viernes, 24 de julio de 2020

LA CAMPANA DEL ZAR


La Campana del Zar
... POR NICOLÁS PÉREZ-SERRANO JÁUREGUI

Índice

- Desde tiempos de Rasputín ................................................................................  5
- Uno. La Campana ................................................................................................  9
- Un bronce nunca tañido ....................................................................................  13
- Dos. Kolia. Apariencias .....................................................................................  17
- El Kozlov que se dejaba aconsejar ..................................................................  19
- Tres. “Lechuza” o el Correo del Zar ................................................................  23
- Tatiana. Una aproximación a los Románov ...................................................  25
- Cuatro. Un escalador dentro de la campana ................................................  29
- Rasputín, un jlist particular, con dotes sobrehumanas ...............................  33
- Cinco. Tatiana trama un plan ...........................................................................  37
- Alejo, el zarevitch, varón, enfermo ..................................................................  43
- Seis. Operación aguja en un pajar ..................................................................  47
- La trama de los asesinos ..................................................................................  51
- Siete. Un intruso. Búsqueda del plano del tesoro .........................................  55
- Unas fotos acerca de Rasputín .......................................................................  61
- Ocho. Dieciséis pasos al oeste ........................................................................  65
- Verjoturie, la conversión ...................................................................................  69
- Nueve. De nuevo ante el pajar ........................................................................  73
- Pokróvskoie de mis amores ............................................................................  77
- Diez. El alcalde y cómo hacer desaparecer una buena parte del tesoro ..  81
- El contenedor, una matrioska .........................................................................  87
- Once. Revuelo en toda Rusia ..........................................................................  91
- San Petersburgo, el sueño báltico .................................................................  95
- Doce. Parte, junto al pavo real del Hermitage. El resto, paradero desconocido    99
- Otra Beria.............................................................................................................. 101




La Campana del Zar

Desde tiempos de Rasputín nadie se había ocupado seriamente de ella. Acumula año a año muchos visitantes, es cierto; pero no se habla casi nada de ella. Y ello choca: siempre se dijo que ocultaba un tesoro. Los rumores apuntaban a que tenía que ver con personajes y acontecimientos del tiempo de la gran revolución, la de octubre -para otros, noviembre- de 1917, esa que conmocionó el mundo, y que, medio año más tarde, acabó con la vida de los Zares. Quien más, quien menos todos en Moscú acariciaban la idea no ya de ponerse a buscarlo, sino de hallarlo, se supone que hacerse rico o cuando menos famoso, entrar en la historia, con mayúscula. Sobre todo porque la sospecha, casi convicción, era que, de haberlo, el tesoro estaría relacionado con elementos de la Historia reales (más bien “zaristas”, y perdónesenos el juego de palabras, que en todo caso serían “imperiales”) tales como el robo nunca confirmado, ni desmentido en tiempo y forma, de joyas de palacio, el más que posible embrujamiento de algún miembro de la familia Románov, la supervivencia de alguno de ellos tras la masacre de julio de 1918, la participación de Rasputín en esa desaparición de joyas de Alix, la zarina, y de sus hijas… Todo incógnitas pero que tenían, al menos en apariencia, conexión con la Historia de Rusia, con personajes de carne y hueso, con una época por demás convulsa, de deposiciones y asesinatos reales, de revoluciones con partidos bolcheviques y mencheviques, con una Corte pintoresca que, amén de nobles, daba cobijo a gente sin par y curiosa, a militares y santones, a primos de reyes y emperadores. Fasto, boato, riqueza, realeza;  mas también pasiones rastreras y odios que matan, pobreza, alcohol, traiciones, guerras y revoluciones, herencias y muertes, lucha sin cuartel por el poder, enfrentamiento bélico con otros países, Guerra Mundial, ocupación y miles de miles de soldados y civiles muertos, y alguna que otra enfermedad, sujeta a la medicina de entonces, pero también a prácticas menos ortodoxas, a imposición de manos de curanderos y santones.

Pero ¿por qué salían a la luz pública esos datos un siglo más tarde? Y, sobre todo, ¿qué relación había entre todo ello y el trágico fin del submarino nuclear de la Armada rusa ahogado, vaya paradoja, en el mar de Barents el 12 de agosto de 2000? La historia toma a veces caminos insondables, difíciles de seguir, y menos aún de interpretar o de aceptar. La gran campana de Moscú, los Románov, Rasputín, el Kursk… ¿todos amalgamados? Pasiones de personajes cuyos ropajes tienen polvo de la historia, del poder, de lo oculto, de la seducción, de ansias de riqueza. La realeza de los Románov parece que desapareció. Pero ¿se sacaron joyas de Petrogrado? ¿Dónde estuvieron durante esos cien años? ¿Es cierto que el Hermitage ya cuenta hoy con una muestra de aquéllas, adverada por el Alcalde de Pokróvskoie, el pueblo natal de Rasputín?

Kolia Kozlov, quizá también Románov, que ya se verá qué tipo de posible relación tenía con la familia imperial de ese mismo apellido, era depositario, acaso sin saberlo, de toda esta trama. La vida le iba a cambiar con un “legado”. Una herencia  relacionada con toda esta historia.

El desfile de los personajes de varias tramas irá desvelando cómo se superponen, aunque no se simultanean en el tiempo. ¿Es la “Lechuza”, o un familiar suyo, de verdad un Correo del Zar? ¿Qué significado tiene la Campana rota? ¿Cuánto da de sí el enfrentamiento entre las dos más subyugantes capitales de Rusia, Moscú y San Petersburgo?



Uno. La Campana.

¡Qué dimensiones! Los delirios de grandeza de la Gran Madrecita, de los Rus, se remontan siglos atrás. Tsar Kólokol, ¡ahí es nada! La campana más grande del mundo. Ana, sobrina de Pedro el Grande, cuando corría el Siglo que iba a ser supuestamente de Las Luces, ideó para gloria de Rusia la construcción de semejante ingenio músico-religioso. Pensaba que a su inigualable toque, que resonaría en las inabarcables estepas, todos rendirían pleitesía a los dos Altísimos, el Celestial y el Terrenal. Era religiosa, pero a la par altivamente orgullosa de su dominadora estirpe imperial. Uniendo Dios y Águila ¿quién osaría oponerse a cualquier ucase del Zar? Encargó que fuera enorme. Ya estaba deseando verla, para gloria de los Románov, para admiración del mundo, hasta para reclamo de los verdaderos creyentes. Incluso enaltecería, de paso, a Iván, no en balde “El Terrible”. ¿Quería que Su Campana ostentase también ese calificativo? ¿Tenían siempre que ser tales los Zares? Una irónica sonrisa aparecía en el rostro de Ana cuando acariciaba el proyecto de construirla y de colocarla muy alta, fuera del alcance de sus pobres súbditos.

Pero -lo tenía decidido- introduciría en su instalación, para reflexión de todos, un elemento de confrontación territorial: no iría a parar la Campana del Zar a Petrogrado. San Petersburgo se quedaría con las ganas. Haría de Moscú un lugar de peregrinaje. Competiría, así, con los afanes primacistas de esa “nueva” ciudad, ganada al Báltico a base de desecar extensas e insalubres lagunas, plagadas de mosquitos y demás insectos que ya habían costado cientos de miles de vidas en su construcción. De todo ello, sabido es, tenía la culpa su tío, el Gran Pedro. Ella seguía, no obstante esas posibles peleas geopolíticas, a lo suyo.

Se imaginaba que su impar sonido sometería los tímpanos de todos los vasallos. Nadie estaría fuera de su alcance. Decían, contaban, se afirmaba que no pocos científicos de la época creían que su vibración haría enloquecer a muchos, de oídos más sensibles que la media, y que ello contribuiría a generar sujeción al poder, esa todopoderosa máquina capaz de crear semejante elemento de dominación y de fascinación religiosa y mundana. Gustaba la Zarina de esa superposición de planes y de planos.

Era de un peso extraordinario. Cuando se acabó de tallar, fundir y bruñir llegó a pesar doscientas toneladas. Mas, ¡ay de los designios de los hombres! La campana nunca llegó a lucir en la torre que se proyectaba la albergaría. Estaba diseñada para izarla a la muy esbelta torre de Iván el Terrible. Sufrió varios incendios y caídas. Tuvo un desgarro colosal. Se abrió, literal y materialmente. Ya no podría sonar. ¡Qué burla para la altivez de Ana! Por muy emperatriz que fuera... las fuerzas de la naturaleza pudieron más que ella. El pueblo comprendió, y ello tenía un peligro tremendo, que los Zares no lo podían todo; que, al fin y al cabo, eran seres vulnerables. Su declive comenzaba, aunque su poder se extendió casi a lo largo de otros dos siglos, hasta ese octubre rojo, el del año 1917. Ella no lo comprendía aún. Pero la Historia de Rusia, con ese vulgar roto en una campana, empezaba a cambiar. Y de qué manera. Los Zares ya no serían capaces de doblegar a las fuerzas de la Naturaleza. Doblar y doblegar, aun de raíces comunes, tenían significados opuestos…

La campana, aun rota y ostentando una gran grieta, llevaba allí ya siglos, impertérrita a pesar de su enorme hendidura. No terminó de adquirir una ruina total ni siquiera en septiembre de 1812. Las tropas de Napoleón, es cierto, habían tomado Moscú. Y sus muy orgullosos habitantes, dando muestras de un admirable y numantino patriotismo, durante una semana habían hecho arder más de treinta mil casas, iglesias, palacios y todo cuanto de valor contenían. Mejor la aniquilación que enriquecer al invasor francés. Pero a la campana un accidente más no la añadió destrucción a la que ya desde antaño albergaba. Sus señas de identidad siguieron. Y tanta historia hacia atrás no iba a impedir unas nuevas aventuras con ella como protagonista, como crisol de apetencias varias, pues en su interior, escondido en sus alturas... ¿Cómo es posible? La altivez de Ana no pudo contemplar el resultado, ese final de su campana, meramente instalada en un pedestal a ras de suelo. ¿Daría alguien nueva relevancia a su imperfecto proyecto? Un personaje oscuro, contradictorio, iba a protagonizar otro capítulo de esta campana imperial.

En Moscú van a celebrarse unos festejos que quieren impresionar al Mundo. Están implicados en ellos, ¡cómo no!, los Románov. Hace tres siglos que cabalgan sobre el Trono de las dos Águilas y la triple corona imperial. Entre ellos ha habido de todo, desde que en 1613 empezara Miguel I, hasta llegar al actual tenutario de la Corona, Nicolás II, pusilánime, indeciso, hombre más de casa y familia que de Imperio y Corte. Todavía sigue la pugna entre Moscú y San Petersburgo. Lo mismo que entre hombres y mujeres de la Dinastía y sus aledaños; siempre hay hambre de poder a su alrededor. Entre Pedros, Ivanes, Alejandros y Nicolases, como representantes masculinos de esa familia más o menos directa de los Románov, por una parte; y Catalinas, Anas e Isabeles, las féminas, se tejerán todos los hilos de estos Zares, que han sido, desde un comienzo “emperadores” y “autócratas” de todas las Rusias.

Pronto caerá definitivamente el Imperio. Ya no habrá más Románov. Van a llegar los Soviets. La Revolución de los bolcheviques hace más de una década que está en marcha. Todo el Universo conocido va a cambiar después del triunfo de sus ideas revolucionarias. El son igualitario y libertario va a acentuar todavía más el sesgo fraternitario. Es tal el cúmulo de acontecimientos que todo parece presa de una vorágine y un vértigo imposibles de comprender en toda su dimensión. A río revuelto… ganancia de pescadores. Traiciones y enfermedades han cobrado influencia notable en torno a la familia de los zares, esos Románov de la dinastía gobernante.




Un bronce nunca tañido.

En 1735 estaba acabada. Se iba a situar en el Kremlin, en la Torre de Iván el Grande, el Terrible sobre todo. Todo es grande en la Gran Rusia. Y la campana, sus más de doscientas toneladas, aunque aprovechando materiales de otra anterior, iba a ser la mayor del mundo. Constituiría algo único. Grandeza: hasta en lo musical había que descollar.

Todos la pueden ver, no obstante, en el suelo. Se puede oler. No se la oye tañer, sin embargo. En 1737 se resquebrajó por culpa de unas inmisericordes llamas, un incendio que dio al traste con las ínfulas de Ana Románov. Por eso, aunque más tarde, se puso en un pedestal sito en la Plaza de las Catedrales, muy cerca de la torre y campanario al que iba destinada. Rota, de nada serviría que estuviese elevada sobre el terreno. Allí reposa ahora. Cualquier hombre y sus máximos dos metros y pico de posible altura puede contemplarla, apreciar sus descomunales dimensiones. Esos más de seis metros de alto y más de seis metros y medio de diámetro. Colosal, sí. Pero no tañe. Diremos algo más: un científico californiano, para deleite sólo de universitarios de la zona, logró, entrada la primera decena del siglo XXI, recrear su hipotético sonido. Tamaña falsedad... La verdad es que desde el suelo a lo sumo la podemos imaginar sonando, con su badajo de inusuales rasgos y capacidades. Su tañido es un mero lamento.

Parece que los cimientos de la Torre se adentran en el propio cauce del río Moscova. Y, sí, la Torre, en su segunda planta, alberga una Iglesia de San Nicolás. Pero sus 21 campanas no compiten con la Tsar Kólokol, a sus pies, inútil en su función musical o religiosa.

Y no pocos personajes de fuste se ocuparon de ella desde entonces, desde el silencio de su bronce, un lastimoso lamento que emite a ras de suelo. Quiso Catalina, también Grande, que por allí pasearan Voltaire y Diderot. Incluso llegó a invitar a Mozart, para que pasara una temporada en la Gran Rusia, amparada en su autocracia benevolente, que iluminaba pero sujeta siempre a su férreo e idelísticamente liberal control. Napoleón, prendado de esa Torre y de su vasalla campana, desde su pequeña altura personal, albergó aviesas intenciones cuando invadió Rusia, aunque sólo logro destruir parte del campanario de aquélla.

Puestos a imaginar, ¿qué sonidos habría sacado de ella el compositor salzburgués caso de haber podido oír su son? La Obertura 1812 ¿no sería más impactante aún si es que Tchaikovski la hubiera oído? Su carillón suena a música celestial, pero ¿no se habría acercado más todavía ese compositor a Wagner y a Puccini de haber contado con una sola nota salida de esa imponente Campana? Y, si eso pasaba en 1882, época en que Tchaikovski compuso esa Obertura, ¿no hay que pensar que estamos ante una continuación de lo que pretendió Mussorgski cuando, dando el título de “Puerta de Kiev” a una de las partes de su más extensa obra Cuadros para una exposición de 1874, pensaba una  y otra vez cómo sonaban las campanas rusas?

Aún hoy sigue impresionando ese sonido de la Iglesia ortodoxa rusa. La fascinación por ese instrumento musical se adentra en el alma del pueblo, amante de sus popes, de su liturgia barroca, de sus innumerables signos, de su impregnación de lo pictórico, de lo musical, del mayor ceremonial ante el que uno se rinde.

¡Ay sonido de las campanas! Cuánto has acompañado a la humanidad. El pío-impío Rasputín no podría encontrar mejor refugio para su tesoro que el interior de una Campana, rota como él, humana pero divina como él, lúgubre pero soñadora como él, sanadora y sonora como él, aturdidora y misteriosa como él, mística y mundana como él, zarista como él, provocadora de tanta ensoñación como él, curtida y bruñida por fuera pero con aristas dañinas en el interior como él, rusa como él, popular como él, alerta como él, presa de incendios como él. Rasputín va a entrar en escena.

Claro que debía ser ese y no otro el escondrijo para unos planos. Tendría que recuperarlos. La memoria, desde que bebía tanto, había ido menguando. Ese roto de la campana del zar siempre se lo recordaba. Urgía poner en marcha el plan para quitar de ahí esos rastros de las joyas de la familia imperial. Los llevaría a Pokróvskoie. Música por música, y ya que la campana del Zar no podía sonar, prefería que el secreto se guardase en otros instrumentos musicales, más cerca de su lugar de origen, esa Siberia tan querida, fría como él, irredenta como él. Un santón andariego quiere ocultar en su seno el tesoro.

No asistiremos al primer acto del proceso. De momento Rasputín solo tiene prisa por ocultar el plano. Lo demás vendrá más tarde. Ya ha tenido indicios de cosas que le preocupan. Su vida, a caballo de Pokróvskoie, Kazán, Moscú y San Petersburgo ha dado muestras sobradas de sobresaltos, de más que seguras soledades, de muy probables riquezas, de cercanía al poder, de envidias y animadversiones, de avances y retrocesos imprevisibles en curaciones, en enfermedades, en caprichos de mujeres, en pócimas milagreras, en vaciamientos inexplicables de la memoria. Todo bulle en su cabeza. Traza planes para recuperar ese plano. Encomienda su propia peripecia a los dioses lares de su querida Verjoturie, a quienes allí tanto le enseñaron. Las campanas de San Nicolás vienen a su memoria, al rescate. Y piensa que es admonitorio lo del rescate. No estará tranquilo mientras no vuelva a tener el plano en sus manos.


