La Campana del Zar
... POR NICOLÁS PÉREZ-SERRANO JÁUREGUI
Índice
- Desde tiempos de Rasputín ................................................................................ 5
- Uno.
La Campana ................................................................................................ 9
- Un bronce nunca tañido .................................................................................... 13
- Dos.
Kolia. Apariencias ..................................................................................... 17
- El
Kozlov que se dejaba aconsejar
.................................................................. 19
- Tres.
“Lechuza” o el Correo del Zar ................................................................ 23
- Tatiana. Una aproximación a los Románov
................................................... 25
- Cuatro.
Un escalador dentro de la campana ................................................ 29
- Rasputín, un
jlist particular,
con dotes sobrehumanas ............................... 33
- Cinco.
Tatiana trama un plan ........................................................................... 37
- Alejo, el
zarevitch, varón, enfermo .................................................................. 43
- Seis.
Operación aguja en un pajar .................................................................. 47
- La trama
de los asesinos .................................................................................. 51
- Siete.
Un intruso. Búsqueda del plano del tesoro ......................................... 55
- Unas fotos
acerca de Rasputín
....................................................................... 61
- Ocho.
Dieciséis pasos al oeste ........................................................................ 65
- Verjoturie, la
conversión ................................................................................... 69
- Nueve.
De nuevo ante el pajar ........................................................................ 73
- Pokróvskoie
de mis amores ............................................................................ 77
- Diez. El alcalde y cómo hacer
desaparecer una buena parte del tesoro .. 81
- El
contenedor, una matrioska ......................................................................... 87
- Once.
Revuelo en toda Rusia .......................................................................... 91
- San Petersburgo, el
sueño báltico ................................................................. 95
- Doce. Parte, junto al pavo real del
Hermitage. El resto, paradero desconocido 99
- Otra Beria..............................................................................................................
101
La Campana del Zar
Desde
tiempos de Rasputín nadie se había ocupado seriamente de ella. Acumula año a
año muchos visitantes, es cierto; pero no se habla casi nada de ella. Y ello
choca: siempre se dijo que ocultaba un tesoro. Los rumores apuntaban a que
tenía que ver con personajes y acontecimientos del tiempo de la gran
revolución, la de octubre -para otros, noviembre- de 1917, esa que conmocionó
el mundo, y que, medio año más tarde, acabó con la vida de los Zares. Quien
más, quien menos todos en Moscú acariciaban la idea no ya de ponerse a
buscarlo, sino de hallarlo, se supone que hacerse rico o cuando menos famoso,
entrar en la historia, con mayúscula. Sobre todo porque la sospecha, casi
convicción, era que, de haberlo, el tesoro estaría relacionado con elementos de
la Historia reales (más bien “zaristas”, y perdónesenos el juego de palabras,
que en todo caso serían “imperiales”) tales como el robo nunca confirmado, ni
desmentido en tiempo y forma, de joyas de palacio, el más que posible
embrujamiento de algún miembro de la familia Románov, la supervivencia de
alguno de ellos tras la masacre de julio de 1918, la participación de Rasputín
en esa desaparición de joyas de Alix, la zarina, y de sus hijas… Todo incógnitas
pero que tenían, al menos en apariencia, conexión con la Historia de Rusia, con
personajes de carne y hueso, con una época por demás convulsa, de deposiciones
y asesinatos reales, de revoluciones con partidos bolcheviques y mencheviques,
con una Corte pintoresca que, amén de nobles, daba cobijo a gente sin par y curiosa,
a militares y santones, a primos de reyes y emperadores. Fasto, boato, riqueza,
realeza; mas también pasiones rastreras
y odios que matan, pobreza, alcohol, traiciones, guerras y revoluciones,
herencias y muertes, lucha sin cuartel por el poder, enfrentamiento bélico con
otros países, Guerra Mundial, ocupación y miles de miles de soldados y civiles
muertos, y alguna que otra enfermedad, sujeta a la medicina de entonces, pero
también a prácticas menos ortodoxas, a imposición de manos de curanderos y
santones.
Pero
¿por qué salían a la luz pública esos datos un siglo más tarde? Y, sobre todo,
¿qué relación había entre todo ello y el trágico fin del submarino nuclear de
la Armada rusa ahogado, vaya paradoja, en el mar de Barents el 12 de agosto de
2000? La historia toma a veces caminos insondables, difíciles de seguir, y
menos aún de interpretar o de aceptar. La gran campana de Moscú, los Románov, Rasputín,
el Kursk… ¿todos amalgamados? Pasiones de personajes cuyos ropajes tienen polvo
de la historia, del poder, de lo oculto, de la seducción, de ansias de riqueza.
La realeza de los Románov parece que desapareció. Pero ¿se sacaron joyas de
Petrogrado? ¿Dónde estuvieron durante esos cien años? ¿Es cierto que el
Hermitage ya cuenta hoy con una muestra de aquéllas, adverada por el Alcalde de
Pokróvskoie, el pueblo natal de Rasputín?
Kolia
Kozlov, quizá también Románov, que ya se verá qué tipo de posible relación
tenía con la familia imperial de ese mismo apellido, era depositario, acaso sin
saberlo, de toda esta trama. La vida le iba a cambiar con un “legado”. Una
herencia relacionada con toda esta
historia.
El
desfile de los personajes de varias tramas irá desvelando cómo se superponen,
aunque no se simultanean en el tiempo. ¿Es la “Lechuza”, o un familiar suyo, de
verdad un Correo del Zar? ¿Qué significado tiene la Campana rota? ¿Cuánto da de
sí el enfrentamiento entre las dos más subyugantes capitales de Rusia, Moscú y
San Petersburgo?
Uno. La
Campana.
¡Qué
dimensiones! Los delirios de grandeza de la Gran Madrecita, de los Rus, se
remontan siglos atrás. Tsar Kólokol,
¡ahí es nada! La campana más grande del mundo. Ana, sobrina de Pedro el Grande,
cuando corría el Siglo que iba a ser supuestamente de Las Luces, ideó para
gloria de Rusia la construcción de semejante ingenio músico-religioso. Pensaba
que a su inigualable toque, que resonaría en las inabarcables estepas, todos
rendirían pleitesía a los dos Altísimos, el Celestial y el Terrenal. Era
religiosa, pero a la par altivamente orgullosa de su dominadora estirpe
imperial. Uniendo Dios y Águila ¿quién osaría oponerse a cualquier ucase del
Zar? Encargó que fuera enorme. Ya estaba deseando verla, para gloria de los Románov,
para admiración del mundo, hasta para reclamo de los verdaderos creyentes.
Incluso enaltecería, de paso, a Iván, no en balde “El Terrible”. ¿Quería que Su
Campana ostentase también ese calificativo? ¿Tenían siempre que ser tales los
Zares? Una irónica sonrisa aparecía en el rostro de Ana cuando acariciaba el
proyecto de construirla y de colocarla muy alta, fuera del alcance de sus
pobres súbditos.
Pero
-lo tenía decidido- introduciría en su instalación, para reflexión de todos, un
elemento de confrontación territorial: no iría a parar la Campana del Zar a
Petrogrado. San Petersburgo se quedaría con las ganas. Haría de Moscú un lugar
de peregrinaje. Competiría, así, con los afanes primacistas de esa “nueva”
ciudad, ganada al Báltico a base de desecar extensas e insalubres lagunas,
plagadas de mosquitos y demás insectos que ya habían costado cientos de miles
de vidas en su construcción. De todo ello, sabido es, tenía la culpa su tío, el
Gran Pedro. Ella seguía, no obstante esas posibles peleas geopolíticas, a lo
suyo.
Se
imaginaba que su impar sonido sometería los tímpanos de todos los vasallos.
Nadie estaría fuera de su alcance. Decían, contaban, se afirmaba que no pocos
científicos de la época creían que su vibración haría enloquecer a muchos, de
oídos más sensibles que la media, y que ello contribuiría a generar sujeción al
poder, esa todopoderosa máquina capaz de crear semejante elemento de dominación
y de fascinación religiosa y mundana. Gustaba la Zarina de esa superposición de
planes y de planos.
Era
de un peso extraordinario. Cuando se acabó de tallar, fundir y bruñir llegó a
pesar doscientas toneladas. Mas, ¡ay de los designios de los hombres! La
campana nunca llegó a lucir en la torre que se proyectaba la albergaría. Estaba
diseñada para izarla a la muy esbelta torre de Iván el Terrible. Sufrió varios
incendios y caídas. Tuvo un desgarro colosal. Se abrió, literal y
materialmente. Ya no podría sonar. ¡Qué burla para la altivez de Ana! Por muy
emperatriz que fuera... las fuerzas de la naturaleza pudieron más que ella. El
pueblo comprendió, y ello tenía un peligro tremendo, que los Zares no lo podían
todo; que, al fin y al cabo, eran seres vulnerables. Su declive comenzaba,
aunque su poder se extendió casi a lo largo de otros dos siglos, hasta ese
octubre rojo, el del año 1917. Ella no lo comprendía aún. Pero la Historia de
Rusia, con ese vulgar roto en una campana, empezaba a cambiar. Y de qué
manera. Los Zares ya no serían capaces de doblegar a las fuerzas de la
Naturaleza. Doblar y doblegar, aun de raíces comunes, tenían significados
opuestos…
La
campana, aun rota y ostentando una gran grieta, llevaba allí ya siglos,
impertérrita a pesar de su enorme hendidura. No terminó de adquirir una ruina
total ni siquiera en septiembre de 1812. Las tropas de Napoleón, es cierto, habían
tomado Moscú. Y sus muy orgullosos habitantes, dando muestras de un admirable y
numantino patriotismo, durante una semana habían hecho arder más de treinta mil
casas, iglesias, palacios y todo cuanto de valor contenían. Mejor la
aniquilación que enriquecer al invasor francés. Pero a la campana un accidente
más no la añadió destrucción a la que ya desde antaño albergaba. Sus señas de
identidad siguieron. Y tanta historia hacia atrás no iba a impedir unas nuevas
aventuras con ella como protagonista, como crisol de apetencias varias, pues en
su interior, escondido en sus alturas... ¿Cómo es posible? La altivez de Ana no
pudo contemplar el resultado, ese final de su campana, meramente instalada en
un pedestal a ras de suelo. ¿Daría alguien nueva relevancia a su imperfecto
proyecto? Un personaje oscuro, contradictorio, iba a protagonizar otro capítulo
de esta campana imperial.
En Moscú van a celebrarse unos festejos que
quieren impresionar al Mundo. Están implicados en ellos, ¡cómo no!, los Románov.
Hace tres siglos que cabalgan sobre el Trono de las dos Águilas y la triple
corona imperial. Entre ellos ha habido de todo, desde que en 1613 empezara
Miguel I, hasta llegar al actual tenutario de la Corona, Nicolás II,
pusilánime, indeciso, hombre más de casa y familia que de Imperio y Corte.
Todavía sigue la pugna entre Moscú y San Petersburgo. Lo mismo que entre
hombres y mujeres de la Dinastía y sus aledaños; siempre hay hambre de poder a
su alrededor. Entre Pedros, Ivanes, Alejandros y Nicolases, como representantes
masculinos de esa familia más o menos directa de los Románov, por una parte; y
Catalinas, Anas e Isabeles, las féminas, se tejerán todos los hilos de estos
Zares, que han sido, desde un comienzo “emperadores” y “autócratas” de todas
las Rusias.
Pronto
caerá definitivamente el Imperio. Ya no habrá más Románov. Van a llegar los
Soviets. La Revolución de los bolcheviques hace más de una década que está en
marcha. Todo el Universo conocido va a cambiar después del triunfo de sus ideas
revolucionarias. El son igualitario y libertario va a acentuar todavía más el
sesgo fraternitario. Es tal el
cúmulo de acontecimientos que todo parece presa de una vorágine y un vértigo
imposibles de comprender en toda su dimensión. A río revuelto… ganancia de
pescadores. Traiciones y enfermedades han cobrado influencia notable en torno a
la familia de los zares, esos Románov de la dinastía gobernante.
Un
bronce nunca tañido.
En 1735 estaba acabada. Se iba a situar en el Kremlin, en
la Torre de Iván el Grande, el Terrible sobre todo. Todo es grande en la Gran
Rusia. Y la campana, sus más de doscientas toneladas, aunque aprovechando
materiales de otra anterior, iba a ser la mayor del mundo. Constituiría algo
único. Grandeza: hasta en lo musical había que descollar.
Todos la pueden ver, no obstante, en el suelo. Se puede
oler. No se la oye tañer, sin embargo. En 1737 se resquebrajó por culpa de unas
inmisericordes llamas, un incendio que dio al traste con las ínfulas de Ana Románov.
Por eso, aunque más tarde, se puso en un pedestal sito en la Plaza de las
Catedrales, muy cerca de la torre y campanario al que iba destinada. Rota, de
nada serviría que estuviese elevada sobre el terreno. Allí reposa ahora.
Cualquier hombre y sus máximos dos metros y pico de posible altura puede
contemplarla, apreciar sus descomunales dimensiones. Esos más de seis metros de
alto y más de seis metros y medio de diámetro. Colosal, sí. Pero no tañe.
Diremos algo más: un científico californiano, para deleite sólo de
universitarios de la zona, logró, entrada la primera decena del siglo XXI,
recrear su hipotético sonido. Tamaña falsedad... La verdad es que desde el
suelo a lo sumo la podemos imaginar sonando, con su badajo de inusuales rasgos
y capacidades. Su tañido es un mero lamento.
Parece que los cimientos de la Torre se adentran en el
propio cauce del río Moscova. Y, sí, la Torre, en su segunda planta, alberga
una Iglesia de San Nicolás. Pero sus 21 campanas no compiten con la Tsar
Kólokol, a sus pies, inútil en su función musical o religiosa.
Y no pocos personajes de fuste se ocuparon de ella desde
entonces, desde el silencio de su bronce, un lastimoso lamento que emite a ras
de suelo. Quiso Catalina, también Grande, que por allí pasearan Voltaire y
Diderot. Incluso llegó a invitar a Mozart, para que pasara una temporada en la
Gran Rusia, amparada en su autocracia benevolente, que iluminaba pero sujeta
siempre a su férreo e idelísticamente liberal control. Napoleón, prendado de
esa Torre y de su vasalla campana, desde su pequeña altura personal, albergó
aviesas intenciones cuando invadió Rusia, aunque sólo logro destruir parte del
campanario de aquélla.
Puestos a imaginar, ¿qué sonidos habría sacado de ella el
compositor salzburgués caso de haber podido oír su son? La Obertura 1812 ¿no
sería más impactante aún si es que Tchaikovski la hubiera oído? Su carillón
suena a música celestial, pero ¿no se habría acercado más todavía ese
compositor a Wagner y a Puccini de haber contado con una sola nota salida de
esa imponente Campana? Y, si eso pasaba en 1882, época en que Tchaikovski
compuso esa Obertura, ¿no hay que pensar que estamos ante una continuación de
lo que pretendió Mussorgski cuando, dando el título de “Puerta de Kiev” a una
de las partes de su más extensa obra Cuadros para una exposición de 1874,
pensaba una y otra vez cómo sonaban las
campanas rusas?
Aún hoy sigue impresionando ese sonido de la Iglesia
ortodoxa rusa. La fascinación por ese instrumento musical se adentra en el alma
del pueblo, amante de sus popes, de su liturgia barroca, de sus innumerables
signos, de su impregnación de lo pictórico, de lo musical, del mayor ceremonial
ante el que uno se rinde.
¡Ay sonido de las campanas! Cuánto has acompañado a la
humanidad. El pío-impío Rasputín no podría encontrar mejor refugio para su
tesoro que el interior de una Campana, rota como él, humana pero divina como
él, lúgubre pero soñadora como él, sanadora y sonora como él, aturdidora y
misteriosa como él, mística y mundana como él, zarista como él, provocadora de
tanta ensoñación como él, curtida y bruñida por fuera pero con aristas dañinas
en el interior como él, rusa como él, popular como él, alerta como él, presa de
incendios como él. Rasputín va a entrar en escena.
Claro que debía ser ese y no otro el escondrijo para unos
planos. Tendría que recuperarlos. La memoria, desde que bebía tanto, había ido
menguando. Ese roto de la campana del zar siempre se lo recordaba. Urgía poner
en marcha el plan para quitar de ahí esos rastros de las joyas de la familia
imperial. Los llevaría a Pokróvskoie. Música por música, y ya que la campana
del Zar no podía sonar, prefería que el secreto se guardase en otros
instrumentos musicales, más cerca de su lugar de origen, esa Siberia tan
querida, fría como él, irredenta como él. Un santón andariego quiere ocultar en
su seno el tesoro.
No asistiremos al primer acto del proceso. De momento
Rasputín solo tiene prisa por ocultar el plano. Lo demás vendrá más tarde. Ya
ha tenido indicios de cosas que le preocupan. Su vida, a caballo de
Pokróvskoie, Kazán, Moscú y San Petersburgo ha dado muestras sobradas de
sobresaltos, de más que seguras soledades, de muy probables riquezas, de
cercanía al poder, de envidias y animadversiones, de avances y retrocesos
imprevisibles en curaciones, en enfermedades, en caprichos de mujeres, en
pócimas milagreras, en vaciamientos inexplicables de la memoria. Todo bulle en
su cabeza. Traza planes para recuperar ese plano. Encomienda su propia
peripecia a los dioses lares de su querida Verjoturie, a quienes allí tanto le
enseñaron. Las campanas de San Nicolás vienen a su memoria, al rescate. Y
piensa que es admonitorio lo del rescate. No estará tranquilo mientras no
vuelva a tener el plano en sus manos.
Dos. Kolia.
