... POR ILDEFONSO ARENAS
Me han
despedido.
Ayer, nada más subir de desayunar. Por eso estoy aquí, en el SMAC.
Llegué muy temprano, tal y como me dijeron en la compañía, para que me
atendieran hoy, que no me dejaran para otro día. Una cola muy larga. Yo era
de las primeras. Siempre fui puntual, desde pequeña. Por las monjas, debió
ser. Nos educaban bien, con más cariño que firmeza. La vida de ahí fuera no es
como la de aquí, nos decían. Y tanto que no. Fui donde me señaló una señorita
muy antipática, una ventanilla con un cartel que ponía 'con avenencia'. Ahí me
tocó esperar cerca de media hora, pues los obligados a ser puntuales somos
nosotros, los despedidos. Los funcionarios, no. Ellos llegan cuando quieren.
Al fin, serían las nueve y diez, me vi frente a un señor que ni me miró, ni
tampoco dijo buenos días. Le tendí mi
carta de despido, y mi demanda. Las dos me las habían hecho en la compañía.
Todo en regla, todo en orden. Yo también.
-¿Habrá avenencia? ¿Está segura?
–contesté que sí, que ya estábamos de acuerdo-. Querrá conciliar hoy, supongo.
Bien, pues... a la una, despacho número trece. ¿Llama usted a su empresa, o
prefiere que lo hagamos nosotros? Sí, claro. Mejor si lo hace usted. Muy bien,
pues aquí tiene –me tendía, selladas, las copias de la carta y la demanda-.
El siguiente, por favor.
Ya estaba. Rápido, indoloro y
civilizado, como dice cada dos por tres el malnacido del Despiderman. No hará
falta que les explique por qué le llamamos así, ¿verdad? Debería decir le llamábamos. Ya no estoy en la
compañía, ya no formo parte de ella, no soy una empleada. Una empleada
ejemplar, no les quepa duda. Tampoco les cabe a ellos, pero les da igual.
Sobro.
Veinticinco años en la casa. En
Navidad me dieron el reloj del cuarto de siglo. Qué diferencia con otros
tiempos. A Rosa, la de nóminas, que los cumplió hace tres, le regalaron un Baume & Mercier, de oro. Una
preciosidad. Mal, muy mal deben estar las cosas, porque a mí me tocó un Swatch de plástico legítimo. Un síntoma,
uno más de los muchos que percibíamos, aunque ya saben eso de la rana, que
si se mete una en una olla llena de agua fría, y ésta se pone a calentar, pero
despacio, muy despacio, la pobre rana se cuece sin darse cuenta de que la
están cociendo. A nosotros nos pasaba lo mismo. Nos cocían, pero no queríamos
darnos por enterados. No queríamos saberlo. Sobre todo, los más antiguos.
Como yo. A nosotros no nos pasará, llevamos aquí toda la vida,
despedirnos les saldrá muy caro, no tendrán tan mala entraña... jolín, que si
tenían. Que tienen.
Hay un VIPS aquí abajo. Debe ser como el de al lado de la oficina, donde
suelo desayunar. Donde solía, que ya no lo haré más. No en ese. Podría bajar al
de aquí, pues tengo por delante tres horas y pico, pero no me apetece. No
estoy mala, no me pasa nada y además hace buen día, muy soleado, esos tan agradables
de abril en Madrid. Sólo pasa que no quiero, que no tengo ganas. Prefiero
seguir aquí, en un rinconcito donde casi ni se me ve. Pequeñita como soy,
tapada por un tiarrón que será tres veces como yo, resulto invisible. Es lo
que prefiero, que no me vea nadie. Ridículo, ya lo sé, pero me moriría de
vergüenza si alguien me viese aquí. Me da igual pensar que sería otro despedido,
un desgraciado como yo. No quiero y no quiero. Aunque yo sí les puedo ver. A
los otros despedidos. A los otros desgraciados. No es un espectáculo bonito,
no me gusta verlo, pero aún así prefiero seguir aquí, mirando, a irme por ahí,
a pasear.
No es una reacción que me pille de
sorpresa. De sobra sé cómo soy. Por eso traigo mi desayuno. En seco, que aquí
no te guardan el sitio si te levantas por un café. Tengo una bolsa de Huesos
de San Expedito. Indigestos, y hacen que me salgan granos, y engordan, pero
esta mañana no pienso llevarme la contraria. Solterona, bajita, fea, cuarenta
y ocho cumplidos, ¿qué más da que pese un kilo más o menos? Mejor, ¿a quién le
puede importar que lo pese? Hace diez años aún era capaz de mentirme, pero
ahora bien claro lo tengo: a ti, Pili, nadie, nunca, te ha mirado el culo. Ni
te ha mirado nada. Nunca he tenido nada que se pueda mirar. Que se pueda
desear. Jamás he tenido que defenderme de un tío. Que defender mi virtud. Con
ella me voy a morir, intacta. Qué mala suerte, jolines, tenemos las pobres
mujeres con las que nadie ha querido fornicar.
He traído algo más que mis huesos,
los del buen San Expedito. Un libro. Vida
de una Geisha, de una tal Mineko Iwasaki que se lo montó mejor que yo,
no les quepa duda. Leo poquito a poquito, como hacemos las que sólo leemos en
el metro. Seis o siete páginas cada vez, nada más. Ahora podría leérmela de un
tirón, pero veo difícil cambiar de hábitos. Esa es otra: qué haré con mi tiempo
a partir de mañana. Desde ayer he oído miles de tonterías. Igual no lo son,
igual sólo es que me quiero meter en la cama, taparme la cabeza y apagar la
luz. No lo sé. No aún. Aunque sí sé qué haré mañana. De las pocas cosas
inteligentes que alguien me dijo ayer, y tuvo que ser la zorra de mi jefa. Sé práctica, Pili. Lo primero, al INEM.
Igual te llevas una sorpresa y hay algo para ti, esperando. Es lo que más
me revienta de Ana, que siempre sale con la palabra justa, con la idea más
atinada, con algo tan sensato y lógico que nadie lo ha pensado antes. Como
despedirme. A ninguno se nos había ocurrido. Bueno, igual sí. Probablemente,
sí. Lo debían saber todos, pero nadie te dice nada, nunca. Es natural. Si
alguien te avisa corre un gran peligro: que vayas a la jefa y le digas ¿es verdad
lo que me ha contado fulanito?, y le dejas con el culo al aire, sin saber
dónde meterse y expuesto a que le despidan a él también. O a ella, si es
eso tan extraño, tan inhabitual, que antes llamábamos amiga. No, yo no lo habría hecho. No lo hice alguna vez que yo
sabía lo que ignoraba cualquier otra Pilar inespecífica, cualquier otra que
tampoco sabía que nada más subir del VIPS
se la iban a cepillar.
Voy por la página 27. A pesar de que no viví demasiado tiempo en
casa de mis padres, en los pocos años que estuve junto a ellos me dieron
consejos que me han resultado útiles durante el resto de mi vida. Toma ya.
Las cosas que te dicen estos libros idiotas escritos para mujeres imbéciles. Me
lo vió Ana, más o menos hará un mes, encima de mi mesa. No dijo una palabra.
No hizo ningún gesto, nada que se pudiera considerar ofensivo, pero yo sé, que
llevo muchos años con ella, que así es como desprecia. No sé qué lee, si es que
lee algo. Supongo que sí, porque para escribir bien hace falta leer mucho, y
ella escribe que da gloria. Soy objetiva, ya lo ven. La odio, la mataría, pero
reconozco lo que vale. Lo que sabe. Ana escribe como habla, de maravilla ‑yo
fui su primera fan, su primera incondicional‑, tanto en español como en inglés,
y un día nos dejó helados, a todos, al oírla en catalán. Una madrileña como
ella, de los pies a la cabeza, y parecía el Pujol.
Yo tampoco viví demasiado tiempo en
casa de mi madre. Digo mi madre
porque a mi padre se le llevó una pulmonía cuando yo aún tenía coletas. Ni
ustedes lo habrían hecho, de haber nacido en Lerma. El mejor pueblo del
planeta, se lo juro, para irse de allí. Así pasa, que todo el mundo se va en
cuanto puede. La mayoría se conforma con Burgos, dos o tres tardes por semana.
En comparación, Manhattan. Los fines de semana se meten unos cuantos en un
coche y hala, carretera y manta, todos a casa de la Pili. Bueno, ahora ya no.
Mi piso es pequeño, de sólo dos dormitorios. El segundo lo tengo alquilado a
una funcionaria del Ministerio de Agricultura. Las visitas, ya lo habrán
imaginado, apenas necesitaban dormir. Se conformaban con dejar las cosas
donde cayeran, y en todo caso dar una cabezada de buena mañana, en el sofá,
en la butaca o en el santo suelo. A mi me fastidiaba, no puedo decir que no,
pero mi madre me insistía, ten paciencia, un día volverás al pueblo, no
puedes romper con todo el mundo, no puedes ser un cardo borriquero, entiéndelo,
no puedes acabar con Lerma. La que sí pudo fue la funcionaria. Mira, Pili, no es por ti, pero esta casa se
ha vuelto inhabitable. Una vez, lo entiendo. Dos, también, pero llevamos tres
meses en que desde viernes por la tarde a domingo por la noche aquí no hay
quien viva. Si no puedes cortar con esto, me lo dices y me voy a otro sitio.
Yo no quería que se marchara. No éramos amigas, pero hablábamos, veíamos la
tele juntas, suspirábamos a la vez cuando salía George Clooney en Urgencias y nos hartábamos de llorar
con Tengo una carta para ti. Sin ser
amigas éramos inseparables. ¿Dónde iba yo a encontrar una chica como ella,
tan ordenada, tan silenciosa, tan limpia... tan como yo? Perdió Lerma. Un
disgusto con mi madre, pero a veces hay que ponerse muy seria. Como me puse
a los veintiuno, cuando le dije que no podía seguir allí, que se me caía el
pueblo encima, que no quería pasarme la vida siendo la manceba de farmacia de
mi tía Gadea, la supertacañona. La gran aventura de mi vida. La única, también.
Nueve meses en una casa de familia, cerca de Londres, un pueblecito de mucho
dinero que se llamaba Virginia Waters. La señora de la casa me aceptó nada
más verme. Si seré pánfila, que tardé semanas en comprender. Antes que yo habían
pasado por allí cantidad de baby sitters
de todos los países, alguna española también. El marido, sin dejar una, se las
quiso... bueno, ustedes ya comprenden. Un verdadero cerdo de hombre. Aún me
da repelús, recordarle. La señora pensó que con un callo mañanero como yo dejaría
de haber peligro. Acertó, para mi desgracia. Hoy soy fea, pero de cuarenta
y ocho. Invisible, más que fea. Con veintiuno debía ser un insulto a la primavera.
El hombre ni se acercaba. Los niños, tampoco. No les gustaba. Yo, en
reciprocidad, no los aguantaba. No porque fueran particulamente insufribles,
que lo eran, sino porque jamás he soportado a los niños. Quizá por saber que
jamás voy a tener uno, que soy demasiado fea para que a ningún hombre le
apetezca embarazarme, cosa que cuando habría podido suceder me daba el
mayor de los espantos. ¿Pero por dónde podría parir yo, vamos a ver?, me decía
mirándome al espejo estas caderas de crucificado con que Dios me crucificó.
Entre eso, lo mal que se comía, lo guarros que eran, que allí nadie se lavaba
con todo el dinero que tenían, y que tampoco Londres me gustaba, que me daba
miedo, no conocía a nadie y nadie quería conocerme a mí, pues me volví a los
nueve meses. Hablando, eso sí, un inglés más que pasable, y no por mis
señores, sino por la escuela donde iba y lo que se me pegaba de la tele, que
me dejaban verla con ellos a cambio de quitarles los puñeteros niños de
encima.
Fue regresar a Lerma y volver a
sentir que allí me moría. Entonces, mi golpe de suerte. La sonrisa de los
dioses, como dice la golfa de mi jefa cada vez que le gana un asunto a la competencia,
y en los últimos años ella es la única que consigue cuentas nuevas, a saber
cómo lo hace. Sucedió que un día cualquiera, conmigo en la farmacia muerta de
asco, vino mi tía desde Madrid con el ABC
a medio leer. Lo dejó en el mostrador, y como a la hora de la siesta no viene
nadie lo abrí por las esquelas, que por ahí se debe abrir el ABC, pero me pasé de página y caí en
las ofertas de trabajo. Compañía
multinacional selecciona secretarias. Taquigrafía, mecanografía, inglés
hablado y escrito. Ni siquiera lo de buena
presencia, o de tantos a cuantos años.
Tampoco pedían experiencia. Yo tenía tres cursos de secretariado en la mejor
academia de Burgos, y cuatro meses de prácticas en la sucursal de la Caja de
Ahorros del Círculo Católico ‑de qué me habrá valido, ser católica‑, y mi
acento de Virginia Waters sólo había envejecido quince días. Ni me lo pensé,
cosa rarísima, porque siempre me lo pienso todo siete veces. Me citaron. No
dije nada en casa. El día de la entrevista, que gracias a Dios me la pusieron a
las doce, cogí el autobús de La Continental,
que te dejaba en Alenza sobre las diez, y a mediodía, como un clavo, estaba
con seis o siete chicas más en el antedespacho del Director de Personal. Casi
me puse a rezar el rosario. Señor, que me cojan, Señor, que me cojan. Me
cogieron. No sé si porque mi acento inglés les sonó mejor que los acentos de
las otras, si porque me pareció de maravilla la miseria que ofrecían, o si el
Señor hizo que me contratasen a ver si me callaba de una puñetera vez. No tenía
ni dónde dormir, pero Rosita la de nóminas, que allí la conocí, se quedó de
muestra cuando le dije que no vivía en Madrid, que venía de Lerma, nada
menos. Le debió hacer gracia, o le dio lástima ‑en Personal nadie me preguntó
dónde vivía, como es natural; nadie se podía imaginar que me había fugado con
lo puesto-; el caso es que salió de su despacho y al cabo de un rato volvió
con Pepita, una chica más o menos como ella, gordita, simpática, que vivía
con otra y buscaban una tercera.
A la hora de comer llamé a casa,
tras armarme de valor. Mamá, que me quedo aquí. Me he puesto a trabajar. Una
multinacional enorme, tendrías que ver las oficinas. Mira, no quiero discutir.
