jueves, 14 de marzo de 2019

Ferrari GTO

Por Ildefonso Arenas

El recuerdo más antiguo que conservo en mi memoria toca to­dos mis sentidos: el tacto algo­do­no­so de la grasa disuelta en la benzina, la pestilencia del taller, el gusto salado de mis lágrimas, las voces de padre ‑¡no es así, no es así, pon más cui­­dado, leche!- y la vista de las piezas de acero asomando de la porquería que flo­taba en la ba­­tea. Yo tenía que dejarlas res­­plan­de­cientes, por­que a los cuatro años que tendría por en­ton­­ces ya debía empezar a pa­gar la deuda de haber sido pa­­rido en aquel infame pueblo del demonio.
            No sé si nací para mecánico, y aún menos si habría sido capaz de ganarme la vida de otra forma, pero si te alumbran en el chamizo de un herrero, en un hosco poblachón de la Siberia extremeña, y tu hermana mayor es mongólica de so­­lemnidad, el pequeño ton­to del culo y tu pa­dre ra­ra vez lle­ga lúcido a la siesta, no te queda otra que aprender el oficio cuan­­to antes, por­que con lo que saca madre de coser, zurcir, arreglar y remendar, y los cuatro hue­vos que algu­na vez po­nen las gallinas, ya desde antes de la primera co­mu­­nión tienes claro que, o espabilas, o a la confir­ma­ción no llegas.
            El que no llegó a la mía fue padre, porque la carrera entre su cirrosis y mi devoción te­nía el ganador cantado desde antes de calar mi primer di­ferencial. Yo tam­­poco llegué, por cierto; montar un grupo cónico a fuerza de hostias te ha­­­ce com­prender que no hay Dios, o que si lo hay no es de fiar, de mo­do que te apuntas a 'es que no tengo tiempo, padre, hay mucho traba­­jo en el taller', y te das de baja en ir a mi­­­sa, y es que la fe, por sí sola, no es capaz de compensar el in­menso ren­cor que acumulas en tu mente a poco criterio que padezcas. No sólo es por la pena de ni saber de qué color fueron tus uñas, sino de compren­der que no vas a ser al­to, ni guapo, ni es­­bel­­to, que a fuerza de gachas, berzas y garbanzos llevas el peor de los ca­mi­nos en la cosa de la estética, y que las niñas del pueblo, a las que prefieres no mirar, no tra­tar, no hablar, unas te lla­man Cu­lo de Vaca y las otras Ena­no Saltarín.
            Que padre la espichara fue un alivio para todos. No perdíamos nada, porque ha­­cía meses que no empuñaba un destornillador, de modo que siguió entrando lo mismo, aunque con me­nos gasto. Cuando mi hermano subnormal se cayó de una escala de varear olivos, con la ma­la suerte de tron­char­se la nuca y quedarse ahí, en el sitio, per­dimos aún menos, aunque a ma­­dre le dio una brizna de pe­na. No la recuerdo, ahora que lo pienso, prodigando cariño. El poco que podía dar se lo llevaba la Paqui­ta, y en todo caso el cretino de mi hermano, pobre imbécil, otra víctima del raquitismo secular de mi tierra mísera. Para mí nunca hubo nada. Ni una cari­cia, ni un beso, ni un 'abrígate, que hace frío'. Debía de tenerme por indestructible, y pudiera ser que con razón, porque no re­cuer­do haberme quedado en cama un solo día de mi niñez; quizá, ni de mi vida. Este no necesita nada, parecía pen­sar. Por eso se lo daba todo a Mar­cos, el bobo, y a la pobre Paquita. También por eso, pienso yo, sentí muy poco, si es que sentí al­go, cuan­do un día de julio, cuarenta y tantos a la som­bra, no se levantó de su siesta. Nadie me acom­pa­ñó al ce­men­terio cuando la llevé tiran­do del ca­rro a la fosa don­de pa­dre la esperaba. Debe de ser una mal­dición familiar: a nuestras tumbas va­mos solos. Así nos queda­­mos la Paquita y yo, y espero que comprendan ustedes mi desazón: la de no sa­­ber qué ha­cer con ella. Escuché toda clase de sermones, des­­­­de los piadosos del cura borrachucio hasta los patrió­­ticos del al­cal­de falangista, que hay que haber tenido diecisiete años en un pue­blo como el mío en pleno 'vente a Alemania, Pepe', pe­ro el interventor de la caja de ahorros, un tipo extraña­mente decen­­te, fue quien me señaló el camino:
            -Benjamín, lo que tienes y nada vienen a ser lo mismo, pero entre lo que se pue­da sacar de la choza, las cua­tro gordas de las pensiones, algo que le saquemos al Ayun­­­ta­mien­to, lo que nos dén los del 18 de Julio y lo que pue­das tú poner cuan­do te coloques, pues la me­­­temos en una residencia de oli­go­frénicos, que con eso del Plan Badajoz han puesto una en Mérida, y ya está, todo arregla­­do: ella tendrá la vida resuelta, y tú, pobre desgra­ciado, empezarás a vivir la tuya.