Apariencias.
Hasta
bien entrado en su madurez, desconocía su verdadero origen. La apariencia de
familia ordinaria, no sólo bien avenida, sino incluso cariñosa entre sus no
pocos componentes, lo había acompañado desde niño, sin que pudiera albergar
dudas acerca de que lo que veía y palpaba era lo único a tener en cuenta. Nada
indicaba cosa distinta. Su padre era su padre; un Kolzov; su madre era su
madre. Idolatraba a sus dos hermanas, que eran obviamente sus hermanas. Cuando
jugaba con Catalina y con Natasha no podía ser más feliz. Ni una sombra de duda
hacía aparición en su vivir tranquilo. Su padre, por negocios, iba y venía
continuamente. Marchaba de Moscú a San Petersburgo, de allí a ciudades
pesqueras del Báltico, frío pero atractivo y siempre susceptible de aprovechar
sus riquezas con prósperos negocios, y vuelta a la capital, camino de regreso a
su domicilio, no muy lejano al Kremlin, en un pequeño paraje en que tenían una
granja de reducidas dimensiones, una vez recorridas no pocas verstas de
llanuras sarmáticas. Los Kolzov eran una familia normal. Y Kolia, también, aunque
despuntaba algún rasgo notable en su carácter.
Su
madre, Tatiana, prodigaba cariño a los suyos mientras transcurría su vida entre
labores caseras y de campo. Ella sí era en verdad Románov, colateral de los
zares, por mucho que su familia se hubiese visto obligada a la máxima reserva
al respecto hasta la llegada de la “Perestroika”. Bastó para ello con jugar con
el uso de los patronímicos y la aceptación del apellido (“familia” en ruso),
dándole así nueva versión, suficiente para no levantar sospechas. Nadie, que se
supiera, había reparado en tan sutiles detalles. Los cambios, sí, habían
servido a los fines que Tatiana perseguía, que eran borrar las huellas de un
linaje en un tiempo noble, pero capaz de traer consigo demasiadas resonancias
en todas las Rusias. Ahora ella y Kolia eran Kozlov a todos los efectos. Y
Kolia nada sabía de los Románov, excepto que la familia imperial había sido
aniquilada a mediados de 1918... Kolia, a sus veintitantos años, a pesar de su
sesgo reflexivo, carecía de elemento de duda respecto a su linaje materno.
El Kozlov que se dejaba
aconsejar.
Desde muy crío desarrolló Kolia, podría decirse así, un
casi instinto. No era fruto de una inseguridad, sino de la necesidad de contar
con alguien que asentara sus reflexiones previas, que las hacía, llenas de
matices y de análisis de pros y contras.
Hubo, eso sí, un momento en
su vida en que vaciló de verdad,
pues ésta lo pilló de sopetón. Tanto que
se pudo ver en su cara, en sus gestos, en el ademán vital tan propio suyo, una
duda, una auténtica vacilación.
Pero, claro, ni siquiera en
ese momento dejó de ser como era, propenso a sopesar las cosas y a no
tomar decisiones definitivas sin oír antes el consejo adecuado a la situación.
Era un práctico acostumbrado a plantearse alternativas para todo; no se dejaba
vencer por una inercia inicial. Y cuando se decantaba por algo, su férrea
voluntad superaba los ulteriores escollos del camino emprendido. De éste, ya,
no se apeaba, arrostraba los riesgos de su decisión y hacía que cuantos lo
rodeaban secundasen su postura. Podía desconcertarse brevemente, pero su ser
analítico, tras esa opinión ajena, a la que acudía sin temor ni apriorismos
inútiles, se convertía en un volcán que arrojaba una lava envolvente que no
dejaba a los demás ni respirar. Simplemente, él tomaba aire de los otros, para
luego, con su carácter, arrollar cuanto se ponía de través.
Tatiana, su madre, decía que era la seguridad en persona,
la seguridad fruto de una reflexión compartida. A ella la gustaba la manera de
actuar de su hijo, Kolzov… y algo más, apellidos complementarios que... Ningún
otro secreto nublaba sus relaciones mutuas. No obstante, guardaba, sí es cierto, una laguna de
confianza, un no atreverse a encarar ciertas cosas con él; pero ello nada tenía que ver con el
comportamiento de Kolia, que siempre había sido un buen hijo, una persona
reflexiva, no inexpresiva ni distante, que acataba sin muchos inconvenientes lo
que sus padres le decían, eso sí, con esa posposición al momento ulterior de
saberse asesorado tan pronto se veía acosado por la imperiosa perentoriedad de
contrastar su propia opinión.
En su etapa escolar la cosa había venido, por así decir,
rodada. Encontró un compañero de clase con el que compartir vivencias, y supo
advertir en Iván Beria el complemento ideal para esa manera de ser suya. Beri,
o Ivanovitch, como solía llamarlo, reunía las cualidades precisas para sacarle
el debido provecho a sus planteamientos. Sabía escuchar, era ágil de
pensamiento, de discurso sereno aunque lleno de matices, no le faltaba juicio
para afrontar las dificultades o pequeños laberintos dialécticos que Kolia le
planteaba, y de forma llana sentaba criterio al respecto, como si llevara
muchos años ejerciendo de asesor, descubridor de caminos, despejador de incógnitas,
allanador de problemas, solventador de inquietudes, calmador de ansias, si es
que puede decirse de esa manera. Congeniaron en seguida, y la amistad siguió
tras decantarse Beria por los estudios de Derecho, a los que Kolia no se sentía
especialmente inclinado por predominar en él más la lógica científica de la
física o de la matemática, aunque también para esto pidió el acostumbrado
auxilio, de cara a su posterior especialización profesional.
No era raro, pues, que ambos se vieran a menudo enfrascados
en discusiones acerca de qué hacer o cómo salir de una determinada situación.
Beri exponía su opinión, y Kolia asentía entusiasta al razonamiento y la
conclusión de su amigo.
Por eso, una vez más en el asunto de marras, entre ambos
hubo ese toma y daca a que tan acostumbrados estaban. Kolia, una vez que
Tatiana hubo hablado de eso que estaba vedado para ambos, planteó la cuestión
con todos los detalles, y Beria supo encontrar el lado práctico de la cuestión.
Así, recondujo la dificultad de los
apellidos y de la búsqueda del tesoro a una posición en que ambos pelearían
codo con codo para sacar provecho de la aventura, que se cernía sobre ellos ya
formando un nuevo tándem, dispuestos a ver qué de cierto había en torno a unas
joyas que habrían pertenecido a la Corona imperial de la Gran Rusia hacía casi
un siglo y supuestamente sacadas del Palacio de Invierno, o también de Tsarcoie
Selo por el inefable Rasputín. Todos los pros y contras se debatieron con
minuciosidad. Hasta la verosimilitud de toda esa historia fue analizada con el
máximo rigor, incluidos los matices de leguleyo que siempre aportaba Beria a
cualquier asunto. La suerte la habían echado tras debatir hasta la saciedad los
pormenores que hasta el momento conocían, y que iban desvelando al aparecer
capítulos de historia familiar y de Historia de Rusia inusitados a la par que
atractivos. ¿Unas joyas robadas a los Zares? ¿Rasputín como ladrón?
Kolia y Beria no tienen que decidir todo en ese preciso
instante. Se conocen tan bien que nada nubla su confianza recíproca. Hasta ese
momento Kolia llevaba una cierta ventaja. Conocía el parentesco que su amigo
tenía con Lavrenti Pávlovich Beria, que, con menos de cuarenta años, había
llegado a ser jefe de la policía y el servicio secreto (esas terribles siglas,
por todos conocidas en la URSS en aquella época, N.K.V.D.), y fusilado más
tarde, en 1953. Las purgas dejaban muchas huellas y sobre todo víctimas
directas y colaterales. A Kolia ese linaje no bastaba para repudiar a su amigo,
ni para desdibujar las enormes cualidades que éste atesoraba. En justa
reciprocidad, ahora, cuando Iván Beria conoció el vínculo de sangre de Kolia
con los Románov, nada hizo que cambiase su gran aprecio por él. No dejaba de
ser curioso, no obstante, cómo se superponían, por encima de ellos, los tres
signos de identidad de su Nación de los más recientes tiempos: la Rusia
post-guerra fría, la imperial de los zares, la soviética comunista.
Tres. “Lechuza”
o el Correo del Zar.
¡Claro
que jugamos con la historia! Y con la literatura. Pero ahora no queremos
referirnos a Miguel Strogoff, ni a las peripecias que narra en su novela Julio
Verne. Pero, eso sí, nuestra historia tiene que ver con encarnaciones concretas
de esos Zares que habían gobernado despóticamente Rusia desde hacía más de tres
siglos. Es difícil borrar de un plumazo todos los recovecos y enlaces de
cuantos personajes han transitado en la tierra durante trescientos años. La
Historia tiene tanta intrahistoria…
Interviene
alguien, sin mochila, sin cartera que contuviera correspondencia, y sin ceguera
final a manos de sus enemigos de una novela en que pierde la visión al quemarle
los ojos con un hierro candente. Ese emisario -confiaba en que lograría su fin
el mensaje que portaba- había advertido a Tatiana, la madre de Kolia. Se
conocían desde la juventud, y algo sabía ese emisario de su verdadera familia.
No en balde la suya también había sido objeto de análisis, investigación,
persecución. En su visita, concertada poco ha, Tatiana encontró muchos datos
confusos. No era fácil aceptar sin más la verdad de lo que esa mujer decía.
Además, ¿era de verdad ese “Correo” quien decía ser? ¿Se trataba en realidad de
una enviada que tenía relación auténtica con Akilina Laptinskaya, alias “Lechuza”,
la que fuera antigua monja y enfermera en otro momento a la par que secretaria
de Rasputín? Tatiana ignoraba muchos detalles de la vida de su amiga; ahora se
daba cuenta de lo superficial que había sido durante años su relación. Guardar
su propio secreto quizá había propiciado una actitud inconsciente de no querer
desvelar detalles de la vida de los demás. Pero…
¡Vaya
una mezcolanza de personajes! Qué revoltijo de fechas, lugares, suposiciones,
medias verdades, insinuaciones. Rusia siempre sorprende. En ella todo es
posible, aun lo más inverosímil e intrincado. El mensaje, en todo caso, y a
pesar del mucho tiempo transcurrido respecto a los hechos a los que se refería,
era nítido. Habían pasado muchos años. Aun así, supo Tatiana que Rasputín había
escondido en la Gran Campana del Zar un plano con la ubicación de las joyas
sustraídas a la familia real del Palacio de Invierno y de Tsarkoie Selo. Luego
-aunque aquí la versión ya ofrecía más dudas- había rescatado el plano. Y era
de suponer (ahí radicaba el intringulis, la parte más oscura de la narración de
Akilina trasmitida a Tatiana por su enviada) que el dichoso plano había ido a
parar a la casa del Anciano en Pokróvskoie. Akilina hace tiempo que había
muerto. Pero en sus conversaciones con sus allegados -y la enviada decía
pertenecer a ese círculo íntimo de “la Lechuza”- manifestó reiteradamente que
el Anciano confesó varias veces, borracho, sí, pero cuerdo, que su piano y su
gramófono eran de un “extraordinario valor”, más allá de cualquier objeto
semejante... En esto Tania insistió una y otra vez en su conversación con
Tatiana. Rasputín, el Anciano, bailaba mucho, y supuestamente pertenecía a una
secta que preconizaba la realización de pecados colectivos mezclados con
lascivias o lujurias, tras lo cual vendría el perdón desde lo Alto. Todo esto transmitía
Tania, sobrina supuestamente de esa Akilina, que era Lechuza más que Águila.
Tatiana. Una aproximación a
los Románov.
Por mucho que
queramos imaginarnos lo que fue esa familia, hoy no es posible, a menos que
manejemos la Historia de la vieja Rusia con mucho conocimiento de causa,
tras habernos adentrado en sus entresijos seculares, a partir de 1700, o
incluso más atrás en el tiempo.
Nos interesa
detenernos, aunque brevemente, en que una hermana de “Nicky”, el zar Nicolás
II, Olga, conocida como Nena, nacida en 1882 y fallecida en 1960, casó
sucesivamente con Pedro Oldenburgsky y con Nicolai Kulikovsky. De ese segundo
matrimonio procedía la familia de Tatiana, que era, así, Kulikovsky y Románov.
Olga, no lo olvidemos, era la quinta hija del zar Alejandro III, que murió
cuando ella contaba veintisiete años. Alejandro sucedió en el trono a su padre
Alejandro II, casado con María de Hesse.
Ser hermana de zar no
era cosa cualquiera, claro está. De manera que podemos imaginar cómo
transcurrió su vida imperial, rodeada de todo tipo de agasajos, lujos y
caprichos.
Pero la vida dio un
vuelco en octubre de 1917.
A partir de ahí ser Románov
ya no era tinte de gloria. Más bien se hacía todo lo posible por obviar
cualquier conexión, más aún si eras familia directa. Muchas veces, en cualquier
documento, para todo tipo de trámites se recurría al viejo truco de sustituir
el apellido completo y poner sin más una erre mayúscula seguida de un punto. Y
que los demás interpretasen qué quería decir aquéllo, acaso una abreviatura de
Rahil, Rinat, Radimir, Ruslán...Las especulaciones serían infinitas, pero
quedaba a salvo la preservación del necesario anonimato, la ocultación del
verdadero linaje.
Y eso es lo que
hicieron los Kulikovsky R. hasta la generación de Kolia, cuando ya no pintaban
bastos e incluso era posible que volverse a llamar Románov pudiera reportar
algún beneficio, una vez pasada la perestroika. Es cierto que se avecinaba un
nuevo siglo en que a todas luces desaparecían los signos que habían estado presentes
en La Unión Soviética. La caída del Muro de Berlín a finales de 1989 precipitó
las cosas. Un alivio, un suspiro profundo salió del siempre preocupado
semblante de Tatiana. ¿Podría ahora ya desvelar los secretos familiares a
Kolia? Su marido no era partidario. Prefería dejar que las cosas fueran todavía
algo más allá. Los papeles que guardaba en su escritorio, jamás accesible para
nadie, tendrían que seguir ocultos. Los estertores de un régimen político de
terror como el de la Unión Soviética podían ser todavía demoledores, llevarse
por delante familias completas, o historias hasta el momento bien guardadas.
No había que
precipitarse. Habían conseguido que Kolia tuviese una educación razonable, y de
eso, sólo de eso, dependía que su hijo pudiese afrontar un futuro con ciertas
garantías de normalidad, sin disonancias ni estridencias. ¿Para qué tentar al
destino? Si alguien se iba de la lengua, podía desencadenarse una retahíla de
consecuencias imprevisibles. Ni una sola vez habían sentido de cerca el peligro.
La pertinente afiliación al partido era casi algo automático, y al menos en los
tiempos recientes había bajado muchos enteros la necesidad de expresar el
entusiasmo cada día. Así las cosas, con esas leves esperanzas a la vuelta de la
esquina, la recuperación del apellido podía esperar. La vigilancia no era tan
extrema. Las pseudodisidencias ya no estaban tan mal vistas. Incluso algunos
hacían pequeñas ostentaciones al respecto, y mostraban actitudes y hasta
conductas del todo heterodoxas. Las redes, a las que con dificultad se accedía,
pero que se podían consultar casi a diario, ofrecían noticias acerca de
posibles cambios de rumbo de las
posturas del régimen, cada vez más cercado por una tenaz oposición internacional
que se decantaba por una transición hacia posiciones menos radicales, o que
incluso predecían ya sin remedio la caída consecutiva de otros Muros, incluidos
los del Kremlin. Pronto, decían esas voces, desaparecerá la momia de Lenin. Los
casi doscientos mil euros que cuesta su mantenimiento al cabo del año, irán a
parar a OO.NN.GG. que aplicarán esos fondos a fines más humanitarios.
¿Cómo no ver que la
golondrina aparece justo en el momento debido? Las señales parecían claras,
pero se imponía una cierta prudencia, por mucho que estuviera colmado el vaso
de su paciencia ante tanta monotonía oficial...
Esperar. Había que
esperar. Kolia seguiría siendo Kulikovsky R. Por mucho que quisiera, Tatiana no
podía quitarse de la cabeza las imágenes de Ekaterinburgo. Nicolás II ya había
dimitido en 1917. Pero en ese julio de 1918 las cosas se habrían torcido
irremisiblemente. Los Románov fueron tratados como perros. No hubo piedad.
¿Hubo juicio contra ellos? Lo que Tatiana siente son escalofríos, ante la “sangre derramada”. Esa advocación
tienen la Iglesia del Salvador en San Petersburgo, también llamada de la
Resurrección de Cristo. Todo confluye, converge, una vez más. Justo debajo de
sus piedras está el lugar en que en marzo de 1881 fue asesinado otro zar,
Alejandro II de Rusia. Está cerca de la avenida Nevski. Tatiana la ha visitado
más de una vez. Incluso recuerda cómo fue retirada de su cúpula una bomba de la
Segunda Guerra mundial y que había estado de “realquilada” en ese tejado casi
veinte años y sin explotar. Ese escalofrío, sí, tienen mucho que ver con la
sangre derramada. Cualquier logro ¿no está siempre precedido de ese brote de
nuestro fluido vital? Así ha sido con su hijo Kolia, con el nacimiento de
cualquier ser humano. Pero no quiere “otras” sangres derramadas. En los Románov
ha habido demasiadas.
Cuatro.
Un escalador dentro de la campana.
Tanteó
y tanteó. Su mano temblaba. La pared interior era rugosa en no pocos tramos.
Tenía rebabas, así es que resbalar la mano por ella era peligroso. La fundición
había dejado lisa la superficie sólo en el exterior.