Dos. Kolia. Apariencias.

Hasta bien entrado en su madurez, desconocía su verdadero origen. La apariencia de familia ordinaria, no sólo bien avenida, sino incluso cariñosa entre sus no pocos componentes, lo había acompañado desde niño, sin que pudiera albergar dudas acerca de que lo que veía y palpaba era lo único a tener en cuenta. Nada indicaba cosa distinta. Su padre era su padre; un Kolzov; su madre era su madre. Idolatraba a sus dos hermanas, que eran obviamente sus hermanas. Cuando jugaba con Catalina y con Natasha no podía ser más feliz. Ni una sombra de duda hacía aparición en su vivir tranquilo. Su padre, por negocios, iba y venía continuamente. Marchaba de Moscú a San Petersburgo, de allí a ciudades pesqueras del Báltico, frío pero atractivo y siempre susceptible de aprovechar sus riquezas con prósperos negocios, y vuelta a la capital, camino de regreso a su domicilio, no muy lejano al Kremlin, en un pequeño paraje en que tenían una granja de reducidas dimensiones, una vez recorridas no pocas verstas de llanuras sarmáticas. Los Kolzov eran una familia normal. Y Kolia, también, aunque despuntaba algún rasgo notable en su carácter.

Su madre, Tatiana, prodigaba cariño a los suyos mientras transcurría su vida entre labores caseras y de campo. Ella sí era en verdad Románov, colateral de los zares, por mucho que su familia se hubiese visto obligada a la máxima reserva al respecto hasta la llegada de la “Perestroika”. Bastó para ello con jugar con el uso de los patronímicos y la aceptación del apellido (“familia” en ruso), dándole así nueva versión, suficiente para no levantar sospechas. Nadie, que se supiera, había reparado en tan sutiles detalles. Los cambios, sí, habían servido a los fines que Tatiana perseguía, que eran borrar las huellas de un linaje en un tiempo noble, pero capaz de traer consigo demasiadas resonancias en todas las Rusias. Ahora ella y Kolia eran Kozlov a todos los efectos. Y Kolia nada sabía de los Románov, excepto que la familia imperial había sido aniquilada a mediados de 1918... Kolia, a sus veintitantos años, a pesar de su sesgo reflexivo, carecía de elemento de duda respecto a su linaje materno.

El Kozlov que se dejaba aconsejar.

Desde muy crío desarrolló Kolia, podría decirse así, un casi instinto. No era fruto de una inseguridad, sino de la necesidad de contar con alguien que asentara sus reflexiones previas, que las hacía, llenas de matices y de análisis de pros y contras.

Hubo, eso sí, un momento en  su  vida en que vaciló de verdad, pues ésta lo pilló de sopetón.  Tanto que se pudo ver en su cara, en sus gestos, en el ademán vital tan propio suyo, una duda, una auténtica vacilación.

Pero, claro, ni siquiera en  ese momento dejó de ser como era, propenso a sopesar las cosas y a no tomar decisiones definitivas sin oír antes el consejo adecuado a la situación. Era un práctico acostumbrado a plantearse alternativas para todo; no se dejaba vencer por una inercia inicial. Y cuando se decantaba por algo, su férrea voluntad superaba los ulteriores escollos del camino emprendido. De éste, ya, no se apeaba, arrostraba los riesgos de su decisión y hacía que cuantos lo rodeaban secundasen su postura. Podía desconcertarse brevemente, pero su ser analítico, tras esa opinión ajena, a la que acudía sin temor ni apriorismos inútiles, se convertía en un volcán que arrojaba una lava envolvente que no dejaba a los demás ni respirar. Simplemente, él tomaba aire de los otros, para luego, con su carácter, arrollar cuanto se ponía de través.

Tatiana, su madre, decía que era la seguridad en persona, la seguridad fruto de una reflexión compartida. A ella la gustaba la manera de actuar de su hijo, Kolzov… y algo más, apellidos complementarios que... Ningún otro secreto nublaba sus relaciones mutuas. No obstante,  guardaba, sí es cierto, una laguna de confianza, un no atreverse a encarar ciertas cosas con él;  pero ello nada tenía que ver con el comportamiento de Kolia, que siempre había sido un buen hijo, una persona reflexiva, no inexpresiva ni distante, que acataba sin muchos inconvenientes lo que sus padres le decían, eso sí, con esa posposición al momento ulterior de saberse asesorado tan pronto se veía acosado por la imperiosa perentoriedad de contrastar su propia opinión.

En su etapa escolar la cosa había venido, por así decir, rodada. Encontró un compañero de clase con el que compartir vivencias, y supo advertir en Iván Beria el complemento ideal para esa manera de ser suya. Beri, o Ivanovitch, como solía llamarlo, reunía las cualidades precisas para sacarle el debido provecho a sus planteamientos. Sabía escuchar, era ágil de pensamiento, de discurso sereno aunque lleno de matices, no le faltaba juicio para afrontar las dificultades o pequeños laberintos dialécticos que Kolia le planteaba, y de forma llana sentaba criterio al respecto, como si llevara muchos años ejerciendo de asesor, descubridor de caminos, despejador de incógnitas, allanador de problemas, solventador de inquietudes, calmador de ansias, si es que puede decirse de esa manera. Congeniaron en seguida, y la amistad siguió tras decantarse Beria por los estudios de Derecho, a los que Kolia no se sentía especialmente inclinado por predominar en él más la lógica científica de la física o de la matemática, aunque también para esto pidió el acostumbrado auxilio, de cara a su posterior especialización profesional.

No era raro, pues, que ambos se vieran a menudo enfrascados en discusiones acerca de qué hacer o cómo salir de una determinada situación. Beri exponía su opinión, y Kolia asentía entusiasta al razonamiento y la conclusión de su amigo.

Por eso, una vez más en el asunto de marras, entre ambos hubo ese toma y daca a que tan acostumbrados estaban. Kolia, una vez que Tatiana hubo hablado de eso que estaba vedado para ambos, planteó la cuestión con todos los detalles, y Beria supo encontrar el lado práctico de la cuestión. Así,  recondujo la dificultad de los apellidos y de la búsqueda del tesoro a una posición en que ambos pelearían codo con codo para sacar provecho de la aventura, que se cernía sobre ellos ya formando un nuevo tándem, dispuestos a ver qué de cierto había en torno a unas joyas que habrían pertenecido a la Corona imperial de la Gran Rusia hacía casi un siglo y supuestamente sacadas del Palacio de Invierno, o también de Tsarcoie Selo por el inefable Rasputín. Todos los pros y contras se debatieron con minuciosidad. Hasta la verosimilitud de toda esa historia fue analizada con el máximo rigor, incluidos los matices de leguleyo que siempre aportaba Beria a cualquier asunto. La suerte la habían echado tras debatir hasta la saciedad los pormenores que hasta el momento conocían, y que iban desvelando al aparecer capítulos de historia familiar y de Historia de Rusia inusitados a la par que atractivos. ¿Unas joyas robadas a los Zares? ¿Rasputín como ladrón?

Kolia y Beria no tienen que decidir todo en ese preciso instante. Se conocen tan bien que nada nubla su confianza recíproca. Hasta ese momento Kolia llevaba una cierta ventaja. Conocía el parentesco que su amigo tenía con Lavrenti Pávlovich Beria, que, con menos de cuarenta años, había llegado a ser jefe de la policía y el servicio secreto (esas terribles siglas, por todos conocidas en la URSS en aquella época, N.K.V.D.), y fusilado más tarde, en 1953. Las purgas dejaban muchas huellas y sobre todo víctimas directas y colaterales. A Kolia ese linaje no bastaba para repudiar a su amigo, ni para desdibujar las enormes cualidades que éste atesoraba. En justa reciprocidad, ahora, cuando Iván Beria conoció el vínculo de sangre de Kolia con los Románov, nada hizo que cambiase su gran aprecio por él. No dejaba de ser curioso, no obstante, cómo se superponían, por encima de ellos, los tres signos de identidad de su Nación de los más recientes tiempos: la Rusia post-guerra fría, la imperial de los zares, la soviética comunista.


Tres. “Lechuza” o el Correo del Zar.

¡Claro que jugamos con la historia! Y con la literatura. Pero ahora no queremos referirnos a Miguel Strogoff, ni a las peripecias que narra en su novela Julio Verne. Pero, eso sí, nuestra historia tiene que ver con encarnaciones concretas de esos Zares que habían gobernado despóticamente Rusia desde hacía más de tres siglos. Es difícil borrar de un plumazo todos los recovecos y enlaces de cuantos personajes han transitado en la tierra durante trescientos años. La Historia tiene tanta intrahistoria…

Interviene alguien, sin mochila, sin cartera que contuviera correspondencia, y sin ceguera final a manos de sus enemigos de una novela en que pierde la visión al quemarle los ojos con un hierro candente. Ese emisario -confiaba en que lograría su fin el mensaje que portaba- había advertido a Tatiana, la madre de Kolia. Se conocían desde la juventud, y algo sabía ese emisario de su verdadera familia. No en balde la suya también había sido objeto de análisis, investigación, persecución. En su visita, concertada poco ha, Tatiana encontró muchos datos confusos. No era fácil aceptar sin más la verdad de lo que esa mujer decía. Además, ¿era de verdad ese “Correo” quien decía ser? ¿Se trataba en realidad de una enviada que tenía relación auténtica con Akilina Laptinskaya, alias “Lechuza”, la que fuera antigua monja y enfermera en otro momento a la par que secretaria de Rasputín? Tatiana ignoraba muchos detalles de la vida de su amiga; ahora se daba cuenta de lo superficial que había sido durante años su relación. Guardar su propio secreto quizá había propiciado una actitud inconsciente de no querer desvelar detalles de la vida de los demás. Pero…

¡Vaya una mezcolanza de personajes! Qué revoltijo de fechas, lugares, suposiciones, medias verdades, insinuaciones. Rusia siempre sorprende. En ella todo es posible, aun lo más inverosímil e intrincado. El mensaje, en todo caso, y a pesar del mucho tiempo transcurrido respecto a los hechos a los que se refería, era nítido. Habían pasado muchos años. Aun así, supo Tatiana que Rasputín había escondido en la Gran Campana del Zar un plano con la ubicación de las joyas sustraídas a la familia real del Palacio de Invierno y de Tsarkoie Selo. Luego -aunque aquí la versión ya ofrecía más dudas- había rescatado el plano. Y era de suponer (ahí radicaba el intringulis, la parte más oscura de la narración de Akilina trasmitida a Tatiana por su enviada) que el dichoso plano había ido a parar a la casa del Anciano en Pokróvskoie. Akilina hace tiempo que había muerto. Pero en sus conversaciones con sus allegados -y la enviada decía pertenecer a ese círculo íntimo de “la Lechuza”- manifestó reiteradamente que el Anciano confesó varias veces, borracho, sí, pero cuerdo, que su piano y su gramófono eran de un “extraordinario valor”, más allá de cualquier objeto semejante... En esto Tania insistió una y otra vez en su conversación con Tatiana. Rasputín, el Anciano, bailaba mucho, y supuestamente pertenecía a una secta que preconizaba la realización de pecados colectivos mezclados con lascivias o lujurias, tras lo cual vendría el perdón desde lo Alto. Todo esto transmitía Tania, sobrina supuestamente de esa Akilina, que era Lechuza más que Águila.


Tatiana. Una aproximación a los Románov.

Por mucho que queramos imaginarnos lo que fue esa familia, hoy no es posible, a menos que manejemos la Historia de la vieja Rusia con mucho conocimiento de causa, tras habernos adentrado en sus entresijos seculares, a partir de 1700, o incluso más atrás en el tiempo.

Nos interesa detenernos, aunque brevemente, en que una hermana de “Nicky”, el zar Nicolás II, Olga, conocida como Nena, nacida en 1882 y fallecida en 1960, casó sucesivamente con Pedro Oldenburgsky y con Nicolai Kulikovsky. De ese segundo matrimonio procedía la familia de Tatiana, que era, así, Kulikovsky y Románov. Olga, no lo olvidemos, era la quinta hija del zar Alejandro III, que murió cuando ella contaba veintisiete años. Alejandro sucedió en el trono a su padre Alejandro II, casado con María de Hesse.

Ser hermana de zar no era cosa cualquiera, claro está. De manera que podemos imaginar cómo transcurrió su vida imperial, rodeada de todo tipo de agasajos, lujos y caprichos.

Pero la vida dio un vuelco en octubre de 1917.

A partir de ahí ser Románov ya no era tinte de gloria. Más bien se hacía todo lo posible por obviar cualquier conexión, más aún si eras familia directa. Muchas veces, en cualquier documento, para todo tipo de trámites se recurría al viejo truco de sustituir el apellido completo y poner sin más una erre mayúscula seguida de un punto. Y que los demás interpretasen qué quería decir aquéllo, acaso una abreviatura de Rahil, Rinat, Radimir, Ruslán...Las especulaciones serían infinitas, pero quedaba a salvo la preservación del necesario anonimato, la ocultación del verdadero linaje.

Y eso es lo que hicieron los Kulikovsky R. hasta la generación de Kolia, cuando ya no pintaban bastos e incluso era posible que volverse a llamar Románov pudiera reportar algún beneficio, una vez pasada la perestroika. Es cierto que se avecinaba un nuevo siglo en que a todas luces desaparecían los signos que habían estado presentes en La Unión Soviética. La caída del Muro de Berlín a finales de 1989 precipitó las cosas. Un alivio, un suspiro profundo salió del siempre preocupado semblante de Tatiana. ¿Podría ahora ya desvelar los secretos familiares a Kolia? Su marido no era partidario. Prefería dejar que las cosas fueran todavía algo más allá. Los papeles que guardaba en su escritorio, jamás accesible para nadie, tendrían que seguir ocultos. Los estertores de un régimen político de terror como el de la Unión Soviética podían ser todavía demoledores, llevarse por delante familias completas, o historias hasta el momento bien guardadas.

No había que precipitarse. Habían conseguido que Kolia tuviese una educación razonable, y de eso, sólo de eso, dependía que su hijo pudiese afrontar un futuro con ciertas garantías de normalidad, sin disonancias ni estridencias. ¿Para qué tentar al destino? Si alguien se iba de la lengua, podía desencadenarse una retahíla de consecuencias imprevisibles. Ni una sola vez habían sentido de cerca el peligro. La pertinente afiliación al partido era casi algo automático, y al menos en los tiempos recientes había bajado muchos enteros la necesidad de expresar el entusiasmo cada día. Así las cosas, con esas leves esperanzas a la vuelta de la esquina, la recuperación del apellido podía esperar. La vigilancia no era tan extrema. Las pseudodisidencias ya no estaban tan mal vistas. Incluso algunos hacían pequeñas ostentaciones al respecto, y mostraban actitudes y hasta conductas del todo heterodoxas. Las redes, a las que con dificultad se accedía, pero que se podían consultar casi a diario, ofrecían noticias acerca de posibles cambios de rumbo de  las posturas del régimen, cada vez más cercado por una tenaz oposición internacional que se decantaba por una transición hacia posiciones menos radicales, o que incluso predecían ya sin remedio la caída consecutiva de otros Muros, incluidos los del Kremlin. Pronto, decían esas voces, desaparecerá la momia de Lenin. Los casi doscientos mil euros que cuesta su mantenimiento al cabo del año, irán a parar a OO.NN.GG. que aplicarán esos fondos a fines más humanitarios.

¿Cómo no ver que la golondrina aparece justo en el momento debido? Las señales parecían claras, pero se imponía una cierta prudencia, por mucho que estuviera colmado el vaso de su paciencia ante tanta monotonía oficial...

Esperar. Había que esperar. Kolia seguiría siendo Kulikovsky R. Por mucho que quisiera, Tatiana no podía quitarse de la cabeza las imágenes de Ekaterinburgo. Nicolás II ya había dimitido en 1917. Pero en ese julio de 1918 las cosas se habrían torcido irremisiblemente. Los Románov fueron tratados como perros. No hubo piedad. ¿Hubo juicio contra ellos? Lo que Tatiana siente son escalofríos, ante la “sangre derramada”. Esa advocación tienen la Iglesia del Salvador en San Petersburgo, también llamada de la Resurrección de Cristo. Todo confluye, converge, una vez más. Justo debajo de sus piedras está el lugar en que en marzo de 1881 fue asesinado otro zar, Alejandro II de Rusia. Está cerca de la avenida Nevski. Tatiana la ha visitado más de una vez. Incluso recuerda cómo fue retirada de su cúpula una bomba de la Segunda Guerra mundial y que había estado de “realquilada” en ese tejado casi veinte años y sin explotar. Ese escalofrío, sí, tienen mucho que ver con la sangre derramada. Cualquier logro ¿no está siempre precedido de ese brote de nuestro fluido vital? Así ha sido con su hijo Kolia, con el nacimiento de cualquier ser humano. Pero no quiere “otras” sangres derramadas. En los Románov ha habido demasiadas.


Cuatro. Un escalador dentro de la campana.

Tanteó y tanteó. Su mano temblaba. La pared interior era rugosa en no pocos tramos. Tenía rebabas, así es que resbalar la mano por ella era peligroso. La fundición había dejado lisa la superficie sólo en el exterior.