            Muy bonito de decir, pero ¿cómo empieza uno a vivir con diecisiete años, sin un duro, sin más cultura que las cuatro reglas y una letra indes­cifrable? Sabía de mecá­ni­ca, sí, pero la España de la Esta­bi­li­­za­ción, eufemis­mo que sig­nificaba 'vete a ver mundo, burro, que aquí no hay futuro', no era buen sitio para que un paleto de mierda, tan de mier­­da como yo, se atreviese a nada que no fuera echarme a llorar en la sucia oscu­ridad de una pen­sión de Badajoz. Una pensión que fue mi ben­dición, y háganme ustedes el favor de disculpar el pa­rea­do. Sucedió que la dueña era una viuda de Aviación, y recien­te, que al ma­rido se lo habían cargado en lo de Ifni, y vién­dome tan he­cho polvo, tan jodi­do, me dió la solución.
            -Un día u otro tendrás que hacer la mili. Para ir por tu quinta te queda de­­masiado. ¿Por qué no vas ahora, de voluntario? Te la quitas de encima, espabi­las, que buena falta te hace, e igual hasta sales con un oficio aprendido. ¿Eres mecá­ni­co, dices? Pues más a más –era catalana, de la Seva, pero casi no se le nota­ba-: como te licen­­ciarás con un título militar, antes conseguirás un buen empleo.
            Ni me lo pensé. Todo me parecía tan oscuro, tan hostil, que la perspectiva de tener dón­de dormir, algo de comer y no preocuparme de cómo vestir me pa­recía pre­ferible a tirar­me al Guadiana, si no por otra cosa porque aquel ve­ra­no de los últimos cincuentas, esos inolvidables de NoDo, conspiración judeoma­sónica y pertinaz sequía, venía bajo de cau­­dal y para poder ahogarse con las debidas garantías hace fal­ta no hacer pie, o eso creía yo, porque tampo­co sabía nadar. En rea­li­dad, salvo de mecánica y de cascármela no sabía de nada.
            La viuda, bendita sea, de vez en cuando se acostaba con un sargento chusquero, también del Aire. Gracias a eso, al mes, o poco más, me vi llegan­­do con los cuatro trapos que tenía, y si digo cuatro no exagero, a la base aérea de Talavera la Real. To­do parecía ir bien, al punto de pensar que ya estaba dentro, pero el ofi­cial médi­co, justo al final del trámite de afi­liación, dijo no verlo claro, ya que dar la talla en Avia­ción requería más cen­­tí­me­tros. En Tie­rra, en cambio, no harían ascos a mi rechoncho 1,57. Ya me veía de caqui, lo que sin saber por qué no me gustaba nada, cuando asistí a la primera finta chusqueril de mi larga vida militar.
            -El chaval es mecánico, mi capitán. ¿No decía usté que le sonaba raro el co­che?
            La primera mirada inquisitivo-castrense de las infinitas que ya llevo. Una du­da muy profunda, que se notaba, pero aho­rrar un di­­nerillo siempre ha podido más que ser estricto con las normas de obligado cumplimiento.
            -Vaya usted con él, que yo iré cuando acabe. Las llaves están puestas.
            El chusquero no necesitó decirme que aquella era Mi Oportunidad. Tampoco yo necesité más de un minuto para que aquel cascajo, un Citroën Once Ligero mucho más viejo que yo, me dijera que se había pasado de punto –por si no lo sa­ben, los motores hablan; para entender lo que dicen, eso sí, hace fal­ta saber escucharlos-, seguramente por la mucha porquería que acumulaba en el distribui­dor. Media hora de des­montar, limpiar, montar y ajustar con el más exquisito de los cuidados, y aquel cuatro cilindros volvió a sonar como quizá no lo hacía des­de muchos años antes.
            Mis escasos centímetros pasaron a ser suficientes. Ya era un re­clu­ta de Aviación, aunque antes de ves­tir por primera vez mi reciclado uniforme de faena –por en­ton­ces decíamos 'remendado'- compren­dí que vi­vía un milagro: quedaba rebajado de instrucción y de toda clase de servicios. En lugar de eso me ocu­paría del taller de la guarni­ción, no el de los aviones, no se vayan ustedes a confundir. Me refiero al taller donde jefes, oficiales y chusqueros llevaban sus pobres montu­­ras; ha­bía de todo, aunque raro era lo que tenía menos de quince años. En cier­­to modo, el distribuidor de aquel vetusto Ci­troën vino a ser, para mí, la sonrisa de los dioses. Cuando menos, mi destino quedó trazado en ese instante, con die­­ci­sie­­­te añitos, a un mes de cumplir dieciocho. Para siem­pre, aun­­que no lo comprendiera entonces.