La
dificultad era extrema. Sus años, no muchos pero intensamente vividos, le
pesaban sin duda. La ascensión por la escalera le obligaba a resoplar. Una
cierta taquicardia le acompañaba al encaramarse a los sucesivos peldaños,
resbaladizos, poco pulidos, nada uniformes. Sus botas hacían varios intentos
antes de asentarse en cada escalón. Se encontraba lejos de su Siberia natal, de
su Pokróvskoie querido. Estaba a caballo entre Moscú y San Petersburgo. Siempre
había admirado el porte de la gran Campana, aun en el suelo.
La
escalera tampoco ofrecía demasiada garantía. Su estabilidad dejaba mucho que
desear. Se cimbreaba al moverse el cuerpo empeñado en escalarla. Estaba bien
apoyada en el suelo, una plataforma enorme fabricada tras la caída de la
campana cuando trataron de izarla a la torre. Pero arriba...eso ya era otra
cosa. Allí los extremos no lograban asentamiento estable y desde lo alto
transmitían como un escalofrío a todo el resto, un deslizamiento continuo y
peligroso. Las manos temblorosas del Anciano se resentían tras esos estornudos
de la madera. Era “Anciano” o “Amigo”, según, y esos nombres provenían
fundamentalmente de Alix, La Zarina, y su entorno. Él era Grigori, pero la
familiaridad con la imperial familia tenía ahora un trato amistoso cuando
menos. Rasputín atendía también a quienes utilizaban, para dirigirse a él,
otros nombres como Grishka, o Grisha.
Pero
lo peor era la oscuridad. Él estaba dentro de la campana, a una altura
considerable y la tiniebla era absoluta. Casi seis metros desde el nivel del
suelo. La luz era prácticamente inexistente de día... y ahora, de noche, el
cono superior de esta joya de los zares se convertía en una gigantesca boca de
lobo, con colmillos que le arañaban las yemas de los dedos.
No
quería que nadie le viera. Había logrado, tras ímprobos esfuerzos acompañados
de no pequeña suerte, que nadie le siguiera. Aunque deambular por el Kremlin
con una larga escalera era de por sí llamativo, la oscuridad de la hora había
mostrado complicidad con su empeño de pasar desapercibido. Así había conseguido
llegar a su objetivo sin tener que dar unas explicaciones que, seguro, habrían
resultado poco convincentes. Según las épocas, era objeto de vigilancia
policial o campaba a sus anchas tras la protección sobre todo de la Zarina.
De
nuevo palpó la áspera pared de la Tsar Kólokol. Y ¡eureka! Allí estaba. El
papel, un plano, seguía en su sitio. Después de tantos años... se alegró de
recuperarlo. Lo introdujo en el bolsillo de su ajada levita. Lo aplastó contra su
pecho. Con él recuperaba la memoria. Las joyas volvían a estar de nuevo a su
alcance. En su día, cierto es que con la connivencia de Alix, la Zarina, nadie
había denunciado su desaparición del Palacio de Invierno. Sólo rumores daban
por cierta la sospecha de un robo. Y él las había puesto a buen recaudo, cerca
de su casa de Pokróvskoie. En cuanto las recuperara de su escondrijo las
vendería. El plano detallaba bien los pasos a dar, la orientación... Estaría a salvo de las intrigas en que se
había visto envuelto, de las acusaciones que se cernían sobre él. En su día la
astucia le había llevado a concebir cómo sacar de Palacio aquella “donación”
(él nunca pensó sino que era una retribución en especie que la familia real le
daba por sus servicios) de forma ingeniosa: las joyas salieron de Palacio en
unas clásicas “matrioskas” que no levantaban sospechas. En esta ocasión las
muñecas tenían la particularidad de que su contenido era un valiosísimo
conjunto de piedras preciosas engastadas en oro, y no la consabida sucesión de
otras disminuyentes muñecas pintadas igual que la exterior e insertadas una en
el seno de la siguiente de mayor tamaño.
Alejo,
su niño zarevich, al que las oraciones del Amigo habían curado, le había mirado
cuando las cogía. Había sonreído. Parecía haber superado sus ataques fruto de
la hemofilia que tanto le había hecho sufrir. Nada tenía tanto valor como su
salud. Se calmaba cuando el Anciano estaba delante de él y le miraba con sus
muy extraños ojos. ¡Qué podían importarle unas cuantas joyas más!
El
Anciano esbozó también una sonrisa, imperceptible; estaba solo. Nadie habría
podido apreciar su mueca. Dentro de la Gran Campana su gestó pasó
desapercibido. Ahora, por fin, tenía el ansiado plano.
Lo
depositaría en su casa, en algún lugar seguro. Cada vez que bailase miraría de
soslayo hacia el piano, hacia el gramófono, sus objetos de extraordinario
valor.
Lo
primero es antes, sin embargo. Para empezar, debe volver pronto a San
Petersburgo. Sus escapadas a Moscú son siempre fugaces, de poca duración. Su
amiga y devota Anisia, no puede -ni debe- retenerlo en su casa más de un par de
días. De lo contrario, en Palacio empezarían a preguntar por él, la Zarina Alix
se inquietaría en demasía, se producirían informes policiales acerca de su
paradero. Debe partir sin más demora. Tiene que ofrecer apariencia de
normalidad. Nada extraordinario ha ocurrido. Solo esa Anisia, que desde luego
guardará el secreto, ha quedado un tanto perpleja ante el favor que Grigori la
ha pedido de encontrar una escalera de mano que desplegaba pueda llegar a los
cuatro metros y medio. El Anciano, según sus propias manifestaciones quiere
llevarla a la estación, ahora que ya funciona el tren hasta allí, para que un
vecino suyo se la facture hasta Pokróvskoie,
donde está haciendo obras en su casa. ¡Qué raro que allí no se pueda conseguir
una!, piensa Anisia. En fin, lo quiere el maestro, y él sabrá por qué hay que
hacerlo así.
Rasputín,
un jlist particular, con dotes sobrehumanas.
Millones de vidas e historias pueblan los tiempos remotos y
recientes de la Humanidad. Pero sin duda alguna una de las más atractivas es la
de un campesino semianalfabeto, que gozó de los favores de la familia Imperial
Rusa hasta que fue asesinado por otros príncipes de la misma no tan amantes de
su figura, acaso temerosos ante el excesivo influjo que tenía ese sujeto en la
Corte, o bien deseosos -la envidia puede ser una consejera admirable para actos
extremos de violencia o de aniquilación- de suplantarlo por otro más dócil, que
se doblegase mejor a sus designios particulares.
Ya le hemos visto escalando. Sabemos que es conocedor de no
pocas debilidades escondidas en los Palacios de los Zares. Si fuera escritor, podría contar tantas cosas...Pero
no lo es. Es un burdo campesino, de Pokróvskoie.
Hace ya años que, a
raíz de una paliza que le dieron, se ha dedicado a beber más que un cosaco.
Vino a Petrogrado lustros atrás. Y se ha hecho con la confianza de la zarina.
Es ésta alemana, y de familia culta. Pero ella misma ha visto en él unos ojos
hechiceros. De esos a los que uno se aferra pues son poseedores de misterio, de
fuerza espiritual más allá de lo conocido o manejable. Se deja doblegar. No
tiene escapatoria. Desde la primera vez que dejaron que entrara en Palacio...La
segunda ya puso sus manos sobre el zarevitch. Era momento de uno de sus peores
ataques, esos mortificantes, con fiebres altísimas, convulsiones
espantosas, desvalimiento generalizado,
abandono de todos los sentidos hasta convertirlo en una piltrafa humana que se
dobla como si fuera un ser sin columna ni vértebras, que a nada responde, fuera
de todo control.
Pero el milagro se
produjo. El Anciano puso las manos sobre su cabeza, miró desde el insondable
magma de sus ojos, penetró en su mal, recondujo su ataque, apaciguó su cuerpo, hizo
posible que descansara, que se relajara, que durmiera, que obedeciera las
órdenes de su mente conectada con la Divinidad. Sería su amigo sanador. La
familia no tendría ya que recurrir a otros médicos o intercesores. Quedaba
lejos el predecesor, un francés Dr. Philippe.
La zarina empezó a
ser Alix. Confiaba en él. Esperaba que pudiera curar definitivamente a su
Alejo, el único varón de los hijos tenidos con Nicolás II, y nacido hemofílico.
La salud de su hijo recuperada. Dejaría a este Gran Amigo que siguiera yendo a
orar con ellos para preservar el desarrollo del crío, heredero imperial.
Nicolás, preocupado
además con el Imperio, consentiría, se dejaría llevar. Trataría de convencer al
resto del clan de los Románov de la bondad de su Nuevo Amigo. Todos sabían lo
que significaba Rasputín, sinónimo de santo, vidente, violador, borracho, acaso
aficionado a prácticas con su mismo sexo pero con otras inclinaciones hacia el
opuesto para acallar sus primarios instintos o aun su impotencia, conspirador
político, curandero o milagrero, farsante, y hasta espía de los alemanes, o
antisemita. Rasputín, palabra vergonzosa, que vale tanto como inmoral, inútil,
disoluto, protagonista en Siberia de peleas salvajes, sangrientas, a puñetazo
limpio, penitente, impío religioso, sectario, Amigo que curaba a su hijo,
proselitista, reunidor, en sus habitaciones de sucesivos pisos, de élites y de
bazofia, visitador de baños públicos acompañado de selectas mujeres o de
perdidas rameras, receptor de dádivas en comida, ropas, joyas, fajos de rublos,
una auténtica prenda. Sí, Nicolas envía, desde donde esté, cartas a Alix, a
todos, con ucases para protegerle. Sus Ministros y demás autoridades sentirán
la sensación de obedecer órdenes inequívocas, quizá carentes de todo sentido
lógico. La aureola de complicidad se extiende por Petrogrado y más allá. La
Iglesia y el Ejército están advertidos, y tendrán que seguir los pasos del
Anciano en aras de preservar su influjo ante los zares.
Rasputín sabe cómo
ejercer tal influjo. Claro, con tales confianzas es difícil no caer en ciertas
tentaciones. Y una de ellas sería resarcirse de las horas de desvelos que
dedicaba a estar junto al pequeño zar. El Amigo tendría acceso a todas las
habitaciones por las que circulaba la familia imperial. Este curioso jlist
pronto se acostumbraría a ver lujo alrededor, joyas, dinero proveniente de la
propia Alix Fiódorovna. Resultaba cómodo, incluso fácil acceder a todo. Tenía
poder. Dejaban que ejerciera influencia. Su ascendiente sobre el mal del chico
daría patente de corso a cualquiera de sus acciones.
No todo es noticia
confirmada, verdad objetiva, ciencia cierta. Alrededor de toda la historia, y
como satélites que giran sobre ejes cambiantes incluso de un día para otro, hay
conjeturas, y sobre todo insinuaciones interesadas, que se lanzan al espacio
pues sirven a fines concretos cuyos definidores saben bien lo que hacen.
Persiguen desacreditar al Anciano, que está en el punto de mira de no pocos
aduladores de la Corte. Como sea tienen que rebajar el grado de influencia de
Rasputín. Los más osados no ocultan siquiera que su máximo deseo es hacerlo
desaparecer. Cualquier excusa es buena. Y la relación de Alix y Rasputín, más
allá de habladurías y supercherías, es percha fácil de la que colgar andanzas y
noticias, que circulan por todo San Petersburgo. La Guerra, además, enturbia
todo complementariamente. Y por si faltaba algo, los procesos revolucionarios
internos no están ya ni siquiera meramente larvados, sino a punto de estallar y
de llevarse todo por delante.
Cinco. Tatiana
trama un plan.
Alguien
tenía que saber dónde había ido a parar. Lo que Tania le había contado de su
tía Akilina... Inquietante, atractivo, misterioso como todo lo que -real o
propio del rumor- rodeaba al Anciano. Tan sólo se conocía parte del trágico
asesinato del Anciano. Despechadas amantes, influyentes personalidades,
miembros de la propia familia real, intrigantes de enorme peso político... todo
había conducido a su asesinato y a la aparición de su cadáver flotando en el
Neva de Petrogrado el 19 de diciembre de 1916. Era horrible. Casi tres días
atrás había sido arrojado al río en el recodo contiguo al Palacio de los
Yusúpov, todavía vivo, según algunas versiones, atadas sus muñecas y con varios
disparos sobre su cuerpo. Cuando se recuperó su cadáver, un rictus de sus
brazos alzados daba muestras de haber luchado inútilmente por desatarse... El
vidente, el sanador, el hipnotizador, el santo se había confiado. El apoyo de
los zares...creyó siempre que sería suficiente protección. Se dejó arrastrar
por su propia capacidad de seducción, esa que le había hecho famoso, querido
pero también inmensamente odiado.
Parece
ser que en su última visita a Pokróvskoie, donde se había comprado una nueva
casa, daba paseos por sus alrededores en compañía de su hija María y de gentes
que le seguían como a un santón, y con las cuales se decía que tenía todo tipo
de relaciones, íntimas incluso, relacionadas con prácticas poco ortodoxas,
heréticas, propias de los jlist y de
los que pregonaban el perdón del pecado, sobre todo de la carne, ju sto
mediante la orgía comunal, indiscriminada, que restablecía el orden justo al
cometer pecado y a todos igualaba.
La
casa fue objeto de no pocas inspecciones. Se habían sucedido a lo largo de los
años los registros, tanto de la policía como de las congregaciones religiosas
locales. Hasta un Comité local de la pobreza rusa se había incautado de sus
bienes, aunque se dudaba de que la medida hubiese sido radical, llevada a sus
últimas consecuencias. Sin duda se pretendía acusarle de herejía; aunque luego,
con el régimen comunista, se cambió el patrón de conducta y la tipología del
delito que se le imputaba. El plano nadie lo halló. Aunque, claro, resultaba
complicado que se hubiera encontrado si nadie lo buscaba. Solo Akilina sería
conocedora de este secreto de su bien amado Amigo Nuevo, que es como era
conocido al principio de su relación con la Casa real.
Contaba
La Lechuza que el Anciano llegó exhausto a Petrogrado al día siguiente de haber
recuperado el plano dentro de la Campana en Moscú. La ascensión por la
escalera, el riesgo de ser descubierto, la tensión extrema en que vivía desde
hacía meses, incluso años, habían hecho mella en él de forma acusada en muy
pocos días. Akilina lo encontró a punto de la extenuación. Quiso darle dulces,
para que se recuperara, pero él tampoco ahora se saltó su regla de no comerlos
nunca. Ideas y prácticas de monje y ermitaño habían arraigado en él tanto como
su mirada, entre profunda y esquizoide. Aunque todo cambiaba en las épocas en
que bebía más que diez cosacos.
Tatiana
pactó con Tania. Si lo que su tía había contado resultaba verdad, y lograba
hacerse con el plano y dar con las joyas, tendrían que ver si les era factible
lograr que se vendieran a un buen precio. Harían partes. A ella le resultaba
más fácil acceder a Pokróvskoie sin levantar sospechas. Su familia Románov... ahora
sí le valdría hacer gala de esa pertenencia colateral. Intrincados vericuetos
legales, alta política mezclada con otras inverosímiles amalgamas derivadas de
componendas de los sucesivos regímenes nacionales y locales, habían dado como
resultado que algunos parientes devinieron propietarios de los incautados
bienes del Anciano, por encima incluso de la familia de éste, que tampoco pudo
protestar mucho por tal solución, la verdad. Cosas más inverosímiles ofrecía la
historia de Rusia. Nadie se extrañó, ni menos aún reclamó nada ante los
tribunales. Fallecidos o exiliados los parientes más directos de Rasputín… nada
se opondría a lo urdido por Tatiana. Se contaba que María, la hija de Rasputín,
hacía años que había huido a París, donde habría ejercido de domadora en un
circo.
Kolia,
ya lo vimos, fue informado de todo por su madre, Tatiana. A ésta le costó Dios
y ayuda ponerle en antecedentes. Nunca le había contado a su hijo que eran de
verdad Románov. Kolia quedó petrificado. No salía de su asombro. En el fondo
pensó que lo que su madre estaba cometiendo era una traición. O que la traición
había durado toda su existencia. Y el motivo de estas revelaciones, a su manera
de ver las cosas, no podía ser más peregrino: aprovecharse de un linaje, hasta
ese momento oculto, para hacerse, acaso, con unas joyas que como mucho deberían
ser propiedad del Estado, pues los Románov “directos” habían muerto en el
magnicidio que en 1918 siguió a la revolución del año anterior. Tatiana le
rogó, le suplicó, imploró más allá de lo que Kolia había visto nunca en su
madre. Kolia se asesoró. Y, como siempre, Iván Beria, recondujo la situación a
algo tangible y factible.
Irían
juntos al pueblo so pretexto de arreglar unos problemas con las lindes de los
terrenos que se les había cedido cerca de esa famosa casa. Un viejo pajar
resultaba clave. Había sido escenario reiterado de las orgías del “Novy”, o
sea, el Nuevo, apellido que los zares habían querido darle para que así no
tuviera que soportar las burlas derivadas de la etimología de su verdadero
apellido, Rasputín, que irremisiblemente le conectaba con el significado de ser
persona inmoral y que no sirve para nada. Tatiana había tenido que referirse a
todo esto en su conversación con Kolia, extrañado de no haber sabido nada hasta
el día de hoy, al borde ya del siglo XXI, de los auténticos orígenes familiares
que se escondían tras el árbol genealógico de su querida madre. Pero como era
hombre práctico y tampoco había nada deshonroso en todo lo que supo en ese
momento, no dudó en seguir a su madre en el plan trazado. Si eran de verdad Románov,
si de ellos, tras el múltiple magnicidio de 1918, quedaban pocos miembros y, si
de verdad las joyas les habían sido robadas en palacio en 1906 o un par de años
más tarde, ¿qué de malo habría en recuperarlas? ¿No era cierto que de alguna
manera les pertenecían? Lo importante era encontrarlas. Luego ya verían cómo
explicar su recuperación o vendérselas a un buen postor que pagase bien y que,
convencido de la procedencia del tesoro, no hiciese demasiadas preguntas
impertinentes o insidiosas.