La dificultad era extrema. Sus años, no muchos pero intensamente vividos, le pesaban sin duda. La ascensión por la escalera le obligaba a resoplar. Una cierta taquicardia le acompañaba al encaramarse a los sucesivos peldaños, resbaladizos, poco pulidos, nada uniformes. Sus botas hacían varios intentos antes de asentarse en cada escalón. Se encontraba lejos de su Siberia natal, de su Pokróvskoie querido. Estaba a caballo entre Moscú y San Petersburgo. Siempre había admirado el porte de la gran Campana, aun en el suelo.

La escalera tampoco ofrecía demasiada garantía. Su estabilidad dejaba mucho que desear. Se cimbreaba al moverse el cuerpo empeñado en escalarla. Estaba bien apoyada en el suelo, una plataforma enorme fabricada tras la caída de la campana cuando trataron de izarla a la torre. Pero arriba...eso ya era otra cosa. Allí los extremos no lograban asentamiento estable y desde lo alto transmitían como un escalofrío a todo el resto, un deslizamiento continuo y peligroso. Las manos temblorosas del Anciano se resentían tras esos estornudos de la madera. Era “Anciano” o “Amigo”, según, y esos nombres provenían fundamentalmente de Alix, La Zarina, y su entorno. Él era Grigori, pero la familiaridad con la imperial familia tenía ahora un trato amistoso cuando menos. Rasputín atendía también a quienes utilizaban, para dirigirse a él, otros nombres como Grishka, o Grisha.

Pero lo peor era la oscuridad. Él estaba dentro de la campana, a una altura considerable y la tiniebla era absoluta. Casi seis metros desde el nivel del suelo. La luz era prácticamente inexistente de día... y ahora, de noche, el cono superior de esta joya de los zares se convertía en una gigantesca boca de lobo, con colmillos que le arañaban las yemas de los dedos.

No quería que nadie le viera. Había logrado, tras ímprobos esfuerzos acompañados de no pequeña suerte, que nadie le siguiera. Aunque deambular por el Kremlin con una larga escalera era de por sí llamativo, la oscuridad de la hora había mostrado complicidad con su empeño de pasar desapercibido. Así había conseguido llegar a su objetivo sin tener que dar unas explicaciones que, seguro, habrían resultado poco convincentes. Según las épocas, era objeto de vigilancia policial o campaba a sus anchas tras la protección sobre todo de la Zarina.

De nuevo palpó la áspera pared de la Tsar Kólokol. Y ¡eureka! Allí estaba. El papel, un plano, seguía en su sitio. Después de tantos años... se alegró de recuperarlo. Lo introdujo en el bolsillo de su ajada levita. Lo aplastó contra su pecho. Con él recuperaba la memoria. Las joyas volvían a estar de nuevo a su alcance. En su día, cierto es que con la connivencia de Alix, la Zarina, nadie había denunciado su desaparición del Palacio de Invierno. Sólo rumores daban por cierta la sospecha de un robo. Y él las había puesto a buen recaudo, cerca de su casa de Pokróvskoie. En cuanto las recuperara de su escondrijo las vendería. El plano detallaba bien los pasos a dar, la orientación...  Estaría a salvo de las intrigas en que se había visto envuelto, de las acusaciones que se cernían sobre él. En su día la astucia le había llevado a concebir cómo sacar de Palacio aquella “donación” (él nunca pensó sino que era una retribución en especie que la familia real le daba por sus servicios) de forma ingeniosa: las joyas salieron de Palacio en unas clásicas “matrioskas” que no levantaban sospechas. En esta ocasión las muñecas tenían la particularidad de que su contenido era un valiosísimo conjunto de piedras preciosas engastadas en oro, y no la consabida sucesión de otras disminuyentes muñecas pintadas igual que la exterior e insertadas una en el seno de la siguiente de mayor tamaño.

Alejo, su niño zarevich, al que las oraciones del Amigo habían curado, le había mirado cuando las cogía. Había sonreído. Parecía haber superado sus ataques fruto de la hemofilia que tanto le había hecho sufrir. Nada tenía tanto valor como su salud. Se calmaba cuando el Anciano estaba delante de él y le miraba con sus muy extraños ojos. ¡Qué podían importarle unas cuantas joyas más!

El Anciano esbozó también una sonrisa, imperceptible; estaba solo. Nadie habría podido apreciar su mueca. Dentro de la Gran Campana su gestó pasó desapercibido. Ahora, por fin, tenía el ansiado plano.

Lo depositaría en su casa, en algún lugar seguro. Cada vez que bailase miraría de soslayo hacia el piano, hacia el gramófono, sus objetos de extraordinario valor.

Lo primero es antes, sin embargo. Para empezar, debe volver pronto a San Petersburgo. Sus escapadas a Moscú son siempre fugaces, de poca duración. Su amiga y devota Anisia, no puede -ni debe- retenerlo en su casa más de un par de días. De lo contrario, en Palacio empezarían a preguntar por él, la Zarina Alix se inquietaría en demasía, se producirían informes policiales acerca de su paradero. Debe partir sin más demora. Tiene que ofrecer apariencia de normalidad. Nada extraordinario ha ocurrido. Solo esa Anisia, que desde luego guardará el secreto, ha quedado un tanto perpleja ante el favor que Grigori la ha pedido de encontrar una escalera de mano que desplegaba pueda llegar a los cuatro metros y medio. El Anciano, según sus propias manifestaciones quiere llevarla a la estación, ahora que ya funciona el tren hasta allí, para que un vecino suyo se la facture hasta Pokróvskoie, donde está haciendo obras en su casa. ¡Qué raro que allí no se pueda conseguir una!, piensa Anisia. En fin, lo quiere el maestro, y él sabrá por qué hay que hacerlo así.


Rasputín, un jlist particular, con dotes sobrehumanas.

Millones de vidas e historias pueblan los tiempos remotos y recientes de la Humanidad. Pero sin duda alguna una de las más atractivas es la de un campesino semianalfabeto, que gozó de los favores de la familia Imperial Rusa hasta que fue asesinado por otros príncipes de la misma no tan amantes de su figura, acaso temerosos ante el excesivo influjo que tenía ese sujeto en la Corte, o bien deseosos -la envidia puede ser una consejera admirable para actos extremos de violencia o de aniquilación- de suplantarlo por otro más dócil, que se doblegase mejor a sus designios particulares.

Ya le hemos visto escalando. Sabemos que es conocedor de no pocas debilidades escondidas en los Palacios de los Zares. Si fuera escritor, podría contar tantas cosas...Pero no lo es. Es un burdo campesino, de Pokróvskoie.

Hace ya años que, a raíz de una paliza que le dieron, se ha dedicado a beber más que un cosaco. Vino a Petrogrado lustros atrás. Y se ha hecho con la confianza de la zarina. Es ésta alemana, y de familia culta. Pero ella misma ha visto en él unos ojos hechiceros. De esos a los que uno se aferra pues son poseedores de misterio, de fuerza espiritual más allá de lo conocido o manejable. Se deja doblegar. No tiene escapatoria. Desde la primera vez que dejaron que entrara en Palacio...La segunda ya puso sus manos sobre el zarevitch. Era momento de uno de sus peores ataques, esos mortificantes, con fiebres altísimas, convulsiones espantosas,  desvalimiento generalizado, abandono de todos los sentidos hasta convertirlo en una piltrafa humana que se dobla como si fuera un ser sin columna ni vértebras, que a nada responde, fuera de todo control.

Pero el milagro se produjo. El Anciano puso las manos sobre su cabeza, miró desde el insondable magma de sus ojos, penetró en su mal, recondujo su ataque, apaciguó su cuerpo, hizo posible que descansara, que se relajara, que durmiera, que obedeciera las órdenes de su mente conectada con la Divinidad. Sería su amigo sanador. La familia no tendría ya que recurrir a otros médicos o intercesores. Quedaba lejos el predecesor, un francés Dr. Philippe.

La zarina empezó a ser Alix. Confiaba en él. Esperaba que pudiera curar definitivamente a su Alejo, el único varón de los hijos tenidos con Nicolás II, y nacido hemofílico. La salud de su hijo recuperada. Dejaría a este Gran Amigo que siguiera yendo a orar con ellos para preservar el desarrollo del crío, heredero imperial.

Nicolás, preocupado además con el Imperio, consentiría, se dejaría llevar. Trataría de convencer al resto del clan de los Románov de la bondad de su Nuevo Amigo. Todos sabían lo que significaba Rasputín, sinónimo de santo, vidente, violador, borracho, acaso aficionado a prácticas con su mismo sexo pero con otras inclinaciones hacia el opuesto para acallar sus primarios instintos o aun su impotencia, conspirador político, curandero o milagrero, farsante, y hasta espía de los alemanes, o antisemita. Rasputín, palabra vergonzosa, que vale tanto como inmoral, inútil, disoluto, protagonista en Siberia de peleas salvajes, sangrientas, a puñetazo limpio, penitente, impío religioso, sectario, Amigo que curaba a su hijo, proselitista, reunidor, en sus habitaciones de sucesivos pisos, de élites y de bazofia, visitador de baños públicos acompañado de selectas mujeres o de perdidas rameras, receptor de dádivas en comida, ropas, joyas, fajos de rublos, una auténtica prenda. Sí, Nicolas envía, desde donde esté, cartas a Alix, a todos, con ucases para protegerle. Sus Ministros y demás autoridades sentirán la sensación de obedecer órdenes inequívocas, quizá carentes de todo sentido lógico. La aureola de complicidad se extiende por Petrogrado y más allá. La Iglesia y el Ejército están advertidos, y tendrán que seguir los pasos del Anciano en aras de preservar su influjo ante los zares.

Rasputín sabe cómo ejercer tal influjo. Claro, con tales confianzas es difícil no caer en ciertas tentaciones. Y una de ellas sería resarcirse de las horas de desvelos que dedicaba a estar junto al pequeño zar. El Amigo tendría acceso a todas las habitaciones por las que circulaba la familia imperial. Este curioso jlist pronto se acostumbraría a ver lujo alrededor, joyas, dinero proveniente de la propia Alix Fiódorovna. Resultaba cómodo, incluso fácil acceder a todo. Tenía poder. Dejaban que ejerciera influencia. Su ascendiente sobre el mal del chico daría patente de corso a cualquiera de sus acciones.

No todo es noticia confirmada, verdad objetiva, ciencia cierta. Alrededor de toda la historia, y como satélites que giran sobre ejes cambiantes incluso de un día para otro, hay conjeturas, y sobre todo insinuaciones interesadas, que se lanzan al espacio pues sirven a fines concretos cuyos definidores saben bien lo que hacen. Persiguen desacreditar al Anciano, que está en el punto de mira de no pocos aduladores de la Corte. Como sea tienen que rebajar el grado de influencia de Rasputín. Los más osados no ocultan siquiera que su máximo deseo es hacerlo desaparecer. Cualquier excusa es buena. Y la relación de Alix y Rasputín, más allá de habladurías y supercherías, es percha fácil de la que colgar andanzas y noticias, que circulan por todo San Petersburgo. La Guerra, además, enturbia todo complementariamente. Y por si faltaba algo, los procesos revolucionarios internos no están ya ni siquiera meramente larvados, sino a punto de estallar y de llevarse todo por delante.

Cinco. Tatiana trama un plan.

Alguien tenía que saber dónde había ido a parar. Lo que Tania le había contado de su tía Akilina... Inquietante, atractivo, misterioso como todo lo que -real o propio del rumor- rodeaba al Anciano. Tan sólo se conocía parte del trágico asesinato del Anciano. Despechadas amantes, influyentes personalidades, miembros de la propia familia real,  intrigantes de enorme peso político... todo había conducido a su asesinato y a la aparición de su cadáver flotando en el Neva de Petrogrado el 19 de diciembre de 1916. Era horrible. Casi tres días atrás había sido arrojado al río en el recodo contiguo al Palacio de los Yusúpov, todavía vivo, según algunas versiones, atadas sus muñecas y con varios disparos sobre su cuerpo. Cuando se recuperó su cadáver, un rictus de sus brazos alzados daba muestras de haber luchado inútilmente por desatarse... El vidente, el sanador, el hipnotizador, el santo se había confiado. El apoyo de los zares...creyó siempre que sería suficiente protección. Se dejó arrastrar por su propia capacidad de seducción, esa que le había hecho famoso, querido pero también inmensamente odiado.

Parece ser que en su última visita a Pokróvskoie, donde se había comprado una nueva casa, daba paseos por sus alrededores en compañía de su hija María y de gentes que le seguían como a un santón, y con las cuales se decía que tenía todo tipo de relaciones, íntimas incluso, relacionadas con prácticas poco ortodoxas, heréticas, propias de los jlist y de los que pregonaban el perdón del pecado, sobre todo de la carne, ju sto mediante la orgía comunal, indiscriminada, que restablecía el orden justo al cometer pecado y a todos igualaba.

La casa fue objeto de no pocas inspecciones. Se habían sucedido a lo largo de los años los registros, tanto de la policía como de las congregaciones religiosas locales. Hasta un Comité local de la pobreza rusa se había incautado de sus bienes, aunque se dudaba de que la medida hubiese sido radical, llevada a sus últimas consecuencias. Sin duda se pretendía acusarle de herejía; aunque luego, con el régimen comunista, se cambió el patrón de conducta y la tipología del delito que se le imputaba. El plano nadie lo halló. Aunque, claro, resultaba complicado que se hubiera encontrado si nadie lo buscaba. Solo Akilina sería conocedora de este secreto de su bien amado Amigo Nuevo, que es como era conocido al principio de su relación con la Casa real.

Contaba La Lechuza que el Anciano llegó exhausto a Petrogrado al día siguiente de haber recuperado el plano dentro de la Campana en Moscú. La ascensión por la escalera, el riesgo de ser descubierto, la tensión extrema en que vivía desde hacía meses, incluso años, habían hecho mella en él de forma acusada en muy pocos días. Akilina lo encontró a punto de la extenuación. Quiso darle dulces, para que se recuperara, pero él tampoco ahora se saltó su regla de no comerlos nunca. Ideas y prácticas de monje y ermitaño habían arraigado en él tanto como su mirada, entre profunda y esquizoide. Aunque todo cambiaba en las épocas en que bebía más que diez cosacos.

Tatiana pactó con Tania. Si lo que su tía había contado resultaba verdad, y lograba hacerse con el plano y dar con las joyas, tendrían que ver si les era factible lograr que se vendieran a un buen precio. Harían partes. A ella le resultaba más fácil acceder a Pokróvskoie sin levantar sospechas. Su familia Románov... ahora sí le valdría hacer gala de esa pertenencia colateral. Intrincados vericuetos legales, alta política mezclada con otras inverosímiles amalgamas derivadas de componendas de los sucesivos regímenes nacionales y locales, habían dado como resultado que algunos parientes devinieron propietarios de los incautados bienes del Anciano, por encima incluso de la familia de éste, que tampoco pudo protestar mucho por tal solución, la verdad. Cosas más inverosímiles ofrecía la historia de Rusia. Nadie se extrañó, ni menos aún reclamó nada ante los tribunales. Fallecidos o exiliados los parientes más directos de Rasputín… nada se opondría a lo urdido por Tatiana. Se contaba que María, la hija de Rasputín, hacía años que había huido a París, donde habría ejercido de domadora en un circo.

Kolia, ya lo vimos, fue informado de todo por su madre, Tatiana. A ésta le costó Dios y ayuda ponerle en antecedentes. Nunca le había contado a su hijo que eran de verdad Románov. Kolia quedó petrificado. No salía de su asombro. En el fondo pensó que lo que su madre estaba cometiendo era una traición. O que la traición había durado toda su existencia. Y el motivo de estas revelaciones, a su manera de ver las cosas, no podía ser más peregrino: aprovecharse de un linaje, hasta ese momento oculto, para hacerse, acaso, con unas joyas que como mucho deberían ser propiedad del Estado, pues los Románov “directos” habían muerto en el magnicidio que en 1918 siguió a la revolución del año anterior. Tatiana le rogó, le suplicó, imploró más allá de lo que Kolia había visto nunca en su madre. Kolia se asesoró. Y, como siempre, Iván Beria, recondujo la situación a algo tangible y factible.

Irían juntos al pueblo so pretexto de arreglar unos problemas con las lindes de los terrenos que se les había cedido cerca de esa famosa casa. Un viejo pajar resultaba clave. Había sido escenario reiterado de las orgías del “Novy”, o sea, el Nuevo, apellido que los zares habían querido darle para que así no tuviera que soportar las burlas derivadas de la etimología de su verdadero apellido, Rasputín, que irremisiblemente le conectaba con el significado de ser persona inmoral y que no sirve para nada. Tatiana había tenido que referirse a todo esto en su conversación con Kolia, extrañado de no haber sabido nada hasta el día de hoy, al borde ya del siglo XXI, de los auténticos orígenes familiares que se escondían tras el árbol genealógico de su querida madre. Pero como era hombre práctico y tampoco había nada deshonroso en todo lo que supo en ese momento, no dudó en seguir a su madre en el plan trazado. Si eran de verdad Románov, si de ellos, tras el múltiple magnicidio de 1918, quedaban pocos miembros y, si de verdad las joyas les habían sido robadas en palacio en 1906 o un par de años más tarde, ¿qué de malo habría en recuperarlas? ¿No era cierto que de alguna manera les pertenecían? Lo importante era encontrarlas. Luego ya verían cómo explicar su recuperación o vendérselas a un buen postor que pagase bien y que, convencido de la procedencia del tesoro, no hiciese demasiadas preguntas impertinentes o insidiosas.