            No les quiero fatigar con el relato de mi vida. Me aburre incluso a mí. Basta con que les di­ga que fui un chusquero decente, que jamás pegué un tiro ni solté una leche, y que por mis ma­nos han pasado casi todos los tipos de vehículo que alguna vez haya com­­prado el Ejército del Aire. También, ya lo habrán ima­ginado, los de todos los jefes que he tenido. Ascendí a fuerza de años, de callar, de hacer bien mi trabajo y de no buscarme líos, así que llegué a lo más eleva­do de la escala chusqueril, la estrella de cinco puntas. Por entonces no arregla­ba co­ches. La vida militar, es lo que tiene. Ascien­des, asciendes y asciendes, y no te nie­gas por­que necesitas el dine­ro, pero un buen día, cuan­do te llega la sardineta de brigada, descubres que has dejado de ser un sargento primero especia­lista, exce­lente mecánico donde los ha­ya, para volverte un mal administrativo, encarga­do de asignar coches a conduc­to­res en el Gru­po de Automóviles del Cuartel Ge­ne­ral del Ejército del Aire. Hasta entonces bebía un poco, en las bodas y alguna vez des­pués de comer, pero volverme un chusquero de ver­­­dad hizo que comen­za­se a darle al frasco también de ver­dad. Herencia genética, debía de ser.
            La vida, por su parte, comenzó también a rechinarme. Primero, la mujer. Pobre Adela. Se marchitaba, y muy deprisa. Yo pensaba, cuando pensaba y no era cosa que hiciese todos los días, que serían los años, la nostalgia, el no hacer falta, que la niña ya era mayor y se había casado con un sargento de aca­demia; nada de un chusque­­ro como yo, que incluso habla inglés, el tío. Pues no. Un cáncer de teta de los que llaman inflamatorios, vayan ustedes a saber por qué. Duró poco más de un año, entre ope­ración, radiaciones, qui­­mio­te­ra­pias y putadas diversas. Para qué tanto martirio, me pregun­taba por entonces, de nue­vo so­brio aunque sin ganas. ¿Para morirse como se moría, destro­zada, retor­ci­da y pa­ra­lizada como un pe­rro atropellado por un camión? Los últimos meses... hay unos cuantos, y unas cuan­tas, a quie­nes se los desearía de to­do co­razón. Cuan­­do murió, pues qué quieren que les di­ga. La paz. Para todos, ella la pri­me­ra. La paz para la hija, y pa­ra el yerno. La paz para mí. La paz, eso sí, del silencio. De la so­le­dad. Nunca he sido de grandes ne­cesidades, que la vida militar enseña mu­cho ‑aviado vas si no sabes apañártelas con dos duros‑, pe­ro la casa se me venía encima. La hija se quedó unos días conmigo, aunque andaba muy pre­ñada, y el yerno, al que ha­bían destinado a un regimiento de mon­taña, ca­da día que pasaba la re­cla­ma­ba un poco más. Un buen tío, no vayan ustedes a pensar que le critico. La tra­ta bien. Alguna vez le suelta una hostia, pe­ro conociendo a mi niña, la mala leche que tiene, a quién habrá salido la jodía, prefiero mirar para otro lado y no darme por enterado.
            Así que ahí me quedé, triste, solo y curda, en mi chale­­cito de la Colonia Militar Arroyo Meaques, esos de Campa­mento que por fuera parecen como a punto de caerse y por den­­tro como si ya se hubieran caído. Un estado que apenas me duró, porque de un modo que me pareció muy rápido, co­mo si mi vida fuera un Talgo descarrilando por la ladera de una montaña, primero me ascendieron a subteniente, luego me dijeron que mi casita de los últimos quin­ce años no era pa­­ra viudos sin hijos menores o no emancipados y, por último, que había dejado de hacer fal­ta. El Ejérci­to del Aire, mi vi­­da desde antes de cum­plir los dieciocho, me despe­día. De buenas maneras, debo reconocerlo. Ascendido a teniente, a efec­tos de paga y unifor­midad cuando quisiera uniformarme. Podría vi­vir razonablemente bien, y más con mi estoica mane­ra de ser, que aún uso los calzoncillos de cuando era ca­bo pri­mero. Incluso un trabajo si lo quería: conserje-ordenanza en el Cuartel Ge­ne­ral del Aire, cosa compatible con ser oficial chusquero en la reserva, pero no acepté. Militar, sí. Del chusco, también. Ordenanza, de ninguna de las maneras.