Kolia,
no obstante, pidió a Tatiana su madre permiso para consultar el asunto con su
amigo del alma, sin cuyo parecer y consejo legal hacía años que no daba un solo
paso.
Iván,
algo mayor que Kolia, se había doctorado en leyes, y regentaba un bufete al que
no le faltaban fuentes nutricias de la alta burguesía moscovita. Ahora andaba
enzarzado con las reclamaciones que estaban poniendo a la Marina los familiares
de los marineros fallecidos en el caso del submarino Kursk. Uno de ellos era
concuñado de Tatiana.
Las
cosas resultaron fáciles. Iván Beria sabía lo que se hacía. Y no desaprobó lo
que Kolia le contaba de los planes de Tatiana su madre. Le constaba -el
despacho, decía él, era un confesionario, en que la gente, además de encargar
pleitos, se desfogaba haciendo al letrado todo tipo de confidencias- que había “búsquedas”
en curso para localizar el tesoro de la zarina y de alguna de sus hijas, las
Grandes Duquesas, esas joyas que supuestamente habían desaparecido de Palacio a
comienzos del siglo XX, pero de las cuales nunca se hablaba oficialmente,
aunque había investigadores y doctorandos que seguían caminos de incierto recorrido
y resultado al respecto.
Todos
sabían algo. La “Lechuza”, mujer de muy anchos hombros, dotada de enormes
pechos, en la que Rasputín confiaba casi ciegamente, estaba en el secreto del
Anciano y en vida dejó pistas a su sobrina Tania. Iván fichó mentalmente todo
lo relevante del relato de Kolia Kozlov/Románov. No iba a traicionarle, pero a
su debido tiempo pasaría factura a los demás y sacaría su propia recompensa.
Era
obvio que tenían que aliar sus fuerzas. Ciertamente, nada podrían hacer sin el concurso
de Tatiana y de Tania. Esta había dado la pista del pajar, donde su tía Akilina
y el Anciano celebraron cuando jóvenes ritos de “regocijo”, prácticas muy del
gusto de los jlisti, que más o menos quería decir flageladores. Allí llevaban
el gramófono de la casa de Rasputín en Pokróvskoie y bailaban en noches
vigiladas desde el exterior, más o menos discretamente, por la policía. Aunque
mínimamente, las cosas tenían sentido y ofrecían, incluso dentro de lo
deslavazado del asunto, una relativa coherencia, un puzle con piezas que
encajaban. No estaría de más, de paso, ofrecer a Rusia, si aquello acababa
bien, un motivo para honrar, al menos en parte, a la familia Románov, asesinada
en Ekaterimburgo al final de la Gran Guerra de 1914.
Nadie
con dos dedos de frente rechazaría arriesgarse en una aventura tan llena de
atractivas incógnitas. Beria era pulcro en sus análisis. Sus años de bufete
habían logrado que desarrollase un fino instinto, capaz de reducir a esquema
simple los intrincados embrollos a que tan proclive se muestran los humanos y
las relaciones sociales. Su participación en el asunto le reportaría prestigio,
un plus añadido a la más que previsible remuneración a metálico. Anotó en su
ordenador los posibles itinerarios del viaje. Se documentó suficientemente acerca
de Pokróvskoie, de la figura de
Rasputín, de la Lechuza y de los Románov. La precaución, obviamente, no estaba
de más. Cuantos menos cabos sueltos, mejor.
Alejo,
el zarevitch, varón, enfermo.
Cuando nació, todo eran parabienes. El Imperio sonreía.
Tras cuatro preciosas niñas, al fin Alejandra Fiódorovna había logrado lo que
todos ansiaban. Un niño, un varón, completaría la familia. Exultantes de
júbilo, su madre y Nicolás II no cabían en sí de gozo. El Supremo había por fin
accedido, después de las rogativas de todo un fiel y sumiso pueblo, que estaba
sujeto por feudalismos inacabados, pero que de corazón deseaba que un heredero
con cromosomas inequívocos de varonía perpetuase la estirpe y el poder de los Románov,
hasta ese momento pendiente, entre otros, de un hilo genético. El pueblo sabía
que podría cambiar poco su situación ancestral de dominio casi absoluto que
durante siglos había caracterizado la forma de Estado y de Gobierno de la Madre
Rusia, tan plagada de signos femeninos, pero tan apegada al hombre que
encarnaba el Imperio. Había habido mujeres al frente del gobierno, es verdad. Y
hasta notables mujeres, asimismo Grandes, como Catalina. Ésta, incluso, era
tenida como una reformadora, amante de la Ilustración, yugo más suave pero no
menos sometedor que los simple y directamente despóticos. Todo lo podía, fuera
hombre o mujer, quien ostentara el cetro. Es cierto que el heredero sería, en
todo caso, hijo de una alemana. Y ahí surgían dudas. Pero el Imperio se había
logrado asentar y figuraba a la cabeza de las potencias mundiales. Desde Pedro
el Grande su presencia, incluso en el Báltico, se hacía notar en toda Europa, y
no digamos en el extremo oriental de sus fronteras, más o menos sólidas desde
que la propia Catalina se encargó de ello al tiempo que declinaba el poder
otomano o de la propia Europa, siempre proclive, a través del actuar de sus
dirigentes, a enzarzarse en peleas intestinas con vistas a un fin, de
predominio o de fijación de sus propios límites y expansiones.
Pero el destino se guarda cartas en el juego de las
dominaciones. El zarevitch pronto dio sobresaltos impensables; su fisonomía
ocultaba un mal oculto, lleno de presagios nada halagüeños. Era un pequeño ser
convulso, enfermizo, propenso a ataques que en seguida convirtieron a la corte,
e incluso al ignorante pueblo, en un hervidero de informaciones, noticias,
rumores, contradicciones sin fin, opiniones médicas encontradas, remedios
ortodoxos junto a prácticas nada científicas, aparición de sanadores y hombres
de saberes ocultos, llamados junto al lecho del doliente crío para ejercer sus
poderes, intrigas de familiares e interesados que trataban de torcer en su
favor lo que predecían astros de uno u otro tenor o procedencia. El Palacio de
Invierno, Tsarkoie Selo y demás residencias imperiales eran venir y revenir de
gentes honestamente preocupadas o de portadores de aviesas intenciones que, con
cualquier excusa, envolvían todo, lo revolvían, impedían que la sana lógica y
el buen criterio imperasen, incluso en los distinguidos miembros de la familia
imperial.
Ese caldo de cultivo enfermizo propiciaba que cualquier
desaprensivo hurgara en el mal, en la enfermedad y el ambiente en que se
desarrollaba. El pobre zarevitch era el blanco de tales intrigas. No sabía
defenderse, claro está, por sus propios medios. Era incluso menor de lo que su
corta edad representaba. Y, así, la debilidad propia y de su entorno -parece
mentira, tratándose de esos poderosos Románov- creaba una realidad envolvente,
cuyos difusos caracteres servían para los espurios intereses de muchos arribistas
sin escrúpulo, fanáticos, sobre todo, de defender o ampliar su círculo de
influencia.
Antes de la llegada de Rasputín, la escena había tenido
otros protagonistas inmersos en esos oscuros procesos destinados a la sanación,
a toda costa, de la maltrecha e inestable salud del pequeño zar. El propósito,
digámoslo con expresión más actual, era tratarlo con medicinas alternativas,
cargadas de simbologías esotéricas, de poderes sobrenaturales, de dones personales
más allá del canon ordinario de los seres humanos normales. Llegado un momento
determinado en la evolución de la enfermedad, todo valía; valía la pena
probarlos, uno tras otro. Y la creencia religiosa del magma profundo de los
habitantes de la Gran Rusia alimentaba la aparición de mesías, surgidos de la
aquiescencia de la Iglesia oficial, sus popes, sus archimandritas, de la
multitud de tendencias y hasta sectas, que eran consentidas y convertidas en
fenómenos de santidad a las que aferrarse.
Sí. ¿Por qué no dar su oportunidad a Rasputín? Los
iniciales recelos dieron paso a una actitud primero expectante; más tarde, a
una adoración sin límites, basada, precisamente, en que no tendrían límites sus
poderes sobrehumanos, sus ojos enigmáticos, sus manos sanadoras, su
religiosidad infinita, su halo de una inabarcable santidad. El saldo arrojaba
un balance tan positivo que a su lado carecían de importancia un par de joyas.
Lo relevante era contar con alguien capaz de tranquilizar y aun sanar al
zarevitch.
Alix se volcaría en todo lo relacionado con el Anciano. Sus
libros religiosos, bellamente encuadernados, contenían los secretos del alma. Y
ella estaba dispuesta a todo. Especialmente a que alguien, descendido, se
ocupara de la maltrecha salud de su hijo. Si éste sanaba gracias a ello
peregrinaría, se haría devota hasta la partícula más profunda de su médula. Y
arrastraría a Nicolás a esa nueva vida de creyente. Vencería cualquier
obstáculo, incluidas las dos familias, la de Hesse y la de los Románov. Sanación
y santidad… tan al alcance de la mano. Tenía que centrarse, conceder todo lo
que su Amigo la pidiese. Ya habría luego forma de acallar cualquier rumor, o
las difamaciones, o los desapegos, airados, de amigos, familiares, cortesanos,
gobierno y buen pueblo de la Madre Rusia.
Seis. Operación
aguja en un pajar.
El
viaje era relativamente asequible. Pesado, pero factible. Llegaron, pues, a su
objetivo. Y Kolia, su madre Tatiana y el letrado Beria no tardaron en localizar
el paraje del pajar, cerca de la casa del Anciano. Pokróvskoie seguía siendo lo
que siempre fue. Sus pocas calles se recorrían sin demasiado esfuerzo. Se podía
acceder sin dificultad al desvencijado pajar, inhóspito, decrépito, alejado de
cualquier veleidad para toda persona en sus cabales. Tan abandonado parecía que
ni siquiera la rapiña había hecho mella dentro de sus muros. ¿A quién se le
ocurriría entrar? Si algo hubo de utilidad en él, habría ido a parar a un
Museo, que habían abierto en la localidad unos extranjeros para, aprovechando
la fama del Anciano, fomentar el turismo, hacer parada obligada para los
curiosos: todo el mundo había oído hablar de Rasputín. A su alrededor, sí se
habían rehabilitado casas aisladas, y el centro del pueblo. Pero del pajar
nadie se había ocupado durante lustros.
Una
especie de camastro, protegido de miradas indiscretas a su tosca manera,
mediante unas vigas sujetas al viejo armazón del techo y que hacían las veces
de biombo, permitía imaginar sucias orgías y rituales paganos, tan vetustos
como la humanidad y el deseo carnal de los posibles visitantes que en su día lo
utilizaron cono lugar de refocilo. El Anciano abalanzándose sin pudor sobre
unos grandes pechos que también bailaban... ¿no sería éste lugar lógico,
idóneo, para un gramófono?
Buscaron.
El trio se sentía preso del ambiente. Estaban tensos y todo lo miraban, lo
escrutaban, no perdían detalle de cualquier rincón. Y, sí, en una trampilla del
tabuco, escondido a la vista,... apareció. Pero, mierda, no era lo que
esperaban. Y no tenía sentido. Ni gramófono, ni plano, ni joyas... ¡una destartalada
y ajada matrioska! El Anciano ¿un juguetón? Había tenido fama de muchas cosas,
pero siempre se pensó que era más bien adusto, serio, no proclive a otros
juegos que no fueran los de la seducción en su más amplia gama. Por si acaso
procedieron a la maniobra clásica: dentro de la muñeca había otras cuantas más.
Pero ninguna señal de lo que estaban deseando encontrar.
Desánimo,
frustración. ¿Qué hacer a partir de ahora? Beria propuso investigar en la casa,
cercana. La policía local seguro que no les molestaría. Hacía tanto tiempo de
todo...
El
resultado, aun así, les había decepcionado mucho. Ratificaban la idea que se
esconde en el dicho. El tesoro del Anciano se parecía bastante a lo del buscar
una aguja en un pajar. Salieron llenos de briznas por toda la ropa y la cabeza,
pero sin asomo de plano ni nada parecido. ¿Estaría Akilina en lo cierto? ¿De
verdad Rasputín había rescatado de la Gran Campana su plano y lo había llevado
a Pokróvskoie? En el pajar no había más pistas. Pero el relato de Tania era
inequívoco: así se lo había contado su tía Akilina, eso sí, entremezclando la
narración con lamentos en que explicaba cuánto había padecido en diciembre de
1916, cuando los malvados lo habían arrebatado de su lado. Siempre, desde que
había empezado a cuidarlo, una cierta inseguridad presidía todo lo que rodeaba
a Rasputín. Mejor diríamos que era el reino de la imprevisibilidad. Podía
suceder lo peor y lo mejor. Había gente que lo amaba por encima de lo natural.
Otros, en cambio, deseaban vivamente su muerte y que, así, dejase de ejercer su
nefasta influencia sobre Alix, Nicolás y Alejo.
La
evocación siquiera de tales nombres en el pueblo de Pokróvskoie ¿serviría de algo si los mencionaban Kolia, Tatiana y
Beria, caso de ser necesario? No solo estaban decepcionados. También eran presa
de la turbación, de la incertidumbre, de la inseguridad acerca de sus planes.
¿Por qué una “devota” como La Lechuza tenía que haber contado la verdad? ¿Cómo
es que ella, tras la muerte de Rasputín, no había intentado encontrar ese
tesoro si tan segura estaba?
La
trama de los asesinos.
Rasputín no se oculta. Deambula libre. Disfruta de la
ciudad. Visita lugares públicos de lenocinio. Recibe en sus habitaciones. Tiene
acceso libre a Palacio. Se codea con los Grandes. Practica su lema “Pecado,
arrepentimiento, purificación”. Intriga. Es objeto de difamaciones. Conoce a
sus detractores. Fabrica recetas de cataplasmas y pócimas. Ejerce videncias.
Mira con ojos de una profunda claridad. Sabe que la Policía lo vigila. Le
consta que la Familia, la imperial, está seducida y cree que su protección va
más allá del intento de asesinato que ya ha sufrido a manos de otra fanática,
inducida por uno de sus rivales en la Religión. Ama intensamente a unas
cercanas, mujeres de toda la escala social. Otras, como la bella Irina, son, al
parecer, de momento, inalcanzables, no se prestan a ir a sus salones privados,
en su domicilio, en el cual muchas han alcanzado un éxtasis inefable al dejarse
practicar contactos cargados de un simbolismo que las arrastra a partir de un
carisma inigualable. Es el gran santo de Rusia. Recita de memoria, aun siendo
casi ágrafo, complejos y largos textos sagrados. Su atracción sirve de vehículo
mediante el cual penetra en los demás y los domina casi irremisiblemente. Unos
y otros caen rendidos a sus pies, le bendicen y besan sus manos, largas y
misteriosas, casi ni se atreven a levantar la cabeza para tratar de entender su
inescrutable mirada.
Irina, según cuenta alguno, es objeto de sus deseos. Está
casada. Su belleza deslumbra. Y su posición en la alta sociedad no ha permitido
ningún devaneo, ni contacto, ni posibilidad de acercamiento. Se supone que yace
con su marido, Félix Yusúpov. Pertenece éste a la familia que pasa por ser el alter ego de la familia imperial, casi tan poderosa
como ésta, quizás incluso más adinerada que los Románov. Es picar muy alto.
La crueldad de la trama tiene ingredientes humanos de
voltaje diverso, de ambiciones de calado junto a debilidades fruto de la
confianza. Sus fieles, incluso algún confidente de la propia Policía, dan por
seguro que está vigilado por secuaces del gobierno que no dejan ni a sol ni a
sombra el portal y los alrededores de su casa. Pero él no sabe que ese control
desaparece a partir de las diez de la noche, cuando se supone que él ya no
saldrá y quedará recluido al cuidado de su fiel servidora, Lechuza, y demás
adeptos. Por eso abandona su domicilio, con el señuelo de que, a la reunión que
le proponen, asistirá Irina.
Se deshace, pues, de sus seguidoras. Y lo conducen al
palacio de los Yusúpov. Éstos están arreglando un sótano del edificio. Allí, se
lo han prometido, podrá encontrarse con ella.
Lo demás es fabulación que sólo recrea algunos de los detalles: si estaba o no también
el Gran Duque Dimitri Pávlovich, primo del Zar, que luego será acaso amante de
Cocó Chanel, a la sazón prometido de Olga Nicoláievna por mucho que sus
devaneos homosexuales vayan a impedir el enlace.
Otra vez piensa en pecar, luego arrepentirse y esperar que
llegue la ansiada purificación, proceso que rinde pleitesía a esa secuencia,
por su orden, sin que esa plenitud de reconciliación con Dios pueda conseguirse
sin los pasos previos.
Si comió o no unos dulces envenenados. Si el arsénico era
suficiente. Si fueron varios los que al final tuvieron que disparar cuando el
Anciano escapaba del Palacio Yusúpov. Si estaba o no muerto cuando fue lanzado
al Neva. Si fue la propia Policía quien rescató de allí su cadáver el 19 de
diciembre de 1916. Si el brazo alzado, congelado, esbozaba ademán de
santiguarse o era traza de su pelea por liberarse de mordazas con que lo habían
atado. Si alguien más estaba involucrado en la trama asesina. Si había sido
objeto de otros seguimientos, a cargo quizá de potencias enemigas.