Si haces el favor, metes mis cosas en mi maleta y me la mandas mañana en el
autobús de La Continental. No me
hagas eso, por Dios te lo pido, que no tengo ni bragas para cambiarme. Que no
y que no, que yo no vuelvo a Lerma. No, que luego no me dejas volver. Pues si
no lo haces, salgo esta tarde y me vendo el virgo –no se rían; de sobra sé que
no se puede decir nada más estúpido, ni más cursi, pero tendrían que conocer a
mi madre; a ella sí que le hizo efecto‑, y luego me voy a Sepu y me compro una minifalda. Si le hubiera dicho que me
compraba una pistola y atracaba un banco no le habría hecho más impresión. Así,
al día siguiente, me junté de nuevo con mis cosas. Con mis vestidos. Con mis
zapatos. ¿Se lo quieren creer? Uno de mis sweeters
de aquellos tiempos, negro, muy bonito, de cashmere,
que había comprado en las rebajas de The
Scotch House, es el que llevo puesto ahora. Nosotras, las de Burgos, nunca
tiramos nada.
Pocas personas han entrado en su
primer trabajo más ilusionadas que yo. Todo era nuevo, para mí. La empresa,
los compañeros, Madrid, vivir con gente joven, salir... vivir, o lo que para mí
era vivir, que ahora ya sé no era nada, o nada comparado con lo que hoy es
vivir, pero a mí, tras veintidós años de Lerma, me parecía el despendole
total, la toma de La Bastilla trufada de Mayo del 68. Cómo me sentía por las
mañanas, cuando cogía el metro con Pepita y antes de subir a la oficina nos
tomábamos sendos cafés con churros en un bar, casi al lado de donde por
entonces estaba la compañía, un edificio de once plantas que hoy ya no
existe. Lo han demolido, como nos demuelen a nosotros. En cierto modo venimos
a ser lo mismo. Escombros.
Mi puesto inicial terminó siendo el
final: secretaria del Departamento de Transportes y Comunicaciones.
Veinticinco años haciendo lo mismo. No, lo mismo, no. En lo conceptual, quizá,
pero la tecnología, los usos y las costumbres de 2003 nada tienen que ver con
los de 1977. Yo era secretaria-secretaria. Mi primera devoción, el director
del departamento. Me deslumbraba, para qué decir otra cosa. Todo un señorón.
Alto, guapo, de treinta y pocos, cultísimo, un estilo fantástico y de
muchísimo éxito. Personal y profesional. Enigmático, también. Al minuto de hablar
con él ya me quedé lela: Pilar, tenga
siempre bien presente que soy aragonés, ingeniero y leo; que no se le olvide.
No se me olvidó, aunque debo confesar que me costó entender. Que fuera maño,
bueno. Ingeniero, también. Ahora, que leyera... pues qué cosa tan normal,
¿no? Fue uno de los vendedores, el más majo de los tres, que se llamaba Poli
–bueno, Policarpo, pero como no era culpa suya todo el mundo le decía Poli‑,
el que me aclaró que no, que no era que leyera, sino que su signo era Leo. Ah,
contesté. No sabía yo que a eso se le debiera dar importancia, pero empecé a
fijarme, y vi que sí, que allí todo el mundo iba con su signo por delante. Yo
soy Piscis, por cierto, pero como si fuera de Mondoñedo, porque a mí nunca me
ha valido para nada.
Al señor Pérez-Zapatero –qué
diferencia, ¿verdad?; hoy en día eso sería un arcaísmo, porque no hay
secretaria moderna que llame a su jefe Señor Tal o Señor Cual, pero yo era de
las de antes, las del plan antiguo, como lo era la empresa; el Director
General era Don Luis; los directores de departamento eran el Señor Fulánez o
el Señor Mengánez; el resto de los empleados eran González, Gómez o Martínez,
menos los más próximos, que se dejaban degradar a Manolito, Emilín o Juanito;
por último, nosotras, las secretarias, que para todo el mundo éramos Mariví,
Conchita, Pepita o Pili, con una sola excepción, la del Director General, que
para todos, directores de departamento también, era la temible Señora de
Garaicoechea; como podrán imaginar, de un nivel a otro se practicaba el usteo más absoluto, y también cuando, en
la misma categoría, la gente se trataba de García y de Fernández; el tuteo
sólo se toleraba entre las castas inferiores, aunque tampoco era raro entre
los que nos llamábamos por los nombres y no por los apellidos; era, por
extraño que les pueda parecer, una práctica encomiable; gracias a ella todo el
mundo sabía cuál era su sitio, dónde comenzaba y dónde terminaba su espacio
sociolaboral, de modo que nadie se confundía, nadie se agrandaba, nadie se
aupaba sobre su verdadera posición. Todo fue a peor cuando se cargaron a Don
Luis; nos pusieron un catalán más a la moderna y la gente comenzó a tutearse,
y a mascullar cullons, y también la mare que't va parir; así pasó, y si
no lo entienden vean cómo fue mi vida con mi jefa: Ana y Pili, Pili y Ana,
siempre de tú, bajando a desayunar cogiditas del brazo, como si fueramos
amigas y durante un tiempo hasta pensé que lo éramos, y luego va la guarra y
me despide sin compasión, y sin anestesia; si un consejo les puedo dar es
que hagan como los franceses: trátense de usted. Volviendo a mi derctor, yo le
hacía todo: le cogía las llamadas, le marcaba los números, no dejaba pasar
a nadie sin que lo dijera él, le traía cafés, le colocaba los periódicos,
le redactaba las cartas –no al principio, porque no sabía, pero pronto
aprendí-, le reservaba los restaurantes, los hoteles, los aviones y los coches
cuando se iba de viaje, le conseguía las divisas, le llevaba sus agendas,
la del trabajo y la personal... si hubiera tenido pito hasta le habría
entretenido a la señora –por Dios, no den esto por leído; qué ordinariez,
pobre de mí‑. Un día se fue. No era culo de buen asiento. Quería prosperar,
pero allí no podía, se había hecho demasiados enemigos. Acabó en la
competencia. Yo, tonta de mí, pensé que me llevaría con él, pero eso de las
secretarias pegadas de por siempre al culo de su jefe no es verdad, no se lo
crean. Al llegar a su nuevo despacho le dijeron esta es la que tienes, y como estaría estar buena me borró de su
memoria. Me dolió, que quieren que les diga, pero la vida es así, endurecerse
para crecer, y además tenía poco tiempo para entristecerme, porque tras él
vino uno que no era Leo, era Virgo, que son peores, y así tres o cuatro más,
hasta que apareció Ana, que por si algo le falta es Aries con ascendente Aries,
o Aries al cuadrado, como Hitler, pero eso fue al final, no me quiero
adelantar, hay muchas cosas por en medio que necesito explicarles. O que
necesito explicármelas, porque, ya me lo pitufo, en los veinticinco años y
pico que pasé allí nunca entendí nada.
Además de atender al director debía
ocuparme de los vendedores. Era mi trabajo principal, porque mimar al jefe no
me ocupaba mucho. Los vendedores trabajaban y me hacían trabajar. Lo peor,
mecanografiarles sus borradores. Los de oferta, en particular, eran verdaderas
pesadillas. Docenas de páginas escritas a mano, en las cagaditas de mosca
de cada uno de ellos, que yo debía pasar a máquina en una IBM typewriter, esa de la pelotita enloquecida. Horrible, aunque
dentro del espanto lo de veras criminal eran las configuraciones. Ellos escribían
referencias, precios, cantidades y totalizaban los importes. Yo debía tirar de
catálogo, comprobar las referencias y los precios, y copiar desde ahí la descripción
comercial de cada producto. Lo hacía como si leyera chino en vez de castellano,
porque todo eso de bloque integrado de
canal multiplexor asimétrico con cuatro canales selectores de flujo
simultáneo en modo full-duplex, por ejemplo, me parecía entre blasfemia
y cosa del demonio, pero también era verdad que me hacía sentirme importante.
Su confianza en mí era total, y había que tenerla para no pensar que un
error lo comete cualquiera, y que bien podría describirles un procesador
central como si fuera una compresa sin alas. Además de eso debía ponerles
los teletipos ‑no se había inventado la internet‑, hacerles
fotocopias, ponerles faxes, prepararles transparencias cuando tenían
que hacer presentaciones, cogerles los teléfonos cuando salían, darles los
recados cuando volvían, reservarles restaurantes cuando comían y, en
fin, todo lo que una secretaria de veras abnegada puede hacer por varios
vendedores tan déspotas como malacostumbrados. En ocasiones me tiraba diez
horas sin levantarme de la mesa, medio loca de trabajo, haciendo seis o siete
cosas a la vez, sin acordarme ni de hacer pís, pero no me incomodaba. Los
míos, depués de todo, eran majos, los tres. Más que la mayoría. Dije los tres
porque si bien los jefes cambiaban con frecuencia, y en los años buenos hubo
hasta seis vendedores ‑ahora sólo son dos, y no diría yo que verdaderos
vendedores; son, mas bien, los esbirros de la jefa, sus esclavos, los que
preparan los papeles, los llevan y los traen, hablan con gentecilla, resuelven
los líos administrativos, pero vender, lo que se dice vender, ella es la que
vende; si no por otra cosa, porque sólo ella tiene trato con los contactos importantes,
los que toman decisiones, y ahí no deja entrar a nadie, ni al propio Director
General, que la teme, como la tememos todos; bueno, yo ya no la temo, pero
sólo es porque me ha matado‑, los tres del principio estuvieron todo el tiempo,
hasta que los fueron echando. Los otros fueron aves de paso; acabaron marchándose
a otros departamentos, o a otras compañías. Mis tres del principio, no.
Eran... mis niños. Poli, Pepe y Paco. Parece coña, ¿verdad? Pues no, que se
llamaban así –los de ahora, más elegantes, se llaman Borja-Pablo y Álvaro-Luis‑.
Los conocí jovencitos, de treinta o poco más, y nos fuimos haciendo mayores a
la vez, sin apenas darnos cuenta.
Mi favorito era Poli. El más bueno.
De bondadoso, buena persona. Quizá por eso nunca le fueron bien las cosas.
Para vender, lo aprendí de Ana, es preciso tener muy mala leche, sobre todo si
el mercado está mal, si la competencia es fuerte, si las cosas, en general, no
van bien. Pepe tenía remango. Mas vivo, más espabilado, pero más vago. Aún así,
durante muchos años, mientras la tecnología de la casa fue de las punteras, se
las apañó para ser de los mejores, los que ganaban más dinero, los que jamás
fallaban un Quota Club. Se lo
explico: una vez al año, a los vendedores de cada subsidiaria que hubieran
alcanzado sus objetivos los llevaban a un sitio más o menos paradisíaco, les
daban una conferencia sobre lo bien que iba todo, les dejaban hacer el bestia
cuanto quisieran y al final les ofrecían una cena de gala con artistas famosos,
que una vez hasta llevaron al Kirk Douglas, y a los mejores de todos ellos les
daban un premiecillo, o no tan premiecillo, que Pepe ganó una vez unas
vacaciones en Disneyworld, con la señora y los chicos. Una semana de despiporre,
de beber hasta morir, de irse cada noche de fulanas –estaba prohibido
llevar a las mujeres, para no estropear el plan a los demás; las vendedoras,
que aunque pocas también las había, sobre todo alemanas y vikingas, no necesitaban
fulanos; ya fulaneaban ellas todo lo que les daba la gana-, de jugar en
los casinos, comer como salvajes, bucear, jugar al golf, hacer
excursiones... A nosotras, las secretarias comerciales, que los conocíamos
como si los hubiéramos parido y sabíamos lo poquito que valía cada uno,
oír hablar de todo eso nos cabreaba muchísimo, porque nadie se acordaba de
nosotras, de que sin nosotras aquellos inútiles no habrían vendido absolutamente
nada, pero así eran el mundo y las multinacionales informáticas, que, como
los tíos, son todas iguales.
Paco era distinto. Ingeniero de
Telecomunicación. Se le notaba. El único que de veras sabía de qué hablaba. Su
problema era que nadie le comprendía. Era preciso saber tanto como él para
entender las maravillas que ideaba, pero no había muchos así, ni en los
clientes ni en la propia casa. Por eso era tan irregular. De vez en cuando
sacaba un contrato colosal, pero luego se pasaba la tira sin hacer la cuota,
sin alcanzar sus objetivos. Malo era eso en una empresa como la nuestra.
Mientras las cosas fueron bien, y sus años malos se compensaban con los overachievements que conseguían los
demás, pasó inadvertido, pero cuando eso se acabó y todos comenzaron a ir
como putas por rastrojo, con perdón, empezó a pasarlo muy mal.
Pasarlo mal no era un concepto
uniforme. Los había solteros, golfos, tan despreocupados que les daba todo
igual. Esos no lo pasaban mal. De hecho, vivían tan relajadamente que les salían
mejor las cosas, vendían más. Otros, más serios, se casaban e intentaban crear
una familia. Mientras siguieran sin niños, la mujer trabajando y de alquiler,
bueno. Podían capear cualquier temporal e incluso largarse dando un portazo
si les hacían alguna cochinada de territorios, ya saben, un vendedor consigue
una buena cuenta, pero antes de poder explotarla, que ahí es donde se gana el
dinero grande, llega el jefe y se la pasa a un paniaguado para repartirse con
él las comisiones; una cerdada y una inmoralidad, pero allí estaba poco menos
que a la orden del día, y apañado iba el que no tragase. Lo malo era cuando
compraban la casa, tenían los hijos y se entrampaban hasta las cejas. Era lo
peor y lo mejor de vender ordenadores en esos tiempos, los setentas, los
ochentas y los primeros noventas, que siendo empleados de tipo medio, de salarios
normalitos, podían ganar en comisiones verdaderas fortunas; ahí venía el riesgo,
porque a vivir bien, a contruirse una casa en la Moraleja y amarrar un barquito
junto al apartamento de Puerto Banús se acostumbra uno muy pronto, pero
cuando se les acababa la racha y se pasaban un año en blanco, entrándoles el
salario a palo seco, ya estaban perdidos. Ahí les esperaba la compañía. Los
jefes. A unos, a los que vendían porque vender era inevitable, porque las
grandes cuentas a menudo compran ellas solas, para despedirlos sin piedad;
no lo podían hacer mientras ganasen dinero, porque las indemnizaciones se
pondrían en un Congo, pero cuando se acaba el año en cero se acaba también
con unos ingresos ridículos en los últimos doce meses, y como las
indemnizaciones se calculan partiendo de ahí, de lo ganado en ese tiempo, se
ponían baratitos de despedir, y así, a la que cumplían el año de no ganar un
duro, ¡zás!, a la puta calle. Al puto SMAC.
A los otros, a los que sí valían, no
los echaban, pero les cambiaban el plan de incentivos, de forma que jamás
volvieran a forrarse. No los podían obligar, pero les chantajeaban: si no
tragas, ya sabes, que ahora estás barato de fulminar. Tragaban, por supuesto.