Kolia, no obstante, pidió a Tatiana su madre permiso para consultar el asunto con su amigo del alma, sin cuyo parecer y consejo legal hacía años que no daba un solo paso.

Iván, algo mayor que Kolia, se había doctorado en leyes, y regentaba un bufete al que no le faltaban fuentes nutricias de la alta burguesía moscovita. Ahora andaba enzarzado con las reclamaciones que estaban poniendo a la Marina los familiares de los marineros fallecidos en el caso del submarino Kursk. Uno de ellos era concuñado de Tatiana.

Las cosas resultaron fáciles. Iván Beria sabía lo que se hacía. Y no desaprobó lo que Kolia le contaba de los planes de Tatiana su madre. Le constaba -el despacho, decía él, era un confesionario, en que la gente, además de encargar pleitos, se desfogaba haciendo al letrado todo tipo de confidencias- que había “búsquedas” en curso para localizar el tesoro de la zarina y de alguna de sus hijas, las Grandes Duquesas, esas joyas que supuestamente habían desaparecido de Palacio a comienzos del siglo XX, pero de las cuales nunca se hablaba oficialmente, aunque había investigadores y doctorandos que seguían caminos de incierto recorrido y resultado al respecto.

Todos sabían algo. La “Lechuza”, mujer de muy anchos hombros, dotada de enormes pechos, en la que Rasputín confiaba casi ciegamente, estaba en el secreto del Anciano y en vida dejó pistas a su sobrina Tania. Iván fichó mentalmente todo lo relevante del relato de Kolia Kozlov/Románov. No iba a traicionarle, pero a su debido tiempo pasaría factura a los demás y sacaría su propia recompensa.

Era obvio que tenían que aliar sus fuerzas. Ciertamente, nada podrían hacer sin el concurso de Tatiana y de Tania. Esta había dado la pista del pajar, donde su tía Akilina y el Anciano celebraron cuando jóvenes ritos de “regocijo”, prácticas muy del gusto de los jlisti, que más o menos quería decir flageladores. Allí llevaban el gramófono de la casa de Rasputín en Pokróvskoie y bailaban en noches vigiladas desde el exterior, más o menos discretamente, por la policía. Aunque mínimamente, las cosas tenían sentido y ofrecían, incluso dentro de lo deslavazado del asunto, una relativa coherencia, un puzle con piezas que encajaban. No estaría de más, de paso, ofrecer a Rusia, si aquello acababa bien, un motivo para honrar, al menos en parte, a la familia Románov, asesinada en Ekaterimburgo al final de la Gran Guerra de 1914.

Nadie con dos dedos de frente rechazaría arriesgarse en una aventura tan llena de atractivas incógnitas. Beria era pulcro en sus análisis. Sus años de bufete habían logrado que desarrollase un fino instinto, capaz de reducir a esquema simple los intrincados embrollos a que tan proclive se muestran los humanos y las relaciones sociales. Su participación en el asunto le reportaría prestigio, un plus añadido a la más que previsible remuneración a metálico. Anotó en su ordenador los posibles itinerarios del viaje. Se documentó suficientemente acerca de Pokróvskoie, de la figura de Rasputín, de la Lechuza y de los Románov. La precaución, obviamente, no estaba de más. Cuantos menos cabos sueltos, mejor.

Alejo, el zarevitch, varón, enfermo.

Cuando nació, todo eran parabienes. El Imperio sonreía. Tras cuatro preciosas niñas, al fin Alejandra Fiódorovna había logrado lo que todos ansiaban. Un niño, un varón, completaría la familia. Exultantes de júbilo, su madre y Nicolás II no cabían en sí de gozo. El Supremo había por fin accedido, después de las rogativas de todo un fiel y sumiso pueblo, que estaba sujeto por feudalismos inacabados, pero que de corazón deseaba que un heredero con cromosomas inequívocos de varonía perpetuase la estirpe y el poder de los Románov, hasta ese momento pendiente, entre otros, de un hilo genético. El pueblo sabía que podría cambiar poco su situación ancestral de dominio casi absoluto que durante siglos había caracterizado la forma de Estado y de Gobierno de la Madre Rusia, tan plagada de signos femeninos, pero tan apegada al hombre que encarnaba el Imperio. Había habido mujeres al frente del gobierno, es verdad. Y hasta notables mujeres, asimismo Grandes, como Catalina. Ésta, incluso, era tenida como una reformadora, amante de la Ilustración, yugo más suave pero no menos sometedor que los simple y directamente despóticos. Todo lo podía, fuera hombre o mujer, quien ostentara el cetro. Es cierto que el heredero sería, en todo caso, hijo de una alemana. Y ahí surgían dudas. Pero el Imperio se había logrado asentar y figuraba a la cabeza de las potencias mundiales. Desde Pedro el Grande su presencia, incluso en el Báltico, se hacía notar en toda Europa, y no digamos en el extremo oriental de sus fronteras, más o menos sólidas desde que la propia Catalina se encargó de ello al tiempo que declinaba el poder otomano o de la propia Europa, siempre proclive, a través del actuar de sus dirigentes, a enzarzarse en peleas intestinas con vistas a un fin, de predominio o de fijación de sus propios límites y expansiones.

Pero el destino se guarda cartas en el juego de las dominaciones. El zarevitch pronto dio sobresaltos impensables; su fisonomía ocultaba un mal oculto, lleno de presagios nada halagüeños. Era un pequeño ser convulso, enfermizo, propenso a ataques que en seguida convirtieron a la corte, e incluso al ignorante pueblo, en un hervidero de informaciones, noticias, rumores, contradicciones sin fin, opiniones médicas encontradas, remedios ortodoxos junto a prácticas nada científicas, aparición de sanadores y hombres de saberes ocultos, llamados junto al lecho del doliente crío para ejercer sus poderes, intrigas de familiares e interesados que trataban de torcer en su favor lo que predecían astros de uno u otro tenor o procedencia. El Palacio de Invierno, Tsarkoie Selo y demás residencias imperiales eran venir y revenir de gentes honestamente preocupadas o de portadores de aviesas intenciones que, con cualquier excusa, envolvían todo, lo revolvían, impedían que la sana lógica y el buen criterio imperasen, incluso en los distinguidos miembros de la familia imperial.

Ese caldo de cultivo enfermizo propiciaba que cualquier desaprensivo hurgara en el mal, en la enfermedad y el ambiente en que se desarrollaba. El pobre zarevitch era el blanco de tales intrigas. No sabía defenderse, claro está, por sus propios medios. Era incluso menor de lo que su corta edad representaba. Y, así, la debilidad propia y de su entorno -parece mentira, tratándose de esos poderosos Románov- creaba una realidad envolvente, cuyos difusos caracteres servían para los espurios intereses de muchos arribistas sin escrúpulo, fanáticos, sobre todo, de defender o ampliar su círculo de influencia.

Antes de la llegada de Rasputín, la escena había tenido otros protagonistas inmersos en esos oscuros procesos destinados a la sanación, a toda costa, de la maltrecha e inestable salud del pequeño zar. El propósito, digámoslo con expresión más actual, era tratarlo con medicinas alternativas, cargadas de simbologías esotéricas, de poderes sobrenaturales, de dones personales más allá del canon ordinario de los seres humanos normales. Llegado un momento determinado en la evolución de la enfermedad, todo valía; valía la pena probarlos, uno tras otro. Y la creencia religiosa del magma profundo de los habitantes de la Gran Rusia alimentaba la aparición de mesías, surgidos de la aquiescencia de la Iglesia oficial, sus popes, sus archimandritas, de la multitud de tendencias y hasta sectas, que eran consentidas y convertidas en fenómenos de santidad a las que aferrarse.

Sí. ¿Por qué no dar su oportunidad a Rasputín? Los iniciales recelos dieron paso a una actitud primero expectante; más tarde, a una adoración sin límites, basada, precisamente, en que no tendrían límites sus poderes sobrehumanos, sus ojos enigmáticos, sus manos sanadoras, su religiosidad infinita, su halo de una inabarcable santidad. El saldo arrojaba un balance tan positivo que a su lado carecían de importancia un par de joyas. Lo relevante era contar con alguien capaz de tranquilizar y aun sanar al zarevitch.

Alix se volcaría en todo lo relacionado con el Anciano. Sus libros religiosos, bellamente encuadernados, contenían los secretos del alma. Y ella estaba dispuesta a todo. Especialmente a que alguien, descendido, se ocupara de la maltrecha salud de su hijo. Si éste sanaba gracias a ello peregrinaría, se haría devota hasta la partícula más profunda de su médula. Y arrastraría a Nicolás a esa nueva vida de creyente. Vencería cualquier obstáculo, incluidas las dos familias, la de Hesse y la de los Románov. Sanación y santidad… tan al alcance de la mano. Tenía que centrarse, conceder todo lo que su Amigo la pidiese. Ya habría luego forma de acallar cualquier rumor, o las difamaciones, o los desapegos, airados, de amigos, familiares, cortesanos, gobierno y buen pueblo de la Madre Rusia.


Seis. Operación aguja en un pajar.

El viaje era relativamente asequible. Pesado, pero factible. Llegaron, pues, a su objetivo. Y Kolia, su madre Tatiana y el letrado Beria no tardaron en localizar el paraje del pajar, cerca de la casa del Anciano. Pokróvskoie seguía siendo lo que siempre fue. Sus pocas calles se recorrían sin demasiado esfuerzo. Se podía acceder sin dificultad al desvencijado pajar, inhóspito, decrépito, alejado de cualquier veleidad para toda persona en sus cabales. Tan abandonado parecía que ni siquiera la rapiña había hecho mella dentro de sus muros. ¿A quién se le ocurriría entrar? Si algo hubo de utilidad en él, habría ido a parar a un Museo, que habían abierto en la localidad unos extranjeros para, aprovechando la fama del Anciano, fomentar el turismo, hacer parada obligada para los curiosos: todo el mundo había oído hablar de Rasputín. A su alrededor, sí se habían rehabilitado casas aisladas, y el centro del pueblo. Pero del pajar nadie se había ocupado durante lustros.

Una especie de camastro, protegido de miradas indiscretas a su tosca manera, mediante unas vigas sujetas al viejo armazón del techo y que hacían las veces de biombo, permitía imaginar sucias orgías y rituales paganos, tan vetustos como la humanidad y el deseo carnal de los posibles visitantes que en su día lo utilizaron cono lugar de refocilo. El Anciano abalanzándose sin pudor sobre unos grandes pechos que también bailaban... ¿no sería éste lugar lógico, idóneo, para un gramófono?

Buscaron. El trio se sentía preso del ambiente. Estaban tensos y todo lo miraban, lo escrutaban, no perdían detalle de cualquier rincón. Y, sí, en una trampilla del tabuco, escondido a la vista,... apareció. Pero, mierda, no era lo que esperaban. Y no tenía sentido. Ni gramófono, ni plano, ni joyas... ¡una destartalada y ajada matrioska! El Anciano ¿un juguetón? Había tenido fama de muchas cosas, pero siempre se pensó que era más bien adusto, serio, no proclive a otros juegos que no fueran los de la seducción en su más amplia gama. Por si acaso procedieron a la maniobra clásica: dentro de la muñeca había otras cuantas más. Pero ninguna señal de lo que estaban deseando encontrar.

Desánimo, frustración. ¿Qué hacer a partir de ahora? Beria propuso investigar en la casa, cercana. La policía local seguro que no les molestaría. Hacía tanto tiempo de todo...

El resultado, aun así, les había decepcionado mucho. Ratificaban la idea que se esconde en el dicho. El tesoro del Anciano se parecía bastante a lo del buscar una aguja en un pajar. Salieron llenos de briznas por toda la ropa y la cabeza, pero sin asomo de plano ni nada parecido. ¿Estaría Akilina en lo cierto? ¿De verdad Rasputín había rescatado de la Gran Campana su plano y lo había llevado a Pokróvskoie? En el pajar no había más pistas. Pero el relato de Tania era inequívoco: así se lo había contado su tía Akilina, eso sí, entremezclando la narración con lamentos en que explicaba cuánto había padecido en diciembre de 1916, cuando los malvados lo habían arrebatado de su lado. Siempre, desde que había empezado a cuidarlo, una cierta inseguridad presidía todo lo que rodeaba a Rasputín. Mejor diríamos que era el reino de la imprevisibilidad. Podía suceder lo peor y lo mejor. Había gente que lo amaba por encima de lo natural. Otros, en cambio, deseaban vivamente su muerte y que, así, dejase de ejercer su nefasta influencia sobre Alix, Nicolás y Alejo.

La evocación siquiera de tales nombres en el pueblo de Pokróvskoie ¿serviría de algo si los mencionaban Kolia, Tatiana y Beria, caso de ser necesario? No solo estaban decepcionados. También eran presa de la turbación, de la incertidumbre, de la inseguridad acerca de sus planes. ¿Por qué una “devota” como La Lechuza tenía que haber contado la verdad? ¿Cómo es que ella, tras la muerte de Rasputín, no había intentado encontrar ese tesoro si tan segura estaba?

La trama de los asesinos.

Rasputín no se oculta. Deambula libre. Disfruta de la ciudad. Visita lugares públicos de lenocinio. Recibe en sus habitaciones. Tiene acceso libre a Palacio. Se codea con los Grandes. Practica su lema “Pecado, arrepentimiento, purificación”. Intriga. Es objeto de difamaciones. Conoce a sus detractores. Fabrica recetas de cataplasmas y pócimas. Ejerce videncias. Mira con ojos de una profunda claridad. Sabe que la Policía lo vigila. Le consta que la Familia, la imperial, está seducida y cree que su protección va más allá del intento de asesinato que ya ha sufrido a manos de otra fanática, inducida por uno de sus rivales en la Religión. Ama intensamente a unas cercanas, mujeres de toda la escala social. Otras, como la bella Irina, son, al parecer, de momento, inalcanzables, no se prestan a ir a sus salones privados, en su domicilio, en el cual muchas han alcanzado un éxtasis inefable al dejarse practicar contactos cargados de un simbolismo que las arrastra a partir de un carisma inigualable. Es el gran santo de Rusia. Recita de memoria, aun siendo casi ágrafo, complejos y largos textos sagrados. Su atracción sirve de vehículo mediante el cual penetra en los demás y los domina casi irremisiblemente. Unos y otros caen rendidos a sus pies, le bendicen y besan sus manos, largas y misteriosas, casi ni se atreven a levantar la cabeza para tratar de entender su inescrutable mirada.

Irina, según cuenta alguno, es objeto de sus deseos. Está casada. Su belleza deslumbra. Y su posición en la alta sociedad no ha permitido ningún devaneo, ni contacto, ni posibilidad de acercamiento. Se supone que yace con su marido, Félix Yusúpov. Pertenece éste a la familia que pasa por ser el alter ego de la familia imperial, casi tan poderosa como ésta, quizás incluso más adinerada que los Románov. Es picar muy alto.

La crueldad de la trama tiene ingredientes humanos de voltaje diverso, de ambiciones de calado junto a debilidades fruto de la confianza. Sus fieles, incluso algún confidente de la propia Policía, dan por seguro que está vigilado por secuaces del gobierno que no dejan ni a sol ni a sombra el portal y los alrededores de su casa. Pero él no sabe que ese control desaparece a partir de las diez de la noche, cuando se supone que él ya no saldrá y quedará recluido al cuidado de su fiel servidora, Lechuza, y demás adeptos. Por eso abandona su domicilio, con el señuelo de que, a la reunión que le proponen, asistirá Irina.

Se deshace, pues, de sus seguidoras. Y lo conducen al palacio de los Yusúpov. Éstos están arreglando un sótano del edificio. Allí, se lo han prometido, podrá encontrarse con ella.

Lo demás es fabulación que sólo recrea  algunos de los detalles: si estaba o no también el Gran Duque Dimitri Pávlovich, primo del Zar, que luego será acaso amante de Cocó Chanel, a la sazón prometido de Olga Nicoláievna por mucho que sus devaneos homosexuales vayan a impedir el enlace.

Otra vez piensa en pecar, luego arrepentirse y esperar que llegue la ansiada purificación, proceso que rinde pleitesía a esa secuencia, por su orden, sin que esa plenitud de reconciliación con Dios pueda conseguirse sin los pasos previos.

Si comió o no unos dulces envenenados. Si el arsénico era suficiente. Si fueron varios los que al final tuvieron que disparar cuando el Anciano escapaba del Palacio Yusúpov. Si estaba o no muerto cuando fue lanzado al Neva. Si fue la propia Policía quien rescató de allí su cadáver el 19 de diciembre de 1916. Si el brazo alzado, congelado, esbozaba ademán de santiguarse o era traza de su pelea por liberarse de mordazas con que lo habían atado. Si alguien más estaba involucrado en la trama asesina. Si había sido objeto de otros seguimientos, a cargo quizá de potencias enemigas.