Sí es cierto, en todo caso, que en su intento de fuga las
ideas revoloteaban en su confusa cabeza, ávida de respuestas a tanto
interrogante ante la inminente muerte. ¿Coincidencias macabras? Pocos han
reparado en un dato escalofriante: su mujer, recluida en Pokróvskoie hace años,
para cuidar de los hijos que tiene con Rasputín, es Praskovia Fiódorovna. O
sea, que las dos tuvieron a un Fiódor como padre, la zarina, hija menor del
Gran Duque Luis IV de Hesse, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, prima
del Káiser Guillermo II y la mujer del Anciano. ¿Por qué hace siempre el
destino esos requiebros?
Un cierto respiro alivia a los asesinos. Nadie investigará
oficialmente a fondo el asunto. La Gran Rusia anda metida de hoz y coz en la
Gran Guerra, a finales de ese año 1916.
Los Zares pronto seguirán la misma suerte aciaga que su
Gran Amigo, el Anciano Grigori Rasputín. Camino de su último lugar de
reclusión, que será la casa Ipátiev en Ekaterimburgo, los zares pasan en 1918
por delante de la casa de Rasputín en Pokróvskoie. Parece como si confluyeran
muchas tramas para llevarse por delante a la familia imperial y a su Amigo.
Nada quedará de su relación. Hasta desaparecerán los
últimos vestigios del imponente Imperio, de la familia Románov que desde 1613
está en el poder. Los asesinos han conseguido más de lo que se propusieran. El
río no se ha teñido de rojo con la sangre de Rasputín; los fríos hielos de
diciembre lo han impedido. Pero una fuerza roja mucho más poderosa va a tintar
de ese color el Palacio de Invierno y todo San Petersburgo.
Siete. Un
intruso. Búsqueda del plano del tesoro.
Empezaron,
lógicamente, por la parte baja de la casa. La inspeccionaron a conciencia.
Entre lo poco que quedaba (había un cierto temor: eran bienes sobre los que nunca
hubo una propiedad definitivamente clara), repararon en que todavía había fotos
colgadas en alguna de sus paredes. El Anciano, rodeado de mujeres, una de gran
pechugamen, acaso Akilina, miraba con esos ojos inquietantes, tan penetrantes
que infundían respeto, lejanía, escrutación y al tiempo una acariciadora
cercanía, una inclinación al abandono; al cruzar la mirada con él uno se sentía
desnudo, indefenso, a merced de las intenciones del Anciano.
Siguieron.
Veían matrioskas, se imaginaban presos de la burla; parecían inmersos en un
juego cuyas reglas les eran del todo ajenas. En esas estaban cuando aporrearon
la puerta.
Prácticamente
nadie conocía su viaje, ni su destino. Tatiana, Kolia e Iván habían hecho un
largo recorrido. Los más de dos mil kilómetros de Moscú a Pokróvskoie suponían
distancia insalvable para cualquier tipo de seguimiento intencionado. Al abrir
Beria la puerta no daba crédito a lo que veían sus ojos. Ante él estaba un
conocido, cliente, familiar directo, heredero incluso en buena parte de lo que
dejó al morir intestado, de uno de los fallecidos en el penosísimo hundimiento
del submarino Kursk; era uno de los que reclamaban a través de su bufete una
indemnización a la gran Madre Rusia. La negligencia de en ese penosísimo
“accidente” parecía evidente y había que aprovechar los resquicios legales
para, al menos, conseguir paliar con dinero la angustia hasta la muerte
horrible, la desgracia y el deshonor sufrido por aquellos marinos servidores de
la gloria de la gran Potencia, amparados sobre todo por la campaña de prensa
internacional desatada con motivo del desastre de ese submarino atómico.
La
aparición imprevista tenía una explicación. Uno de los oficiales fallecidos en
las entrañas del Kursk venía de gentes que siempre habían vivido en Pokróvskoie.
Su familia había tratado, generaciones atrás, al Anciano. Y, coincidencias de
la vida, el susodicho pariente, llamado curiosamente Grigori, el mismo
patronímico que en vida llevó el Anciano, tenía estrecha relación con la
familia de Akilina, hasta el extremo de que su sobrina Tania y él, mucho tiempo
atrás, habían mantenido una relación más que cordial, amorosa. Estuvieron en un
tris de llegar a los altares... laicos, pero dispuestos a manera de los
antiguos altares. Así es que, según lo veía Beria, Tania les había enviado un
espía, que se asegurase de cómo el trio daba los pasos entre las viejas
posesiones del Anciano, de qué encontraban, en su caso. Los “materiales”, le
había dicho Tania a Grigori, tienen que ser “todos” los que se hallen: no vaya
a ser que alguno se “despiste” en el camino y se quede en unas manos que reste
una buena parte al botín. Grigori gozaba de la plena confianza de Tania. Sí,
por supuesto, de todo habría que hacer dos partes; nadie saldría perjudicado.
Pero Grigori dejó entrever cuál sería su particular plato de lentejas si es que
Beria captaba su intención; dado que él venía desde tan lejos como el trío, ¿no
sería justo dividir y hacer tres lotes iguales? Él se encargaría de convencer a
Tania de la bondad del reparto en esos términos, mientras Beria tendría que
aplacar los temores de Kolia y su madre Tatiana. Estaban claros los términos.
Además, Grigori había profundizado por su cuenta, una vez informado por Tania
de la búsqueda, de todos los detalles trascendentes del otro Grigori, el
apellidado Rasputín, ese inefable y contradictorio personaje, por muchos
identificado como un “sectario hipnotizador semianalfabeto”. Nos vendrá bien,
pensó Beria tras analizar los perfiles de la nueva situación creada por la
aparición de Grigori, contar con sus conocimientos y su ayuda; si el botín
logra, al fin, ser suculento, no importará demasiado tener que dividir por tres
y no por dos. O por cuatro, que al fin y al cabo yo, Beria, también merezco mi
parte alícuota (así pensaba el letrado). Todos andaban, pues, vendiendo la piel
del oso, pero éste todavía seguía errabundo por las frías tierras siberianas y
sus perseguidores, por supuesto, ni siquiera habían visto unas huellas suyas
dignas de crédito. Tatiana y Kolia tenían asignada una de las partes alícuotas
independientes. Por lo que se vislumbraba las otras tres cuartas partes podrían
ser para Tania, Beria y Grigori. Lo primero era antes. Todavía no tenían más
que porciones de una nada a repartir.
Tenían
que seguir buscando.
Y
de repente vieron, como dos apariciones, mensajeros precursores de las mejores
noticias, emerger un piano al fondo de una habitación y un gramófono sobre una
mesita auxiliar contigua, no muy lejos de lo que sin duda tuvo que ser el
dormitorio del Anciano. Las claves manejadas hasta ese momento conducían sin
duda hacia esos dos objetos. Las veladas del otro Grigori, el Anciano, en Pokróvskoie
a comienzos del siglo XX los habían tenido como protagonistas. Y las conjeturas
lógicas llevaban a pensar que, una vez recuperado por él su plano, podría
haberlo guardado en cualquiera de ellos, resguardándolo de miradas inquisitivas
o de preguntas capciosas acerca de qué representaban las mediciones de unos
signos, unas orientaciones, unos pasos más o menos explícitos, seguro,
indicadores de la dirección correcta a tomar.
Ninguno
de los cuatro buscadores era muy adicto a los instrumentos musicales. Tampoco
habían visto jamás un gramófono tan antiguo. Esos eran, no obstante, los
objetos de “extraordinario valor” que estaban buscando. Algo les decía que iban
por buen camino. Se cruzaron miradas cómplices, esperanzadas.
Tuvieron
que destripar primero el gramófono, más asequible por sus dimensiones que el
otro armatoste del piano. Levantaron maderas, costuras, uniones de piezas, el
plato y su pequeño depósito de agujas. Desarmaron la tapa. Incluso con una
larga astilla penetraron hasta lo más recóndito del altavoz, confiando que allí
podría estar, aun arrugado, el plano. Nada. También miraron unos rayados
discos. Tampoco. Ya no les quedaba más que el piano. La última esperanza estaba
en él.
Y
acometieron la tarea un tanto estupefactos. No sabían cómo meter mano ni a
teclas, ni a pedales, ni a tapa, ni a los martillos de las cuerdas. No les
interesaban, ciertamente, las músicas, sino el minucioso registro del
inextricable piano. Con denuedo lo exploraron minuciosamente. ¡Maldito Anciano!
Qué locura. Destriparon todo. Por último, descuartizado, reducido a piezas
separadas y sin armazón que las uniera, las pocas unidades que aun así tenían
entidad propia fueron escrutadas una a una por el cuarteto de Pokróvskoie.
Kolia,
minucioso y tan analítico como de costumbre, observaba una de las patas
traseras del piano. Uno de sus laterales presentaba, vista muy de cerca, eso
sí, una rendija perceptible. Consiguió con un destornillador, presionando sobre
ella a modo de palanca, que la pata se abriera en canal. Y allí había algo,
ciertamente. Enrollado sobre un innecesario eje central había, cubierto por una
fina seda, un papel añoso. Lo desplegaron con mucho tiento por el peligro de
desintegración. Los caracteres cirílicos hablaban de pasos en varias
direcciones, a partir de un punto indicado con una gran equis, que estaba,
según nota del propio Anciano, orientada hacia el monasterio de Verjoturie, ese
al que tan ligado se sintió en vida.
Unas
fotos acerca de Rasputín.
Muchas no resultan fiables, o están movidas. Nadie era capaz de
observar de frente, sin desfallecer casi, sus ojos magnéticos, hipnóticos. En
todas las que se conservan es posible apreciar su mirada insostenible. En
algunas sorprende su ademán de bendecir, para lo cual empleaba tres dedos de su
mano derecha, como “creyente”, y no dos simplemente, según la inveterada fórmula. No,
él no utilizaba meramente el índice y el corazón, los
dos habituales;
añadía el anular.
Hay, pues, memoria gráfica de su paso por la tierra, si
bien tiene el narrador que añadir que tal visión, incuestionable al quedar esos
diversos momentos plasmados en instantáneas perdurables y no objetables, no puede
ser, no lo es, testimonio fiel e indeleble de todo lo que ocurrió en verdad. Su
biografía, como la de cualquier ser humano, va más allá, pues abarca vivencias
que no fueron captadas por el oportuno objetivo de los paparazzi de la época. Así, nuestro relato no se ha
de circunscribir a tales recuerdos, sino que ha de reflejar lo
relevante que interesa a nuestros efectos.
Impresiona sobremanera que una de esas fotografías revele
cómo todos los herederos del Imperio posan ante la cámara en 1908, serios, pero
complacidos, trasmitiendo a la posteridad su magnífica relación con el Anciano.
Es una foto de estudio, querida, no obtenida merced a algún albur u oportunidad
que plasme
momento de gloria de un fugaz acontecimiento, tomada al socaire de cualquier
circunstancia de un acto oficial. No es una momentánea aparición. Se busca de
propósito. Nadie es pillado por sorpresa. La composición nos muestra en tres filas hasta ocho
retratados.
Entre ellos están las cuatro grandes Duquesas: Olga, Tatiana, María y Anastasia
Románov Fiódorovna. Aparece asimismo
Alejo, el zarevitch, hermano de esas Duquesas, heredero del Trono. Igualmente
posa la zarina Alix Fiódorovna. No falta, obviamente, a la cita fotográfica
Rasputín, sanador de ese delfín, de cuatro años a la sazón. Y está
la niñera María Vishnyakova. No es buena la calidad fotográfica. Pero nada hay que oponer
a su significado, a
todas luces antológico e indiscutible. La no presencia
de Nicolás II no
resulta, por ello mismo, obstáculo para alcanzar esa
conclusión: quienes se
dejaron fotografiar pretenden ofrecer la imagen de una familia, orgullosa,
imperial, con parte de sus empleados o sirvientes, gente de la más depurada
confianza de los Zares. Estos compartían vivencias y vivienda con su Amigo, sin
ocultar su predilección por él. No tienen reparo en que sus cinco hijos se
fotografíen con Grigori Rasputín.
Otros grupos fueron
igualmente plasmados junto a Rasputín. Unos acaso en su piso de San
Petersburgo, otros en Pokróvskoie. Está Grigori con sus adeptas, sus devotas,
sus fieles, sus curiosas compañías. También en Moscú, en la casa de una de
ellas, que daba allí cobijo al Anciano, Anisia Reshétnikova. Nada empece para
que pensemos que Grisha, en esas visitas a Moscú, se detuviera ante la Gran
Campana, que la contemplara desde el magma de sus inescrutables ojos, que
penetrara en sus secretos, justo hasta reparar en que era idónea para ocultar
su secreto, su plano del tesoro. Era incitadora su grieta. Alguien podría
introducirse de pie por ella. Sí, volvería a Moscú, debidamente pertrechado.
Entre las más
apegadas a él contemplamos a Anna Vyrubova, la más íntima amiga de Alix la
zarina. Igualmente, a Yulia Dehn, la segunda en las preferentes compañeras de
Alix Fiódorovna. Si ellas se habían ganado la confianza de la Emperatriz, tenía
Rasputín al alcance lograr que sus devotas hablasen de él en Palacio. Serían,
junto a la niñera, sus cómplices para el logro de sus objetivos. Por su
mediación llegaría al cogollo de la familia imperial.
Tiene muy definidos
rasgos, subrayados, tiempo ha, por María, la hija de Rasputín. Pueden
apreciarse en esas fotos: nariz grande algo torcida o irregular, labios gruesos
y sensuales, la barba larga, crecida y hecha con guedejas y como a jirones, y
una cierta protuberancia, a manera de cuerno en ciernes, que apenas se aprecia
gracias al cabello abierto en el centro, dispuesto a ese fin y que cubre su
frente. Es basto, pero inquietantemente elegante o atractivo.
En la galería de
retratos no podía faltar, claro es, la foto de la Lechuza, Akilina Laptinskaya,
su enfermera y secretaria, administradora de su dinero.
Y no es imposible
que, llegado el caso, hubiera posado con Irina y su marido Félix Yúsupov, ajeno
a la trama asesina que urdían en silencio a su lado. O que se dejara atrapar
por otra cámara junto a Dimitri Pávlovich, primo del zar y amigo de Yusúpov. El
ajetreo de la Corte, al que no era ajeno, junto con el de su domicilio
particular, seguro que brindaron más ocasiones que fotografiar, y que tales
instantáneas formarán parte de álbumes familiares desconocidos hasta hoy, igual
que algunos archivos policiales o religiosos.
Ese conjunto sí es la
fotografía real de lo más relevante. Aunque todavía queda trecho que recorrer,
pues hay que parar mientes asimismo en el pueblo, Pokróskoie, y su casa allí,
con su planta baja familiar y el añadido de la parte de arriba, arreglada, como
cuentan las crónicas del momento, “a la moda de la ciudad”, no en balde él
vivió largos períodos en San Petersburgo, o visitaba Moscú, o había peregrinado
a Jerusalén. En esas habitaciones es donde hallamos a Kolia..., justamente
pendiente de la atenta observación de las fotos colgadas de la pared.
Ocho. Dieciséis
pasos al oeste.
Sí.
Era con toda evidencia un plano; pero ¿era el plano? Aunque en él nada se
dijera especial o específicamente de joya alguna, parecía que sí. Tal silencio,
es obvio, tampoco resultaba chocante. Esas omisiones parecían estar hechas a
propósito. Alguien que no estuviera en antecedentes no sabría siquiera qué es
lo que representaban esas sucesivas mediciones de pasos, ni esa cruz, ni nada
de nada. Era lógico que el Anciano, conocedor de su propio secreto, hubiese
procurado resguardarlo, no dar más pistas que a sí mismo, meras indicaciones
por si la memoria le jugaba malas pasadas. Desde que llegó a Petrogrado,
durante la última parte de su vida, estuvo bajo vigilancia. Unos y otros
querían conocer qué hacía, quiénes lo visitaban, a quiénes visitaba él. No
resultaba fácil que uno solo de sus pasos pasara desapercibido, de lo cual solo
se libraron escasas y cortas etapas, tanto en su vida en la capital, como
cuando viajaba. Por eso las cautelas siempre eran pocas: hasta sus cartas a la
zarina eran divulgadas y por supuesto malinterpretadas. No; con el plano había
sido meticuloso, celoso de los secretos que encerraba, por mucho que su querida
“Lechuza” hubiera llegado a conocer ciertos detalles y hubiera intuido otros. Y
todo parecía indicar que su rescate dentro de la Campana del Zar se había
culminado con éxito, pues de lo contrario no estaría ahora el cuarteto
contemplando el croquis que tenían entre las manos. Así lo había transmitido,
en la parte que sabía, la Lechuza a su sobrina Tania. Algunas piezas empezaban
a encajar. Claro que no todas.
El
“¿y ahora qué hacemos?” se leía en las miradas que todos se cruzaron. Casi los
cuatro habían leído años atrás La Isla del Tesoro y otras narraciones en que
cobraba protagonismo un simple papel repleto de signos, dibujos, señas, cotas
del terreno, pistas a seguir, símbolos, representaciones, mediciones de pasos,
orientaciones de puntos cardinales y, al final de un siempre complejo
recorrido, cofres rebosantes de joyas, monedas y riquezas, casi siempre
enterrados a no pequeña profundidad.