Dónde iban a ir, si no. ¿A la competencia, para empezar de cero y con un plan
de incentivos que no sería mejor, porque las vacas gordas se iban muriendo
para todos? Más vale lo malo conocido que cualquier multinacional por conocer,
y se quedaban. Amargados, jodidos, encabronados, pero se quedaban. Pocos,
muy pocos en esa condición eran capaces de plantar cara e irse a otro
sitio, arriesgándose a no triunfar, a que los volvieran a despedir. La gente
no es valiente. Los vendedores, sobre todo los que se han acostumbrado a unos
ingresos disparatados, los propios de un altísimo ejecutivo pero sin ser altísimos
ejecutivos, apenas unos pobres infelices que habían tenido la suerte de
vender ordenadores en unos tiempos donde cualquier maquinillo de medio pelo
valía cien millones de pesetas y dejaba un margen del noventa por ciento
–así se pagaban las comisiones que se pagaban, y que más de uno repartía con
su cliente, pero esa es otra historia‑, son la cosa más cobarde que yo haya
visto en este mundo. Así acabó por irles. Si la compañía languideció tanto y
tan profundamente no fue sólo por obsolescencia tecnológica, que miren a
mi jefa, con todo lo bicho que es, la jodía, siempre se ha forrado a vender y a
ganar montañas de dinero. Fue, también, que los vendedores estaban como
castrados por tantas arbitrariedades y tantas alcaldadas. Viejos. Pasados
de moda. Me despidieron ayer, y al salir me pregunté, sin saber por qué,
cuántos vendedores de aquellos que conocí hace veinticinco años aún seguían en
la casa, vendiendo, haciendo dinero, y caí en la cuenta de que no quedaba
ninguno.
Los años fueron pasando sin que
apenas lo notáramos. La tecnología, sin embargo, evolucionaba. Eso habría
debido alertarme, pero recuerden lo de la rana y la olla. Me refiero a la
tecnología de oficina, no a la que vendía la compañía. Yo empecé con la
máquina de escribir eléctrica, el teletipo, el proyector de transparencias, el
teléfono-centralita, el pago en caja y contra factura, las reservas
–aviones, hoteles, coches, restaurantes‑ por teléfono. Todo se resolvía, todo
se procesaba, se vendía y se compraba tratando con alguien, discutiendo con alguien,
hablando con alguien. Todo implicaba un trato personal. Humano. Demasiado
caro, debía de ser.
Primero llegó el PC. Que no se
asuste nadie –nos dijeron‑, que sólo es una especie de máquina de escribir,
un poquito más aparatosa. Sí, por los cojones, y ustedes perdonen, pero aún
me cabreo al recordarlo. Mientras no salieron de nosotras los tuvimos
controlados, pero un buen día un vendedor mañoso, que los había, se hizo con
uno. Al poco dejó de hacer borradores. Él escribía bien a máquina, se apañaba
decorosamente con el teclado, de modo que se volvió autosuficiente, de
ofertas y de contratos. No digo que no le comprendiese, porque la secretaría
de su grupo, la bruja de la Mariví, además de vaga, y pedorra, metía cada pata
que te cagas –me perdonen, por favor; me voy calentando, sin darme cuenta, y
me salen los dichos de mi jefa, que ya les dije habla de maravilla, y es
verdad, habla divinamente tanto cuando habla bien como cuando habla mal; yo,
la verdad, jamás he visto a nadie soltar tantas palabrotas de un modo tan
elegante y tan exquisito; una vez le oí decir, ante un coro de salidorros a
los que se les caía la baba mirándole las piernas, que te puedes cagar hasta en
Dios que no pasa nada, siempre y cuando te cagues como una Grande de España‑,
pero el caso es que nos hizo la santísima. En cosa de meses, casi todos ellos
se habían hecho cada uno con el suyo. Lo comentábamos entre nosotras. Si
seríamos idiotas que sólo nos fijábamos en lo superficial, en que ahora trabajábamos
menos y nos caían menos broncas, porque ya no nos equivocábamos; lo hacían
los bobos de los vendedores, ellos solitos, nos decíamos muertas de risa, pero
no era verdad: no se confundían.
Luego llegaron las conexiones. Antes
había terminales, repartidos aquí y allá. Sólo los usaban los técnicos, pero
tras ellos había enigmáticas bases documentales que a los vendedores les
habrían ahorrado mucho trabajo, o les habrían permitido hacer ofertas mejores,
de haber podido integrar sus contenidos. Con los terminales no había forma,
pero sí con los PCs. Al cabo de otro tiempo no había vendedor sin PC conectado,
y todos aprendían, poco a poco, a sacar ventajas de la conexión. Nosotras
también nos conectábamos, por supuesto, aunque sin criterio, porque no
teníamos la menor idea de qué hacer con todas aquellas montañas de
información. Aún así, seríamos infelices, seguíamos sin darnos cuenta de a
dónde nos estaba llevando aquello.
Lo primero en desaparecer fueron los
teletipos. Uno de nuestros cotos restringidos, intocables para unos
vendedores incapaces de comprender los misterios de la cinta perforada. Pues
a tomar por culo ambos, cinta y teletipo. Luego murieron los faxes. No
porque los tirásemos a la basura, que ahí siguen; fue porque los vendedores
aprendieron a poner los suyos desde sus propios PCs. Luego, las
transparencias. Dejaron de pedirnos que las escribiéramos, las imprimiésemos
y metiéramos cada una en una fundita, un condoncillo protector. Ahora las hacían
ellos mismos con una cosa del demonio que llamaban Harvard Graphics, así arda en el infierno el cabrón que lo
inventó. Por último, las configuraciones, lo único que todavía nos
pasaban por ser un verdadero rollo. El vendedor mañoso, Alfonsito se llamaba
el hijoputa, descubrió la fórmula de conectar el catálogo de precios y
productos a un programa maldito que se llamaba Data Perfect, y ahí ya sentí miedo. Al cabrito le bastó un par de
días para demostrar cómo se hacía y lo increíblemente sencillo que resultaba
–y lo era, debo reconocerlo‑, de modo que nos quedamos sin eso también. Luego
llegaron los contestadores y los móviles. Los teléfonos, poco a poco,
dejaron de sonar. Se nos acabó eso de tomar recados, y darlos después. Cuando
al móvil se le unieron el laptop y
la Palm Pilot, esa mierdecilla con
una pantalluja como para bisojos donde anotan las miserias que antes apuntaban
en sus agendas de piel, todo se fue al carajo ‑antes habría dicho al garete, que me sonaba más fino, más
elegante, pero la guarra de mi jefa, que viene de marinos, un día me dijo que
hiciera el favor de maldecir bien, que las cosas, cuando se van, es al
carajo, que lo de garete no es más que un piadosismo cursi sacado de su
contexto, el de los barcos averiados que se quedan a la deriva, que se quedan al garete; además, ni
siquiera es un dicho español; viene del francés gare etré, que significa sin
gobierno; yo, fíjense, toda la vida queriendo hablar como una señorita
bien educada y sólo conseguía quedar como una provinciana marisabidilla-. Lo
notamos del modo más de preocupar, más de asustar. No nos despedían, pero si
una de nosotras se marchaba, por lo que fuera... porque se moría, se
jubilaba, se iba de la empresa o se buscaba un puesto de otra cosa, de no
ser secretaria, no se cubría la baja. Sus funciones se repartían entre las
demás y asunto concluido.
Ana llegó hace seis años, cuando la
guerra entre secretarias y ofimática no estaba del todo perdida, por mucho que
ya se viera que sólo era cuestión de tiempo. Nuestro jefe de por entonces era
un antiguo vendedor, de los muy buenos, que se había resignado a volverse director
a cambio de que dejaran de hacerle faenas; no se le perdonaba que durante
cerca de diez años hubiera sido el empleado que ganaba más dinero, incluyendo
al director general. Un tipo raro, sombrío, muy quemado con el trabajo y con
la vida en general. Se le notaba demasiado que sólo tenía interés en ser
despedido, en que le dieran sus cuarenta y cinco días por año, lo que se pondría
bastante cerca de los cien millones de pesetas, y ya está, que os den por
saco y ahí os quedáis. Era cuidadoso, no hacía nada por lo que pudieran
despedirle a las malas, sin darle un duro, pero no movía un dedo por vender.
Él era director, y dirigía. Con estos tres subnormales ya me contaréis qué coño
voy a vender yo, dicen que decía en el Comité de Dirección. Ponedme otros,
mejores, más al día, y entonces ya veré. Lo que vino después ya no sabría decir
qué fue, ni qué clase de confabulación se organizó, pero un día nos reúne y
nos dice que, aunque ya se había consumido medio ejercicio, en tres o cuatro
días se nos uniría un cuarto vendedor y que aquella reunión era para
encontrarle sitio. No físico, la mesa y todo eso, sino territorio. Cuentas.
Clientes. De éstos nadie cedió ni uno, y parecía lógico, porque de ahí era
de donde Poli, Pepe y Paco, por entonces dando gritos, pensaban hacer sus
números del año. Ninguno puso pegas, eso sí, en que se le dieran cuentas
donde no teníamos nada, esos sacrosantos santuarios de la competencia en que
jamás habíamos vendido un miserable PC. Sólo al final el director dejó caer
que aquel cuarto vendedor no sería vendedor. Sería vendedora.
Apareció un lunes, sobre las diez
–Ana odia madrugar‑. Impresionante. Como una modelo en un pase de modelos.
Un traje de chaqueta camelhair como
uno que vi una vez en Aquasqutum y
aún soñaba con él, de falda más que corta, medias-medias –nada de leotardos-,
una blusa Chanel con un lazo enorme,
bien maquillada, ni una sola joya, un reloj de los carísimos y unos zapatos de
tacón muy alto, como media pantorrilla mía. La melenaza suelta, el flequillo
bajándole hasta unos ojos negros que nos miraban desde más arriba de un
metro noventa –incluyendo tacones, que tampoco era una jirafa‑, sin la menor
timidez, como si llegar de nuevas a un trabajo lo hiciera día sí, día también.
Una seguridad en sí misma verdaderamente pasmosa; claro que, con esa
estatura y esos trapos, y su carrera y sus idiomas, de los que aún no sabíamos
aunque pronto nos lo iban a explicar, cualquiera se sentiría segura. Un tipazo,
que aunque yo no lo tenga bien sé cómo son. No era guapa, o no lo era exactamente,
porque tenía unas facciones afiladas, raras, como egipcias, pero el conjunto
general, ya lo dijo luego Paco, era el de una tía que te cagas. Curiosamente,
no representaba los veintitrés añitos que tenía. Pasaba por más, aunque no
por parecer vieja, sino por madurez, por su estilo aquí‑estoy‑yo. Ni que decir tiene que nos cayó fatal, pero el jefe,
que ya la conocía, tenía sus ideas. Supongo que aún no, pero tampoco me sorprendería
saber que por entonces ya se la tiraba, pese a estar recién casada.
Si verla fue devastador, oírla fue
demoledor. Su voz. Su tono. Cómo hilaba las ideas, cómo explicaba su educación
universitaria y sus años de becaria en IBM,
que nos agradecería un poco de paciencia porque inevitablemente metería la
pata en tanto no supiese hacer las cosas, pero que pondría su mayor empeño en
aprender de nosotros, los que la mirábamos estupefactos. Aquella primera vez
que la escuché ya me pareció una bruja, una encantadora de serpientes, una
hechicera de hombres y de mujeres. Apenas gesticulaba, mirando fijamente
al que quisiera hipnotizar, hechizando en tono bajo, casi plano, de muy pocas
inflexiones, pero vocalizando de un modo exquisito, y los de Burgos sabemos
horrores de vocalizaciones exquisitas, no es por presumir. Ningún acento,
ningún deje. Madrileña, estaba claro. Y encima universitaria. Cuando explicó
que su título era en Informática Poli bajó la cabeza. Era el único sin
formación superior, además de no hablar una palabra en inglés –yo le hacía de
traductora simultánea cada vez que debía participar en lo que más
detestaba, un conference call con los
americanos‑. Si, como nos pitufábamos, la intención de La Dirección era que
al cabo de un tiempo los vendedores del departamento volvieran a ser tres,
iba viendo claro quién sería el sacrificado. El despedido.
Durante un mes Ana no hizo el menor
ruido. Aprendía, más por observar que por preguntar. Se fijaba en todo,
estaba pendiente de todo y debía de comprenderlo todo, porque no decía
palabra. Fuera de la oficina era menos muda. Desayunaba y comía con nosotros,
y participaba en la conversación, y se reía y hacía reír, pero jamás se
implicaba, jamás tomaba partido. Tampoco hablaba de ella. Sólo una vez con
Poli, que tenía una hija estudiando el equivalente a segundo de BUP en un
pueblecito que se llama Cherry Hill, en New Jersey. Ahí sí habló, nos explicó
lo bonito que fue para ella el año que pasó en Connecticut, y lo bien que le
había venido después en su carrera, no ya por el inglés, sino por los amigos
que hizo allí, lo muy al día que la tenían sobre casi todo. También nos comentó,
aunque muy de pasada, que su familia era de militares, de marinos, que hasta
se había planteado ingresar en la Escuela Naval, la de Marín, pero que desistió
el día que su tío y padrino, por entonces jefe de la Escuela de Armas de la
Armada, le dijo que para un barco de guerra era demasiado alta, y que haría
una buena carrera, él no lo dudaba, pero jamás a flote. De lo que no decía
nada era de su vida privada. Sólo le pudimos sacar que se había casado al
poco de acabar la carrera, que vivía en un adosado de Majadahonda y que su marido
trabajaba en la Consejería de Agricultura de Castilla-La Mancha. Ni una palabra
de planes, ni de proyectos, ni de cuándo pensaban tener críos. Se cerraba en
banda y no decía nada, pero no de un modo descortés. Se te quedaba mirando,
sonriente, sin hablar, y antes que la situación se hiciera tensa te preguntaba
cualquier cosa, lo que fuera, pero jamás de tipo personal. Tenía, lo admito, un
estilazo. Una verdadera maestra de los detalles, lo advertí al minuto de tratarla
y no he dejado de advertirlo todos y cada uno de los días en estos seis años.
No hay mujer más mala, se lo aseguro, aunque nunca he conocido una más
competente. Mas... profesional.
Luego empezó a moverse. Al principio
sólo fue visitar sus cuentas con los otros, para que le presentaran sus
contactos. Luego se fabricó los suyos, sin decir a nadie nada. Lo normal en
todo vendedor que comienza es contar lo que hace, buscando el apoyo de los
demás y de paso hacer ver que trabajan, que no se rascan las narices. Ana no
se movía en esas coordenadas. Si alguna opinión le importaba era la del jefe,
y no diría yo que demasiado. En general, ni se sabía qué hacía ni dónde lo
hacía. Los vendedores, cuando salen, dicen siempre dónde van, para ser localizables.
Ella, no. Cogía sus cosas –las llevaba en una cartera de Loewe que debía valer una millonada; la verdad, iba siempre de
punta en blanco, más a una recepción en la Zarzuela que a una reunión con algún
desgraciado en un hangar de Air Europa;
debía de ser parte de su estilo, aunque seguíamos sin poder definir cuál era
su estilo‑, me decía estoy en el móvil,
no me dará tiempo a volver, si haces el favor me llamas un taxi; eso era
todo. Una vez me atreví a preguntarle ¿y
dónde vas? Me contestó, simplemente, que a ver a un cliente, dónde si no.