Sí es cierto, en todo caso, que en su intento de fuga las ideas revoloteaban en su confusa cabeza, ávida de respuestas a tanto interrogante ante la inminente muerte. ¿Coincidencias macabras? Pocos han reparado en un dato escalofriante: su mujer, recluida en Pokróvskoie hace años, para cuidar de los hijos que tiene con Rasputín, es Praskovia Fiódorovna. O sea, que las dos tuvieron a un Fiódor como padre, la zarina, hija menor del Gran Duque Luis IV de Hesse, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, prima del Káiser Guillermo II y la mujer del Anciano. ¿Por qué hace siempre el destino esos requiebros?

Un cierto respiro alivia a los asesinos. Nadie investigará oficialmente a fondo el asunto. La Gran Rusia anda metida de hoz y coz en la Gran Guerra, a finales de ese año 1916.

Los Zares pronto seguirán la misma suerte aciaga que su Gran Amigo, el Anciano Grigori Rasputín. Camino de su último lugar de reclusión, que será la casa Ipátiev en Ekaterimburgo, los zares pasan en 1918 por delante de la casa de Rasputín en Pokróvskoie. Parece como si confluyeran muchas tramas para llevarse por delante a la familia imperial y a su Amigo.

Nada quedará de su relación. Hasta desaparecerán los últimos vestigios del imponente Imperio, de la familia Románov que desde 1613 está en el poder. Los asesinos han conseguido más de lo que se propusieran. El río no se ha teñido de rojo con la sangre de Rasputín; los fríos hielos de diciembre lo han impedido. Pero una fuerza roja mucho más poderosa va a tintar de ese color el Palacio de Invierno y todo San Petersburgo.


Siete. Un intruso. Búsqueda del plano del tesoro.

Empezaron, lógicamente, por la parte baja de la casa. La inspeccionaron a conciencia. Entre lo poco que quedaba (había un cierto temor: eran bienes sobre los que nunca hubo una propiedad definitivamente clara), repararon en que todavía había fotos colgadas en alguna de sus paredes. El Anciano, rodeado de mujeres, una de gran pechugamen, acaso Akilina, miraba con esos ojos inquietantes, tan penetrantes que infundían respeto, lejanía, escrutación y al tiempo una acariciadora cercanía, una inclinación al abandono; al cruzar la mirada con él uno se sentía desnudo, indefenso, a merced de las intenciones del Anciano.

Siguieron. Veían matrioskas, se imaginaban presos de la burla; parecían inmersos en un juego cuyas reglas les eran del todo ajenas. En esas estaban cuando aporrearon la puerta.

Prácticamente nadie conocía su viaje, ni su destino. Tatiana, Kolia e Iván habían hecho un largo recorrido. Los más de dos mil kilómetros de Moscú a Pokróvskoie suponían distancia insalvable para cualquier tipo de seguimiento intencionado. Al abrir Beria la puerta no daba crédito a lo que veían sus ojos. Ante él estaba un conocido, cliente, familiar directo, heredero incluso en buena parte de lo que dejó al morir intestado, de uno de los fallecidos en el penosísimo hundimiento del submarino Kursk; era uno de los que reclamaban a través de su bufete una indemnización a la gran Madre Rusia. La negligencia de en ese penosísimo “accidente” parecía evidente y había que aprovechar los resquicios legales para, al menos, conseguir paliar con dinero la angustia hasta la muerte horrible, la desgracia y el deshonor sufrido por aquellos marinos servidores de la gloria de la gran Potencia, amparados sobre todo por la campaña de prensa internacional desatada con motivo del desastre de ese submarino atómico.

La aparición imprevista tenía una explicación. Uno de los oficiales fallecidos en las entrañas del Kursk venía de gentes que siempre habían vivido en Pokróvskoie. Su familia había tratado, generaciones atrás, al Anciano. Y, coincidencias de la vida, el susodicho pariente, llamado curiosamente Grigori, el mismo patronímico que en vida llevó el Anciano, tenía estrecha relación con la familia de Akilina, hasta el extremo de que su sobrina Tania y él, mucho tiempo atrás, habían mantenido una relación más que cordial, amorosa. Estuvieron en un tris de llegar a los altares... laicos, pero dispuestos a manera de los antiguos altares. Así es que, según lo veía Beria, Tania les había enviado un espía, que se asegurase de cómo el trio daba los pasos entre las viejas posesiones del Anciano, de qué encontraban, en su caso. Los “materiales”, le había dicho Tania a Grigori, tienen que ser “todos” los que se hallen: no vaya a ser que alguno se “despiste” en el camino y se quede en unas manos que reste una buena parte al botín. Grigori gozaba de la plena confianza de Tania. Sí, por supuesto, de todo habría que hacer dos partes; nadie saldría perjudicado. Pero Grigori dejó entrever cuál sería su particular plato de lentejas si es que Beria captaba su intención; dado que él venía desde tan lejos como el trío, ¿no sería justo dividir y hacer tres lotes iguales? Él se encargaría de convencer a Tania de la bondad del reparto en esos términos, mientras Beria tendría que aplacar los temores de Kolia y su madre Tatiana. Estaban claros los términos. Además, Grigori había profundizado por su cuenta, una vez informado por Tania de la búsqueda, de todos los detalles trascendentes del otro Grigori, el apellidado Rasputín, ese inefable y contradictorio personaje, por muchos identificado como un “sectario hipnotizador semianalfabeto”. Nos vendrá bien, pensó Beria tras analizar los perfiles de la nueva situación creada por la aparición de Grigori, contar con sus conocimientos y su ayuda; si el botín logra, al fin, ser suculento, no importará demasiado tener que dividir por tres y no por dos. O por cuatro, que al fin y al cabo yo, Beria, también merezco mi parte alícuota (así pensaba el letrado). Todos andaban, pues, vendiendo la piel del oso, pero éste todavía seguía errabundo por las frías tierras siberianas y sus perseguidores, por supuesto, ni siquiera habían visto unas huellas suyas dignas de crédito. Tatiana y Kolia tenían asignada una de las partes alícuotas independientes. Por lo que se vislumbraba las otras tres cuartas partes podrían ser para Tania, Beria y Grigori. Lo primero era antes. Todavía no tenían más que porciones de una nada a repartir.

Tenían que seguir buscando.

Y de repente vieron, como dos apariciones, mensajeros precursores de las mejores noticias, emerger un piano al fondo de una habitación y un gramófono sobre una mesita auxiliar contigua, no muy lejos de lo que sin duda tuvo que ser el dormitorio del Anciano. Las claves manejadas hasta ese momento conducían sin duda hacia esos dos objetos. Las veladas del otro Grigori, el Anciano, en Pokróvskoie a comienzos del siglo XX los habían tenido como protagonistas. Y las conjeturas lógicas llevaban a pensar que, una vez recuperado por él su plano, podría haberlo guardado en cualquiera de ellos, resguardándolo de miradas inquisitivas o de preguntas capciosas acerca de qué representaban las mediciones de unos signos, unas orientaciones, unos pasos más o menos explícitos, seguro, indicadores de la dirección correcta a tomar.

Ninguno de los cuatro buscadores era muy adicto a los instrumentos musicales. Tampoco habían visto jamás un gramófono tan antiguo. Esos eran, no obstante, los objetos de “extraordinario valor” que estaban buscando. Algo les decía que iban por buen camino. Se cruzaron miradas cómplices, esperanzadas.

Tuvieron que destripar primero el gramófono, más asequible por sus dimensiones que el otro armatoste del piano. Levantaron maderas, costuras, uniones de piezas, el plato y su pequeño depósito de agujas. Desarmaron la tapa. Incluso con una larga astilla penetraron hasta lo más recóndito del altavoz, confiando que allí podría estar, aun arrugado, el plano. Nada. También miraron unos rayados discos. Tampoco. Ya no les quedaba más que el piano. La última esperanza estaba en él.

Y acometieron la tarea un tanto estupefactos. No sabían cómo meter mano ni a teclas, ni a pedales, ni a tapa, ni a los martillos de las cuerdas. No les interesaban, ciertamente, las músicas, sino el minucioso registro del inextricable piano. Con denuedo lo exploraron minuciosamente. ¡Maldito Anciano! Qué locura. Destriparon todo. Por último, descuartizado, reducido a piezas separadas y sin armazón que las uniera, las pocas unidades que aun así tenían entidad propia fueron escrutadas una a una por el cuarteto de Pokróvskoie.

Kolia, minucioso y tan analítico como de costumbre, observaba una de las patas traseras del piano. Uno de sus laterales presentaba, vista muy de cerca, eso sí, una rendija perceptible. Consiguió con un destornillador, presionando sobre ella a modo de palanca, que la pata se abriera en canal. Y allí había algo, ciertamente. Enrollado sobre un innecesario eje central había, cubierto por una fina seda, un papel añoso. Lo desplegaron con mucho tiento por el peligro de desintegración. Los caracteres cirílicos hablaban de pasos en varias direcciones, a partir de un punto indicado con una gran equis, que estaba, según nota del propio Anciano, orientada hacia el monasterio de Verjoturie, ese al que tan ligado se sintió en vida.


Unas fotos acerca de Rasputín.

Muchas no resultan fiables, o están movidas. Nadie era capaz de observar de frente, sin desfallecer casi, sus ojos magnéticos, hipnóticos. En todas las que se conservan es posible apreciar su mirada insostenible. En algunas sorprende su ademán de bendecir, para lo cual empleaba tres dedos de su mano derecha, como “creyente”, y no dos simplemente, según la inveterada fórmula. No, él no utilizaba  meramente el índice y el corazón, los dos habituales; añadía el anular.

Hay, pues, memoria gráfica de su paso por la tierra, si bien tiene el narrador que añadir que tal visión, incuestionable al quedar esos diversos momentos plasmados en instantáneas perdurables y no objetables, no puede ser, no lo es, testimonio fiel e indeleble de todo lo que ocurrió en verdad. Su biografía, como la de cualquier ser humano, va más allá, pues abarca vivencias que no fueron captadas por el oportuno objetivo de los paparazzi de la época. Así, nuestro relato no se ha de circunscribir a tales recuerdos, sino que ha de reflejar lo relevante que interesa a nuestros efectos.

Impresiona sobremanera que una de esas fotografías revele cómo todos los herederos del Imperio posan ante la cámara en 1908, serios, pero complacidos, trasmitiendo a la posteridad su magnífica relación con el Anciano. Es una foto de estudio, querida, no obtenida merced a algún albur u oportunidad que plasme momento de gloria de un fugaz acontecimiento, tomada al socaire de cualquier circunstancia de un acto oficial. No es una momentánea aparición. Se busca de propósito. Nadie es pillado por sorpresa. La composición nos muestra en tres filas hasta ocho retratados.

Entre ellos están las cuatro grandes Duquesas: Olga, Tatiana, María y Anastasia Románov Fiódorovna. Aparece asimismo Alejo, el zarevitch, hermano de esas Duquesas, heredero del Trono. Igualmente posa la zarina Alix Fiódorovna. No falta, obviamente, a la cita fotográfica Rasputín, sanador de ese delfín, de cuatro años a la sazón. Y está la niñera María Vishnyakova. No es buena la calidad fotográfica. Pero nada hay que oponer a su significado, a todas luces antológico e indiscutible. La no presencia de Nicolás II no resulta, por ello mismo, obstáculo para alcanzar esa conclusión: quienes se dejaron fotografiar pretenden ofrecer la imagen de una familia, orgullosa, imperial, con parte de sus empleados o sirvientes, gente de la más depurada confianza de los Zares. Estos compartían vivencias y vivienda con su Amigo, sin ocultar su predilección por él. No tienen reparo en que sus cinco hijos se fotografíen con Grigori Rasputín.

Otros grupos fueron igualmente plasmados junto a Rasputín. Unos acaso en su piso de San Petersburgo, otros en Pokróvskoie. Está Grigori con sus adeptas, sus devotas, sus fieles, sus curiosas compañías. También en Moscú, en la casa de una de ellas, que daba allí cobijo al Anciano, Anisia Reshétnikova. Nada empece para que pensemos que Grisha, en esas visitas a Moscú, se detuviera ante la Gran Campana, que la contemplara desde el magma de sus inescrutables ojos, que penetrara en sus secretos, justo hasta reparar en que era idónea para ocultar su secreto, su plano del tesoro. Era incitadora su grieta. Alguien podría introducirse de pie por ella. Sí, volvería a Moscú, debidamente pertrechado.

Entre las más apegadas a él contemplamos a Anna Vyrubova, la más íntima amiga de Alix la zarina. Igualmente, a Yulia Dehn, la segunda en las preferentes compañeras de Alix Fiódorovna. Si ellas se habían ganado la confianza de la Emperatriz, tenía Rasputín al alcance lograr que sus devotas hablasen de él en Palacio. Serían, junto a la niñera, sus cómplices para el logro de sus objetivos. Por su mediación llegaría al cogollo de la familia imperial.

Tiene muy definidos rasgos, subrayados, tiempo ha, por María, la hija de Rasputín. Pueden apreciarse en esas fotos: nariz grande algo torcida o irregular, labios gruesos y sensuales, la barba larga, crecida y hecha con guedejas y como a jirones, y una cierta protuberancia, a manera de cuerno en ciernes, que apenas se aprecia gracias al cabello abierto en el centro, dispuesto a ese fin y que cubre su frente. Es basto, pero inquietantemente elegante o atractivo.

En la galería de retratos no podía faltar, claro es, la foto de la Lechuza, Akilina Laptinskaya, su enfermera y secretaria, administradora de su dinero.

Y no es imposible que, llegado el caso, hubiera posado con Irina y su marido Félix Yúsupov, ajeno a la trama asesina que urdían en silencio a su lado. O que se dejara atrapar por otra cámara junto a Dimitri Pávlovich, primo del zar y amigo de Yusúpov. El ajetreo de la Corte, al que no era ajeno, junto con el de su domicilio particular, seguro que brindaron más ocasiones que fotografiar, y que tales instantáneas formarán parte de álbumes familiares desconocidos hasta hoy, igual que algunos archivos policiales o religiosos.

Ese conjunto sí es la fotografía real de lo más relevante. Aunque todavía queda trecho que recorrer, pues hay que parar mientes asimismo en el pueblo, Pokróskoie, y su casa allí, con su planta baja familiar y el añadido de la parte de arriba, arreglada, como cuentan las crónicas del momento, “a la moda de la ciudad”, no en balde él vivió largos períodos en San Petersburgo, o visitaba Moscú, o había peregrinado a Jerusalén. En esas habitaciones es donde hallamos a Kolia..., justamente pendiente de la atenta observación de las fotos colgadas de la pared.

Ocho. Dieciséis pasos al oeste.

Sí. Era con toda evidencia un plano; pero ¿era el plano? Aunque en él nada se dijera especial o específicamente de joya alguna, parecía que sí. Tal silencio, es obvio, tampoco resultaba chocante. Esas omisiones parecían estar hechas a propósito. Alguien que no estuviera en antecedentes no sabría siquiera qué es lo que representaban esas sucesivas mediciones de pasos, ni esa cruz, ni nada de nada. Era lógico que el Anciano, conocedor de su propio secreto, hubiese procurado resguardarlo, no dar más pistas que a sí mismo, meras indicaciones por si la memoria le jugaba malas pasadas. Desde que llegó a Petrogrado, durante la última parte de su vida, estuvo bajo vigilancia. Unos y otros querían conocer qué hacía, quiénes lo visitaban, a quiénes visitaba él. No resultaba fácil que uno solo de sus pasos pasara desapercibido, de lo cual solo se libraron escasas y cortas etapas, tanto en su vida en la capital, como cuando viajaba. Por eso las cautelas siempre eran pocas: hasta sus cartas a la zarina eran divulgadas y por supuesto malinterpretadas. No; con el plano había sido meticuloso, celoso de los secretos que encerraba, por mucho que su querida “Lechuza” hubiera llegado a conocer ciertos detalles y hubiera intuido otros. Y todo parecía indicar que su rescate dentro de la Campana del Zar se había culminado con éxito, pues de lo contrario no estaría ahora el cuarteto contemplando el croquis que tenían entre las manos. Así lo había transmitido, en la parte que sabía, la Lechuza a su sobrina Tania. Algunas piezas empezaban a encajar. Claro que no todas.

El “¿y ahora qué hacemos?” se leía en las miradas que todos se cruzaron. Casi los cuatro habían leído años atrás La Isla del Tesoro y otras narraciones en que cobraba protagonismo un simple papel repleto de signos, dibujos, señas, cotas del terreno, pistas a seguir, símbolos, representaciones, mediciones de pasos, orientaciones de puntos cardinales y, al final de un siempre complejo recorrido, cofres rebosantes de joyas, monedas y riquezas, casi siempre enterrados a no pequeña profundidad.