Se
veía, por los trazos y letras, que el Anciano era semianalfabeto. Era casi
imposible interpretar qué querían decir los garabatos del plano. Sin
desfallecer, aun hambrientos, cansados, sin dormir, consumieron toda la noche
en el intento. Todos andaban preocupados. Cada uno tenía que incorporarse casi
de inmediato a sus quehaceres habituales. Tenían que regresar a Moscú en las
próximos días, pues si no levantarían sospechas a su alrededor y su plan se
iría irremisiblemente al garete. Pero el esfuerzo tenía que merecer la pena y
tener un final feliz. Se alentaban unos a otros, para hacer fuerte esa
convicción. Los signos del Anciano no podían ser claros. Era casi analfabeto.
Pera emular a los Zares trataba de escribir un Diario. Pero escribía “Darío”,
revelando sus carencias. El plano y sus indicaciones también ofrecían confusión,
inducían a errores, que hasta el momento se antojaban indescifrables.
Lo
único claro dentro de ese casi ágrafo galimatías del plano era que tenían que
dar dieciséis pasos hacia el oeste a partir de un lugar que tenía que estar
mirando en dirección del monasterio preferido del Anciano, Verjoturie, pues así
se desprendía de lo escrito en el mapa con indicaciones interpretables en tal
sentido. Pero del lugar en cuestión nada específico se deducía. Repararon
entonces en que, en lo que era la falda del mapa, una especie de dobladillo, sí
había otro garabato, que dieron en leer “foto campo de pié”. Así es que el
astuto Anciano les sacaba del plano en aras de su seguridad, ponía “campo” de
por medio. El plano sólo cobraría sentido fuera de él. Había otra conexión que
hacer. Tenían que interpretar qué era eso de la fotografía y de algo que se
mantenía erguido.
Vuelta
a empezar. Había que reparar en las fotos, observarlas con todo detalle,
analizarlas hasta sus más mínimos aspectos; algunas, es verdad, colgaban aún de
las mugrientas paredes. El Anciano aparecía normalmente en ellas en medio de un
cortejo de seguidoras, sus fanáticas oyentes, sus más fieles creyentes, las
casi abducidas por la mirada errática pero atractiva de aquél. En otras incluso
quedaban retratados varios Románov, o personas relevantes de la corte de
Petrogrado. Kolia se mostraba especialmente fascinado por esas instantáneas de
“su” familia. Las analizaba con la máxima atención, intuyendo que así absorbía
parte de su pasado.
Embelesado,
se despertó con un trío de voces que al unísono gritó “¡ésta tiene que ser!” El
Anciano estaba de pié en un montículo. Una gran piedra, al lado de la figura
fotografiada, servía de punto de referencia. Ahí, pues, habría que buscar,
localizando antes el lugar. Esa era la única interpretación posible de esa
remisión al “campo de pie” que constaba al final del mapa. Sólo a partir de esa
identificación podrían darse los oportunos pasos indicados en el plano.
Se
desesperaban un tanto los componentes del cuarteto, desde hacía ya demasiado
tiempo enfrascados en la busca de su tesoro. A su lado, Tolkien y sus
personajes parecían mera anécdota, puros aprendices. Kolia era especialmente
sensible. Mordor le parecía una quimera. En su cabeza revoloteaba un “Tesoror”,
una nueva tierra prometida. En ella podría acaso reponerse de cuanto de
sorpresa y pasmo le había supuesto conocer que pertenecía, nada más y nada
menos, que a una estirpe imperial. Bajarse del trono, aterrizar en la cruda
realidad le costaba más que a sus acompañantes. Buscar un paraje, una piedra,
una elevación del terreno... orientarse hacia Verjoturie... y ver qué había
logrado esconder aquel inefable Rasputín. Se veía rodeado por doquier por Románovs.
Su capacidad analítica no lograba recomponer un conjunto medianamente armónico
y lógico. Iván Beria lo observaba, pero en este momento desconocía cómo podía
asesorar a su amigo; él mismo estaba también inmerso en la confusión.
Verjoturie,
la conversión.
Hasta ese momento Rasputín había navegado por una vida de
campesino bronco, no especialmente religioso, escasamente trabajador. Más bien
libertino, acaso resentido con todo o con todos. No espera mucho de la vida. Su
panorama no va más allá de Pokróvskoie. Tiene
mujer e hijos. Ninguna ocupación saludable o con porvenir. Siente
runrúnes en su interior, eso sí ¿Desea salir de tal estado de cosas? No es
fácil adivinar qué pasa por su cabeza, acaso descompuesta tras una feroz pelea.
Anda por los caminos. Vaga de aquí para allá. Sufre tormentas en el seno de su ser.
Decide aventurarse, ir más allá de su territorio natural. Busca, desde luego.
No sabe bien qué, pero anda inquieto, nada ancla su vida a la vida.
Con veintiocho años llega en peregrinación a Verjoturie, en
la zona central de los Urales. Allí, en el monasterio local, comenzará una
trasformación. Será la primera, pero no la única que sufra. Makari, un padre
asceta, contribuirá a que se produzca ese cambio de actitud, un verdadero
milagro. Sus aspiraciones cambiarán.
Está a trescientos kilómetros de Ekaterimburg. Y se halla
en la iglesia dedicada a San Nicolás.
Los círculos empiezan a converger. Aun sin saberlo, y sin querer, los
elementos trascendentales de su vida se van a cruzar. Van a entretejer, en el
telar de la existencia de Rasputín, una urdimbre especial, una tela de araña de
la que va a ser difícil escapar. Una religión, un nombre de zar, el lugar,
dentro de la inmensa geografía de la Gran Rusia, en que el actual Románov
entregará la vida.
Los que al comienzo fueron sus amigos en la religión, se volverán más tarde
contra él. Dirán que en el inicio, tras
esa radical mutación, poseía Rasputín un fulgor divino. Pero que luego todo fue
una mera deriva hacia algo que irónicamente llamarán la mística sexualidad,
unas prácticas esotéricas con dosis cada vez más preponderantes de relación con mujeres de cualquier índole
social.
Quizá tiene aquí, en su querida Verjoturie, sus primeros
contactos con los jlysti.
Pero sí es cierto en todo caso que, desde lo borracho,
juerguista, y ladrón de su ser anterior, ha dado un primer paso para acercarse
a San Petersburgo. Sus pasos van a conducir a Grigori a la ciudad del Neva, sus
calles, el poder, la Corte Imperial. A esta ciudad llegará algo después ya con
aureola de Anciano, respetable por una supuesta santidad.
Los que le tratan aprecian en él dotes que con esfuerzo
adicional podrían llevarlo al sacerdocio. Él los desengaña. Cree que no posee
las aptitudes necesarias. Suelta una frase que contiene o resume lo más
profundo de su ser: “Mis pensamientos son como pájaros del cielo, van de un
lado a otro sin que yo pueda impedirlo”.
Volará donde quiera que esté. Pero Verjoturie marcará de
modo indeleble su alma. Hacia allí mirará siempre que pueda. Se orientará
pensando hacia qué punto cardinal está su Camino de Damasco, su particular
caída del caballo y el hallazgo de fortunas ahora inaccesibles, impensables. El
ferrocarril ha llegado hace poco, justo al año siguiente de viajar él a San
Peteresburgo. Así resultarán más llevaderos los posibles desplazamientos. Esos
pájaros de su cabeza pían por volver, y no puede impedirlo. En el plano de su
tesoro, ¡cómo no!, aparece Verjoturie.
Cuenta esos pasos,
dieciséis. El número acabará siendo fatídico para él. Y lo mismo, reiterativo,
premonitorio, ocurrirá con el nueve, desde su nacimiento hasta la fecha del día
en que su cadáver es sacado del río helado al que sus asesinos han tirado sus
restos a través de un agujero practicado en su dura, impenetrable, invernal
superficie.
Cuando dibuja los trazos del plano, ya ha ido también a
Kazán. Ha vuelto, pues, a peregrinar. Más monjes, recintos religiosos, rezos,
introspecciones, planteamientos acerca del sentido de la vida, cánticos y
prácticas religiosas, sumisión, libertad, pájaros en la cabeza, revoltijo de
ideas, sensaciones, voluntad, búsquedas, roces con lo desconocido, Más allás
cercanos, Más acás lejanísimos, planes de inmediato y de futuro, imágenes de
todos los pasados reales o imaginados.
Pero la cosa no ha sido igual que en la anterior
peregrinación. Su corazón religioso echa de menos la experiencia de su primera
conversión.
Sí, para llegar a sacerdote, era necesario mucho estudio,
una enorme concentración, perseverancia, doblegar la cerviz, renegar del
pensamiento libre, no tener pájaros resueltos a volar dentro de la cabeza. Él
intuye que no está preparado para tamaño esfuerzo. Sería una hazaña fuera de su
alcance.
Pero sí conoce sus propias capacidades. Crecen éstas, y de
una forma inefable e infalible, cuando logra entrar en una especie de trance,
dentro del cual lo inverosímil se hace accesible, lo imposible se convierte en
real, y él mismo se transforma y desarrolla una fuerza interior que beneficia,
sana, cura a los demás si se produce a tiempo la transmisión, el contacto, la
sintonía, la armonía de la fusión de la materia y el espíritu.
Esa visión mística es la que ahora recuerda; su máxima
intensidad se concretó de manera especial
en un acto solemne. Aun en contra de gran parte de la Corte, ha
asistido, ocupando lugar privilegiado, a los festejos que Moscú ha organizado
para conmemorar en 1913 el tercer centenario de los Románov al frente de los
designios de Rusia. Una fugaz mirada de Alix, la zarina, ha supuesto un
reconocimiento de gratitud de la madre y emperatriz hacia él y su mediación,
ese trance sanador tras el cual el
zarevitch, Alejo, mejoró y se apaciguó su enfermedad.
No necesita ser sacerdote. Es suficiente poner la mente al
servicio del cuerpo doliente, y dejar que obre la naturaleza. Lo aprendió de
Makari en su muy amada Verjoturie.
Nueve. De
nuevo ante el pajar.
No
cabía otra posibilidad. El paraje, ese dichoso promontorio, ese identificable montículo
tenía que estar próximo al pajar por el que habían empezado su búsqueda.
Grigori se mostraba conocedor del lugar. Entre sus indagaciones había dedicado
atención especial a la topografía del pajar y de la casa de Rasputín. La linde
con un río cercano, decía, tenía al final, antes del descenso a las orillas del
mismo, una prominencia que bien pudiera ser la atalaya que se veía en la fotografía.
Recordaba que eran terrenos de la municipalidad de Pokróvskoie. En su día
habían proliferado los planes para construir en sus inmediaciones una
piscifactoría capaz de albergar una explotación de esturiones y su ulterior
derivada, el caviar. Asoció en su pensamiento ambos tesoros...se le hizo la
boca bolitas sedosas del suculento manjar. Se le tiñó de negro la lengua al
paladearlas. Dio instrucciones al grupo acerca del mejor camino para llegar
hasta allí. Se pusieron, pues, en camino para seguir las huellas en busca de
una loma.
Y,
sí, al acercarse, el grupo identificó los signos claros que se percibían en la
vieja fotografía. No había cambiado mucho. La elevación del terreno
efectivamente era el punto en que el Anciano aparecía de pie en la fotografía. Una
gran roca, a su lado, emergía enhiesta, señaladora, impertérrita y a salvo a
pesar de las bajas temperaturas que, a buen seguro, la habían acompañado desde
decenios, centurias o milenios incluso. Se animó el cuarteto. Se frotó al
unísono sus manos. Y empezaron a contar pasos siguiendo las indicaciones del
plano. Kolia y Tatiana medían, talonaban el terreno. Beria anotaba. Grigori
asentía. Con tales preparativos, llegó el momento crítico. Con pico y pala
cavaron el duro terreno, que se resistía a mostrar sus secretos, las entrañas
no removidas desde hacía décadas. Los dieciséis pasos… Pensaron que el Anciano
había sido asesinado el 16 de diciembre. Y sintieron un escalofrío al recordar
que el año de su muerte había sido 1916. ¿Había su videncia llegado a tanto? Lo
cierto y verdad es que la cifra se convertía en mágica, o en premonitoria. Ya
no les cupo duda razonable, por mucho que sus temores hubieran crecido muchos
enteros. Siguieron cavando.
Un
primer contacto con algo distinto a lo anterior, la mera tierra, les puso sobre
aviso. Las palas chocaron con un revoltijo de trapos, trozos de madera en
condiciones precarias, cuerdas envolventes, pajas y otros materiales ajados,
unos bultos más bien indefinidos, y debajo una caja de mejor factura, con un
escudo grabado que a todas luces podría ser imperial, y que por ser
posiblemente de nobles materiales, había resistido mejor el entierro, el paso
de un siglo aproximadamente sin excesivas secuelas visibles. El águila de los
zares se evidenciaba. Había superado, indeleble, los embates de la tierra, las
inclemencias del tiempo cronológico y el climatológico.
Como
pudieron, esto es, sin orden ni concierto pues la prisa y el ansia les urgía,
abrieron todo. Lo expusieron en la tierra de alrededor de la fosa cavada. Eran matrioskas.
Y éstas, según comprobaron, contenían joyas. Las que ellos estaban buscando.
Relucían a pesar de todos los pesares. Era, tenía que ser el botín del Anciano,
los collares, gargantillas, pendientes, pulseras, dijes y hasta diademas que
había ido sacando de los Palacios de los
Zares como “pago” a sus desvelos por cuidar de la salud del Zarevitch Alejo,
por imponerle sus sanadoras manos sobre su cabeza cada vez que sufría uno de
aquellos interminables ataques a que le conducía su hemofilia. Estupefactos y
gozosos, iban a recoger todo, haciendo acopio sólo de lo servible, cuando
oyeron ruidos, que pronto se materializaban en una voz con tintes de sonora
perentoriedad.
Pokróvskoie
de mis amores.
Rasputín ama a su terruño. No es una gran ciudad. No es una
de las capitales del Imperio. Ni mucho menos. Para eso están Moscú, o San Petersburgo.
Es un pueblo siberiano, sin grandes comodidades. No cuenta, además, allí, con
tantos adeptos como ocurre en esas grandes aglomeraciones, en las cercanías del
poder, en las cocinas y cloacas que rodean a la Corte. Se considera más libre
tan pronto llega a su casa, a su pajar. Puede reunirse con su mujer Praskovia.
Es sabido que la ha abandonado para dedicarse a su vocación religiosa. Ella no
discute.
Llegan a Pokróvskoie versiones de todos los gustos. Su
formación no va más allá de unas primeras letras y la cultura popular de una
Rusia rural y profunda, por mucho que también se apellide Fiódorovna, como la
zarina procedente de la alemana Hesse. Coincidencias. Dos Fiódorovnas rodean a
Rasputín, hombre y santón, marido y ¿amante?
Pasea con su hija María. Al pasar por ciertos lugares hace
gestos que ella no sabe muy bien cómo interpretar. Carece de olfato para saber
qué quieren decir, o bien los gestos en
sí mismos son lo más insulso del mundo, no pasan de ser meros actos
reflejos o ademanes interrumpidos que no llegan a plenitud. Sí percibe que el
Anciano suspira profundamente al pasar por un montículo cercano al camino, y le
oye decir que echa de menos Verjoturie, al que desea volver a peregrinar.
Ellas no le tienen tanto pavor; saben cómo y cuándo mirar
sus ojos. Parece que siempre
que está con ellas bebe menos. Aun así, cuando lo
hace, resulta
estremecedora su capacidad reflexiva de ponerse sobrio de repente, cuando él lo
manda, sin más preámbulo, sin proceso paulatino de absorción y eliminación del
alcohol de su sangre. Parece una cualidad más allá de lo común, de lo humano.
Acaso, ahora
que lo piensan bien, es otra manifestación del triángulo que repite con mucha
frecuencia: el ciclo pecado, arrepentimiento, purificación está presente en
no pocas de sus acciones, de sus conductas.
Las guedejas de su barba pronto se podrán tiesas, se convertirán en carámbanos.
Hace mucho frío. Las camisas de seda que ha bordado para él la Zarina Alix no
son de suficiente abrigo ni siquiera en verano. Son regalo que él luce
orgulloso por los senderos y caminos de Pokróvskoie. Fue con una de ellas con
lo que logró envolver una de las matrioskas que sustrajo del Palacio Imperial.
La primera de ellas fue la más complicada. Alejo, el zarevitch, le había
pillado en plena operación. Y él, azorado ante la interrogación de esos
ojos, ya sanos, del crío, inventó la excusa de que era una muñeca comprada para
llevar a una de sus nietas allá en Pokróvskoie, aunque la verdad -Alejo no
podía saberlo, a su edad- era que María todavía no le había hecho Abuelo, por muy Anciano que fuera,
oficialmente. Por mucho que paseara por Moscú o San
Petersburgo siempre quería regresar a su pueblo.
Mentalmente repasaba esas mediciones que había hecho
constar en el plano. Sabía que cuando se retirase de la vida pública su tesoro
permitiría que su familia viviese dignamente. No entraba en sus cálculos
ahorrar, reservar algo para el día de mañana que no pasase por esas joyas recibidas como compensación a su
celo por cuidar,
sobre todo,
de Alejo y Alix. La vida que llevaba, el flujo de rublos de sus hipnosis,
curaciones, contactos cubrían sus torpes necesidades. Su sentido religioso de
la existencia le impedía aspirar a más, a pesar del posible provecho que
significaba su proximidad al filón proveniente de los Románov y su círculo de ascendencia. Para un jlist,
un santón, un hombre poseído por fuertes vínculos con el Más Allá, era
suficiente. Su pueblo de verdad, Pokróvskoie, representaba sus humildes
orígenes y aspiraciones.