            Se acercaban los días de colgar el uniforme y dejar la casa. Seguía sin saber adónde ir, ni qué hacer. La hija me decía 'vente con nosotros, que hay mucho sitio y así te ocupas de la nieta', pero yo notaba que con la boca pequeña. No por ella. Por él. No era que nos llevásemos mal; es que no hay gallinero donde vivan bien dos gallos, y yo no era tan viejo como pa­ra dejar­me los espolones en Madrid. Ni para eso ni para más cosas, que salir por ahí de vez en cuando y ha­cer­me algún regalo de la parte de los bajos siempre me ha gustado, no todos los días pero tam­poco una vez al año, y a ver cómo iba yo a poder en Sabiñánigo, que se dice pronto. No, ni hablar. Yo, en Madrid, que con los años he terminado por ser más de aquí que la Cibeles, pero seguía sin saber dónde, ni cómo. En esto, como aque­lla vez en que mudé de civil a militar, la sonrisa de los dioses: un coronel, que le habían hablado de mí. Lo bastante bien como pa­ra proponer­me una salida interesan­te. Unos meses antes había heredado una nave indus­­trial, grande y en buen estado, en una callejuela fronteriza en­tre Orense y Tetuán, la tierra de na­die que separa el Madrid más trepidante, más a la última, del de la emigración, la de ahora y la de antes. La de siempre. Una nave, razonaba el coro­­nel, que un día u otro sería recalificada, para vol­­ver­se solar enorme lindando con la Zona Orense, lo que le haría requete­mi­llo­na­rio –por en­ton­ces só­­lo era millonario, y para su ver­­güen­za en tristes pesetas-. Esto, por desdicha, no sería ma­ña­na, ni en unos cuantos años. En el entretanto pensaba sacarle al­guna renta­bi­lidad, aunque de forma que una vez se le apa­re­ciese la Virgen pudiera vaciar la nave de la noche a la ma­ña­­­na, lo que impli­caba no cargarse con obreros, ni con nada que un abogado malnacido pudiera usar para sacarle los híga­dos. La nave, que ha­bía sido un taller de cha­pa y pintu­ra, no de coches sino de autobuses y camiones, es­taba des­pe­ja­da en su plan­ta principal. La se­mi­plan­ta superior, que se proyecta­ba sobre un tercio de la su­­per­­ficie horizontal, antaño fue zo­na de ofi­cinas, pero se po­día reconvertir en apar­ta­men­to deco­­­roso, con su cuarto de ba­­ño, su co­cina, salón-comedor, cuar­to de invitados y dor­mi­­torio grandote, como de me­u­blé. Su idea era conver­tir la vieja nave industrial en par­king de abo­­nados. Abriría de seis de la mañana a do­ce de la noche, de lunes a sábado. Así podría cubrir dos mercados tan com­­ple­men­tarios co­mo ne­cesitados, al menos en aquellos andurria­les: de día, los ejecutivos de me­dio pelo que trabajaban en el cer­cano AZCA, medio pelo por­­que no podían apar­car en sus em­­presas y ejecutivos porque se ne­gaban a ir al curro en Me­­tro. A la caída de la tarde, los residentes cercanos que ha­cían su vida laboral en otro sitio y que tampoco podían aparcar en sus viejas casas, construidas todas ellas antes de que fuese pre­cep­tivo edifi­car con garaje. Mi fun­ción sería recoger los co­ches, meterlos en la nave como buenamente pudiera y devolverlos a sus due­­ños cuando los vinieran a buscar. Cada sábado, a medianoche, cierre baja­do y hasta el lunes. Debería buscar alguien para cuando qui­­­siera sa­lir, o para cubrirme las vacaciones, lo que no sería com­pli­ca­do, porque chus­queros jubilados antes de tiempo, ca­­­paces de mover coches, había mogollón.
            No era un porvenir apasionante, aunque tampoco mi vida tenía mucho de novelesca. Para ver la tele de vez en cuan­­do, leer alguna novelucha de las que compro en el Rastro, y poco más, daba igual hacerlo allí o en cualquier otro lugar, con la salvedad de que allí me sal­dría gratis. Luego estaba el salario de atender el garaje, por des­con­ta­do que al negro más ab­soluto. Unas cosas con otras, y sumando las propinas que pudieran caer, que al vigilante de un garaje siempre le cae alguna, pues como una segun­da pensión.