Se veía, por los trazos y letras, que el Anciano era semianalfabeto. Era casi imposible interpretar qué querían decir los garabatos del plano. Sin desfallecer, aun hambrientos, cansados, sin dormir, consumieron toda la noche en el intento. Todos andaban preocupados. Cada uno tenía que incorporarse casi de inmediato a sus quehaceres habituales. Tenían que regresar a Moscú en las próximos días, pues si no levantarían sospechas a su alrededor y su plan se iría irremisiblemente al garete. Pero el esfuerzo tenía que merecer la pena y tener un final feliz. Se alentaban unos a otros, para hacer fuerte esa convicción. Los signos del Anciano no podían ser claros. Era casi analfabeto. Pera emular a los Zares trataba de escribir un Diario. Pero escribía “Darío”, revelando sus carencias. El plano y sus indicaciones también ofrecían confusión, inducían a errores, que hasta el momento se antojaban indescifrables.

Lo único claro dentro de ese casi ágrafo galimatías del plano era que tenían que dar dieciséis pasos hacia el oeste a partir de un lugar que tenía que estar mirando en dirección del monasterio preferido del Anciano, Verjoturie, pues así se desprendía de lo escrito en el mapa con indicaciones interpretables en tal sentido. Pero del lugar en cuestión nada específico se deducía. Repararon entonces en que, en lo que era la falda del mapa, una especie de dobladillo, sí había otro garabato, que dieron en leer “foto campo de pié”. Así es que el astuto Anciano les sacaba del plano en aras de su seguridad, ponía “campo” de por medio. El plano sólo cobraría sentido fuera de él. Había otra conexión que hacer. Tenían que interpretar qué era eso de la fotografía y de algo que se mantenía erguido.

Vuelta a empezar. Había que reparar en las fotos, observarlas con todo detalle, analizarlas hasta sus más mínimos aspectos; algunas, es verdad, colgaban aún de las mugrientas paredes. El Anciano aparecía normalmente en ellas en medio de un cortejo de seguidoras, sus fanáticas oyentes, sus más fieles creyentes, las casi abducidas por la mirada errática pero atractiva de aquél. En otras incluso quedaban retratados varios Románov, o personas relevantes de la corte de Petrogrado. Kolia se mostraba especialmente fascinado por esas instantáneas de “su” familia. Las analizaba con la máxima atención, intuyendo que así absorbía parte de su pasado.

Embelesado, se despertó con un trío de voces que al unísono gritó “¡ésta tiene que ser!” El Anciano estaba de pié en un montículo. Una gran piedra, al lado de la figura fotografiada, servía de punto de referencia. Ahí, pues, habría que buscar, localizando antes el lugar. Esa era la única interpretación posible de esa remisión al “campo de pie” que constaba al final del mapa. Sólo a partir de esa identificación podrían darse los oportunos pasos indicados en el plano.

Se desesperaban un tanto los componentes del cuarteto, desde hacía ya demasiado tiempo enfrascados en la busca de su tesoro. A su lado, Tolkien y sus personajes parecían mera anécdota, puros aprendices. Kolia era especialmente sensible. Mordor le parecía una quimera. En su cabeza revoloteaba un “Tesoror”, una nueva tierra prometida. En ella podría acaso reponerse de cuanto de sorpresa y pasmo le había supuesto conocer que pertenecía, nada más y nada menos, que a una estirpe imperial. Bajarse del trono, aterrizar en la cruda realidad le costaba más que a sus acompañantes. Buscar un paraje, una piedra, una elevación del terreno... orientarse hacia Verjoturie... y ver qué había logrado esconder aquel inefable Rasputín. Se veía rodeado por doquier por Románovs. Su capacidad analítica no lograba recomponer un conjunto medianamente armónico y lógico. Iván Beria lo observaba, pero en este momento desconocía cómo podía asesorar a su amigo; él mismo estaba también inmerso en la confusión.


Verjoturie, la conversión.

Hasta ese momento Rasputín había navegado por una vida de campesino bronco, no especialmente religioso, escasamente trabajador. Más bien libertino, acaso resentido con todo o con todos. No espera mucho de la vida. Su panorama no va más allá de Pokróvskoie. Tiene   mujer e hijos. Ninguna ocupación saludable o con porvenir. Siente runrúnes en su interior, eso sí ¿Desea salir de tal estado de cosas? No es fácil adivinar qué pasa por su cabeza, acaso descompuesta tras una feroz pelea. Anda por los caminos. Vaga de aquí para allá. Sufre tormentas en el seno de su ser. Decide aventurarse, ir más allá de su territorio natural. Busca, desde luego. No sabe bien qué, pero anda inquieto, nada ancla su vida a la vida.

Con veintiocho años llega en peregrinación a Verjoturie, en la zona central de los Urales. Allí, en el monasterio local, comenzará una trasformación. Será la primera, pero no la única que sufra. Makari, un padre asceta, contribuirá a que se produzca ese cambio de actitud, un verdadero milagro. Sus aspiraciones cambiarán.

Está a trescientos kilómetros de Ekaterimburg. Y se halla en la iglesia dedicada a San Nicolás.  Los círculos empiezan a converger. Aun sin saberlo, y sin querer, los elementos trascendentales de su vida se van a cruzar. Van a entretejer, en el telar de la existencia de Rasputín, una urdimbre especial, una tela de araña de la que va a ser difícil escapar. Una religión, un nombre de zar, el lugar, dentro de la inmensa geografía de la Gran Rusia, en que el actual Románov entregará la vida.

Los que al comienzo fueron sus  amigos en la religión, se volverán más tarde contra él. Dirán que  en el inicio, tras esa radical mutación, poseía Rasputín un fulgor divino. Pero que luego todo fue una mera deriva hacia algo que irónicamente llamarán la mística sexualidad, unas prácticas esotéricas con dosis cada vez más preponderantes de  relación con mujeres de cualquier índole social.

Quizá tiene aquí, en su querida Verjoturie, sus primeros contactos con los jlysti.

Pero sí es cierto en todo caso que, desde lo borracho, juerguista, y ladrón de su ser anterior, ha dado un primer paso para acercarse a San Petersburgo. Sus pasos van a conducir a Grigori a la ciudad del Neva, sus calles, el poder, la Corte Imperial. A esta ciudad llegará algo después ya con aureola de Anciano, respetable por una supuesta santidad.

Los que le tratan aprecian en él dotes que con esfuerzo adicional podrían llevarlo al sacerdocio. Él los desengaña. Cree que no posee las aptitudes necesarias. Suelta una frase que contiene o resume lo más profundo de su ser: “Mis pensamientos son como pájaros del cielo, van de un lado a otro sin que yo pueda impedirlo”.

Volará donde quiera que esté. Pero Verjoturie marcará de modo indeleble su alma. Hacia allí mirará siempre que pueda. Se orientará pensando hacia qué punto cardinal está su Camino de Damasco, su particular caída del caballo y el hallazgo de fortunas ahora inaccesibles, impensables. El ferrocarril ha llegado hace poco, justo al año siguiente de viajar él a San Peteresburgo. Así resultarán más llevaderos los posibles desplazamientos. Esos pájaros de su cabeza pían por volver, y no puede impedirlo. En el plano de su tesoro, ¡cómo no!, aparece Verjoturie.

Cuenta esos  pasos, dieciséis. El número acabará siendo fatídico para él. Y lo mismo, reiterativo, premonitorio, ocurrirá con el nueve, desde su nacimiento hasta la fecha del día en que su cadáver es sacado del río helado al que sus asesinos han tirado sus restos a través de un agujero practicado en su dura, impenetrable, invernal superficie.

Cuando dibuja los trazos del plano, ya ha ido también a Kazán. Ha vuelto, pues, a peregrinar. Más monjes, recintos religiosos, rezos, introspecciones, planteamientos acerca del sentido de la vida, cánticos y prácticas religiosas, sumisión, libertad, pájaros en la cabeza, revoltijo de ideas, sensaciones, voluntad, búsquedas, roces con lo desconocido, Más allás cercanos, Más acás lejanísimos, planes de inmediato y de futuro, imágenes de todos los pasados reales o imaginados.

Pero la cosa no ha sido igual que en la anterior peregrinación. Su corazón religioso echa de menos la experiencia de su primera conversión.

Sí, para llegar a sacerdote, era necesario mucho estudio, una enorme concentración, perseverancia, doblegar la cerviz, renegar del pensamiento libre, no tener pájaros resueltos a volar dentro de la cabeza. Él intuye que no está preparado para tamaño esfuerzo. Sería una hazaña fuera de su alcance.

Pero sí conoce sus propias capacidades. Crecen éstas, y de una forma inefable e infalible, cuando logra entrar en una especie de trance, dentro del cual lo inverosímil se hace accesible, lo imposible se convierte en real, y él mismo se transforma y desarrolla una fuerza interior que beneficia, sana, cura a los demás si se produce a tiempo la transmisión, el contacto, la sintonía, la armonía de la fusión de la materia y el espíritu.

Esa visión mística es la que ahora recuerda; su máxima intensidad se concretó de manera especial   en un acto solemne. Aun en contra de gran parte de la Corte, ha asistido, ocupando lugar privilegiado, a los festejos que Moscú ha organizado para conmemorar en 1913 el tercer centenario de los Románov al frente de los designios de Rusia. Una fugaz mirada de Alix, la zarina, ha supuesto un reconocimiento de gratitud de la madre y emperatriz hacia él y su mediación, ese trance sanador  tras el cual el zarevitch, Alejo, mejoró y se apaciguó su enfermedad.

No necesita ser sacerdote. Es suficiente poner la mente al servicio del cuerpo doliente, y dejar que obre la naturaleza. Lo aprendió de Makari en su muy amada Verjoturie.


Nueve. De nuevo ante el pajar.

No cabía otra posibilidad. El paraje, ese dichoso promontorio, ese identificable montículo tenía que estar próximo al pajar por el que habían empezado su búsqueda. Grigori se mostraba conocedor del lugar. Entre sus indagaciones había dedicado atención especial a la topografía del pajar y de la casa de Rasputín. La linde con un río cercano, decía, tenía al final, antes del descenso a las orillas del mismo, una prominencia que bien pudiera ser la atalaya que se veía en la fotografía. Recordaba que eran terrenos de la municipalidad de Pokróvskoie. En su día habían proliferado los planes para construir en sus inmediaciones una piscifactoría capaz de albergar una explotación de esturiones y su ulterior derivada, el caviar. Asoció en su pensamiento ambos tesoros...se le hizo la boca bolitas sedosas del suculento manjar. Se le tiñó de negro la lengua al paladearlas. Dio instrucciones al grupo acerca del mejor camino para llegar hasta allí. Se pusieron, pues, en camino para seguir las huellas en busca de una loma.

Y, sí, al acercarse, el grupo identificó los signos claros que se percibían en la vieja fotografía. No había cambiado mucho. La elevación del terreno efectivamente era el punto en que el Anciano aparecía de pie en la fotografía. Una gran roca, a su lado, emergía enhiesta, señaladora, impertérrita y a salvo a pesar de las bajas temperaturas que, a buen seguro, la habían acompañado desde decenios, centurias o milenios incluso. Se animó el cuarteto. Se frotó al unísono sus manos. Y empezaron a contar pasos siguiendo las indicaciones del plano. Kolia y Tatiana medían, talonaban el terreno. Beria anotaba. Grigori asentía. Con tales preparativos, llegó el momento crítico. Con pico y pala cavaron el duro terreno, que se resistía a mostrar sus secretos, las entrañas no removidas desde hacía décadas. Los dieciséis pasos… Pensaron que el Anciano había sido asesinado el 16 de diciembre. Y sintieron un escalofrío al recordar que el año de su muerte había sido 1916. ¿Había su videncia llegado a tanto? Lo cierto y verdad es que la cifra se convertía en mágica, o en premonitoria. Ya no les cupo duda razonable, por mucho que sus temores hubieran crecido muchos enteros. Siguieron cavando.

Un primer contacto con algo distinto a lo anterior, la mera tierra, les puso sobre aviso. Las palas chocaron con un revoltijo de trapos, trozos de madera en condiciones precarias, cuerdas envolventes, pajas y otros materiales ajados, unos bultos más bien indefinidos, y debajo una caja de mejor factura, con un escudo grabado que a todas luces podría ser imperial, y que por ser posiblemente de nobles materiales, había resistido mejor el entierro, el paso de un siglo aproximadamente sin excesivas secuelas visibles. El águila de los zares se evidenciaba. Había superado, indeleble, los embates de la tierra, las inclemencias del tiempo cronológico y el climatológico.

Como pudieron, esto es, sin orden ni concierto pues la prisa y el ansia les urgía, abrieron todo. Lo expusieron en la tierra de alrededor de la fosa cavada. Eran matrioskas. Y éstas, según comprobaron, contenían joyas. Las que ellos estaban buscando. Relucían a pesar de todos los pesares. Era, tenía que ser el botín del Anciano, los collares, gargantillas, pendientes, pulseras, dijes y hasta diademas que había ido sacando de los  Palacios de los Zares como “pago” a sus desvelos por cuidar de la salud del Zarevitch Alejo, por imponerle sus sanadoras manos sobre su cabeza cada vez que sufría uno de aquellos interminables ataques a que le conducía su hemofilia. Estupefactos y gozosos, iban a recoger todo, haciendo acopio sólo de lo servible, cuando oyeron ruidos, que pronto se materializaban en una voz con tintes de sonora perentoriedad.


Pokróvskoie de mis amores.

Rasputín ama a su terruño. No es una gran ciudad. No es una de las capitales del Imperio. Ni mucho menos. Para eso están Moscú, o San Petersburgo. Es un pueblo siberiano, sin grandes comodidades. No cuenta, además, allí, con tantos adeptos como ocurre en esas grandes aglomeraciones, en las cercanías del poder, en las cocinas y cloacas que rodean a la Corte. Se considera más libre tan pronto llega a su casa, a su pajar. Puede reunirse con su mujer Praskovia. Es sabido que la ha abandonado para dedicarse a su vocación religiosa. Ella no discute.

Llegan a Pokróvskoie versiones de todos los gustos. Su formación no va más allá de unas primeras letras y la cultura popular de una Rusia rural y profunda, por mucho que también se apellide Fiódorovna, como la zarina procedente de la alemana Hesse. Coincidencias. Dos Fiódorovnas rodean a Rasputín, hombre y santón, marido y ¿amante?

Pasea con su hija María. Al pasar por ciertos lugares hace gestos que ella no sabe muy bien cómo interpretar. Carece de olfato para saber qué quieren decir, o bien los gestos  en sí mismos son lo más insulso del mundo, no pasan de ser meros actos reflejos o ademanes interrumpidos que no llegan a plenitud. Sí percibe que el Anciano suspira profundamente al pasar por un montículo cercano al camino, y le oye decir que echa de menos Verjoturie, al que desea volver a peregrinar.

Ellas no le tienen tanto pavor; saben cómo y cuándo mirar sus ojos. Parece que siempre que está con ellas bebe menos. Aun así, cuando lo hace, resulta estremecedora su capacidad reflexiva de ponerse sobrio de repente, cuando él lo manda, sin más preámbulo, sin proceso paulatino de absorción y eliminación del alcohol de su sangre. Parece una cualidad más allá de lo común, de lo humano. Acaso, ahora que lo piensan bien, es otra manifestación del triángulo que repite con mucha frecuencia: el ciclo pecado, arrepentimiento, purificación está presente en no pocas de sus acciones, de sus conductas.

Las guedejas de su barba pronto se podrán tiesas, se convertirán en carámbanos. Hace mucho frío. Las camisas de seda que ha bordado para él la Zarina Alix no son de suficiente abrigo ni siquiera en verano. Son regalo que él luce orgulloso por los senderos y caminos de Pokróvskoie. Fue con una de ellas con lo que logró envolver una de las matrioskas que sustrajo del Palacio Imperial. La primera de ellas fue la más complicada. Alejo, el zarevitch, le había pillado en plena operación. Y él, azorado ante la interrogación de esos ojos, ya sanos, del crío, inventó la excusa de que era una muñeca comprada para llevar a una de sus nietas allá en Pokróvskoie, aunque la verdad -Alejo no podía saberlo, a su edad- era que María todavía no le había hecho Abuelo, por muy Anciano que fuera, oficialmente. Por mucho que paseara por Moscú o San Petersburgo siempre quería regresar a su pueblo.

Mentalmente repasaba esas mediciones que había hecho constar en el plano. Sabía que cuando se retirase de la vida pública su tesoro permitiría que su familia viviese dignamente. No entraba en sus cálculos ahorrar, reservar algo para el día de mañana que no pasase por  esas joyas recibidas como compensación a su celo por cuidar, sobre todo, de Alejo y Alix. La vida que llevaba, el flujo de rublos de sus hipnosis, curaciones, contactos cubrían sus torpes necesidades. Su sentido religioso de la existencia le impedía aspirar a más, a pesar del posible provecho que significaba su proximidad al filón proveniente de los  Románov y su círculo de ascendencia. Para un jlist, un santón, un hombre poseído por fuertes vínculos con el Más Allá, era suficiente. Su pueblo de verdad, Pokróvskoie, representaba sus humildes orígenes y aspiraciones.