No sabía bien por qué, pero de repente se veía inmerso en
ruedas de la fortuna, en ruletas, en tambores de pistolas, en ambientes palaciegos, en brazos de posibles
mujeres deseadas, todo ello con adornos del número
dieciséis, ese que había señalado en su plano como el necesario, ese que, en
dirección oeste, conduciría al botín.
Unos extraños presentimientos se mezclaban
inextricablemente con esos pensamientos. Lechuza estaba esperándolo. La bella
Irina, según Akilina, había mandado recado de que quería verlo allí, en
Pokróvskoie, lejos de las miradas de la gente, sin posibilidad de ser vigilada
por su celoso marido, el conspirador Félix Yusúpov. La caja con las matrioskas
tenía águilas imperiales, negras, adornadas con penachos rojos. Y ahora una
prima del Zar, su idealizada Irina, acaso se dejaría seducir.
El paseo toca a su fin. Se recluye en casa. Dice que algún
mueble y una alfombra son demasiado ostentosos. Pero del piano y del gramófono
no se queja. Sabe cuánto los necesita. La música, asociada a esa particular
forma de entender la religión y demás prácticas místicas o de la índole que
sean, forma parte de su vida. ¡Qué inspiración asociar plano con piano, con
Verjoturie, con dieciséis pasos al occidente, con joyas de la Zarina y de las
Grandes Duquesas, con ese mirar consentidor de Alejo, con la mirada escrutadora y llena de
misterio del crío, que
se cruzan con la suya, proveniente de sus ojos al final
lánguidos, con tierras frías de Siberia y de sensaciones igualmente frías y
cálidas del bronce de una Campana imperial, con secretos y prácticas
incomprensibles para muchos, con vigilancias y juegos políticos, con confianzas
derivadas de su peculiar forma de estar en el mundo, tan pequeño como
Pokróvskoie, tan grande como sus vivencias, tan distante y tan apegado a la
tierra!
Suena el universo de sus sentimientos, contradictorios,
plagados de impresiones y de intuiciones. El Gran Rasputín sigue vivo, y todos
danzan a su alrededor, aunque quede plasmado, por breves instantes, en unas
simples fotografías colgadas de mala manera en las paredes de su casa. Él, sólo él, es el dueño de su destino. Quienes
busquen su tesoro tendrán, como él, que pasar por el laberinto, lo inescrutable
e indómito, de su proceso de pecar, arrepentirse, reconciliarse. Ese es el
designio de su existencia y de cuanto lo rodea.
Diez. El
alcalde y cómo hacer desaparecer una buena parte del tesoro.
“Buenas
tardes, Señores. ¿Saben Ustedes, desde luego, que están en propiedad pública?
Imagino que comprenderán que sea cual sea la índole de su hallazgo esas piezas
pertenecen al Ayuntamiento, que presido, de Pokróvskoie. Así es que tendrán que
entregármelo todo. Les conmino, por tanto, a que vayamos a la Casa del Pueblo y
que inventariemos el contenido de esta excavación ilegal, de lo que hayan encontrado.
De lo contrario, pasarán a la cárcel local por aprehensión ilícita de bienes
del pueblo”.
La
voz sonó clara, diáfana, conminatoria, del todo comprensibles esas palabras por
su dicción y sobre todo por la intención amedrentadora que contenían. Provenía
de un lugar cercano al principio del talud. Y sabían que desde allí algo habría
podido ver quién ahora se presentaba como Alcalde. ¡Qué fatalidad! Aunque, bien
pensado, y dado lo inclinado del terreno, algo podía haber quedado oculto a los
ojos escrutadores del rector de los destinos del pueblo.
Beria,
más leguleyo que los demás, daba vueltas en su magín. No podía ser que después
de tanto esfuerzo se fuese al garete toda la trama que habían organizado. La
evidencia de la “ratusha” no podía negarse. ¡Con el Estado, o con el
Ayuntamiento hemos topado! El camino para escapar de la maquinaria estatal
tendría que ser otro. Acaso argumentar con fuerza que el Anciano era el propietario
de las “matrioskas” en que se había guardado las joyas. O bien tratar de hacer
valer una prescripción adquisitiva, o invocar otro título por posesión
inmemorial… Pero entonces los derechos hereditarios se impondrían y no sabía si
vivía algún descendiente directo del Anciano, o alguien consanguíneo de la siguiente
generación. Y ¿cómo demostrar que era el propietario de aquellos atadijos y de
una caja con signos evidentes de haber pertenecido al entorno de los Románov?
Por otro lado, y dado el recién hallado árbol genealógico de su amigo Kolia,
quizá pudiera reservarse un último cartucho hereditario para conservar las
joyas... Médico, cúrate a ti mismo; letrado, defiende tus intereses... Pero en
todo caso actúa con rapidez y con movimientos de distracción oculta parte del
botín, no dejes que todo se lo lleve el Estado…
No
habían siquiera tenido la ocasión de ver con detenimiento el interior, el
contenido de las dichosas muñecas, ni evaluarlo con rigor. Las habían puesto
simplemente en montones sobre la inclinada tierra sacada de la excavación. Y
lógicamente esa misma impresión, meramente parcial, sería la que tuviese el
Alcalde, que estaba aún lejos del hoyo, excavado pero tapado por los montones
de tierra. Hizo una finta, todavía no sabía bien con qué alcance. Propuso que
fueran a la casa del Anciano. Quizá el alcalde no había tenido tiempo de
reparar en que las matrioskas eran cuatro. ¿Habría visto, por encima de la tapa
de la caja que las contenía, que eran sólo dos o las cuatro? Miró a Kolia y al
instante urdieron una maniobra envolvente. Nunca mejor dicho: se trataba de
hacer desaparecer dos de ellas, junto con los revoltijos encontrados antes de
hallar la caja. Beria aconsejó con los ojos a Kolia, esta vez muy rápido en su
análisis. De inmediato se irguió, para tapar a Tatiana mientras en sus brazos
hacia atrás ocultaba sendas matrioskas, que puso en manos de su madre.
No
obstante, antes de empezar el camino de regreso el letrado Beria ya estaba
tramando otro plan complementario. No dudaba de la inteligencia del Alcalde,
pero...Le dijo que no le parecía justo que el Ayuntamiento, por el morro, en
una mera aplicación del principio de hallazgo de tesoro, se quedase con todo,
que no se “retribuyese” a los buscadores, pues ellos, al fin y al cabo, eran
los descubridores, sin cuyo “necesario concurso” el Ayuntamiento hoy sería
igual de pobre que ayer. Añadió que desde Pedro I el Grande -obviamente Beria
se iba creciendo- la legislación rusa, copiada de los modelos franceses porque
así lo quiso el gran Zar, reservaba parte relevante a “quien hallare tesoro aun
en tierra propiedad de un tercero”, legislación, según el intrépido leguleyo,
que había vuelto a estar en vigor desde 1989, amparada incluso por Convenios de
la Onu de universal aplicación. Beria daba impresión creciente de seguridad, de
ser conocedor del asunto o incluso especialista en la materia. El Regidor no
supo qué contestar para defender del mejor modo posible los intereses de la
“ratusha”, de su corporación municipal. El Alcalde estuvo un buen rato dándole
vueltas a las razones alegadas por Beria. Asintió. Firmaron un armisticio
verbal. Concluyeron que era justo partir el botín de “las dos matrioskas” por
mitades. Al fin y al cabo para un terreno baldío no era poco rendimiento por un
trabajo ajeno y sin despeinarse, el Alcalde dixit. Éste, Kolia y Beria sellaron
el pacto con un apretón de manos mientras Tatiana guardaba en su amplio abrigo
las otras dos desconocidas o inexistentes muñecas. Y Grigori observaba, silente
pero expectante.
Se
dispusieron a marchar hacia la casa del Anciano. Pero el Alcalde les pidió que
cavasen un poco más, no fuera a ser que hubiera aún más tesoros. No queriendo
torcer el acuerdo alcanzado, accedieron los cuatro a tal ruego y siguieron
quitando al hosco terreno paletadas de tierra inhóspita y carente de cualquier
valor. Dieron, eso sí, con unos huesos. Tenían pinta de ser el esqueleto de un
perro, por más señas un pastor siberiano de dimensiones no pequeñas, desde
luego. Acaso el animal perteneció al Anciano y éste lo enterró allí antes de
ocultar su tesoro. Quién sabe. Dejaron de cavar, y cerraron la fosa abierta,
cogieron los bártulos y se dirigieron a casa del Anciano.
Allí,
sobre una destartalada mesa en lo que a todas luces fuera un día cocina desplegaron
trapos, caja, revoltijo de cuerdas, periódicos, telas o forro de aquélla... y
esperaron, con los postigos abiertos, a que se hiciera la luz de la mañana, ya
alto el tibio sol. Beria, Kolia, Tatiana y Grigori se cuidaron muy mucho de
mostrar nada que tuviera que ver con su otro botín o con el plano del tesoro,
ese que al fin, y a pesar de las muchas dificultades, de los incesantes
quiebros de dirección etc., les había conducido al extremo en que se
encontraban, casi a punto de desentrañar un bien guardado secreto sobre unas
joyas de la desaparecida familia imperial. Claro que de todo eso no saldría a
la luz pública más que una parte, pues el abrigo de Tatiana seguiría ocultando
la mitad del botín.
No
pesaban mucho las dichosas matrioskas. El Alcalde se aproximó en el momento de
abrir la primera de ellas. Grigori puso cara de circunstancias, aunque la
verdad es que no sabría decir qué circunstancias. Llevaba Beria la voz
cantante. Dijo solemnemente que iba a “proceder”. Y así lo hizo. Un tenso
silencio reinaba en la cocina. Al destapar la muñeca... todo fue olor a moho;
sí, pero también apareció otro nuevo atadijo. Desenvolvieron aquellos
herrumbrosos trapos y efectivamente allí había joyas valiosísimas según
cualquier ojo, incluso inexperto. ¡Vaya tesoro!
Era,
pues, verdad que el Anciano había sacado de Palacio gemas de los Románov y que
las había puesto a buen recaudo hacía más de un siglo. El Alcalde urgió al
cuarteto que procediera a la apertura de la segunda matrioska. Aquí, quizá, el
olor a humedad todavía superó la vaharada de la primera. Pero el resultado no
varió mucho respecto del primer hallazgo. ¡Qué colección! A todos los presentes
les hacían chiribitas sus ojos. Las joyas, a pesar del frío soportado, de su
dilatado encierro y del tiempo transcurrido, de las filtraciones del terreno y
de la erosión de los materiales en que se hallaban envueltas, requerirían
cuidados de cara a su limpieza, pero no cabía ninguna duda de su valor
intrínseco, ni de lo que representaban desde una perspectiva histórica. Su
repercusión sería indudable, pero ojo: todos sabían cuán fino tendrían que
hilar para que nadie les arrebatara su descubrimiento, que no les contentara el
Estado con las migajas de una limosna indemnizatoria... De eso ya se encargaría
Beria, el cual, a todos los efectos, ofreció sus servicios como experto Letrado
al Sr. Alcalde. Acababan de desenterrar una parte de la historia de Rusia.
Rasputín revivía. Akilina había contado la verdad a Tania. Kolia y Beria habían
confiado en lo que ésta había transmitido a Tatiana. Y Grigori se había
aprovechado de su vieja relación con la sobrina de la Lechuza. Círculos
concéntricos que en lugar de expandirse se cerraban. El tesoro sería estudiado,
analizado, expuesto, proclamado a muchos vientos. Pero el pacto no se rompería.
La mitad sería para el Municipio. La “otra” matrioska para el cuarteto de
Pokróvskoie.
Kolia
ya era Románov del todo. Tatiana, su madre, ha superado casi de repente todos
sus temores. Hasta se permite el lujo de respirar satisfecha, eufórica,
orgullosa de haber silenciado años su linaje y haber revelado su secreto acaso
en el momento adecuado. Quizá albergase todavía dudas respecto al
comportamiento de Beria. Pero éste se había ganado la confianza de todos, con
su buen hacer profesional, con su habilidad notable, con la reacción a tiempo
ante el sesgo que tomaban los acontecimientos, sobre todo ante la sucesiva
aparición de los dos extraños, Grigori y el Alcalde. Reconfortaba en todo caso
que al menos parte del botín adquiriese carácter oficial, lo cual evitaría
papeleos, trabas, investigaciones, objeciones.
El
contenedor, una matrioska.
Rasputín sabía lo que hacía. Las joyas de Alix y de las
Grandes Duquesas tenían que contener, encerrada en sucesivas oleadas, la
historia del Imperio, de los Zares, pero también del Pueblo, amalgama de
dominación y veneración, de sujeción al tiempo que adoración, respeto, culto,
idolatría, devoción, fervor del campesinado hacia su amada Corona y cuantos la
ostentaban o a todos los que pertenecían a una familia, que hacía siglos regía
los designios de Rusia, ahora encarnado en el decimotercer Románov, Nicolás
II. Esa fusión sólo podía representarse
a través de una matrioska. Su creación era cercana en el tiempo, pero no por
ello era ajena a lo mejor del alma rusa.
Se dice que el invento “contenedor”, un juguete cargado de
secretos que lo multiplican en su interior, siempre en número impar de acuerdo
con cierta tradición, tiene apenas unas décadas. Es, cuentan, la invención de
un fabricante allá por 1890. Tiene un éxito arrollador, da con la clave: llenar
un vacío capaz de suscitar ensoñaciones continuadas por medio de la elevación
de la ilusión y la sorpresa a una potencia cuyo final se desconoce, de provocar
el frenesí de lo infinito, de lograr dar vida a la necesidad de perpetuar lo
aparentemente simple, de prender la chispa de la imaginación en cuantos la
contemplan o reciben una como regalo, de
huir del vacío, y, por si todo lo anterior no fuera suficiente, es un regalo
apto para cualquier clase social y para todas las edades.
La historia, es posible, viene de más lejos. Incluso parece
probable que la idea nazca en Japón.
Allí se habría tratado de encerrar, en sucesivas apariciones, lo impar,
múltiple y proteicamente divino de los Siete dioses de la Fortuna a partir de la
efigie exterior de Fukurokuju. Y hay quienes solventan la papeleta de la
inspiración atribuyéndosela al famoso joyero ruso Carl Fabergé, con negocio
familiar en San Petersburgo y a quien los sucesivos Zares Alejandro III y
Nicolás II, a partir de 1885, encargan la fabricación de hermosos huevos de
orfebrería con sorpresa dentro, en número que llegaría a los 69. No deja de ser
curioso: la mujer de Alejandro III es también una Fiódorovna, hija de otro
Fiódor y danesa de origen.
Esos regalos anuales a las Zarinas se hacen con motivo de
la Pascua, que impone el hábito de dar tres besos e intercambiar huevos como
presente y señal de cariño o respeto, y algo también del mismo ingrediente que
las matrioskas: han de contener algo que no esté a la vista.
El fabricado por Fabergé para la Pascua del año 1913
conmemora el tricentenario de los Románov. El primero de ellos, con el que se
inicia la colección, albergaba en su seno
una gallina de oro con un penacho a manera de corona imperial. Todo es
simbólico, cargado de significados y resonancias que no pueden obviarse.
Pero sigamos con la muñeca rusa. Su madera es de tilo, y
ello, con su añadida paz, pudiera compensar el nerviosismo o la avidez de
hallar lo que alberga en su matriz. El fruto acabado, gracias sólo a torno y
cincel, se aceita por fuera para preservarla de la humedad. La pintura suele
ser con témperas, que es de origen animal. Luego se trata con laca, cera o
barniz. Pero lo más atractivo es que, en una especie de juego sin fin, una
alberga a otra, que a su vez da lugar a una más, de la que nace una cuarta,
portadora de una quinta...Todas multicolores, pizpiretas, rígidas pero gráciles
a un tiempo, con extremidades existentes sólo por culpa del pincel. Así se
hacen interminables las mamushkas, o babushkas, como también se las conoce.
Muchos mundos, cada uno dentro del anterior.
Sí. Rasputín esconde las piezas de orfebrería de las Románov
y Fiódorovna en matrioskas. No sólo es fácil así sacarlas del Palacio o de
Tsarcoie Selo. Quiere que todo tenga la simbología característica que esas
muñecas representan. Desde luego, tendrá de su parte a todos los dioses de la
Fortuna: por muy paganos que sean, su evocación algo ayudará para que la
operación de la sustracción y posteriores escondrijos de las joyas tenga éxito.
Todo ello estará envuelto en camisas bordadas para él por su querida Alix,
¡quién se lo iba a decir a este palurdo casi analfabeto! Las llevará a
Pokróvskoie. Y el plano para encontrarlas viajará primero a la Campana del Zar,
o de la otra Zarina, Ana, pero más tarde, cuando tenga un piano, se cobijará en
una de las patas que lo sustente. La asociación de música y realeza es
sencilla. El añade el ingrediente de lo rural, de lo sencillo, de lo no
ambicioso, de lo soñador y pragmático a la vez, de la irredención junto con su
antagónica capacidad de ascenso social. Lo Popular tiene que poder dar la mano
a lo Real. Unos y otros han de rezar las mismas oraciones; se trata de dejarse
perdonar para lograr la plena purificación tras el sincero arrepentimiento una
vez superado el pecado. Ahí estará el secreto interior de la matrioska, la
nueva unión con la Divinidad; pero a ella no se accederá sin haber pasado por
esos otros pasos previos. Es un eterno retorno. Nada puede haber vacío. El
alma, como capas superpuestas de cebolla, y a la manera de las muñecas, en
Rusia se aprecia bien, tiene sucesivas fortalezas, a cuál más profunda, y a las
que no se llega sin atravesar una y otra vez ese proceso y sin la ayuda de una
música que asimismo ha de nacer del interior. Él lo ha sentido durante años. Ha
practicado esas idas y venidas, continuo caminar de regreso a casa, ese tejer y
destejer, cual Desdémona que espera la llegada del ansiado Viajero. Sus ojos
guardan memoria de ello, su retina es fiel testigo de cómo se produjo en cada
ocasión. La tienda donde fue adquiriendo las matrioskas, nueva coincidencia del
destino, está en la misma manzana y canal que, unos cientos de metros más allá,
alberga el negocio familiar de los Fabergé, con los cuales se cruza a veces el
Anciano en sus paseos hacia el Palacio de Invierno. Se cierra el círculo. En
parte, la fusión está lograda. Puede que cambie la forma externa o interna,
según cuál de las figuras de la matrioska quede al descubierto. Pero ahí tiene
que estar, el Pueblo unido a la Corona.
