiva especializada vive de la explotación de la victoria local que es lo que, propiamente, requiere comentario, porque la derrota invita al mutismo y al ensimismamiento. De todas maneras, como la gente tiene que trabajar los lunes, y los periódicos tienen también la costumbre de salir cada día, la prensa se dedica, en caso de derrota, a hacer verosímil aquella afirmación que se atribuye a Napoleón Bonaparte, a saber, que “una derrota contada con todo tipo de detalles es indistinguible de una victoria".
Los que gustamos del fútbol de verdad, y se me perdonará por el tono naif, pensamos que de esta manera se pierde parte de lo mejor del fútbol, porque por mucho que se prefiera la suerte y la victoria a la calidad y el buen juego, el fútbol está más allá de las pasiones, es una realidad que tiene, como pudiera decir un Aristóteles, la perfección típica de lo imperfecto. El problema surge, me parece, cuando la prensa no se limita a cumplir ese papel, modesto pero relevante, y quiere convertirse en un actor principal en el juego de poder que controla el fútbol. Entonces aparecen las campañas, las intoxicaciones, los confidenciales y toda la cohorte de informativos que configuran ese mundo. Es el fútbol quien pierde con eso, aunque el periodismo trate heroicamente de hinchar el perro y, de paso, de apoyar a su señor.
Ser aficionado al fútbol tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es el riesgo permanente de leer y oír tonterías, un género en el que muchos incluyen al fútbol, sin más. Me parece que la tontería, así, en general, juega un cierto papel muy de fondo en este asunto, pero me quiero referir ahora a un concepto, digamos, más técnico de tontería, a aquello que dicen, en ocasiones, algunos periodistas del ramo, a pesar de saber perfectamente que están diciendo algo que no dirían de no mediar intereses ajenos a lo que dicen estar comentando.
Dicen tonterías y, además, mienten, pero prefiero no llamar mentira a algo que tiene muy pocas posibilidades de engañar. En manos de los profesionales de la comunicación, el fútbol adquiere un nuevo poder, funda un nuevo negocio que, lógicamente, se apoya en el principal. Deben de alimentar a la opinión y a la pasión para que se les siga atendiendo en aquellos largos momentos en el que el fútbol está ausente. Es lógico, pues, que digan tonterías, que inventen cosas, que pretendan descubrir el Mediterráneo, y reescribir a cada minuto la historia.
Por lo demás, el fútbol de papel ha inventado una tramoya
y unas categorías que distan mucho del fútbol de verdad. Creo que como mejor se
explica esto es con una afirmación de uno de los incontestables genios del
balón, de Alfredo Di Stéfano. “No soporto que los periodistas escriban "la
pasividad de la defensa". ¿Qué pasividad de la defensa? Yo nunca vi a un
defensa que dijera: "Pase, Alfredo, y meta gol”.
El hecho de que el fútbol haya resistido y sobrevivido a sus hinchas, a los periodistas deportivos, a los directivos y especuladores, a las televisiones, a la globalización, en suma, es una muestra de que el fútbol es muy poderoso, de que es susceptible de desempeñar una gran cantidad de papeles diversos debido a sus excepcionales cualidades, mejoradas por un largo proceso de selección técnica.
Es muy fácil entender que la obsesión generalizada con el fútbol resulte una molestia difícil de soportar para quienes no congenian con sus atractivos. Es también comprensible que abunden las explicaciones supuestamente profundas de bases psicológicas, sociológicas o económicas. La pregunta fundamental me parece que debiera ser la de cómo se ha hecho posible que un deporte con tan evidentes imperfecciones, de reglamento, de técnica, por no hablar de las de la política de competición, y en el que se han practicado abundantísimas cacicadas (en el pasado mucho más escandalosas que ahora mismo) haya logrado triunfar en un mundo en el que la oferta de espectáculo es tan variada.