            Al mes, o así, las obras estaban terminadas. Mi chiscón –me parecía exa­ge­rado el pomposo 'apartamento' que de­­cía el coronel-, también. Preparado, pues, para levantar el cie­rre, y eso hice un lunes de noviembre. Allá como por marzo no cabía un coche más, y mi vida volvió a ser rutinaria. No por mucho tiempo. Sucedía que allí, en aque­lla tierra de nadie, además de los dos mercados que antes dije había un terce­ro inesperado. Uno de profesio­nales que también trabajaban en los al­re­de­do­res de la calle Orense, aun­que no eran ejecutivos de medio pelo. Eran autónomos –bue­­no, au­tó­no­­mas‑, y sus ho­­­ra­rios resultaban un tanto disparatados, pero se ajustaban exquisitamen­te bien a nues­­­tra oferta co­mer­cial. Así, buena parte de los que dormían en mi atesta­do ex‑taller eran coches de puta, lo que no me importaba. Sólo me sor­pren­día.
            Los coches de las putas suelen estar mal mantenidos. Una pena, sobre to­do si son buenos. Allí había mucho BMW, que también entre las putas hay clases, pero es preciso compren­der que las pobres chicas padecen horarios imposibles. Un buen día le dije a una que se le ha­bía encendido la luz de po­­co aceite, y la pobre casi se me pone a llorar. Me conmovió, para qué de­cir otra cosa. No se preocupe; si quiere, se lo cam­bio. Ah, ¿pero usted sabe hacer esas cosas? Un poquito, hija, un poquito. ¿Y además de lo del aceite me podía mirar los fre­­nos, que cuando piso fuerte se me va de un lado? Pues tam­bién, hija, también. Ay, no sabe cuánto se lo agradez­co. Se lo pago, ¿eh? Ya me dirá usted cuánto. Ay, qué bien, qué peso me ha quitado de encima.
            Fue curioso, a la noche y con todo en silencio, volver a verme con un coche puesto en el foso y yo con los trastos del oficio, que se los habían dejado los de an­tes y yo no había tirado a la basura. Años, y muchos, habían pasado desde la última vez que metí mano a un co­che que no fuera mío, o de mi hija, pero la mecánica es como ir en bicicleta, si lo aprendes de peque­ño jamás se te olvida, y aunque los discos delanteros se me resistieron un po­qui­to, a la tarde siguiente su dueña ni lo reconoció. Le había hecho mucho más de lo que me pidió. A la noche, cuando lo trajo a dor­mir, estaba tan radian­te, tan feliz con su 318i vuelto a estrenar, que además de pa­garme con largue­za me obsequió con una propina que yo no le pedí, pero una vez metidos en ha­rina hube de ad­mitir que a mi po­bre Adela jamás se le habrían ocu­­rrido se­me­­jantes guarre­rías. No es que yo sea un ignorante, que muy bue­nas películas he vis­to, pero no es lo mismo verlo que gozarlo, de modo que ter­­­miné quedándole la mar de agradecido. Una chica encanta­dora, y de la tie­­rra, de Almendralejo. Dios la bendiga.
            Las voces se corrieron –es lo que pasa con los gremios: todo es introducirse-, de modo que a las pocas semanas ya te­nía más coches a mantener que tiempo disponible. Me juntaba con muchos atrasos, aunque para ponerme al día contaba con las fiestas y los fines de semana. Era como volver a mis días de cabo primero. Los domingos, toda la nave para mí, só­los yo, los coches y el Carrusel Deportivo. El fútbol me abu­rre, pero reconstruir una bomba de gaso­lina mientras Rexach marca un gol –yo, de cabo-, o lo hace Rivaldo –tenien­te pa­sa­do a la reserva-, es extrañamente pla­cen­tero. Una vez tuve un co­mandante que se pasa­­ba las tardes de domingo construyen­­do una maqueta de trenes eléctricos que a mí me pare­cía horrorosa, pe­ro él no podía ser más feliz con sus vías, sus lo­co­­motoras y sus goles. Los coches, en cierto mo­­­do, eran mis lo­co­motoras. Era curioso ‑no era la pri­mera vez que lo pensaba‑ que en mi tris­­te infancia sin juguetes los coches acabaran por hacer ese papel, sin yo darme cuen­­­ta. No conducirlos –sé ha­cerlo ra­zonablemente bien, como cualquiera que se haya pa­sado cerca de cuarenta años probando coches, camiones y au­tobuses, aunque nunca fue una cosa que me volviera loco‑, pe­ro sí dejarlos mucho mejor que cuando me llegaban.