En un tono la mar de amable. Siempre, para todo, también para echarme a la
calle, fue la mar de amable.
A primeros de octubre presentó su
primera oferta. En la Renfe, nada
menos. Una cuenta que de año en año se peloteaban los vendedores unos a otros,
porque jamás nos había comprado nada. Fue la primera que le dieron en aquella
reunión de hacerle sitio. A nadie le sorprendió que Poli renunciase a ella
con tanta generosidad. No valía, se pensaba, ni el esfuerzo de intentar te
recibiese cualquier mindundi, ya que jamás habíamos pasado de ahí. Ana no nos
dijo, y tardamos mucho en enterarnos, que, visto el despreciable nivel de
interlocución que le traspasaba Poli, se lanzó derecha por la cabeza, que la
tal en cuestión la recibió por curiosidad –astuta, no pidió la entrevista por
teléfono, sino que se plantó en la secretaría del ínclito, pidió hablar
con su secretario, pues era secretario y no secretaria, y el resto fue fácil,
lo que no habría sido para Poli‑, y que luego, impresionada por el renacido
aspecto de la moribunda multinacional, la tal cabeza le invitó a presentar
oferta en un concurso restringido que aquellos días se andaba organizando. Lo
que hizo después, y la forma en que lo hizo, jamás lo desveló. Supimos que
preparaba una oferta el día que la terminó, la imprimió, la encuadernó y me
pidió enviara un mensajero a presentarla –los vendedores solían hacerlo ellos
mismos; hasta en eso era distinta‑. Luego se fue, y Poli, Pepe, Paco y yo
aprovechamos para ver cómo era la tal oferta, o su copia para el archivo. No
tenía que ver con las que hacíamos desde tiempo inmemorial. Ni por lo que
decía ni por cómo lo decía. Lo primero que chocaba era el lenguaje. Nada
que ver con el tosco, plano, de las ofertas comerciales normales y
corrientes. Aquello parecía una novela, no por el rollo, que tampoco era excesivo,
sino por el lenguaje. La composición, el estilo, el wording general. Hasta los fonts
eran distintos –a saber de dónde los habría sacado, porque no eran los standard de la casa-. Lo más llamativo,
la enorme cantidad de gráficos que había embebido entre los textos, una cosa
dificilísima de hacer –a mí jamás me ha quedado bien‑. Hasta la encuadernación
era distinta. No era la consabida carpeta de tres anillas y plástico duro. Una
de piel oscura, flexible, sobria, elegante, de nueve anillas y con el nombre
del proyecto serigrafiado en el lomo. Habría debido pagársela de su bolsillo,
porque a mí no me la pidió, que si lo hubiera hecho le habría dicho que
imposible, que allí no se usaban esos lujos, aunque sí se usaban, lo supe
después, pero los monopolizaba el Director de Relaciones Públicas, un cojito
encantador tirando a mariquita que además era conde; una de las cosas que
Ana se había preocupado de averiguar, estaba claro, era cómo conseguir
cosas excepcionales por fuera de los procedimientos establecidos. Nos
encogimos de hombros. Un esfuerzo tan disparatado, para nada. Lo que hace
la inexperiencia, y más si se va de lista por la vida. La Renfe siempre sería la Renfe.
Jamás, los cuatro estábamos seguros, nos daría el contrato.
Nos lo dio. Nueve millones de euros.
El fax de la Mesa de Compras nos llegó la mañana de Nochebuena, como un regalo
de Papá Noël. Ana ya sabía que aquel día llegaría, y el jefe también, pero los
dos tenían cara de póker. Él, un poquito nervioso. Ella, como una mamba negra
encaramada en una rama: ni pestañeaba. El jefe abrió la boca sólo una vez
tuvo el fax en la mano. Ella no dijo nada; dejar lucirse al superior es una
cosa muy práctica. Con aquel contrato conseguía el 900% de sus objetivos
comerciales de aquel su primer año. Yo sabía lo que ganaban todos, porque
llevaba el presupuesto del departamento. ¿Se lo quieren ustedes creer? Por
aquellos cuatro meses de trabajo Ana levantaba ciento sesenta mil euros, una
cifra que ni Poli ni Pepe ni Paco habían visto en toda su vida comercial.
Cualquier otra, u otro, habría organizado un festejo a mayor gloria propia,
y a nadie le habría molestado. Salvo por aquel puntazo el año no podía terminar
peor, no en nuestro grupo sino en el conjunto de la subsidiaria, lo que ya nos
pitufábamos daría lugar a otra matanza, pero Ana se limitó a pagarse unas
cañas, pretextando que no estaban los tiempos para fuegos artificiales. Así
llegó el fin de año, ella indiferente con su 900%, Pepe un tanto preocupado
con su 63, Paco muy jodido con su 48 -por debajo del 50% no se devengaban
incentivos‑ y Poli muerto de miedo con su 22. Era evidente, indisimulable, que
bajo sus narices se había cocido un concurso del que nunca supo nada, y que
lo dejó correr con la más total irresponsabilidad, demostrando que no tenía
ni puta idea de lo que sucedía en su territorio. Esto tan cruel no lo
decía yo, claro está. Es lo que oí decir al director, por teléfono y muy bajito
–tengo un oído excelente, como buena secretaria que soy, pero nadie lo sabe-, a
otro director. De ahí su careto, el de Poli. Se temía lo peor.
Acertó. Ana debía de estar al loro,
porque se tomó de vacaciones los primeros días de enero. El día dos, nada más
llegar Poli a la oficina, tuve que decirle que fuese a Personal, que le quería
ver el subdirector –sí, lo han adivinado: Despiderman‑. Volvió al cuarto de
hora. Despedido. Destrozado. Motivo, rendimiento insuficiente. La
compañía, consciente de que vender poco no motiva un despido procedente, le
había calculado la indemnización por improcedente. Como llevaba cerca de
treinta años en la empresa, y su salario era relativamente decoroso, salía
una cifra por la que otro habría matado, aunque insuficiente para una familia
donde la mujer sólo se ocupa de sus labores y de saquear El Corte Inglés, dos hijos estudiando
esas carreras modernas que no valen para nada, una hija en New Jersey y dos gemelos
disléxicos en cuarto de la ESO que no daban palo al agua. La hipoteca del piso
familiar, en el Encinar de los Reyes, ya la tenía pagada, pero no así el
apartamento de Cullera, ni la barquita del Pantano de San Juan. Poli tenía
cincuenta y dos años, una cultura general rudimentaria, no hablaba inglés,
no sabía expresarse bien, ni de palabra ni por escrito –menos aún si se
ponía nervioso, y desde que llegó Ana por la noche daba vueltas en el aire‑,
y su prestigio profesional en dos días estaría por los suelos, como el de
cualquier vendedor cincuentón al que acabaran de despedir por no vender
una mierda. Qué va a ser de nosotros, se preguntaba en su ponedera, solo
aunque conmigo, que había ido con él, a consolarle y no perderle de vista.
Los otros, ni que decir tiene, a la que se olieron la tostada se fueron a ver
clientes, y eso que llevaban veintitantos años espalda con espalda. Cosas de
haber sido despedido. Al momento eres un apestado. ¿Imaginan ustedes
ver llorar a un hombre que meses antes aparentaba cuarenta y pocos, y
entonces, según le veía, parecía un viejecito? Poli, cariño, no es para
tanto, seguro que te sale algo, si tú conoces a mucha gente, si para vender
lo que cuenta es la experiencia, si todo el mundo sabe que hay muy poquitos
como tú... Paños calientes que no calentaban. Poli seguía llorando, pero
flojito, sin ruido, sin que se notara en otra cosa que no fueran los lagrimones
despeñándose bajo sus gafas bifocales, esas que le hacían tan mayor, mientras
metía en una caja de cartón sus pocos objetos personales. Yo le miraba con
tristeza, pero al tiempo vigilaba que no se llevara el tarjetero, ni el
móvil, ni la calculadora, que así me lo había ordenado Despiderman a primera
hora de la mañana.
Siempre que se cargan un empleado, y
más uno tan antiguo, sobrevienen malas leches, las de achacarle las culpas a
alguien. En el caso de Poli la culpable no podía ser más notoria, pero fue
volver ella de vacaciones, morena y guapísima de una semana esquiando en el
Gross Glockner ‑Ana no va, jamás, donde todo el mundo; ¿Baqueira? por Dios,
Pili, qué ordinariez‑. Verla ir por café, más alta que todos en la Dirección
Comercial, no exactamente indiferente pero sí como distraída, como con muchas
cosas en la cabeza, y la pena por Poli acabó de disolverse. Ana demostraba
que no estábamos acabados, que si podíamos sacar un contrato como el de Renfe podríamos sacar muchos otros
más, que todavía no sobrábamos, que la degollina de febrero –las matanzas
son siempre por febrero, tanto las de cochinos como las de multinacionales- ya
no sería tan gorda, no echarían a tanta gente. La situación podría cambiar y
el futuro ser mejor.
Vanas ilusiones, porque la matanza
fue como la de cualquier otro febrero: cien más a la calle. Nadie protestaba,
pues era notorio que seis años antes éramos mil, con presencia en toda España.
Tras lo de febrero nos quedamos en doscientos cincuenta, todos en Madrid.
Ni el comité de empresa, que rebosaba comunistas, osaba murmurar. La compañía
iba fatal en todo el mundo, de los ciento veintitantos mil que habíamos llegado
a ser quedaríamos cuarenta mil, de haber cotizado en el NASDAQ a $120 se había
bajado a $1,75, si aparecíamos en los periódicos sólo era por dar malas
noticias, por rumorearse una inmediata caída en el Chapter 11 o por haberse cancelado algún contratazo con la GSA,
la administración federal americana. La desmoralización era total, pero Ana
mostraba un camino de esperanza. Ya no era la zorra que se había cargado al
pobre Poli. Ahora era nuestra Victoria de Samotracia particular.
Debo decir de Ana, con la
objetividad de antes, que nunca se dió importancia. No se pidió un despacho,
ni un coche que por antigüedad no le habría correspondido, ni nada de nada,
salvo un laptop. Un capricho caro,
tanto que por entonces sólo algunos directores lo tenían, pero se lo aprobaron.
Si antes del laptop era difícil verla,
cuando aprendió a conectarse desde cualquier sitio se volvió invisible. Rara
era la semana en que la veíamos más de un día, pero al jefe no le importaba.
No sólo eso: estaba encantado. Las cuentas: hizo que se reorganizaran. Ana se
quedó con lo que valía la pena de lo que llevaba el difunto Poli, más algunas
cosas de Paco que apenas rendían. Allá por Semana Santa sus nuevas cuentas
comenzaron a florecer. Clientes que llevaban años sin comprar más que algún
PC ahora se animaban a cambiar sus viejos ordenadores por otros nuevos. No
sin sangre, que Ana conseguía los contratos demostrando que con los ahorros
derivados de un menor coste de mantenimiento se amortizaba cualquier cambio,
lo que daba lugar a que el indignado director de Servicio Técnico pusiera
el grito en el cielo, pero era una guerra perdida, porque tenía en contra la
totalidad del Comité de Dirección. Luego, a la llegada del verano,
comenzaron los milagros: Telefónica I+D,
de la que Paco se había desprendido con el alivio más sincero –los ingenieros
de telecomunicación, ya se sabe como son: se pasan la vida tocando las pelotas
a todo el mundo, pero al final siempre compran otra cosa‑, nos pasaba un pedido
estilo Renfe, ante la incredulidad
general. La Renfe, a su vez, ampliaba
el del año anterior. A esos, ya en otoño, siguieron seis o siete más, de forma
que Ana terminó el ejercicio al 1350%, Pepe al 73% y Paco al 52%. Trescientos
veinte mil euros, los que ganó. La reina de la compañía, era indiscutible.
La diosa invisible. Sólo se nos aparecía por el móvil –jamás se sabía dónde
andaba‑ y a través del correo electrónico. Cada día enviaba un torrente de e-mails pidiendo muy amablemente,
con mucha educación, se hiciese sin chistar lo que a continuación ordenaba y
mandaba. Nuestro embobado jefe, infeliz, meaba Chanel Número Cinco. Gracias
a ella sus ingresos habían reverdecido, su importancia estaba la mar de reforzada
y su posición en el Comité de Dirección había pasado a ser de Hombre Fuerte.
He de confesar que al empezar su
tercer año fiscal yo ya estaba conquistada. Y de qué modo. Ana se había
convertido, para mí, en esa clase de personalidad con la que alguna vez ensueñas,
cuando quieres salirte por unos momentos de tu aburrida, decepcionante realidad
y te imaginas viviendo en las bragas de otra. Nos había conquistado, a todos.
Salvo a Paco. Nunca pudo con él, nunca le sedujo y bien que lo intentó. Se daba
cuenta de que a Paco se le ocurrían soluciones técnicas mejores que las
suyas. Quiso engullirle, servirse de él como se servía de todos, aunque con
Paco no había forma. Lástima que su inteligencia, tan profunda, fuese tan poco
práctica. Paco habría triunfado en un laboratorio de investigación, pero no
estaba hecho para la jungla comercial. Años atrás, cuando era un técnico
jovencito, tan brillante como prometedor, su objetivo era irse al Silicon
Valley, que la compañía tenía por allí un centro de investigación, pero
cometió la mayor de las tonterías: se enamoró perdidamente de una programadora
que no podía ser más pendón ‑La Pilingui; así la llamaban hasta sus amigas‑; la
dejó embarazada y ahí ya no tuvo más remedio que pensar en las pesetas. Él
tenía buena fama entre los comerciales, que más de uno le debía un gran
contrato, y nadie puso pegas cuando dijo que le gustaría vender, que si era
capaz de levantar pedidos para otros aún más lo sería trabajando para él
mismo. Un error, porque si bien dominaba la informática y las comunicaciones,
no sabía elegir un buen vino en una comida de negocios. Dominaba la técnica,
pero carecía de oficio. Sin ésto, el día que aquella deja de bastar, porque la
tecnología que tú vendes ha dejado de ser puntera, sobreviene lo peor. A Paco
le sobrevino Ana. Cuando la muy zorra vió que no había nada que hacer, que
Paco no tragaba, no se dejaba mangonear, movió sus hilos, como hizo con Poli.