Once. Revuelo en toda
Rusia.
Los viajeros Tatiana, Kolia, Beria y Grigori volvieron a
sus lugares de origen. Habían firmado un documento con el Ayuntamiento de Pokróvskoie.
La “ratusha” les reconocía el derecho de propiedad sobre la mitad del tesoro
hallado, una de las dos (ya sabemos que fueron cuatro) muñecas rusas de
apariencia jovial, casi inane. Quedaba claro en el Acuerdo suscrito que
a ninguna de las dos partes les interesaba adjudicarse las joyas en especie,
sino su conversión a metálico. Reconocían que “El Estado” tendría que
intervenir, pues era indudable el “alcance nacional” del hallazgo. Y, aunque no
fuese acaso el mejor pagador, sí confiaban en que acabaría comprando las joyas
en un precio no ciertamente de mercado, pero sí elevado y seguro, pues era
evidente el partido -incluido el político- que el apparátchik podría obtener de
la aparición de piezas de la colección de la exZarina Alix Fiódorovna y de sus
hijas, las pobres Grandes Duquesas, también asesinadas en 1918. Cualquier mal
pensado podría reavivar la rivalidad Moscú/San Petersburgo y diseñar una
estrategia para que las joyas recalasen en el Hermitage… Se abrían, con las
joyas, con la firma del documento, con la puesta en escena de estirpes que
habían tratado a Rasputín, con la nueva presencia de Pokróvskoie en los medios
de comunicación, cientos de posibilidades, capítulos por explorar de la
historia de Rusia, enfoques nunca aparecidos ni probados de la relación del
Anciano con la familia de los zares Románov. ¡Quién da más, Señores!
Fiódor
Pashukanis, que así se llamaba el alcalde de esa localidad, pronto entraría en
la gloria. ¿Efímera? Él sabía que podía aprovechar el momento en su favor, y
hacer carrera. Por eso había transigido y entregado una matrioska a los buscadores
de tesoros. La instrumentación era lo importante; no la música en sí; sí, en
cambio, cómo, dónde y quién la iba a interpretar. Ya se veía Fiódor en todas
las radios, televisiones, agencias, teletipos… Whatsappes, Facelibros…
inauguraciones, cuentas nuevas en todas las redes sociales. Se pondría sus
mejores prendas para las entrevistas. “Fiódor desenmascara al ladrón Rasputín”,
ese sería buen titular de una prensa rendida a las interesantísimas novedades
cuyo epicentro sería Pokróvskoie. Fiódor recibido en el Kremlin. Putin alaba al
alcalde de Pokróvskoie…
A Beria no sólo le preocupan los problemas “legales” de
esa mitad del botín. Al fin y al cabo, había logrado el Convenio con el
Ayuntamiento y eso resolvía muchas de sus cuitas jurídicas. Con las otras dos
Matrioskas habría que hilar todavía más fino. Con respecto a ellas habría que
urdir otra historia. Aquí, piensa Beria, ocupa lugar primordial Tania y su tía
La Lechuza. Llegado el caso, y si es necesario, dirán que esas otras dos
matrioskas llevan en poder de la familia decenas de años, y que han pactado con
los Románov Tatiana y Kolia por cuanto que esa fue la voluntad de Rasputín, una
y otra vez manifestada oralmente, antes de diciembre de 1916, a Akilina
Laptinskaya, a la que suplicaba que vendiera esas joyas y diera su mitad a los Románov
“que ella conocía” y de los que se fiaba, aunque a los únicos a los que
veneraba eran la Zarina, que sin duda se había dejado robar, y su pobre niño
zarévich Alejo, ese al que tantas veces había calmado y curado.
Beria ha alquilado una caja de máxima seguridad en la
central de un Banco de la capital al que asesora en litigios regularmente, con
una iguala generosa. Los otros se fían del letrado, aunque, para mayor certeza,
han suscrito todos, Tania incluida, un documento del que cada uno guardará una
copia con todas las firmas. En él se da esa explicación propuesta por Beria, y
que cuenta el origen de las joyas, que se fotografían en un anejo para
tranquilidad de todos. Los demás interesados, además, han encargado a Iván
Beria y a Kolia que procuren que un discreto pero acreditado experto en joyas
realice un dictamen, y las tase debidamente. Seguro que su valor supera las
decenas de millones de rublos.
Fiódor Pashukanis no para. Se desplaza, portador del
acuerdo del Pleno de su “ratusha”, a San Petersburgo. Lleva como muestra una de
las piezas con las que va a negociar el
contrato de venta. El Director del Hermitage no da crédito a la suerte que
supone ampliar las colecciones imperiales del Museo. Sabe de sobra que es mucho
más lo que está en sus depósitos que lo que el Museo exhibe al público. Pero la
reflexión nada tiene que ver con lo que ahora se le ofrece. Si se confirma que
se trata de joyas de la zarina Alix y de sus hijas las Grandes Duquesas
asesinadas en 1918 … Justo un siglo ha pasado. Esas joyas corretearon por el
propio Palacio donde hoy asienta su sede el Museo. Prevé que las negociaciones
con el Alcalde no van a ser fáciles. Por adelantado Pashukanis ha mostrado sus
cartas. Moscú va a competir, y a pujar por llevarse el paquete de la pulsera,
los pendientes, etc. y alguien, conneseur,
le ha soplado al Director que en las redes figuran ofertas de muy importantes
coleccionistas mundiales -chinos y norteamericanos, sobre todo- que quieren
epatar a sus rivales de San Petersburgo. Va a proponer al Alcalde (él luego, como
Director, sabrá cómo apretar al experto) que haya un peritaje no solo relativo
a la autenticidad de las piezas, sino también, y muy especialmente, que realice
una tasación acerca del precio de las joyas. Le preocupa que ese no pequeño
número de ofertas ya manifestadas haga subir el precio. Pero aun así será una
bicoca. El caché del Hermitage, si es que ello es posible dada su actual máxima
cotización, es seguro que va a subir bastantes enteros. La gente no sabe que el
Director es también de apellido Románov. ¡Vaya nueva vuelta de tuerca! Con casi
centenares de millones de habitantes es estadísticamente imposible, pero es
así. No va a dejar que ningún no Románov se salga con la suya. Esas joyas
de su familia van a ir a parar a su Museo.
San
Petersburgo, el sueño báltico.
Pedro,
el Grande, tuvo un sueño. Esto de tener sueños, no es algo nuevo en la Historia
de la Humanidad. Menos aún en los dirigentes que han regido sus destinos, esos
que se consideran capaces de curvar el signo y la inclinación o la dirección de
los acontecimientos, que dan nueva orientación a lo tradicional, a lo de
siempre, al más de lo mismo a que tan proclive es una inmensa mayoría de los
pueblos, ajenos o incluso contrarios a que aparezcan revoluciones, desde abajo,
o imposiciones, desde arriba, de cuño distinto y que puedan trastocar lo
inmanente al espíritu de las Naciones, a su sentido histórico inmutable.
Había
que conquistar el océano; era preciso abrirse a unas prometedoras aguas,
ajenas, no holladas por el Imperio. El Báltico, sí: ese tenía que ser el
objetivo, y nada se opondría a esa precursora necesidad de Lebensraum, a
una expansión nacida de lo que se entendía como lógica derivada de las cosas,
que llevaba a conquistar ese espacio, vital como el agua misma, por mucho que
fuera salada o que bañase extensiones inhóspitas, lagunas infestadas de
insectos y parásitos, incapaces a priori de albergar o asentar vida humana
salobre, a desarrollar en ella una civilización que pudiera considerarse punto
menos que factible. Pedro: ¿grande o loco? La locura hay que enjuiciarla en
función del resultado. Y Pedro no se arrugó ante las posibles consecuencias de
su sueño.
Desde
1703 se construye la gran ciudad, ahí nace el comienzo del resultado. San
Petersburgo, impulsada por el deus ex machina del Zar, nace da la nada.
O, peor aún, de la imposibilidad medida con arreglo a los parámetros de tiempo,
espacio y medios de la época. Pedro quiere convencer al mundo de su inagotable
poderío. Es una advertencia, o la constatación de una evidencia: que la
fortuna, unida al poder y el empeño en la realización de un sueño, entrañan
siempre peligro, y demuestran cuánto
respeto, si no miedo, ha de inspirar una Nación regida por un loco que quiere
realizar su sueño.
¡Cuántos
ejemplos tenemos de ello! Y aun así, no hay enmienda. Seguimos mirando pasivos
cómo resurgidos locos tratan de concretar los suyos, justo hasta un momento en
que ya es demasiado tarde para reaccionar.
Pedro
no se arredra. Pasa años incluso aparentando que aprende, como obrero humilde,
la técnica de construir barcos. Y consigue erigir Petersburgo y que Rusia tenga
salida al Báltico.
Luego
ya no habrá competencia posible. Durante siglos Moscú quedará relegada a un
segundo plano, aunque grandes literatos la hagan lugar privilegiado de sus
creaciones en cientos de miles de narraciones de todos conocidas. Resulta una
ciudad mítica. Petrogrado, San Petersburgo, Leningrado, Venecia del Norte, ¡qué
más da! Hablamos del sueño de Pedro el Grande, esa ventana a occidente como él
mismo la denominó en algunas ocasiones. Su belleza no se pone en duda. Ni su
carácter hechicero. Ni la riqueza que destila. Ni sus colores y olores. Ni la
armonía, domesticada, de sus aguas, que discurren bajo cerca de cuatrocientos
puentes, ni la simpatía de sus gentes... Es una Florencia imperial, que supera
a la exquisitez de unos simples Dux renacentistas. Nadie puede resistirse a sus
encantos. Ni a sus tesoros. Nadie es capaz de no soñar en San Petersburgo. Es
un permanente ballet, como si el Mariinski tuviera una sucursal en cada calle,
en cada canal, en cada puente y bailara sobre tendidos de alambres y cables que
sobrevuelan la ciudad. Todos sus edificios, palacios, catedrales al unísono dan
pasos regidos por una melodía de fondo,
con una quietud en movimiento que produce asombro y sosiego, admiración y deseo
de que el instante se petrifique (de nuevo Pedro), que dure, que no se acabe,
que prolongue sus benéficos efectos.
Pero
Petrogrado, o San Petersburgo, es ciudad de aluviones humanos. En ella, ciudad
de la Corte, hay pasiones desatadas, luchas de poder, pobreza que trata también
de medrar, aspiraciones llevadas en andas por envidias y crímenes en potencia.
También hay embriones de revolución, intentos fracasados pero que servirán de
modelo para unos bolcheviques que, como mayoría que son, impondrán, no mucho
más tarde, su dominación, esta vez del pueblo campesino. Habrá que esperar,
todavía. Pero el santón Rasputín, anticristo, vidente, oráculo, que hace valer
su indudable carisma, venido de la heladora Siberia, ejerce de vate. Grishka, o
Grisha, como también lo llaman, pronosticará designios lúgubres para su amada
Rusia mientras pasea por las habitaciones imperiales y subyuga a Alix, Nicolás,
Alejo...
Hay
ojos, no obstante, pendientes de todo cuanto dice, hace, vaticina
Rasputín. Irina y su marido, Félix
Yusupov, están muy alerta. Lo mismo que el Gran Duque Dimitri Pávlovich, primo
del zar y prometido de Olga Nikoláievna, hija mayor de Nicolás. Se tramará
entre ellos y otros más el asesinato del Anciano. Hace años que tratan de
quitarle la vida.
Ese
imperial Báltico ruso es un Museo inigualable. Guarda reliquias y tesoros a la
altura del sueño de Pedro, y de Catalina, Grandes. El cataclismo que para toda
Europa y Rusia supuso que ésta tuviera sede permanente en el Báltico, balcón
para mirar a Occidente y saber de su vida, milagros y movimientos, cambio la
geoestrategia mundial. Y solo otro terremoto de signo antagónico podría
subvertir la situación a que condujo el arrojo de Pedro I y de la ulterior
continuadora de su obra, Catalina.
Doce. Parte, junto al
pavo real del Hermitage. El resto, paradero desconocido.
Una de las joyas del Museo Hermitage es el reloj Pavo
real, instalado en la Sala Pabellón y que se considera el reloj autómata
conservado más grande del mundo. Nadie que visite el Museo deja de pasar por
allí para admirar ese ingenio u obra de arte. Pero hoy tal exhibición tiene
compañía especial. Están los responsables del Museo todavía indecisos acerca de
esa instalación, de si tal combinación de joyas tendrá carácter duradero, o si
habrá, dentro de un tiempo, que revisar ese criterio: de momento una vitrina
especial guarda diez joyas de los últimos Románov. Una pulsera. Una
pareja de espectaculares pendientes. Cuatro sortijas. Una gargantilla. Dos
broches.
¡Para
qué describir su bella factura y las piedras engastadas, valiosísimas, de que
cada una de las piezas está compuesta! Una cartela de buen tamaño, con letras
cirílicas legibles a dos/tres metros, explica cómo han llegado a parar al Museo
tales obras de arte. Mención especial se recoge, en ese pequeño trozo de
literatura, a Fiódor Pashukanis. Todos los guías que enseñan el Museo han
tenido que enriquecer sus explicaciones. Es parada obligada ese salón, ahora
también para mostrar la colección, hablar de Rasputín, lanzar unos cuantos
dardos envenenados hacia la zarina Fiódorovna que solo por matrimonio era Románov,
alabar la política de adquisiciones del Museo más visitado ¿del mundo?, augurar
un buen mundial de fútbol para Rusia en el campeonato por ella organizado y que
tendría lugar en julio de 2018 y convencer a los sufridos visitantes de que hay
rumores… rumores… rumores… de que otra colección, compuesta de piezas
igualmente importantes y que pertenecieron a Alexandra la zarina, hará pronto
aparición en escena, aunque se desconocen los detalles, si bien apuntaban que
esas otras joyas habrían sido regaladas por Rasputín a su fiel servidora “La
Lechuza” aprovechando que una de esas piezas era precisamente ese animal de la
sabiduría o la vigilancia…
Aunque
son muchas sus obligaciones, y tiene actos oficiales y conferencias, en casa y
en el extranjero, que colapsan su agenda, el Director hace casi una visita
diaria a la Sala del Pavo Real. Ha encargado a sus subdirectores que espoleen
el estudio exhaustivo de las joyas. Van a hacer magníficas publicaciones. Para
ello cuentan con el testimonio del feliz cuarteto de Pokróvskoie, y del orgullosísimo Alcalde Pashukanis. Todos han
convenido en que de momento quede Tania en un muy secundario, casi inexistente,
plano. La sobrina de “La Lechuza” guardará todavía secreto… al menos durante un
tiempo.
Otra
Beria.
-
Papá
¿no se parecen mucho estas joyas a las de las fotos que me enseñaste en tu despacho?
-
Luego
te lo cuento, hija, cuando ya hayamos vuelto a casa, Sofiya. Ahora con tanta
gente en el Museo es imposible hablar.
La conversación, poco
más que estas frases entre Iván Beria y su hija Sofiya, no pasa, sin embargo,
desapercibida para los atentos oídos del Director del Hermitage, que está allí,
junto al tesoro Románov, como tantas mañanas desde que empezaron a exhibir en
esa Sala las joyas. Quiere saber lo que opinan los visitantes. No puede, casi,
reprimir su deseo de acercarse a esa pareja. De momento se contentará con
fichar las caras, y, como el que no quiere la cosa, hacer unas fotografías con
su móvil de última generación. Si repasa los pies de página de las ruedas de
prensa que han dado el Alcalde de Pokróvskoie
y los otros cuatro descubridores y compara las caras, seguro que averiguará
quienes son esos visitantes que, por imprudente ingenuidad de una cría,
demuestran saber más que cualquier interesado en esas joyas de Rasputín y de
los imperiales Románov.
Madrid,
diecisiete de febrero de dos mil diecinueve.
Kolia
de Kazán.
Anoche dediqué el rato de lectura a este relato, llegué hasta donde empiezas la historia de la amistad entre Kolia y Beria (por cierto, que coincidencia que el protagonista se llame Kolia); ahí me quedé cuando el sueño empezó a deslizarse en mi cerebro, y me acosté con la sensación de que esta pieza literaria me deparará emociones interesantes.
ResponderEliminarFrancis González
¡Una maravilla Nicolás! Creo que le cuadra perfectamente el término francés nouvelle,aplicado generalmente a las novelas cortas, que Unamuno cambió por nívola. Desde la historia de la gran campana, el relato sube de interés hasta su resultado final,en parte misterioso y desconocido.
ResponderEliminarLa Isla del tesoro es una referencia mundial al tema incombustible de los tesoros escondidos. Yo prefiero más El escarabajo de oro de Poe.
Me ha encantado, aunque no entiendo demasiado bien los tres tipos de letra utilizados, como procedentes de diversas fuentes.
Enhorabuena, Nicolás.