            Las voces tienden a saltar de gremio, y así me vi con los que trabajaban lejos del barrio. Les ponía peor cara, porque sus ho­ra­rios no les impedían llevar sus coches a talleres convencionales, además de que no soltaban pro­pinas en es­pe­cie, pero me conmo­vían con sus historias –tan falsas como ellos‑ y, si bien a re­gañadientes, acababa por hacerles el favor. Uno de ellos, que se llamaba Don En­rique y me caía bien, quizá por ser morfológicamente parecido a un servidor, se mo­vía con un Volvo P-1800 blan­co, el mismo que tenía El San­to, como no paraba de decir, el tonto del haba. Un indestructible cuatro cilindros B-18 y dos carburadores doble cuer­po Solex 36. Dificilísimo de afinar, y si acepté hacerlo fue por lo mal que sonaba el in­feliz, pero nada más empezar vi que aquello no era una simple avería.
            -Oiga, Don Enrique –en algo se me tienen que notar mis muchos años de chusquero-, que lleva usted dos cuerpos anulados, con las mariposas soldadas. No tiene arreglo, que lo sepa, y dos carburadores nuevos, como estos... pues prepare usted tela cantidad. La verdad, hay mecánicos que merecerían el pare­dón. ¿Quién le hizo esta cabronada?
            Para mi sorpresa resultó que así lo había pedido él al chatarrero que se lo vendió. Lo ha­bía comprado por dos gordas, porque no era un modelo tan viejo como para pasar por clásico ni tan nuevo como para valer algo en el mercado. No era un coche de chatarra, ni mucho menos, pero el macarrilla que administraba el desguace a veces compraba coches raros con propósito es­pe­culativo. No le pareció ni bien ni mal que Don Enrique prefi­riese menos caballos a cambio de no gastar tanta gasolina. Don Enrique, debo explicarlo, condu­cía muy mal. No tenía reflejos, pese a no ser demasiado mayor. Los co­ches, en realidad, le da­ban miedo, tanto que verle ir por carretera era preguntarse por dónde andaría el coche fúne­bre, porque ja­más iba más deprisa de lo natural en un entierro. Lo que le gustaba de los coches era fardar, aparentar, presumir. Igual con eso ligaba, y a saber qué, porque con el ramalazo que tenía sospechaba yo que lo suyo serían los camioneros, pero a mí, con treinta y tantos años de mili a las espaldas, todo eso me la soplaba. Cada cual se las apa­ña como buenamente puede, que ir contento de la parte de los bajos es co­sa de cada uno, y por mí como si le daba por tirarse cabras, que tampoco sería el primero de mi vida.
            Le dejé su coche lo mejor que pude y el hombre lo agra­deció, porque rara vez le fal­taba un pre­texto para invitarme a un carajillo y charlar un ratito. Es curiosa, la gente. Yo, que ape­nas ha­blo con nadie, no tengo la menor necesidad de hacerlo, y él, que se ganaba la vida ven­diendo ser­­vicios funerarios en el tanatorio de la M-30, el último de los mercados a extin­guir el día en que los mercados acaben por extinguirse, padecía una inexplicabe necesidad de hablar y no pa­rar, de cual­quier cosa, lo que fuese, con tal que no le interrum­­­­piesen. Era la mar de abu­­rrido, pero siempre fui muy bueno en oír al Mando perorar sin hacerle maldito ca­so, y así me tomaba el carajillo pen­sando en mis cosas mientras el otro me ha­bla­ba de la mar y de los peces. Ahí, en fin, era donde nuestras vidas coincidían, o donde se producía nuestra in­ter­sec­ción existencial, que di­ría el chorra del coronel, cuando un día le veo llegar sin Volvo y con aire abatido.
            -Me lo han robado, Benjamín. ¿Que dónde? Pues de la casita que tengo en Los Molinos. Sí, directamente del garaje. Hijos de Satanás... ¿Pero para qué querría nadie un coche así? Si en cuanto dén dos pasos por la carretera los van a pillar...
            -Pues no sé qué decirle. Mire usted el Marcelino, el que hizo el gol a Rusia, que tenía uno como el suyo, lo dejó en el garaje del hotel y al volver de marcar el gol ya no lo encontró, y sigue sin encontrarlo, que nunca más lo han vuelto a ver. Es un coche muy goloso, Don Enrique.
            Sin embargo, sí apareció. Despeñado en un terraplén, a mitad de camino entre Co­llado y Moralzar­zal, casi a distancia de ir a pie desde su casa. Lo sé porque me pidió que le lle­va­ra, y le dijera si merecía la pena rescatarlo, que no ya repararlo. No la merecía, porque no había sido un acciden­te. Lo habían asesinado. Primero se cagaron den­­tro, después ra­ja­ron los asientos, destrozaron el salpicadero y rompie­ron las lu­nas. Luego lo em­pujaron hasta el borde del barranco y lo hi­cieron caer. ¿Gamberrada? O venganza. U odio. Alguien de­­bía de tener cuen­tas atrasadas con Don En­rique. Ahí nos de­jamos de ver, y pensaba yo que para siempre, cuando de nuevo le veo llegar, con la misma carita que habría puesto si Tarzán le propusiera una luna de miel en el Caribe.