No sabía bien por qué, pero de repente se veía inmerso en ruedas de la fortuna, en ruletas, en tambores de pistolas, en ambientes palaciegos, en brazos de posibles mujeres deseadas, todo ello con adornos del número dieciséis, ese que había señalado en su plano como el necesario, ese que, en dirección oeste, conduciría al botín.

Unos extraños presentimientos se mezclaban inextricablemente con esos pensamientos. Lechuza estaba esperándolo. La bella Irina, según Akilina, había mandado recado de que quería verlo allí, en Pokróvskoie, lejos de las miradas de la gente, sin posibilidad de ser vigilada por su celoso marido, el conspirador Félix Yusúpov. La caja con las matrioskas tenía águilas imperiales, negras, adornadas con penachos rojos. Y ahora una prima del Zar, su idealizada Irina, acaso se dejaría seducir.

El paseo toca a su fin. Se recluye en casa. Dice que algún mueble y una alfombra son demasiado ostentosos. Pero del piano y del gramófono no se queja. Sabe cuánto los necesita. La música, asociada a esa particular forma de entender la religión y demás prácticas místicas o de la índole que sean, forma parte de su vida. ¡Qué inspiración asociar plano con piano, con Verjoturie, con dieciséis pasos al occidente, con joyas de la Zarina y de las Grandes Duquesas, con ese mirar consentidor de Alejo, con la mirada escrutadora y llena de misterio del crío, que se cruzan con la suya, proveniente de sus ojos al final lánguidos, con tierras frías de Siberia y de sensaciones igualmente frías y cálidas del bronce de una Campana imperial, con secretos y prácticas incomprensibles para muchos, con vigilancias y juegos políticos, con confianzas derivadas de su peculiar forma de estar en el mundo, tan pequeño como Pokróvskoie, tan grande como sus vivencias, tan distante y tan apegado a la tierra!

Suena el universo de sus sentimientos, contradictorios, plagados de impresiones y de intuiciones. El Gran Rasputín sigue vivo, y todos danzan a su alrededor, aunque quede plasmado, por breves instantes, en unas simples fotografías colgadas de mala manera en las paredes de su casa. Él, sólo él, es el dueño de su destino. Quienes busquen su tesoro tendrán, como él, que pasar por el laberinto, lo inescrutable e indómito, de su proceso de pecar, arrepentirse, reconciliarse. Ese es el designio de su existencia y de cuanto lo rodea.



Diez. El alcalde y cómo hacer desaparecer una buena parte del tesoro.

“Buenas tardes, Señores. ¿Saben Ustedes, desde luego, que están en propiedad pública? Imagino que comprenderán que sea cual sea la índole de su hallazgo esas piezas pertenecen al Ayuntamiento, que presido, de Pokróvskoie. Así es que tendrán que entregármelo todo. Les conmino, por tanto, a que vayamos a la Casa del Pueblo y que inventariemos el contenido de esta excavación ilegal, de lo que hayan encontrado. De lo contrario, pasarán a la cárcel local por aprehensión ilícita de bienes del pueblo”.

La voz sonó clara, diáfana, conminatoria, del todo comprensibles esas palabras por su dicción y sobre todo por la intención amedrentadora que contenían. Provenía de un lugar cercano al principio del talud. Y sabían que desde allí algo habría podido ver quién ahora se presentaba como Alcalde. ¡Qué fatalidad! Aunque, bien pensado, y dado lo inclinado del terreno, algo podía haber quedado oculto a los ojos escrutadores del rector de los destinos del pueblo.

Beria, más leguleyo que los demás, daba vueltas en su magín. No podía ser que después de tanto esfuerzo se fuese al garete toda la trama que habían organizado. La evidencia de la “ratusha” no podía negarse. ¡Con el Estado, o con el Ayuntamiento hemos topado! El camino para escapar de la maquinaria estatal tendría que ser otro. Acaso argumentar con fuerza que el Anciano era el propietario de las “matrioskas” en que se había guardado las joyas. O bien tratar de hacer valer una prescripción adquisitiva, o invocar otro título por posesión inmemorial… Pero entonces los derechos hereditarios se impondrían y no sabía si vivía algún descendiente directo del Anciano, o alguien consanguíneo de la siguiente generación. Y ¿cómo demostrar que era el propietario de aquellos atadijos y de una caja con signos evidentes de haber pertenecido al entorno de los Románov? Por otro lado, y dado el recién hallado árbol genealógico de su amigo Kolia, quizá pudiera reservarse un último cartucho hereditario para conservar las joyas... Médico, cúrate a ti mismo; letrado, defiende tus intereses... Pero en todo caso actúa con rapidez y con movimientos de distracción oculta parte del botín, no dejes que todo se lo lleve el Estado…

No habían siquiera tenido la ocasión de ver con detenimiento el interior, el contenido de las dichosas muñecas, ni evaluarlo con rigor. Las habían puesto simplemente en montones sobre la inclinada tierra sacada de la excavación. Y lógicamente esa misma impresión, meramente parcial, sería la que tuviese el Alcalde, que estaba aún lejos del hoyo, excavado pero tapado por los montones de tierra. Hizo una finta, todavía no sabía bien con qué alcance. Propuso que fueran a la casa del Anciano. Quizá el alcalde no había tenido tiempo de reparar en que las matrioskas eran cuatro. ¿Habría visto, por encima de la tapa de la caja que las contenía, que eran sólo dos o las cuatro? Miró a Kolia y al instante urdieron una maniobra envolvente. Nunca mejor dicho: se trataba de hacer desaparecer dos de ellas, junto con los revoltijos encontrados antes de hallar la caja. Beria aconsejó con los ojos a Kolia, esta vez muy rápido en su análisis. De inmediato se irguió, para tapar a Tatiana mientras en sus brazos hacia atrás ocultaba sendas matrioskas, que puso en manos de su madre.

No obstante, antes de empezar el camino de regreso el letrado Beria ya estaba tramando otro plan complementario. No dudaba de la inteligencia del Alcalde, pero...Le dijo que no le parecía justo que el Ayuntamiento, por el morro, en una mera aplicación del principio de hallazgo de tesoro, se quedase con todo, que no se “retribuyese” a los buscadores, pues ellos, al fin y al cabo, eran los descubridores, sin cuyo “necesario concurso” el Ayuntamiento hoy sería igual de pobre que ayer. Añadió que desde Pedro I el Grande -obviamente Beria se iba creciendo- la legislación rusa, copiada de los modelos franceses porque así lo quiso el gran Zar, reservaba parte relevante a “quien hallare tesoro aun en tierra propiedad de un tercero”, legislación, según el intrépido leguleyo, que había vuelto a estar en vigor desde 1989, amparada incluso por Convenios de la Onu de universal aplicación. Beria daba impresión creciente de seguridad, de ser conocedor del asunto o incluso especialista en la materia. El Regidor no supo qué contestar para defender del mejor modo posible los intereses de la “ratusha”, de su corporación municipal. El Alcalde estuvo un buen rato dándole vueltas a las razones alegadas por Beria. Asintió. Firmaron un armisticio verbal. Concluyeron que era justo partir el botín de “las dos matrioskas” por mitades. Al fin y al cabo para un terreno baldío no era poco rendimiento por un trabajo ajeno y sin despeinarse, el Alcalde dixit. Éste, Kolia y Beria sellaron el pacto con un apretón de manos mientras Tatiana guardaba en su amplio abrigo las otras dos desconocidas o inexistentes muñecas. Y Grigori observaba, silente pero expectante.

Se dispusieron a marchar hacia la casa del Anciano. Pero el Alcalde les pidió que cavasen un poco más, no fuera a ser que hubiera aún más tesoros. No queriendo torcer el acuerdo alcanzado, accedieron los cuatro a tal ruego y siguieron quitando al hosco terreno paletadas de tierra inhóspita y carente de cualquier valor. Dieron, eso sí, con unos huesos. Tenían pinta de ser el esqueleto de un perro, por más señas un pastor siberiano de dimensiones no pequeñas, desde luego. Acaso el animal perteneció al Anciano y éste lo enterró allí antes de ocultar su tesoro. Quién sabe. Dejaron de cavar, y cerraron la fosa abierta, cogieron los bártulos y se dirigieron a casa del Anciano.

Allí, sobre una destartalada mesa en lo que a todas luces fuera un día cocina desplegaron trapos, caja, revoltijo de cuerdas, periódicos, telas o forro de aquélla... y esperaron, con los postigos abiertos, a que se hiciera la luz de la mañana, ya alto el tibio sol. Beria, Kolia, Tatiana y Grigori se cuidaron muy mucho de mostrar nada que tuviera que ver con su otro botín o con el plano del tesoro, ese que al fin, y a pesar de las muchas dificultades, de los incesantes quiebros de dirección etc., les había conducido al extremo en que se encontraban, casi a punto de desentrañar un bien guardado secreto sobre unas joyas de la desaparecida familia imperial. Claro que de todo eso no saldría a la luz pública más que una parte, pues el abrigo de Tatiana seguiría ocultando la mitad del botín.

No pesaban mucho las dichosas matrioskas. El Alcalde se aproximó en el momento de abrir la primera de ellas. Grigori puso cara de circunstancias, aunque la verdad es que no sabría decir qué circunstancias. Llevaba Beria la voz cantante. Dijo solemnemente que iba a “proceder”. Y así lo hizo. Un tenso silencio reinaba en la cocina. Al destapar la muñeca... todo fue olor a moho; sí, pero también apareció otro nuevo atadijo. Desenvolvieron aquellos herrumbrosos trapos y efectivamente allí había joyas valiosísimas según cualquier ojo, incluso inexperto. ¡Vaya tesoro!

Era, pues, verdad que el Anciano había sacado de Palacio gemas de los Románov y que las había puesto a buen recaudo hacía más de un siglo. El Alcalde urgió al cuarteto que procediera a la apertura de la segunda matrioska. Aquí, quizá, el olor a humedad todavía superó la vaharada de la primera. Pero el resultado no varió mucho respecto del primer hallazgo. ¡Qué colección! A todos los presentes les hacían chiribitas sus ojos. Las joyas, a pesar del frío soportado, de su dilatado encierro y del tiempo transcurrido, de las filtraciones del terreno y de la erosión de los materiales en que se hallaban envueltas, requerirían cuidados de cara a su limpieza, pero no cabía ninguna duda de su valor intrínseco, ni de lo que representaban desde una perspectiva histórica. Su repercusión sería indudable, pero ojo: todos sabían cuán fino tendrían que hilar para que nadie les arrebatara su descubrimiento, que no les contentara el Estado con las migajas de una limosna indemnizatoria... De eso ya se encargaría Beria, el cual, a todos los efectos, ofreció sus servicios como experto Letrado al Sr. Alcalde. Acababan de desenterrar una parte de la historia de Rusia. Rasputín revivía. Akilina había contado la verdad a Tania. Kolia y Beria habían confiado en lo que ésta había transmitido a Tatiana. Y Grigori se había aprovechado de su vieja relación con la sobrina de la Lechuza. Círculos concéntricos que en lugar de expandirse se cerraban. El tesoro sería estudiado, analizado, expuesto, proclamado a muchos vientos. Pero el pacto no se rompería. La mitad sería para el Municipio. La “otra” matrioska para el cuarteto de Pokróvskoie.

Kolia ya era Románov del todo. Tatiana, su madre, ha superado casi de repente todos sus temores. Hasta se permite el lujo de respirar satisfecha, eufórica, orgullosa de haber silenciado años su linaje y haber revelado su secreto acaso en el momento adecuado. Quizá albergase todavía dudas respecto al comportamiento de Beria. Pero éste se había ganado la confianza de todos, con su buen hacer profesional, con su habilidad notable, con la reacción a tiempo ante el sesgo que tomaban los acontecimientos, sobre todo ante la sucesiva aparición de los dos extraños, Grigori y el Alcalde. Reconfortaba en todo caso que al menos parte del botín adquiriese carácter oficial, lo cual evitaría papeleos, trabas, investigaciones, objeciones.


El contenedor, una matrioska.

Rasputín sabía lo que hacía. Las joyas de Alix y de las Grandes Duquesas tenían que contener, encerrada en sucesivas oleadas, la historia del Imperio, de los Zares, pero también del Pueblo, amalgama de dominación y veneración, de sujeción al tiempo que adoración, respeto, culto, idolatría, devoción, fervor del campesinado hacia su amada Corona y cuantos la ostentaban o a todos los que pertenecían a una familia, que hacía siglos regía los designios de Rusia, ahora encarnado en el decimotercer Románov, Nicolás II.  Esa fusión sólo podía representarse a través de una matrioska. Su creación era cercana en el tiempo, pero no por ello era ajena a lo mejor del alma rusa.

Se dice que el invento “contenedor”, un juguete cargado de secretos que lo multiplican en su interior, siempre en número impar de acuerdo con cierta tradición, tiene apenas unas décadas. Es, cuentan, la invención de un fabricante allá por 1890. Tiene un éxito arrollador, da con la clave: llenar un vacío capaz de suscitar ensoñaciones continuadas por medio de la elevación de la ilusión y la sorpresa a una potencia cuyo final se desconoce, de provocar el frenesí de lo infinito, de lograr dar vida a la necesidad de perpetuar lo aparentemente simple, de prender la chispa de la imaginación en cuantos la contemplan o  reciben una como regalo, de huir del vacío, y, por si todo lo anterior no fuera suficiente, es un regalo apto para cualquier clase social y para todas las edades.

La historia, es posible, viene de más lejos. Incluso parece probable que la idea nazca en  Japón. Allí se habría tratado de encerrar, en sucesivas apariciones, lo impar, múltiple y proteicamente divino de los Siete dioses de la Fortuna a partir de la efigie exterior de Fukurokuju. Y hay quienes solventan la papeleta de la inspiración atribuyéndosela al famoso joyero ruso Carl Fabergé, con negocio familiar en San Petersburgo y a quien los sucesivos Zares Alejandro III y Nicolás II, a partir de 1885,  encargan  la fabricación de hermosos huevos de orfebrería con sorpresa dentro, en número que llegaría a los 69. No deja de ser curioso: la mujer de Alejandro III es también una Fiódorovna, hija de otro Fiódor y danesa de origen.

Esos regalos anuales a las Zarinas se hacen con motivo de la Pascua, que impone el hábito de dar tres besos e intercambiar huevos como presente y señal de cariño o respeto, y algo también del mismo ingrediente que las matrioskas: han de contener algo que no esté a la vista.

El fabricado por Fabergé para la Pascua del año 1913 conmemora el tricentenario de los Románov. El primero de ellos, con el que se inicia la colección, albergaba en su seno  una gallina de oro con un penacho a manera de corona imperial. Todo es simbólico, cargado de significados y resonancias que no pueden obviarse.

Pero sigamos con la muñeca rusa. Su madera es de tilo, y ello, con su añadida paz, pudiera compensar el nerviosismo o la avidez de hallar lo que alberga en su matriz. El fruto acabado, gracias sólo a torno y cincel, se aceita por fuera para preservarla de la humedad. La pintura suele ser con témperas, que es de origen animal. Luego se trata con laca, cera o barniz. Pero lo más atractivo es que, en una especie de juego sin fin, una alberga a otra, que a su vez da lugar a una más, de la que nace una cuarta, portadora de una quinta...Todas multicolores, pizpiretas, rígidas pero gráciles a un tiempo, con extremidades existentes sólo por culpa del pincel. Así se hacen interminables las mamushkas, o babushkas, como también se las conoce. Muchos mundos, cada uno dentro del anterior.

Sí. Rasputín esconde las piezas de orfebrería de las Románov y Fiódorovna en matrioskas. No sólo es fácil así sacarlas del Palacio o de Tsarcoie Selo. Quiere que todo tenga la simbología característica que esas muñecas representan. Desde luego, tendrá de su parte a todos los dioses de la Fortuna: por muy paganos que sean, su evocación algo ayudará para que la operación de la sustracción y posteriores escondrijos de las joyas tenga éxito. Todo ello estará envuelto en camisas bordadas para él por su querida Alix, ¡quién se lo iba a decir a este palurdo casi analfabeto! Las llevará a Pokróvskoie. Y el plano para encontrarlas viajará primero a la Campana del Zar, o de la otra Zarina, Ana, pero más tarde, cuando tenga un piano, se cobijará en una de las patas que lo sustente. La asociación de música y realeza es sencilla. El añade el ingrediente de lo rural, de lo sencillo, de lo no ambicioso, de lo soñador y pragmático a la vez, de la irredención junto con su antagónica capacidad de ascenso social. Lo Popular tiene que poder dar la mano a lo Real. Unos y otros han de rezar las mismas oraciones; se trata de dejarse perdonar para lograr la plena purificación tras el sincero arrepentimiento una vez superado el pecado. Ahí estará el secreto interior de la matrioska, la nueva unión con la Divinidad; pero a ella no se accederá sin haber pasado por esos otros pasos previos. Es un eterno retorno. Nada puede haber vacío. El alma, como capas superpuestas de cebolla, y a la manera de las muñecas, en Rusia se aprecia bien, tiene sucesivas fortalezas, a cuál más profunda, y a las que no se llega sin atravesar una y otra vez ese proceso y sin la ayuda de una música que asimismo ha de nacer del interior. Él lo ha sentido durante años. Ha practicado esas idas y venidas, continuo caminar de regreso a casa, ese tejer y destejer, cual Desdémona que espera la llegada del ansiado Viajero. Sus ojos guardan memoria de ello, su retina es fiel testigo de cómo se produjo en cada ocasión. La tienda donde fue adquiriendo las matrioskas, nueva coincidencia del destino, está en la misma manzana y canal que, unos cientos de metros más allá, alberga el negocio familiar de los Fabergé, con los cuales se cruza a veces el Anciano en sus paseos hacia el Palacio de Invierno. Se cierra el círculo. En parte, la fusión está lograda. Puede que cambie la forma externa o interna, según cuál de las figuras de la matrioska quede al descubierto. Pero ahí tiene que estar, el Pueblo unido a la Corona.