Paco no llegó al otoño. Un lunes de mediados de septiembre, volviendo de un
curso al que le había enviado el jefe para dejarle fuera de juego, al llegar a
la compañía, cuando se buscaba su tarjeta para fichar en Recepción, le asalta
Despiderman con dos guardias de seguridad. Ni buenos días, le dijo. Le tendió su carta de despido, le dejó
leerla, y antes de que pudiera el pobre Paco decir nada le soltó que ya no era
un empleado y que por allí ni volviera. Sí, por supuesto, estás en tu derecho
de demandarnos. Hazlo, que ganarás, y seremos condenados a pagarte lo que pone
aquí, en este papel, tus cuarenta y cinco días por año. ¿Tus cosas personales?
Ahí las tienes ‑señalaba con desprecio un par de cajas escondidas tras el
mostrador, mientras la violentísima recepcionista intentaba mirar hacia otro
lado-. Si te pilla mal llevártelas ahora te las enviaremos en un taxi, no te
preocupes por eso. Adiós, que tengas mucha suerte y nos veremos en el SMAC.
Si lo hicieron así, tan a lo bestia ‑Despiderman
en estado puro; qué feliz habría sido en Auschwitz‑Birkenau‑, fue porque Paco
no era como Poli, tan ordenado y tan metódico que hacerse con sus cuentas sólo
supuso un par de horas en la vida de Ana. Paco era un desastre, sus papeles
no podían estar más revueltos, y no había forma de saber cuáles eran de
interés y cuáles no. De haber procedido al estilo civilizado se habría
llevado todo, no habría quedado una simple nota explicativa de cómo estaban
sus cuentas. De ahí que, aprovechando que Pepe aún estaba de vacaciones, el
jefe le mandase a ese curso. Qué feliz se fue, pobre desgraciado. Una semana
cerquita de Londres, aprendiendo data
warehousing strategies por la mañana y de juerga por las noches con sus
viejos amigotes de cuando era un técnico exquisito. Aquí, el jefe y Ana,
encerrados en el despacho de aquel, ordenaban, clasificaban y estudiaban lo
que había en los dos archivadores donde Paco metía de cualquier modo sus
documentos comerciales. Hicieron lo mismo con los cajones de su mesa,
pese a que Paco, muy desconfiado, siempre los cerraba con llave. Yo tenía
una copia, y se la tuve que dar al jefe, qué remedio me quedaba, tras oírle
susurrar que no comentase aquello con nadie o el lunes habría dos despedidos,
no uno solo. Aprovecharon el tiempo. Al llegar el viernes lo tenían todo claro,
salvo un par de dudas. Pili, ponme con Paco. Si está reunido, que salga. Hola,
tú. ¿Todo bien? Me alegro. Mira, te llamo porque los de contabilidad
quieren saber esto y lo otro, y los de contratos preguntan por aquello y
por lo de más allá. ¿Me dices cómo está todo eso? No, lo quieren para ya
mismo, ya sabes como son. Sí, tomo nota. Muy bien, puta madre. ¿Cuándo
vuelves? ¿Ahora, cuando acaben las reuniones? Bueno, tú sabrás, pero por mi no
hay problema en que te quedes hasta el domingo. Sí, hombre, por una vez que
puedes disfruta un par de días, que hace mucho que no sales. Te bajas a
Londres y te buscas un hotel no muy caro, y ya está, ya lo firmo yo. Nada,
tú. Qué sería de nosotros sin un premiecillo de vez en cuando. Hala, un
abrazo y hasta el lunes. Pásalo bien.
Ese viernes Ana se quedó hasta bien
de madrugada, y el sábado todo el día, por algo que no habría podido hacer a
la vista de los demás: crackear el PC
de Paco. Leer hasta el último file,
estudiar sus hojas de cálculo, sus gráficos, sus e-mails, sus textos. Supongo que también los personales. No creo
que se avergonzase. La ética, para ella, es algo que sirve para jorobar a
los demás, no es de padecer en carne propia. Un trabajo delicado, pues algunos
de los archivos estaban protegidos por contraseñas, pero las del Office, y esas, a una tía como Ana, le
duraban dos minutos. Un trabajo, eso sí, de muchas horas. No lo habría podido
hacer con Paco entrando de súbito en la oficina ‑¿qué haces con mi PC, mal
bicho? ¿a que te pego dos hostias?, aunque a saber quién se las habría
llevado, porque no sé si lo he dicho, Paco, pobrecito mío, es un ingeniero
de bolsillo‑, si bien y por si acaso el jefe me hizo decir a Seguridad que de
ningún modo le facilitaran el acceso si por un casual se olía qué pasaba y se
volvía desde Londres ese mismo viernes. No lo hizo, el infeliz. Siempre fue
un pardillo.
Pobre Paco, pero andaba por el 10% y
con acuerdo a sus propias previsiones no habría pasado del 50. Ana vendió ese
año, sólo en las cuentas de Paco, el equivalente al 200, y en total se quedó
muy cerca del 650%. Como Pepe pisó a fondo y llegó al 110 ‑¿recuerdadan eso de
las barbas, el remojo y el vecino?‑ el jefe volvió ese año a ser Capitán
General. Ana se conformó con levantarse trescientos mil euros. Por segundo
ejercicio consecutivo, la empleada que más dinero había ganado de los doscientos
cincuenta supervivientes. Dentro de lo que cabía no fue un mal año. Se
hicieron los números y la matanza fue menor, apenas treinta cabezas entre
técnicos, administrativos y vendedores, pero fueron plazas que luego se cubrieron.
A nosotros nos llegó Borja-Pablo. Parecía engendrado a la medida de Ana. Un
yogurín de veintiseis añitos a falta de dos o tres hervores, ingeniero del
ICAI, MBA por el IESE, casi seguro que del Opus, discreto, apacible,
cuidadoso con las formas y que, a diferencia de Ana, jamás ha dicho una palabrota
más osada que cáspita o jopé. Se lo montaron en team, compartiendo la totalidad del territorio de Ana más el
antiguo de Paco, en diferentes niveles de compensación, eso sí. Una fórmula
ideal para los dos. El yogurín aprendía, trabajaba, se desarrollaba y podía
contar con unos incentivos poco menos que seguros, no excesivos pero que le
dieron para el primer BMW de su vida.
Por la parte de Ana, ya no necesitaba ni configurar. Tenía un esclavo la mar de
aplicado, de modo que jamás volvió a escribir otra cosa que sus densos, precisos,
cada día más imperativos e-mails.
Las propuestas las escribía Borja-Pablo, evidentemente bajo sus directrices,
y así comenzamos el año, con un Pepe que cada mañana se santiguaba ‑todo va
bien, hoy tampoco me han echado‑ y un ambiente general en absoluto alegre,
pero tampoco triste. Aunque Ana siguiera sin dejarse ver, su aroma
impregnaba las paredes. Donde Ana reinaba se hablaba poco, se trabajaba
mucho, nadie se molestaba en aparentar ser amigo de nadie y, cuando el último
se iba ‑por lo general muy tarde-, apagaba la luz y hasta mañana, que a
diferencia de los demás departamentos en el nuestro nadie se veía fuera, tomaba
una copa, organizaba una cena. En las proximidades de Ana podías caerte
muerto con la certidumbre de que tu cadáver sería retirado con prontitud y
eficacia, el recambio aparecería de inmediato y la maquinaria seguiría
girando, del modo más deshumanizado. Con alguna excepción, debo reconocerlo.
Ana, cuando se dejaba ver, era cariñosa. Conmigo. Se sentaba en el borde de
mi mesa y me hablaba de tonterías, las que se supone habitan en la desierta
cabeza del personal subalterno femenino que cada jueves compra Diez Minutos. Si era por la mañana temprano
solía decirme deja puesto el contestador
y bájate a desayunar, que te invito. Alguna vez, cuando su órbita de ir
por allí coincidía con la hora de comer, me cogía del brazo y se me llevaba no
muy lejos, a comer algo más decente que los usuales menú‑bazofia de los bares
y restaurantes de por allí, donde habían puesto la nueva oficina. No voy a
engañarles: se me hacía el culo calderilla. No ya por ser Ana quien era, sino
porque rara vez un vendedor tenía esos detalles con una secretaria, ni
siquiera las vendedoras, que ya teníamos unas cuantas pero en eso eran como
los tíos. Ahora pienso que tanta campechanez, tanta simpatía, debieron ser por
algo que sigo sin comprender, aunque quizá relacionado con que se planteaba ser
la directora en lugar del director, como el morito ese de los comics que
quiere ser califa en lugar del califa. Ana, en eso también, es distinta de todo
el mundo: lo planea todo desde lejos. Estoy segura de que pretendía cepillarse
al jefe, pero allá como por mayo sucedió algo que complicó las cosas: los
americanos se ventilaron al director general.
Si algo no perdonan los americanos a
un country general manager es que
hagan trampas con los números. El nuestro era un excelente contable, tanto que
sabía maquillar cualquier cifra, disimular cualquier pufo, pero el año anterior
había ido demasiado lejos. Todo se inició cuando los americanos se hicieron
cruces con que nuestra infame subsidiaria –teníamos mala fama‑ hubiera
terminado el año tan estupendamente. Aquí hay gato encerrado, no puede ser
que las bestias esas hayan aprendido, de modo que nos enviaron un grupo de lo
que aquí llamábamos gaviotas –ya
saben, llegan volando por la mañana temprano, se te mean encima, se comen tu
comida, te sacan los ojos, se te cagan en la boca y a la caída de la tarde se
vuelven a su nido igualmente volando‑, sin duda muy avezados, porque a los dos
días habían desenterrado casi todos los esqueletos. El más gordo fue un
ordenador de millón y pico de dólares, entregado y facturado –ship & bill‑, pero que permanecía
embalado en unos almacenes que ni siquiera eran de la compañía, en espera ‑la
mar de angustiada- de que al cliente le diese la gana cumplir el contrato ‑no
se la daba‑, instalase la máquina y comenzase a pagar. Una vaga esperanza,
porque la compañía, desde tiempo inmemorial, toleraba una falta
inexcusable: la side letter. En otras
palabras, menos crípticas, el cliente acepta un contrato leonino donde se le
amenaza con castrarle si no paga cuando debe, aunque por debajo de la mesa el
vendedor le da una carta extraoficial, donde se le renoce derecho a pagar
cuando buenamente le salga de sus partes. Un suicidio, se dirán ustedes, y lo
sería en una compañía normal, pero en la nuestra se cometía un segundo error
muy peligroso, avanzar incentivos contra la presentación del pedido ‑el booking‑, liquidando el resto a la
entrega ‑el revenue‑. El vendedor que
había firmado aquella carta era de los más listos, aunque también de los más
golfos. Se pitufaba que cualquier día le iban a despedir. De ahí aquella carta.
El contrato no le valió para salvar la cabeza –ni lo pretendía; sólo quería la
pasta y largarse‑, pero sí para que los cuarenta y cinco días se le pusieran
en el doble. Cuando el cliente, molesto por la insistencia en que cumpliera
el contrato, exhibió la oculta side
letter, todo el mundo enloqueció, y el primero el country manager, porque ya no haría los números, ni ganaría sus
incentivos. Cuando los americanos desenterraron la mierda ni él ni su controller duraron un minuto. Los
usacos, después, requirieron del Asesor Jurídico que se querellase contra el
vendedor delincuente, aunque fuera un esfuerzo baldío. Primero por a
saber dónde andaría el perillán –se le sabía trabajando para la competencia,
en Venezuela-, y segundo porque la legislación en materia de contratos de
adhesión es muy desfavorable para las multinacionales tontas que se dejan
engañar. Total, que se recalcularon los números y resultó que no sólo no se
habían hecho, sino que por bastante margen. Las nubes de masacre comenzaron a
cernirse sobre nuestras abrumadas cornamentas, pero el nuevo que trajeron, un
holandés entre satánico y sardónico, dijo que venía para conseguir los
números del año en curso, no los del pasado, que necesitaba los recursos humanos
presupuestados y que con menos no garantizaba resultados. Eso nos salvó, aunque
dio lugar a diversas repercusiones.
La que más de cerca me tocó fue que
aquel holandés sentía una evidente suspicacia por todo lo de aquí, no sé si por
el conjunto del país o sólo por la subsidiaria. El primer ámbito donde puso
de manifiesto su racista modo de valorarnos fue su Comité de Dirección, al cual
planteó una serie de medidas de inexcusable cumplimiento. La más grave, que
dada la negligencia colectiva en hacer los números a lo largo de los últimos
ejercicios, y la complicidad criminal con su recién defenestrado antecesor, les
imponía una rebaja salarial del 25%. Ahí fue donde mi jefe vió su oportunidad.
Había vuelto a ilusionarse con el antiguo director general, pero el holandés
y su talante le hicieron cambiar de idea. La verdad es que se lo puso en bandeja,
pues mientras los otros, por completo acongojados, no se resistieron un minuto,
mi jefe, a la vista de todos, le soltó que por los cojones, que no se dejaba
reducir el sueldo un solo euro y que le parecía una infamia osase
proponérselo. El holandés, también me lo contaron, ni pestañeó. Tonto no
debía de ser, y sin duda Despiderman le había calculado las indemnizaciones
a que tendrían derecho aquellos facinerosos si optaba por despedirlos. Lo
que tendría que pagar al único que plantaba cara se compensaba holgadamente
con lo que dejarían de ganar los otros bobos, así que siguió adelante, sin
prisas, pues antes necesitaba cerciorarse de que su recambio, el que le recomendaban
en el headquarter, sería capaz de
dar la talla.
Se debió cerciorar en una tarde. O
en una noche. Por entonces yo tenía claro que Ana no se paraba en barras. Se
acababa de divorciar ‑de modo público; al pobre marido le había echado a
patadas año y pico antes‑, de modo que no tenía problemas en casa. El holandés
pasaba por felizmente casado, aunque la mujer, sus motivos tendría, no pensaba
moverse de Rotterdam. Él vivía en un apartamento carísimo de la calle
Velázquez, y aunque no tengo pruebas me jugaría mi herrumbroso virgo a que
Ana lo visitó unas cuantas veces antes que aquel llamase al jefe y le
planteara una salida civilizada. De ésto si tengo detalles, pues el jefe me
los dio, muy contento, según embalábamos sus cosas. De primeras le
tranquilizó –mira, de los euros no te preocupes: te llevarás hasta el último
que te corresponda y además te puedes quedar el coche‑, y desde ahí todo fue
fácil. Le presentaría los clientes, quedaría él mismo en buenos términos con
todos ellos, no le haría putadas después, esas que se hacen por joder y sólo
por joder, que bien sabía el holandés que mi jefe no pensaba volver a trabajar,
y luego tan amigos, aquí paz y después gloria. Mi jefe le pidió un día para
pensárselo. Intuía que podría sacar más, pero tras darle muchas vueltas se
convenció de que no merecía la pena discutir, pues con aquello levantaba cerca
de un millón libre de impuestos. Suficiente para no hacer cábalas. De ahí que
al día siguiente dijera que sí, que de acuerdo, y así se puso en marcha el proceso
que al cabo de un mes daría con el culo de Ana en la butaca de mi ex‑jefe.