            -Véngase conmigo. Es que me ofrecen un co­che, y es un chollo tal que igual me la están metiendo, usted ya me comprende. Ande, sea bueno, que luego le invito a comer.
            Le habría dicho que no, pero sentía curiosidad. ¿Qué clase de coche sería el que hacía po­ner esa carita de ilusión al más triste vendedor de ataúdes que pueda uno ima­­gi­nar, tan triste que Juan Si­món, a su lado, parecería la Lina Morgan?
            Ferrari GTO, modelo 1962. Cojones, me dije, y espero se hagan ustedes cargo y me discul­pen tan grosera onomatope­ya. Rojo fuego, por si algo le faltaba. Un fuego algo apolilla­do, pues tras la sorpresa inicial se notaba que aquella maravilla de la mecánica no estaba en buena forma. En ese punto, el vendedor, un muchacho con pinta de honrado –son los más peligrosos-, nos contó su historia y la razón de que la due­­ña lo vendiera tan barato. Reducida y extractada, que aquel pollo se las traía en la cosa expositiva, la hermosa mala bestia era uno de los pocos GTO del modelo 1962. Su primer dueño fue un estraperlista italiano, que allí también los había. Ni lo es­trenó; se limitó a meterlo en un garaje y dejar pasar el tiem­po –es que los Ferrari se revalorizan que no veas-, pero al año y pico salió por pies con los carabineros tras él. La justicia sacó el Ferrari a subasta y lo compró un francés algo extravagan­te –un GTO no es un Ferrari normal; es un Ferrari de ga­nar las 24 Horas de Le Mans, como supe días después‑ que tras dar un par de vueltas por Europa se lo trajo a España, más concretamente a Cataluña. Te­nía una torre de las de antes, en las que se po­dían edi­ficar con las olas rom­piendo al pie de la veranda, y no como ahora, que hay que construir a tomar vientos de la orilla. La tenía en S'Agaró, un pueblecito que recuerdo de ha­ber ido una tarde por allí, con la parienta y la niña, pobres infelices, a tomar un Co­cacols, o como escriban Coca-Cola en esos andurriales, y de paso ver cómo se lo montan los millo­narios que veranean en el Hostal de La Gavi­na y no en Casa Ro­ser, que como habrán uste­des sospechado era donde morábamos no­sotros. El fran­cés, por lo vis­to, es­taba para los leones, aunque se las apañó para durar algunos años más. Su Ferrari de carre­ras le valía para ir a co­mer a Bagur, o a dar una vuelta por San Feliú de Gixols, o llegarse a Pala­mós los días de mercado. No debió de pasar de Figueras, porque cuando se mató, sería el 78, el co­che no tenía ni diez mil kiló­metros. Lo hizo, por cierto, en el Ferrari. De­bía de que­rer­le mucho. Hay que ha­cer­lo para me­terlo en la cochera, que­darse como vino al mundo, descorchar una bo­tella de Tait­­­tinger –ahí ya me costó creer al vendedor, por­que no creía que hu­bie­ra estado allí para saber qué se bebió el fran­­cés al tiempo de cascar‑, encender el radio-ca­s­set­te, poner el 'This is the End' de un tal Jim Morrison, arrancar el mo­tor y espicharla en gran estilo, como un completo caballero.
            La hija del francés no miraba el GTO con simpatía, pero su chulo, que por lo visto era de Calahorra, sí. Se lo apropió, aunque no lo disfrutó mucho tiempo. Un fin de semana se lo llevó al pueblo, a fardar, a decir 'mirad adónde hemos llegado, mi pito y yo'. Debió de pasarse un poco, porque al ama­necer lo encontraron en el Ferrari, con la puer­­ta entrea­bier­­ta y la cabeza descalabrada. El garrotazo se lo dieron junto al coche, mila­gro­­samente intacto. Las fuerzas le llegaron para reptar hasta él, subir y ajus­tarse al volante. No pasó de ahí. Total, que la hija del francés volvió a tener Fe­rrari. Seguía sin gus­tarle, como tampoco le gustaba la torre. La cerró, con el co­che dentro, y se volvió a París, a un pue­­blecito que se lla­ma Seineport y don­de tenía una finca que te cagas, o así apun­taba el vendedor, que hablaba el muy fantasma como si vi­nie­ra de ha­ber pasado allí el fin de sema­na.