El fútbol ofrece de manera casi continua una enorme cantidad de variantes de su representación, y nos permite repasar sin gran esfuerzo tanto las ilusiones como las vergüenzas de nuestra condición humana. Sin duda que cumple una función al mantenerse por tanto tiempo en primer plano, al permitirnos descansar de la seriedad con la que se disfrazan una gran cantidad de cosas que, bien miradas, acaso no sean monsergas menores que la del balón. Al prestarse a ser el escabel en que descansan una parte importante de nuestras pasiones sin otro objeto, se ha convertido en un arma de la paz, lejos de ser una prolongación de la guerra.
¿Por qué el fútbol y no otros deportes? Me temo que las contadas imperfecciones que padece sean parte de su atractivo. Nada es perfecto en este mundo y el fútbol raramente pudiera librarse, pero contiene una semilla de perfección, nos permite adivinar la gloria. El fútbol, como la vida misma, es una mezcla de miedos y esperanzas, de belleza y horror, de tedio y exaltación; es el deporte que más se le parece porque está lleno de contradicciones, de absurdos, de arbitrariedades, de talento, de suerte, de agonía, de esperanza y, además, a la vez, en el plano individual y en el colectivo.
El fútbol es, por tanto, una escuela pública de moralidad, y debiéramos preocuparnos por dotarla cada vez de una sensibilidad más refinada y de mejores argumentos. Se atribuye a Albert Camus, que, como era muy pobre, tuvo que ser portero porque no podía gastar sus zapatos corriendo la banda, la siguiente afirmación: “Después de muchos años durante los cuales el mundo me ha permitido vivir experiencias variadas, lo que sé acerca de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. Es evidente que el fútbol, como los toros, está lleno de metáforas, y que es una escuela de vida, un espacio público en que los jóvenes, y los que ya no lo son, forjan su carácter y se someten a pruebas decisivas para su corazón y su buen juicio.
Por último, ¿qué podría explicar el hecho de que un fenómeno tan enorme haya tenido tan escasa literatura, tan poco cine? Se me ocurren tres explicaciones: la primera que hacer literatura del fútbol sería, en cierto modo, como vender naranjas en Valencia, porque el fútbol es una realidad predominantemente verbal, algo de lo que hablamos casi continuamente, lo que hace que su épica y su lírica se desgasten rápido; la segunda, que como la emoción más alta del fútbol está en el momento infinitamente breve de la victoria, a ser posible agónica, la literatura se ha concentrado en una especie de anecdotario, sabiendo el rapsoda que el lector entenderá la emoción, aun con una narración escueta del momento; la tercera es que el fútbol no ha madurado todavía en EEUU que son los que en esta época se encargan de este tipo de cosas: del fútbol del futuro se ocuparán ellos, o no.
Referencias
Carlin, John (2004): Los ángeles blancos. El Real
Madrid y el nuevo fútbol, Seix-Barral, Barcelona
Galeano, Eduardo (2006): El fútbol a sol y a sombra,
Siglo XXI, Madrid.
García Candau, Julián (1997): La moral del Alcoyano,
Planeta, Barcelona.
Hornby, Nick (1996): Fiebre en las gradas,
Ediciones B, Barcelona.
Moore, Bobby (1969): Fútbol moderno, Hispano
europea, Barcelona.
Nielsen, Hans J. (1982): El ángel del fútbol,
Ultramar, Madrid.
Perryman, Mark (1997): La filosofía del fútbol.
Patadas y pensamiento, Edhasa, Barcelona.
Shore, Brad (1996): Culture
in Mind, Oxford University Press, New York
Turkle, S. (1996): "Identidad en Internet", en
Brockman y Matson, Eds. Así son las cosas, Editorial Debate, Madrid, pp.
21-33.
Valdano, Jorge (2001): Apuntes del balón,
Barcelona.
Verdú, Vicente (1980): El fútbol, mitos, ritos y
símbolos, Alianza, Madrid.