Ahora tenía Jefa, la primera directora en la historia de la subsidiaria, la que
más dinero había ganado en los últimos dos años y con pinta de seguir en lo
mismo aquel también, a sus recién cumplidos veintiséis. La edad en que tantas y
tantas chicas, brillantes tituladas superiores todas ellas, llevan tres o
cuatro malviviendo de servir copas, dar clases mal pagadas, trabajar de
tituladas en prácticas para empresillas de perra gorda y sardina, o echando
un culo inmenso, el de preparar unas penosas oposiciones. Esa era mi Ana, y
por entonces la reverenciaba. La adoraba. No era para menos, ¿verdad?
Ana no cambió de costumbres, salvo
que ahora, las pocas veces que venía, se sentaba en un despacho donde impuso
su sello ya el primer día: esa mierda de plantas, que se las lleven; los
cuadros, si alguien los quiere, para él; me consigues una pizarra, la más
grande que haya, y me pides un proyector de video y también una impresora
personal. Pasó a venir los lunes, con carácter fijo, porque tenía una silla en
el Comité de Dirección, que se reunía precisamente los lunes. Ella, debo
explicarlo, tenía un status distinto
al de los otros directores. Era junior.
Una milonga para que los otros no protestasen, porque sólo se trataba de
camuflar que conservaba su viejo plan de incentivos, más progresivo que el de
un director. A cambio seguiría vendiendo como una leona. Conociéndola, si
no se lo hubieran concedido se habría quedado como estaba; Ana, ya se habrán
dado cuenta, trabajaba por dinero, luego por dinero y después por dinero; en
eso, es de reconocer, no engañaba a nadie. En vez de un A-6 le dieron un A-4, su
American Express era verde y no
dorada, y alguna otra gilipollez por el estilo –por Dios, cómo estoy hablando;
ay, señor...‑, pero en la práctica mandaba más que ninguno, su voz era la más
potente del Comité de Dirección ‑era la que más vendía‑ y su plan de
incentivos le permitía ganar, en tanto siguiera vendiendo, cuando menos el
doble, si no el triple, que cualquiera de sus degradados colegas. El holandés,
por su parte, como mi antiguo director; en todo caso, Joop Perfum en vez de Chanel
#5.
Al mes llegó Álvaro-Luis, su
recambio. Un clon de Borja-Pablo. Dos esclavos en vez de uno, y la desaparición
de un jefe que apenas aportaba ‑no le dejaba ir por sus cuentas; tú, aquí, dirigiendo y consiguiéndome lo que
necesite para vender; de salir a la calle, te olvidas; eso es cosa mía,
decía Pepe que una vez le oyó espetar al director, a la sazón levitando tras
la llegada de algún pedido espectacular‑, dio lugar a que nuestra
productividad se disparase. Aquel año acabamos por encima del 200% -cada año
nos caían cuotas mayores, aunque Ana no las discutía; bien sabía que aún
estaba lejos de los límites‑, y Pepe incluso llegó al 130%. Pese a ello
seguía intranquilo, temiendo que Despiderman se le apareciera en cualquier
momento, pero no tuvo suerte, porque quien se le apareció fue un linfoma de
Hodgkins. No sé una palabra de medicina, pero sigo pensando que si a Pepe le
salió ese cáncer, con apenas cincuenta y tres años, fue por la tremenda
tensión a que le sometía la presencia de Ana. No me malinterpreten; Ana no le
chillaba, ni le acosaba; nada de eso. Siempre fue amabilísima con él, como
con todos. Sólo le interrogaba sobre sus cuentas, y del modo más relajado, pero
Pepe bien sabía cómo las gastaba. Intuía que su fin llegaría el primer año que
pinchase, con lo que se afanaba como un vendedor a prueba. Inhumano, para un
hombre de su edad. Ahora, el linfoma le liberó, fíjense qué cosas. De un modo,
eso sí, que yo no sabría calificar. Háganlo ustedes.
Un lunes, tras su segunda sesión de
quimioterapia y peinado a lo Roberto Carlos, vino por la oficina. Los clones
le saludaron con el mismo interés y cariño que habrían dedicado a una vaca si
la hubieran visto en mitad del campo, pero Ana, que salía del Comité de
Dirección tan imponente como siempre, tras haber masacrado a su inveterado
enemigo, el Director de Servicio Técnico –un pobre hombre singularmente bien
dotado para ser puesto en ridículo; mi jefa, la verdad, como amiga es poco de
fiar, pero como enemiga cójanse ustedes a Bin Laden‑, le saludó con gran
cariño –en su estilo; ella no se besa con nadie; tiende manos, como los tíos,
apretando muy fuerte- y le invitó a pasar a su despacho. Hablaron largo rato,
más de una hora. No vi salir a Pepe, aunque a los dos días le vi otra vez.
Venía para reunirse con Despiderman. Se iba, por la puerta grande. Luego me
lo contó. Ana, para su sorpresa, se había portado bien. Mira, Pepe, tienes por
delante seis meses de tratamiento y otros seis para recuperarte. Volver antes
de tiempo, imposible. No lo harías bien, aunque lo peor es que te podría
costar la vida. Quizá ya no seas joven para trabajar, pero sí para morirte.
No cascar debería ser... tu objetivo estratégico. En un año, y el Hodgkins
sabes que se cura, estarás bien. Si vuelves por entonces, allá tú. Si de mi
dependiera recuperarías tus cuentas, pero no dependerá de mí. No sólo eso:
te las verás con Despiderman tras año y pico de no haber ganado un euro.
Esta casa es cómo es, bien lo sabes. Para entonces serás de los más viejos, de
los que tienen un salario más elevado en su categoría y de los coyunturalmente
más baratos de ser exterminados. Una tentación irresistible. No podría oponerme
si el holandés lo mandara, y lo mandará. Si te fueras ahora, con los incentivos
del último año ahí fresquitos, te saldría una pasta del copón. La colocas bien,
aprovechas los dos años del paro para recuperarte a fondo y, ya en tus
cincuenta y cinco, de nuevo en forma, sacas la cabeza y miras en derredor, con
tu prestigio intacto, las mejores explicaciones de por qué te fuiste y nuestro
apoyo para establecerte como freelance,
siempre bajo nuestra sombrilla. Los vendedores de cincuenta y pico despedidos
por escaso rendimiento lo tienen fatal, y si no que se lo digan a Poli, pero
si te vas ahora no sería tu caso. En fin, es tu decisión. ¿Has echado tus
cuentas? ¿Sabes echarlas? ¿Te las echo yo? No me cuesta nada, hombre. Todo está
en el ordenador. Lo calculo en un momento. Mira, sale... ¿qué te parece?
Aquella cifra superaba la que tenía
él calculada en un veinte por ciento. ¿Es eso, seguro? ¿No te habrás
equivocado? A eso le contestó que sí, que se había equivocado, pero sería un
error que nadie osaría corregirle. No a ella. Si él daba la cifra por buena, y
tenía dos días para pensárselo, el trato estaba hecho. Lo pensaron, él y su
mujer, y aceptaron que los tiempos no estaban para discutir. Un punto a regañadientes,
porque la primera vez que te despiden siempre inquieta, se reunió con
Despiderman. Fue, como solía ser, rápido, indoloro y civilizado. Al año
montó una franquicia de Look & Find
y ahora vende casas, con su mujer al cargo de la oficina y él encantando a
las serpientes. Le va bien, y parece que de momento no se muere. Ni Poli ni
Paco tuvieron tanta suerte. Poli estuvo un año en paro, le contrató una casa de
software y los dos se confundieron.
Él por pensar que aquello se vendería igual que las máquinas, y el que le
contrató por creer que Poli sabía vender. A los seis meses partieron peras, y
hasta hoy. No sé qué ha sido de él, salvo que ha vendido la casa. Mala
señal, aunque así es la vida. Paco fundó una empresilla de hacer páginas web.
Tuvo un primer año bueno, pero luego estalló la burbuja, la demanda cayó al
suelo y sigue sin remontar, que hay miles de chavales con mucha imaginación
que hacen por dos duros, o dos euros, lo que Paco presupuesta en miles. Se
separó de la Pilingui, por cierto. A la vejez, viruelas. Le deseo lo mejor,
pero me parece que lo tiene muy negro. Yo, no. Compré mi piso al poco de vivir
en Madrid, con ayuda de mi madre y de mi tía, que al final no fue tan tacaña,
y un hipotecón a quince años. Es un apartamento pequeñito, de cien metros
justos, en Padilla casi esquina con Lagasca. Una compra magnífica, bien
lo sé, no hace falta que me lo digan. Anoche llamé a Pepe y me dijo que cuatrocientos
mil los saco, seguro. Quizá quinientos mil. Como la casa es mía desde hace más
de veinte años, plusvalías igual a cero. Entre eso, la indemnización y
los ahorrillos, pues me monto en ochocientos mil euros, como poco. Mi madre
tiene setenta y ocho años, y ya petardea. Si me voy con ella y me quedo allí,
en la que será mi casa si no me muero antes, podré vivir como una reina, irme
de viaje cada vez que me dé la gana y disfrutar de la vida todo lo que aún no
he disfrutado. Sola, eso es lo malo. Y en Lerma. No me gusta Lerma, ya se
lo he dicho. No me gusta vivir allí. Me gusta Madrid, salir, pasear, ir de
tiendas, y al cine yo sola, que hace años aprendí a ir al cine sola, y al
teatro, y a los restaurantes, y a todas partes. No digo que me guste verme así,
pero en Madrid es llevadero, no me deprimo, no me aburro. En Lerma... pues qué
quieren que les diga. De todos modos, no es cosa que deba decidir mañana. Tengo
por delante dos años de paro. Si de aquí a entonces no he conseguido un trabajo
que me guste, ya veré qué hago, aunque lo más probable será que acabe, y qué
remedio, en Lerma. Dentro de lo que cabe no es mala salida. Es, ya lo dije
antes, la mejor ciudad del mundo para irse de allí. Probablemente lo sea
también para morirse allí.
He pasado tres años con Ana de jefa.
La he visto crecer, y madurar. La he visto en lo que se deja ver, que no es
mucho, pero una secretaria experimentada es capaz de advertir lo que los demás
no perciben. La he visto acrecentarse, robustecerse, mirar cada vez más lejos.
La he visto hacerse más dura. Más fría. Se ha llevado por delante a todos sus
enemigos. Se la sigue admirando, pero sobre todo se la teme. Ya no hay holandés,
no sé si lo he dicho. Ahora tenemos un italiano, de modo que ni Joop ni Chanel, ahora meamos Armani.
Bueno, yo ya no meo nada, pero es igual, ustedes me comprenden, ¿verdad?
Sin embargo, la que veíamos en la
oficina, la que observaba yo tan de cerca, no es Ana del todo. No es el total.
Es mala, ya se lo he dicho, pero al estilo de las kraits, que sólo muerden
cuando no les queda más remedio. Ana no va por la gente. Si alguien se le
atraviesa, como el difunto director de Servicio Técnico, le busca la yugular,
pero despacito, no descarga el golpe si no está segura de matar, de contar con
los apoyos necesarios para dejar seco al otro, hacer imposible que reviva.
Se ha vuelto más vaga, también. Yo creo que ya no le gusta esto. Lo hace
demasido bien, con la mayor maestría, tanto que no le llena. También es verdad
que ya no necesita matarse a trabajar. Lo hacen los clones. Echan humo, los
cabritos, aunque son felices en su esclavitud. Además, quizá sepan lo que no
sabe nadie, cuándo Ana se irá, subirá, desaparecerá. El puesto, entonces, lo
deberán disputar. De ahí su rara coexistencia: se buscarán las carótidas cuando
tengan que hacerlo, pero mientras tanto colaboran entre sí.
Lo más curioso de Ana, lo más
extraño y difícil de definir, de explicar, es que a su modo es un ser humano.
Quizá no tenga sentimientos, pero sí carne, y la carne padece necesidades.
Las mías las ahogué hace muchos años, aunque supe que las tenía, y hasta pude
hacerme una idea de qué sería eso de ser de otro, de entregarse a otro.
Luego se lo cuento. Igual no, que para esas cosas soy muy cortada. Bueno, ya
veré. Lo percibí, estoy de nuevo en Ana, una vez que agarró una intoxicación
muy seria. Una mariscada, qué otra cosa podía ser ‑Ana no come como los demás
vendedores, o los demás directores; sus expenses
reports son siempre abultadísimos; los compensa vendiendo, y salvo sus
difuntos enemigos nadie ha osado reprochárselo, pero menuda vida se ha pegado,
y se pega, por cuenta de la compañía‑, que a pesar de ingerirla en un
restaurante de muchas campanillas debía tener algo mal, tanto que la hospitalizaron.
La recuperación fue lenta. La física. Intelectualmente nunca se alejó del pie
del cañón, ni siquiera cuando deliraba en la UCI. Una vez en su casa, y de un
modo progresivo, fue volviendo a la batalla. El móvil y el PC, es lo que
tienen, aunque había cosas que no podía resolver desde allí. Como firmar.
Cualquier otro apoderado habría podido hacerlo por ella, pero Ana es muy
desconfiada. Cada dos o tres días le enviaba un mensajero con la firma, y a
la hora estaba de vuelta con los papeles formalizados. Un día, sin embargo,
los documentos requerían unas explicaciones que ni sabría darle por teléfono
ni a través del mensajero, de modo que, de acuerdo con ella, cogí un taxi y me
planté en Majadahonda.
Me costó dar con su casa. Una de
esas urbanizaciones enrevesadas, con muchos árboles y jardines, pero
incomprensibles para los que no vivan allí. El adosado de Ana era el último de
la hilera situada más al interior. La urbanización estaba edificada sobre un
desnivel muy pronunciado, de modo que la casa de Ana se asomaba como un balcón
sobre la piscina y los espacios comunes, y de modo, también, que no había forma
de ver qué pasaba en su jardín privado, tanto por su elevación como por estar
rodeado de un seto descuidado, aunque alto y tupido. En esos detalles me
fijaba mientras esperaba que Ana saliera, porque no le funcionaba el mando
de apertura. La vi llegar, descalza, envuelta en un albornoz y el pelo recogido
en una toalla, como si se acabara de duchar. Desmejorada, porque diez días de
cagarte por las patas abajo, que así describía ella su enfermedad, te dejan
hecha polvo, pero dentro de lo que cabía no la vi mal. Lo primero, Pili, un café,
que tengo la tensión por los tobillos. Si, me acabo de levantar. ¿Quieres
uno? Tú te lo pierdes, porque me sale muy bueno. Es lo único que me sale bueno
en esta cocina. Una cocina, era evidente, donde nadie cocinaba, nadie guisaba.
Parecía como de una exposición, muy grande, fantásticamente amueblada y
equipada, pero donde nadie freía un huevo.
-Vamos arriba, que tengo ahí las
cosas de currar.