Once. Revuelo en toda Rusia.

            Los viajeros Tatiana, Kolia, Beria y Grigori volvieron a sus lugares de origen. Habían firmado un documento con el Ayuntamiento de Pokróvskoie. La “ratusha” les reconocía el derecho de propiedad sobre la mitad del tesoro hallado, una de las dos (ya sabemos que fueron cuatro) muñecas rusas de apariencia jovial, casi inane. Quedaba claro en el Acuerdo suscrito que a ninguna de las dos partes les interesaba adjudicarse las joyas en especie, sino su conversión a metálico. Reconocían que “El Estado” tendría que intervenir, pues era indudable el “alcance nacional” del hallazgo. Y, aunque no fuese acaso el mejor pagador, sí confiaban en que acabaría comprando las joyas en un precio no ciertamente de mercado, pero sí elevado y seguro, pues era evidente el partido -incluido el político- que el apparátchik podría obtener de la aparición de piezas de la colección de la exZarina Alix Fiódorovna y de sus hijas, las pobres Grandes Duquesas, también asesinadas en 1918. Cualquier mal pensado podría reavivar la rivalidad Moscú/San Petersburgo y diseñar una estrategia para que las joyas recalasen en el Hermitage… Se abrían, con las joyas, con la firma del documento, con la puesta en escena de estirpes que habían tratado a Rasputín, con la nueva presencia de Pokróvskoie en los medios de comunicación, cientos de posibilidades, capítulos por explorar de la historia de Rusia, enfoques nunca aparecidos ni probados de la relación del Anciano con la familia de los zares Románov. ¡Quién da más, Señores!

Fiódor Pashukanis, que así se llamaba el alcalde de esa localidad, pronto entraría en la gloria. ¿Efímera? Él sabía que podía aprovechar el momento en su favor, y hacer carrera. Por eso había transigido y entregado una matrioska a los buscadores de tesoros. La instrumentación era lo importante; no la música en sí; sí, en cambio, cómo, dónde y quién la iba a interpretar. Ya se veía Fiódor en todas las radios, televisiones, agencias, teletipos… Whatsappes, Facelibros… inauguraciones, cuentas nuevas en todas las redes sociales. Se pondría sus mejores prendas para las entrevistas. “Fiódor desenmascara al ladrón Rasputín”, ese sería buen titular de una prensa rendida a las interesantísimas novedades cuyo epicentro sería Pokróvskoie. Fiódor recibido en el Kremlin. Putin alaba al alcalde de Pokróvskoie…

            A Beria no sólo le preocupan los problemas “legales” de esa mitad del botín. Al fin y al cabo, había logrado el Convenio con el Ayuntamiento y eso resolvía muchas de sus cuitas jurídicas. Con las otras dos Matrioskas habría que hilar todavía más fino. Con respecto a ellas habría que urdir otra historia. Aquí, piensa Beria, ocupa lugar primordial Tania y su tía La Lechuza. Llegado el caso, y si es necesario, dirán que esas otras dos matrioskas llevan en poder de la familia decenas de años, y que han pactado con los Románov Tatiana y Kolia por cuanto que esa fue la voluntad de Rasputín, una y otra vez manifestada oralmente, antes de diciembre de 1916, a Akilina Laptinskaya, a la que suplicaba que vendiera esas joyas y diera su mitad a los Románov “que ella conocía” y de los que se fiaba, aunque a los únicos a los que veneraba eran la Zarina, que sin duda se había dejado robar, y su pobre niño zarévich Alejo, ese al que tantas veces había calmado y curado.

            Beria ha alquilado una caja de máxima seguridad en la central de un Banco de la capital al que asesora en litigios regularmente, con una iguala generosa. Los otros se fían del letrado, aunque, para mayor certeza, han suscrito todos, Tania incluida, un documento del que cada uno guardará una copia con todas las firmas. En él se da esa explicación propuesta por Beria, y que cuenta el origen de las joyas, que se fotografían en un anejo para tranquilidad de todos. Los demás interesados, además, han encargado a Iván Beria y a Kolia que procuren que un discreto pero acreditado experto en joyas realice un dictamen, y las tase debidamente. Seguro que su valor supera las decenas de millones de rublos.

            Fiódor Pashukanis no para. Se desplaza, portador del acuerdo del Pleno de su “ratusha”, a San Petersburgo. Lleva como muestra una de las piezas con las que va a negociar  el contrato de venta. El Director del Hermitage no da crédito a la suerte que supone ampliar las colecciones imperiales del Museo. Sabe de sobra que es mucho más lo que está en sus depósitos que lo que el Museo exhibe al público. Pero la reflexión nada tiene que ver con lo que ahora se le ofrece. Si se confirma que se trata de joyas de la zarina Alix y de sus hijas las Grandes Duquesas asesinadas en 1918 … Justo un siglo ha pasado. Esas joyas corretearon por el propio Palacio donde hoy asienta su sede el Museo. Prevé que las negociaciones con el Alcalde no van a ser fáciles. Por adelantado Pashukanis ha mostrado sus cartas. Moscú va a competir, y a pujar por llevarse el paquete de la pulsera, los pendientes, etc. y alguien, conneseur, le ha soplado al Director que en las redes figuran ofertas de muy importantes coleccionistas mundiales -chinos y norteamericanos, sobre todo- que quieren epatar a sus rivales de San Petersburgo. Va a proponer al Alcalde (él luego, como Director, sabrá cómo apretar al experto) que haya un peritaje no solo relativo a la autenticidad de las piezas, sino también, y muy especialmente, que realice una tasación acerca del precio de las joyas. Le preocupa que ese no pequeño número de ofertas ya manifestadas haga subir el precio. Pero aun así será una bicoca. El caché del Hermitage, si es que ello es posible dada su actual máxima cotización, es seguro que va a subir bastantes enteros. La gente no sabe que el Director es también de apellido Románov. ¡Vaya nueva vuelta de tuerca! Con casi centenares de millones de habitantes es estadísticamente imposible, pero es así. No va a dejar que ningún no Románov se salga con la suya. Esas joyas de su familia van a ir a parar a su Museo.


San Petersburgo, el sueño báltico.

Pedro, el Grande, tuvo un sueño. Esto de tener sueños, no es algo nuevo en la Historia de la Humanidad. Menos aún en los dirigentes que han regido sus destinos, esos que se consideran capaces de curvar el signo y la inclinación o la dirección de los acontecimientos, que dan nueva orientación a lo tradicional, a lo de siempre, al más de lo mismo a que tan proclive es una inmensa mayoría de los pueblos, ajenos o incluso contrarios a que aparezcan revoluciones, desde abajo, o imposiciones, desde arriba, de cuño distinto y que puedan trastocar lo inmanente al espíritu de las Naciones, a su sentido histórico inmutable.

Había que conquistar el océano; era preciso abrirse a unas prometedoras aguas, ajenas, no holladas por el Imperio. El Báltico, sí: ese tenía que ser el objetivo, y nada se opondría a esa precursora necesidad de Lebensraum, a una expansión nacida de lo que se entendía como lógica derivada de las cosas, que llevaba a conquistar ese espacio, vital como el agua misma, por mucho que fuera salada o que bañase extensiones inhóspitas, lagunas infestadas de insectos y parásitos, incapaces a priori de albergar o asentar vida humana salobre, a desarrollar en ella una civilización que pudiera considerarse punto menos que factible. Pedro: ¿grande o loco? La locura hay que enjuiciarla en función del resultado. Y Pedro no se arrugó ante las posibles consecuencias de su sueño.

Desde 1703 se construye la gran ciudad, ahí nace el comienzo del resultado. San Petersburgo, impulsada por el deus ex machina del Zar, nace da la nada. O, peor aún, de la imposibilidad medida con arreglo a los parámetros de tiempo, espacio y medios de la época. Pedro quiere convencer al mundo de su inagotable poderío. Es una advertencia, o la constatación de una evidencia: que la fortuna, unida al poder y el empeño en la realización de un sueño, entrañan siempre  peligro, y demuestran cuánto respeto, si no miedo, ha de inspirar una Nación regida por un loco que quiere realizar su sueño.

¡Cuántos ejemplos tenemos de ello! Y aun así, no hay enmienda. Seguimos mirando pasivos cómo resurgidos locos tratan de concretar los suyos, justo hasta un momento en que ya es demasiado tarde para reaccionar.

Pedro no se arredra. Pasa años incluso aparentando que aprende, como obrero humilde, la técnica de construir barcos. Y consigue erigir Petersburgo y que Rusia tenga salida al Báltico.

Luego ya no habrá competencia posible. Durante siglos Moscú quedará relegada a un segundo plano, aunque grandes literatos la hagan lugar privilegiado de sus creaciones en cientos de miles de narraciones de todos conocidas. Resulta una ciudad mítica. Petrogrado, San Petersburgo, Leningrado, Venecia del Norte, ¡qué más da! Hablamos del sueño de Pedro el Grande, esa ventana a occidente como él mismo la denominó en algunas ocasiones. Su belleza no se pone en duda. Ni su carácter hechicero. Ni la riqueza que destila. Ni sus colores y olores. Ni la armonía, domesticada, de sus aguas, que discurren bajo cerca de cuatrocientos puentes, ni la simpatía de sus gentes... Es una Florencia imperial, que supera a la exquisitez de unos simples Dux renacentistas. Nadie puede resistirse a sus encantos. Ni a sus tesoros. Nadie es capaz de no soñar en San Petersburgo. Es un permanente ballet, como si el Mariinski tuviera una sucursal en cada calle, en cada canal, en cada puente y bailara sobre tendidos de alambres y cables que sobrevuelan la ciudad. Todos sus edificios, palacios, catedrales al unísono dan pasos  regidos por una melodía de fondo, con una quietud en movimiento que produce asombro y sosiego, admiración y deseo de que el instante se petrifique (de nuevo Pedro), que dure, que no se acabe, que prolongue sus benéficos efectos.

Pero Petrogrado, o San Petersburgo, es ciudad de aluviones humanos. En ella, ciudad de la Corte, hay pasiones desatadas, luchas de poder, pobreza que trata también de medrar, aspiraciones llevadas en andas por envidias y crímenes en potencia. También hay embriones de revolución, intentos fracasados pero que servirán de modelo para unos bolcheviques que, como mayoría que son, impondrán, no mucho más tarde, su dominación, esta vez del pueblo campesino. Habrá que esperar, todavía. Pero el santón Rasputín, anticristo, vidente, oráculo, que hace valer su indudable carisma, venido de la heladora Siberia, ejerce de vate. Grishka, o Grisha, como también lo llaman, pronosticará designios lúgubres para su amada Rusia mientras pasea por las habitaciones imperiales y subyuga a Alix, Nicolás, Alejo...

Hay ojos, no obstante, pendientes de todo cuanto dice, hace, vaticina Rasputín.  Irina y su marido, Félix Yusupov, están muy alerta. Lo mismo que el Gran Duque Dimitri Pávlovich, primo del zar y prometido de Olga Nikoláievna, hija mayor de Nicolás. Se tramará entre ellos y otros más el asesinato del Anciano. Hace años que tratan de quitarle la vida.

Ese imperial Báltico ruso es un Museo inigualable. Guarda reliquias y tesoros a la altura del sueño de Pedro, y de Catalina, Grandes. El cataclismo que para toda Europa y Rusia supuso que ésta tuviera sede permanente en el Báltico, balcón para mirar a Occidente y saber de su vida, milagros y movimientos, cambio la geoestrategia mundial. Y solo otro terremoto de signo antagónico podría subvertir la situación a que condujo el arrojo de Pedro I y de la ulterior continuadora de su obra, Catalina.




Doce. Parte, junto al pavo real del Hermitage. El resto, paradero desconocido.

            Una de las joyas del Museo Hermitage es el reloj Pavo real, instalado en la Sala Pabellón y que se considera el reloj autómata conservado más grande del mundo. Nadie que visite el Museo deja de pasar por allí para admirar ese ingenio u obra de arte. Pero hoy tal exhibición tiene compañía especial. Están los responsables del Museo todavía indecisos acerca de esa instalación, de si tal combinación de joyas tendrá carácter duradero, o si habrá, dentro de un tiempo, que revisar ese criterio: de momento una vitrina especial guarda diez joyas de los últimos Románov. Una pulsera. Una pareja de espectaculares pendientes. Cuatro sortijas. Una gargantilla. Dos broches.

¡Para qué describir su bella factura y las piedras engastadas, valiosísimas, de que cada una de las piezas está compuesta! Una cartela de buen tamaño, con letras cirílicas legibles a dos/tres metros, explica cómo han llegado a parar al Museo tales obras de arte. Mención especial se recoge, en ese pequeño trozo de literatura, a Fiódor Pashukanis. Todos los guías que enseñan el Museo han tenido que enriquecer sus explicaciones. Es parada obligada ese salón, ahora también para mostrar la colección, hablar de Rasputín, lanzar unos cuantos dardos envenenados hacia la zarina Fiódorovna que solo por matrimonio era Románov, alabar la política de adquisiciones del Museo más visitado ¿del mundo?, augurar un buen mundial de fútbol para Rusia en el campeonato por ella organizado y que tendría lugar en julio de 2018 y convencer a los sufridos visitantes de que hay rumores… rumores… rumores… de que otra colección, compuesta de piezas igualmente importantes y que pertenecieron a Alexandra la zarina, hará pronto aparición en escena, aunque se desconocen los detalles, si bien apuntaban que esas otras joyas habrían sido regaladas por Rasputín a su fiel servidora “La Lechuza” aprovechando que una de esas piezas era precisamente ese animal de la sabiduría o la vigilancia…

Aunque son muchas sus obligaciones, y tiene actos oficiales y conferencias, en casa y en el extranjero, que colapsan su agenda, el Director hace casi una visita diaria a la Sala del Pavo Real. Ha encargado a sus subdirectores que espoleen el estudio exhaustivo de las joyas. Van a hacer magníficas publicaciones. Para ello cuentan con el testimonio del feliz cuarteto de Pokróvskoie, y del orgullosísimo Alcalde Pashukanis. Todos han convenido en que de momento quede Tania en un muy secundario, casi inexistente, plano. La sobrina de “La Lechuza” guardará todavía secreto… al menos durante un tiempo.


Otra Beria.

-          Papá ¿no se parecen mucho estas joyas a las de las fotos que me enseñaste en tu despacho?
-          Luego te lo cuento, hija, cuando ya hayamos vuelto a casa, Sofiya. Ahora con tanta gente en el Museo es imposible hablar.

La conversación, poco más que estas frases entre Iván Beria y su hija Sofiya, no pasa, sin embargo, desapercibida para los atentos oídos del Director del Hermitage, que está allí, junto al tesoro Románov, como tantas mañanas desde que empezaron a exhibir en esa Sala las joyas. Quiere saber lo que opinan los visitantes. No puede, casi, reprimir su deseo de acercarse a esa pareja. De momento se contentará con fichar las caras, y, como el que no quiere la cosa, hacer unas fotografías con su móvil de última generación. Si repasa los pies de página de las ruedas de prensa que han dado el Alcalde de Pokróvskoie y los otros cuatro descubridores y compara las caras, seguro que averiguará quienes son esos visitantes que, por imprudente ingenuidad de una cría, demuestran saber más que cualquier interesado en esas joyas de Rasputín y de los imperiales Románov.


Madrid, diecisiete de febrero de dos mil diecinueve.

Kolia de Kazán.


2 comentarios:

  1. Anoche dediqué el rato de lectura a este relato, llegué hasta donde empiezas la historia de la amistad entre Kolia y Beria (por cierto, que coincidencia que el protagonista se llame Kolia); ahí me quedé cuando el sueño empezó a deslizarse en mi cerebro, y me acosté con la sensación de que esta pieza literaria me deparará emociones interesantes.
    Francis González

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  2. ¡Una maravilla Nicolás! Creo que le cuadra perfectamente el término francés nouvelle,aplicado generalmente a las novelas cortas, que Unamuno cambió por nívola. Desde la historia de la gran campana, el relato sube de interés hasta su resultado final,en parte misterioso y desconocido.
    La Isla del tesoro es una referencia mundial al tema incombustible de los tesoros escondidos. Yo prefiero más El escarabajo de oro de Poe.
    Me ha encantado, aunque no entiendo demasiado bien los tres tipos de letra utilizados, como procedentes de diversas fuentes.
    Enhorabuena, Nicolás.

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