José Luis González Quirós es profesor de Filosofía en la
Universidad Rey Juan Carlos (Madrid). Su último libro publicado es “Técnica y
cultura. La larga sombra de Gutenberg”
jlgonzalezquiros@gmail.com
Es una visión muy documentada del fútbol. He de reconocer que es un deporte que ni me ha gustado como espectador ni como jugador. Pero entiendo su gran impacto socio-económico en esta sociedad. Gracias por tus reflexiones.
ResponderEliminarSoy socio del Real Madrid desde 1.959 y he acudido al Bernabéu hasta que mi salud me lo permitió, pero no soy fanático y. de hecho, me fui del estadio varias veces porque el equipo estaba jugando fatal para lo que cobraban y cobran hoy. En cuanto a tu escrito te digo que me ha gustado pues está muy documentado, pero tiene algunos fallos gramaticales, sobre todo de puntuación (soy hijo y sobrino carnal de dos profesoras de Lengua y Literatura) pero comparto muchas de tus
ResponderEliminarreflexiones. Gracias por este artículo. Por mail, te mando una foto mía de 2011 en el tercer anfiteatro del estadio durante en encuentro de Liga mañanero contra Osasuna.
Pásame por e mail lo de la puntuación, aunque eso pueda ser discutible, no en todos los casos. Yo les ponía a mis alumnos de Lógica ejemplos de como una coma cambiaba completamente el significado de un texto, pero no siempre lo hace. De todas formas, puede que esta versión está sin corregir y que no sea la publicada. Ya te he visto en las fotos. Gracias y abrazos
EliminarMe quito el sombrero ante esta exhibición de imaginación: hablar - en este caso, escribir - de fútbol llenando tal cantidad de páginas es inaudito. No podía yo imaginar que en algo para mí no demasiado interesante (salvo quizás un enfrentamiento entre España y Alemania en una final) se puedan encontrar tantas facetas y reflexiones tan agudas. Chapó, querido José Luis.
ResponderEliminarNo estoy yo muy seguro que el fútbol se popularizara tan sólo desde el desgraciado accidente del equipo de Manchester en 1958, pues en nuestro Ramiro creo que ya era popular en los 50 y si no que se lo pregunten a nuestros héroes futboleros Aparicio, Peiro, Alcaide, etc, que antes de los diez años ya debían saber jugar. Tengo en la memoria la animosa participación por parte del profesorado (Don Pepín, el sr. Dellmans, el sr Moneo, etc). ¡No todo era el baloncesto de don Antonio! También en los 50 había ya alguien que se había dado cuenta de lo útil que resultaba alentar la afición futbolística (junto a la de los toros) y evitar así que los pensamientos del gran público se pudieran enfocar hacia aspectos de la política.
Por mi parte tampoco soy un aficionado y me temo que nunca he acudido a un estadio para ver un partido; a la vista de tu escrito, seguro que me he perdido algo. También me temo que sea algo tarde para cambiar ahora. ¡Qué le vamos a hacer!
Jose Luis,tu ensayo sobre el futbol,es extraordinario.Lo digo desde la perspectiva del espectador,socio del Real Madrid desde hace 62 años,y como practicante,pues pase del Ramiro a los infantiles y juveniles del Plus Ultra y luego tres temporadas en tercera con el Madrileño.Todo puede ocurrir,un equipo pequeño le gana al grande,un jugador menudo (Butragueño) puede con un atleta,el resultado casi siempre es incierto.Como practicante ,una pasion indescriptible.ENHORABUENA.
ResponderEliminarGracias, me acuerdo muy bien de lo bien que jugabas y de que te tenía envidia por eso... Un abrazo
EliminarUna visión muy interesante y diferente del futbol para los que somo más de baloncesto y no lo seguimos con demasiada pasión.
ResponderEliminarFelicidades
Francisco F. González García
Y de paso no olvidemos que en la promoción 64 hemos tenido un jugador de primera división y de mucha clase, Ignacio Salcedo que militó muchos años en el Atleti de Madrid, que estuvo con del Cura en el Plus Ultra, y que llegó a ser llamado a la selección española.
ResponderEliminarF. González García