Arriba
era la buhardilla. Las casas dicen todo de quienes las habitan. Si la cocina
era un quirófano el salón no quedaba lejos. Minimalismo puro. Una mesa de metal
y cristal donde podrían comer seis, los mismos que tomarían asiento en otras
tantas sillas, no sabría decir si de tortura o de diseño, más un sofá muy
grande aunque de aspecto incómodo, un equipo de música, un televisor enorme y
ya está, eso es todo. Decorado al estilo de mi jefa, estado puro: nada en las
paredes, nada en el suelo, nada en ningún sitio. Las cortinas, unos estores
como de Ikea. Podría ser un salón de Ikea, si no fuera porque lo poco que
contenía tenía pinta de carísimo. Del salón salía la escalera. El primer
piso, el que habría debido ser de tres dormitorios y dos baños, ahora era una
superficie sin tabiques. Todo a la vista: una cama grandísima, una celda de
ducharse aún húmeda, una bañera para siete, el inodoro, el bidé y un lavabo.
Muchos espejos, aunque no decorativos; eran puertas de armarios empotrados. Yo
sabía que Ana lo pensaba reformar, pero hasta verlo no me pude figurar cómo
habría quedado. Se me puso un no-se-qué en la boca del estómago al preguntarme
cómo sería sentarse, bueno, ya me comprenden, la cosa del pipí y del popó, ahí
en medio, a la vista de todo el mundo. Quizá no de todo el mundo. No era una
casa de vivir con nadie. No veía nada que indicase la presencia sostenida de
nadie.
La buhardilla también era estilo
Ana, pero a la vertiente contraria. En lugar de minimalismo y funcionalidad,
como en el salón y en el inusitado baño‑dormitorio, aquel era un lugar muy
recogido, de veras íntimo. Aquí es donde trabajo, se limitó a decir. Una mesa
que salía de entre los anaqueles dispuestos a lo largo de la pared contraria a
la escalera por donde subíamos, y donde se apilaban libros a centenares, si no
a miles –no son míos; cuando murió mi abuelo me dejó su biblioteca, sólo es
eso‑, un butacón parecido al de la oficina, un sofá de aspecto cómodo en
forma de L, alfombras por todas partes y una tercera chimenea. Caí en ello
entonces, en que había chimenea en las tres plantas. Pese a ser un lugar muy
acogedor indicaba que allí no vivía nadie además de Ana.
Se dejó caer en el vértice del sofá,
encendió su laptop y comenzó a leer
papeles. Yo, en el extremo más alejado, esperando que preguntase algo, pero Ana
no necesitaba explicaciones. Lo normal en ella. Solía pensarse tanto las cosas
que cuando le llegaban los problemas ya los conocía, y también la solución. El laptop estaba conectado, de modo que
todo fue abrir su cuenta de correo y enviar un e-mail ametrallado sobre la marcha, de corrido, sin vacilar, sin
dudar ante ninguna palabra, tanto si era en español como en inglés. Tras
acabar firmó los papeles rutinarios, los que le habría enviado con un mensajero,
apagó el laptop, se desperezó y
después se quedó como ida, con la expresión de la que acaba de recordar algo y
se concentra en sabe Dios qué. Una situación violenta, siquiera para mí,
porque bajo el albornoz no llevaba nada y al desperezarse se le habían
escapado los pechos. Yo, lo digo para que si sitúen y entiendan, jamás en mis
años había visto unos pechos de mujer. Al natural, quiero decir. En el cine sí,
claro, y hasta en la tele, pero no es lo mismo. Aquellos estarían a dos
metros de distancia, de modo que no sólo los veía, sino que me resultaba
imposible mirar hacia otro lado. Muy bonitos, me decía sin saber por qué,
pues no sé de otros pechos que los míos, y de tan delgada y reseca como estoy
se parecerían a esos que veía como las uvas pasas a los melones de
Villaconejos.
-¿Qué hay de nuevo en la oficina? De
cotilleos, quiero decir, que del negocio estoy al tanto. ¿Está Despiderman
apaciguado? ¿Se ha suicidado alguien más? ¿Algún divorcio nuevo?
Su sonrisa de cuando quería ser
cariñosa. Una sonrisa que ahora veía muy raramente. Normal, me había dicho
alguna vez. En el plan que pudiera tener para cargarse al viejo jefe yo debía
jugar algún papel, y por eso me mimaba, pero ahora ya era La Jefa, no
necesitaba ser un amor. Le bastaba con seguir siendo tan amable como siempre.
Tan fría como siempre, también.
Empecé a dar novedades, que las
había, pero al minuto me interrumpió.
‑Estoy medio mareada. Voy a darme
otro remojón, a ver si así espabilo. Baja conmigo y me lo sigues contando.
Al tiempo, se levantaba. Yo bajaba
las escaleras tras ella, con aprensión. ¿A dónde podría yo mirar, cuando se
quedara en atavío de remojarse?
-¿Qué decías de Conchita? ¿De verdad
espera otro niño, a su edad?
Una pregunta muy normal según abres
los grifos de una ducha torrencial, dejas correr el agua unos segundos, hasta
que salga caliente, y te desprendes del albornoz, te quedas en pelota delante
de tu ruborizada secretaria, te quitas la toalla del pelo y te metes bajo el
chorro. El vapor me la ocultó al momento, pero aún así yo seguía sin respirar.
Qué sensación tan indescriptible, verla desnuda. Tan alta, tan bien hecha. Tan
hermosa. Hermosa, sí, aunque sea un adjetivo pasado de moda. Ana está más
que buena, es más que guapa. Es, creánme, muy hermosa. Y lampiña, que
aquella era otra. No lo digo por las axilas, que las llevaba impecables, sino
por lo de abajo. Como una recién nacida, se lo juro. Fue lo que me llevó más
cerca del soponcio. Tan cerca que me tuve que sentar en una esquina de su cama
revuelta.
-No te oigo. Chilla un poco más.
No era que hablase bajo. Era que me
había ido demasiado lejos. ¿Qué hago? Pues levantarte y no te hagas la
escandalizada, que las mujeres no se deben asustar de verse a sí mismas pues
todas tenemos lo mismo, lo había oído miles de veces aunque no por ello dejaba
de aterrarme. Por eso jamás he ido a un gimnasio, ni he puesto los pies en
un lavabo público si lo he podido evitar. Para la cosa del pudor soy muy
extrema, y más con el pudor de las demás, pero ahí me lo tuve que tragar, y
levantarme, y acercarme a la ducha, y seguir hablando en muy buen tono sin
poder evitar mirar al trasluz de la mampara, y del vaho.
-Tiene cojones querer parir y querer
criar, con cuarenta y tres tacos cumplidos. La Concha está como un
cencerro, la verdad. Tiene tres, ¿no? ¿Para qué coño querrá otro más?
Yo le decía que no lo habían
buscado, que sólo era una regalo tardío del Señor, mientras ella emergía
chorreante, con los ojos cerrados y buscando a tientas la toalla, la
encontraba, se giraba y la emprendía con restregarse dándome la espalda. Por
el amor de Dios, qué culo. Lo que habrían dado los vendedores al completo por
ver lo que yo veía. Ni pizca de celulitis, cosa normal a los veintiocho años,
cierto, tan cierto que tenerla en cantidad a esos mismos años no es nada extraordinario.
Yo mismo, que no tengo ni trasero, ni muslos, ni caderas, desde los veinte
gasto una celulitis que no sé de dónde se sujeta, la verdad. Cómo se puede ser
así, me decía luchando por no perder la concentración, por no dejar de hablar,
por no tartamudear, mientras contemplaba hechizada la increíble, fantástica
grupa de mi jefa.
-Ay la leche puta, que se me había
olvidado el supositorio –ya estaba ruborizada, pero ahí me inflamé; ¿a que
tenía el cuajo de ponérselo delante de mí?-. Es lo más jodido, con estas uñazas
‑debía serlo, aceptaba yo mirándolas con ella, que se había vuelto hacia mí
para enseñármelas-. Odio estas cosas, la verdad. Antes mil inyecciones que
meterme nada por el culo, pero ya ves, los cachondos de los médicos, que no y
que no, que lo que coño sea ese potingue sólo se despacha en ese formato,
sólo te lo puedes administrar por ahí.
-Pues te habrás hecho daño alguna
vez ‑no me parecía mi voz, ni sabía de donde salía; quizá fuera eso que
alguna vez he leído en las novelas, que te desdoblas, y uno de tus yos hace las
cosas y el otro mira qué tal las haces, y qué tal te salen‑. Las llevas
larguísimas, es verdad.
-Bueno, siempre tengo alguien que me
los ponga. Mi madre, que suele venir todos los días, o mi prima Ena, que casi
es más hermana que prima... oye, ¿tú cómo las llevas, de largas? –antes de que
pudiera contestar ya me había cogido una mano, para ver lo que ya sabía, que a
mis años me las seguía mordiendo cuando me ponía nerviosa, y me pongo todos
los días-. ¿Me harías el favor? No estoy sucia, ¿eh?, que ya lo has visto, me
acabo de duchar.
Una sonrisa entre pícara y simpática; yo, un estafermo; no me
pregunten por la cara que tenía que no podría decir nada; tampoco pude allí;
apenas asentir. Suficiente para ella, que sin más sacó una cajita de no sabría
decir yo dónde, de tan aturdida como estaba, me cogió de la mano, me condujo
hasta la cama y allí se dejó caer, tan larga como era, dándome la espalda, una
pierna extendida y la otra doblada, los brazos cruzados bajo su rostro, los
ojos cerrados y semiexhibiendo una sonrisa no sabría yo decir si de confianza
o de placer. El de entregarse. Yo, una completa gilipollas, con el supositorio
en una mano y la cabeza tan vacía como pueda estar la de un difunto. Aún así,
procedí. Ya saben, el desdoblamiento. Corté la funda, extraje aquel a manera
de proyectil, mucho más largo que los Rovi
que me pongo cuando voy estreñida, que también es casi siempre, me acerqué a
lo que tantas pasiones despertaba en la oficina ‑en otro tiempo; ahora da
miedo‑, con la mano izquierda separé los mundos ‑lo duros que estaban,
oíganme‑ y con la otra... pues eso que se imaginan, y el dedo índice detrás,
empujando bien a fondo, mientras de más a la izquierda me llegaba un gorgoteo
placentero ‑ay, Pili, qué bien me lo has puesto, eres un sol, ¿sabes?‑. La
ceremonia terminó al separarme de la diosa yacente, que aprovechó para encogerse
de lado, dándome la espalda, y quedarse un minuto largo con el pompis bien
apretado, como si temiera que aquello se le saliera.
Yo, espero que me crean, jamás hasta entonces le había metido el dedo
por el culo a ninguno de mis jefes, ni a persona o bicho alguno... bueno,
bichos, sí: mis odiosos niños ingleses, que una vez les tuve que poner un
supositorio a cada uno... ah, y a mi madre también, tendría yo veinte años.
Claro, de ahí que supiera cómo se debía proceder. No fue instinto. Fue memoria
involuntaria, incontrolada, muchos años apagada pero aún en servicio. Bueno,
a lo que iba, que me lío: jamás me había visto en nada como aquello, en una
situación tan íntima y con una persona tan temible, que ni así, envuelta en una
sonrisa como de gato que se acaba de comer el canario del vecino, dejaba de ser
una mujer de andarse con cuidado. ¿Y cuál sería mi papel, a partir de aquel momento?
¿Me habrían ascendido a la categoría de amiga íntima, sin yo saberlo?
-¿Cómo es que vas tan depilada? De ahí abajo, quiero decir.
No sabría explicar de dónde salió aquella voz que casi me
sobresaltaba. El desdoblamiento, que ahí debía seguir. Ana se incorporó, para
sentarse sobre la cama y mirarme con una expresión divertida, muy simpática
pese a que yo la encontraba tirando procaz.
-Tengo uno a quien le gusta que lo lleve así ‑les aseguro que jamás habría
imaginado que mi jefa pudiera sonreír de aquella forma, con tanta malicia y
tanta picardía‑. De paso, es cómodo. En la piscina y en el barco, quiero
decir.
-¿En el barco? ¿Tienes un barco?
-Sí, desde hace tiempo. ¿No te lo he contado? Qué desastre soy ‑se
había levantado del modo más confianzudo, despatarrándose ante mí como si
estuviera sola, para buscar una toalla corta y hacerse una toga frente a un
espejo de los seis o siete de cuerpo entero que había en derredor, bailoteando
levemente, pendiente de sí misma y de su pelo, pero sin dejar de hablar‑; lo
compré hace cuatro años. Una ganga de esas que aparecen de vez en cuando en el
mundo de los militares. Un velero de veinte metros, no muy nuevo pero en buen
estado. Nada de PPDLC ‑en la jerga de mi jefa, tan celebrada por todos, Puto
Plástico De Los Cojones‑: todo madera y de la mejor, que la cubierta es de
teka, como la de los viejos barreños ‑tardé semanas en saber que así llaman los
marinos a los acorazados de otros tiempos‑; cuatro camarotes para dos personas
cada uno, y un motorcito diesel para las encalmadas y maniobrar en los puertos,
pequeñito pero matón, que sus buenos seis nudos es capaz de dar. No es como
los que se hacen ahora, pero no puede ser más bonito. Muy marinero, además.
Tendrías que ver cómo toma la mar. Y rápido, que a todo trapo hace doce nudos.
¿Que cómo se llama? Kormoran. No, así
se llamaba ya de antes. No lo quise rebautizar. Sí, suena un poco raro, pero me
da igual. Le pega la mar de bien.
Se había vuelto hacia mi, resplandeciente, su melena envuelta en la
toalla, sonriendo con lo que parecía el mayor de los cariños y desnuda como un
pez. Yo debía ir acostumbrándome, porque casi me apené cuando volvió a
ponerse de albornoz entreabierto y me señaló la escalera de bajar al salón,
luego a la terraza y de ahí a dos tumbonas. Tras volver a su estado natural, o
pelota picada si no lo han imaginado, se dejó caer en una tras señalarme la
otra. No seas tonta, quítate la ropa y deja que te dé un poquito el sol, que de
puro blanca pareces desteñida. No, aquí no nos ve nadie. Ni por la derecha ni
por la izquierda, no te agobies, boba. Que no, que no pasan aviones por aquí.
Ni autogiros. Ultraligeros, tampoco. Eso está bien. Así me gusta.
Yo debía estar loca, o haberme vuelto loca. Por primera vez en mi vida
yacía bajo el sol como vine al mundo, aunque con algunos kilos más. Ni siquiera
me importaba la evidente diferencia estructural entre Ana y yo. De repente me
habían entrado unas ganas locas de volverme como ella, de ser como ella. Ya
sabía que a mis cuarenta y siete tacos tal cosa sería un sin sentido, pero
me apetecía, y también por primera vez en mi vida bastaba con que me
apeteciese.
-El barco es maravilloso, para disfrutar y para trabajar. A veces nos
juntamos cuatro parejas, todos buenos amigos, y aparejamos muy temprano. Como
hay confianza no hace falta decir nada: en cuanto nos alejamos una milla, todo
el mundo en bolas. Sí, a veces hay accidentes, ya sabes, uno que se despista y
se le subleva el pito, pero dura un momento, lo que tardamos en
desternillarnos a su costa y regarle con la manguera. No hay nada como unas
buenas risas, te lo juro. Desactivan cualquier mal rollo. Ahora, no siempre
somos todos amigos. A veces es más social, más de reunir gente que no se
conoce de nada para estar unas horas al aire de altamar, pescar algún atún, que
alrededor de Alborán aún quedan algunos, o algún marlin, y hasta una vez
cazamos una tintorera... pues eso, a pescar, y también tomar el sol, pero no
al completo, no de ¡todo el mundo en cueros, ar! Yo, que soy la capitana,
intento animar la cosa con un tanga que te cagas, si, esos de hilo dental que
son peores que ir sin nada, y a la que puedo me quito el sostén, a sabiendas
de no pasar de ahí, que las señoras no se cortan por un topless, pero los hombres son otra cosa, y más los clientes. Por lo
demás, todo el día navegando, yo al timón y los pobres caballeros
pendientes del bauprés y moviendo la botavara de un lado para otro, con cara
de asombro porque rara vez les ha mandado una mujer, y menos a gritos, que a
bordo de un velero no se susurra, y las tías descojonándose, ya verás en casa,
Manolo, ¡esa cangreja, leche, con más brío!, ya te daré yo a ti gritos de
marinería, y ahí, cuando el ambiente ya es cojonudo de verdad, que todo el
mundo se mea de risa, voy por la nevera, saco las langostas y el Dom Perignon, y cada uno de los de a
bordo acaba pensando que si hay Dios es un Dios que navega en su Kormoran, el que tenga. ¿Que cómo es que
soy la capitana? Pero coño, Pili, la de veces que te lo he dicho, que mi
padre ya es vicealmirante y mi hermano mayor manda la Numancia, un pedazo de fragata. Soy la única chica de una familia
naval. Chica, sí, pero tan marino como el que más. Aquí donde me ves, de pequeña
me armaba unos chochos del carajo con lo de la izquierda y la derecha, pero si
me decían babor y estribor todo salía bien, no me confundía. Fíjate cómo
sería, que cuando la Primera Comunión, las niñas bajando en dos filas para
rodear el altar, y yo la primera de mi fila porque ya era la más alta, la monja
jefe, al llegar a su altura, me suelta, la cabrona, Señorita Moreno Ferreiro,
siga usted por estribor. Las veo de vez en cuando, porque las quiero mucho, y
cuando recordamos aquello la tía se descojona, tanto que se le suelta la faja,
se le descoloca la toca y se le aflojan los esfínteres, el de alante y el de
atrás, ¡no te rías así, que te va a dar algo, idiota! Por cierto, hablando de
langostas, ¿qué tal una con un poquito de Taittinger, que ya estoy hasta el culo de arroz hervido? ¿Y algo de
caviar, para empezar? ¿Una latita de Beluga,
como si fuéramos las princesas de Mónaco? Pues venga, tía, vamos a la
cocina, que si lo preparamos entre las dos acabamos antes. ¿Que no tienes albornoz?
¿Y para qué coño quieres tú ponerte nada? En esta casa, Pili, nadie se pone nada.
Nunca.
La una menos cuarto, me digo con sobresalto. ¿Me habré dormido? No. Es
el ensueño, el recuerdo de un día que, fíjense lo que les digo, ha debido de ser
el más bonito de mi vida. El más intenso, el más emocionante. Al llegar a casa
sin haber pasado por la oficina, serían las nueve, me sentía como fuera de mí
misma. Recuerdo haberme preparado un baño, haberme sumergido en un agua poco
menos que hirviendo, para volver a contemplar, en mi memoria, el cuerpo desnudo
de mi jefa. No se pueden hacer idea de lo que me cuesta decir esto, pero no me
sé masturbar. En otros tiempos, por si me desvirgaba yo sola y luego nadie me
quería, imaginen cómo de gilipollas habré sido, pobre solterona tan beata
como ignorante. Ahora, porque no sé qué se hace, qué hay que tocar, en qué hay
que pensar. Los hombres, alguna vez me lo han contado... no, alguna vez he
leído, lo tienen fácil. Un Playboy,
tres o cuatro escupitajos y ya está, qué cosa tan estupenda, que a gusto me
quedé. Las solteronas de cuarenta y siete, y las de cuarenta y ocho, no
tenemos la menor idea de qué hay que hacer para correrse, y perdonen que lo
diga de un modo tan bestial, aprovechando que me levanto para ir a buscar el
despacho número trece. Un día me moriré, como todo el mundo, y lo haré sin
saber qué cosa es un orgasmo. Pobre de mí, qué vida me ha tocado vivir. Para
qué coño habré vivido y disculpen mi amargura, pero esa soy yo: pura y simple amargura.
Despiderman. Rosita. Un pavo que no conozco; el abogado, seguramente.
Bien, muy bien. Ya lo he superado, de veras que sí, no te preocupes, Rosa, cariño.
No, no lloro. Ya he llorado bastante, o ya lloraré después. ¿Que nos llaman,
dices? Qué deprisa va esto. Así debe ser cuando te van a fusilar. El
conciliador de la comunidad. Cojones con el cargo. ¿Qué coño será eso? ¿Algún
cuerpo superior, nivel treinta o por ahí? ¿Habrá que opositar para poder
conciliar? Cómo se saluda con Despiderman, el hijoputa. Claro. Es un punto,
aquí. Un cliente habitual de un bareto de putas habituales. Yo, la puta. Qué
más quisiera yo, que haber sido puta siquiera cinco minutos. ¿Que si estoy de
acuerdo con la cantidad? Y como no lo voy a estar, si es la que dijo Ana.
¿Dónde hay que firmar? Ya, que aún falta. Bueno, pues diga usted qué diablos
falta. ¿La empresa reconoce que el despido es improcedente? La Empresa
Reconoce, se arranca Despiderman, solemne cual obispo maricón entonando Ad Maiorem Gratiam Dei, o como se diga
en latín esa chorrada tan sacra. Pues ya está. Tres actas: yo, Despiderman y el
Servicio de Mediación y Arbitraje de la Comunidad. Las firmo y recojo mi
talón. Veinticinco años de mi vida terminan en este talón. A seguir bien. Y su
jodía madre de usted, señor conciliador de la mierda, ella también.
-Volvemos a la compañía. ¿Quieres que te dejemos en algún sitio?
Jamás sabrás, Despiderman de los cojones, Pepito Carrillo para el
mundo mundial, lo cerca que has estado de llevarte ahí mismo, en los huevaños,
un zapatito del treinta y nueve.
-No, que tengo que ir al banco. Gracias de todos modos. Un beso, Rosa.
Se van. Que os den por saco. A ti, Rosa, que te den aún más. Te has
vendido, igual que los demás, con tal de seguir cobrando a fin de mes. Ahora
entiendo tu Baume & Mercier y el
Swatch que le regalé a la hija de la
portera. Life is life, que decía uno
de los gaviotas cada vez que se follaba
un padre de familia cuyo delito era no haber hecho unas oposiciones. Lo que
habría debido hacer yo, bien que lo decía tía Gadea, la supertacañona ‑van a
poner otra vez el Un, Dos, Tres, ¿lo
sabían?‑, que ahora sería Jefe de Negociado del Cuerpo Administrativo y podría
morirme de asco en alguna de las Consejerías de Castilla-León con oficinas en
el edificio de Servicios Múltiples de Burgos, así le caiga un rayo y lo carbonice.
Nunca seré, nunca lo podré ser, capitana del Kormoran, doce nudos a favor del viento entre Alborán y Perejil, en
pelota picada con un coro de clientes enfebrecidos aullando de lujuria tras de
mí. Que os den por culo a todos, reitero mi maldición, si no por otra cosa
porque acabo de coger un taxi, un Skoda
precomunitario que huele como si algún megaterio se acabara de peder a mi lado.
-Príncipe de Vergara con Ramón de la Cruz. La oficina de Caja Burgos.
Pili, odio decir lo que voy a decirte, pero tus días aquí han acabado.
La compañía se reorganiza. Los maquinillos se mueren, el software también. El futuro es la consultoría. Lo sabe todo el
mundo, pero nadie lo quiere aceptar. Bien, pues ahora se impone. Desde arriba,
por decreto. Dentro de unos días cambiará la organización comercial. Habrá dos
direcciones. Grandes Cuentas, que la llevaré yo, para vender servicios de consultoría.
En Productos de Mercado, que agrupa lo demás, se hará lo que se pueda en tanto
no la cierren, que no tardará. Todo se reduce, todo se concentra. Las
secretarias comerciales, también. Hoy sois cinco, y si te digo que tú eres la
mejor no es por darte coba, porque al tiempo te digo que ya estás despedida,
que mañana no vuelvas. Eres la mejor, pero la que se queda es Claudia, que con
la del Director General serán las únicas secretarias comerciales. Concha, Tere
y Mariví se irán en unos días. Si quiero que te marches antes que las otras es
porque te vas a llevar más dinero. ¿Recuerdas el año pasado, en Navidad, cuando
te dimos una gratificación extraordinaria, por tus veinticinco años de
servicio? Pues era una milonga. Sólo pasó que aquí hay cosas que nadie se
atreve a negarme, y yo ya bien sabía que acabaríamos así. En tus números de
indemnización se ha tenido en cuenta ese dinero, más algún error de los que yo
sé cometer, y sabes bien de lo que hablo, que Pepe te lo habrá contado. Te vas
a llevar el equivalente a ocho años de tu sueldo. Ya lo sé, no te arregla la
vida, pero si en el INEM te sale mañana un curro tendrás el mejor plan de
pensiones imaginable. ¿Que por qué se queda Claudia, y no tú siendo mejor?
Tienes derecho a saberlo, aunque te pueda herir. Claudia tiene veinticinco años
y es mona, pero eso no cuenta. Lo que cuenta es que la recomendó el consejero
delegado de un bancazo, uno de nuestros mejores clientes, y a ti no te
recomendó nadie. Aún más importante, ¿imaginas si un día te digo ponme con La Moncloa, con el presidente del
gobierno? Te mearías de risa, pero si me vieras insistir llamarías, y el
que se mearía de risa sería el del otro lado. Si se lo pidiese a Claudia, que
lo sepas, el presidente se pondría. No por ella, ni por mi, sino por el papá
de Claudia. Que luego tuviera o no algo que decirle ya sería otra asunto. Lo
que cuenta es que el presidente se pondría, y eso es lo que valora el
italiano. Es injusto, soy la primera en decirlo y más porque soy yo quien te
despide, pero así son las cosas, Pilar. Gracias a Dios, te vas con una buena
cifra. Más, mucho más, de lo que se van a llevar las otras, pero eso no te
puede consolar. Nada te puede consolar, ya lo sé. Sólo te pido una cosa: no me
odies demasiado, porque no te arreglará nada. No te sentirás mejor por eso.
Tiene razón. Siempre la tiene. No la odio por eso. Ustedes, a estas
alturas, ya se dirán que un mal bicho sí lo es, y una cabrona mala puta, pero
contigo se portó como una madre, ¿no, Pilar? Es verdad. Conmigo se ha
portado... maravillosamente. Me ha otorgado la libertad para el resto de mi
vida, soy la primera en reconocerlo. No la odio por eso, no soy tan injusta. Ni
tampoco porque sea ella la que me ha despedido, porque no le habría costado
nada irse unos días de vacaciones, a navegar con su Kormoran, y hacer que Despiderman me masacrase, como al pobre
Poli. No es por eso, no he pretendido engañarles. Si la odio, si la mataría, es
porque nunca más podré verla, ni oírla, ni tocarla, ni olerla...
Nunca más la podré adorar.
Majadahonda,
enero de 2021
En el correo recibido con el enlace se decía que se trataba de un cuento, pero no es cierto, no es ningún cuento, sino la misma realidad de la vida contada y muy bien contada, dominando el idioma y el ritmo del relato, haciéndonos discurrir por un camino que, a mi al menos, me parece que en buena medida ha sido el nuestro. Excelente, Ildefonso.
ResponderEliminarFrancisco González
Alfonso: más que un cuento, esto es todo un libro de filosofía. De filosofía (¿parda?) y profunda reflexión de lo que es la vida empresarial en muchas de sus facetas.
ResponderEliminarLos que hayan pasado una vida profesional en una empresa y más si ésta ha sufrido varias vicisitudes reorganizativas y se ha convertido además en multinacional, seguro que habrán reconocido más de una de las actuaciones que describes y hasta alguno habrá identificado a algún ejemplar – normalmente poco ejemplar ─ entre los jefazos estilo Ana. ¿A que sí? O a lo peor, a alguno le habrán surgido remordimientos...
Muy bien descrita la atmósfera empresarial, Alfonso, aunque yo diría que la realidad es algo menos incisiva o correosa que la que dejas ver, salvo contadas excepciones, que haberlas, haylas. Tampoco es igual la mentalidad española que la británica, alemana o francesa, que suele ser más educada o contenida que la más “explosiva” española. Eso no quiere decir que los Despiderman foráneos sean menos crueles, sino quizás incluso peor; hay que imaginarse un despido adornado por una flemática sonrisa británica, por poner un ejemplo. Me recuerda la reacción de un inglés que estaba siendo atacado en una reunión por los demás; pidió educadamente permiso para ausentarse. Al poco tiempo oímos desde lejos un aullido de furor proveniente de los pasillos y a los pocos minutos volvió totalmente calmado como si no hubiera pasado nada. Algo así sería impensable para los españolitos.
La renovación de la informática a finales del siglo pasado, pasando en pocos años del telefax y telex a a los PC´s y laptops personales y las consecuencias de todo tipo en la forma de trabajar, está muy bien descrita. Las secretarias personales pasaron a ser seres en alto riesgo de extinción, como así fue. Primero aparecieron las secretarias para varios jefes (eso trajo más de un conflicto cuando empezaban a surgir preferencias por parte de ellas) y después ya una extinción casi total; cada kisque se las tenía que apañar con su flamante PC y manejar sus propias agendas.
Toda una historia que merece un librito al estilo de tu “Hijo de puta sentimental”; Alfonso, piénsalo…
Aunque no he conocido el mundo empresarial,toda la vida en el Hospital y en la Universidad,si creo que tu trabajo refleja la realidad,con sus luchas y crueldades.La irrupcion de la informatica si la he padecido; disminucion del contacto personal con pacientes y alumnos,aumento del trabajo burocratico etc.ENHORABUENA.Sigue deleitandonos.
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