            Lo malo de tener mucho dinero es que ni te acuerdas de cuánto tienes. La hija del francés no sólo tenía horrores, sino que chapoteaba en un espeso charco de coca, vodka y to­da clase de pitos mercenarios, o eso decía el vendedor, vuelvo a insistir, que con tanto detalle me ha­cía sospechar que nos cantaba una milonga, evidentemente no a mí, si­no al babe­ante Don Enrique, así que seguí callado y, por qué no, disfru­tan­do yo también del culebrón. A su debido tiempo la fran­cesa medio se muere. Tan cerca le anduvo que la pusie­ron a pan y agua, de todo, y así fue que a los pocos meses dejó de ver anacondas saliendo del arma­rio. Ahí le dio una crisis patrimonial, de 'a ver cuánto me queda', y para su horror le que­da­ba mucho menos de lo que pensaba. La torre y el Ferrari eran la desinversión más lógica, y en bloque se los colocó a un alba­ñil de Badajoz –vuela, paloma rauda; corre, galgo veloz, y viva mi tierra, qué carajo- que se ha­bía forrado constru­yen­do colmenas para guiris entre Salóu y Cambrils. El hom­bre se había ena­mo­ra­do del Ferrari. Le costó un ojo de la cara importarlo formalmente, por mucho que llevase aquí la ti­ra de años, y otro tanto matricularlo en Badajoz, pero le debió de va­ler la pena por­que nadie vió patán más orgulloso, aparcando con alguna puta de las caras en la puerta de la Ga­via de Vi­dre, para una vez allí ponerse hasta las cejas de lo más ca­ro de la carta, que a él le daba su paladar lo justito para saber mirar los precios. Una forma de ser tan váli­da como cualquier otra, no vayan ustedes a pen­sar que ser así me parez­ca mal. Quién pu­­diera, la verdad.
            El albañil-promotor tampoco vivió mucho. Una maldición, debía de ser. Un buen día, yendo de Candasnos a Buja­raloz a todo trapo, pisó un charco, planeó, se salió y acabó en un descam­pado. Llevaba puesto el cinturón de seguridad, pe­ro el original, el que homologaban en los se­senta. De bandolera simple, los que no sujetan por la cintura. En uno de los trom­pos se abrió su puerta y la fuerza centrífuga le sacó fuera. El coche ya estaba por pararse, de modo que igual no se habría hecho nada, pero el pescuezo le resbaló por el filo del cinturón. Se degolló, él solito. Una muerte ridícula, si bien es verdad que jamás sabe uno dónde lo tie­ne, ni dónde le aguar­da. La viuda no quiso ver el coche, que por otra parte estaba in­tacto. Algo enri­que­cido con he­mo­globina pacense, pero na­da más. El Ferrari, para ella, era otra de las queridas del di­fun­to, y como no sabía de coches, ni le importaban un carajo, se lo regaló a una sobrina de Mérida que además de ser su ahi­jada le ha­bía salido tor­tillera. Debía de ser mona, y con estilo, porque al poco de acabar sociología se vino a Madrid, con su Ferrari, su di­ploma y sus partes pu­dendas, se buscó una bu­­har­­dilla en Chueca y una plaza para el Ferrari en el apar­camiento de la Casa de las Siete Chimeneas, la de los fantasmas de derechas ‑al menos nunca se apare­cie­ron a los socia­tas-, y al mes, o poco más, se ha­bía ligado una escritora catedrá­tica, no me pregunten de qué por­que a esas altu­ras ya me daba vueltas la ca­be­za. To­tal, que vivieron felices y comie­ron perdices, cada una en su casa pero a menudo las dos juntas en un chalecito que tenía la escri­tora en las Villas de Be­­­­nicàssim; ahí me desperté, porque yo tengo un apartamento en Benicàssim -es donde más feliz fue mi mujer, pobrecilla‑, en un bloque verde, muy feo, que le dicen Princicassim. To­­da felicidad es efímera, como ya sabrán ustedes si han cum­­­plido los años nece­­sarios, y así, un buen día, la catedrá­tica se fue a dictar un cur­so dejan­do en el chalet a la socióloga, por enton­ces reponiéndose de no entendí bien qué, si de una liposucción, una depresión o una descomposición, pe­­ro con las fuerzas sufi­­cien­tes para bajar a la co­chera, subirse al Ferrari y des­de ahí proceder como el francés, aunque con dife­­­rente coreografía, porque no sólo no se despelotó si­no que has­­­ta se puso un abri­go de piel, en vez de cava gabacho se des­­pachó a morro una botella de Anís del Mono, y lejos de oír cantan­tes mal­ditos americanos se des­colgó con lo mejor de Po­rrinas de Ba­dajoz ‑la sangre, ya se sabe; siempre regresamos a los orí­genes-. Cuando volvió la catedrática se dio con un aroma que ríanse ustedes de los per­fu­mes de Myrur­gia, y con un testamento expedido en una notaría de Castellón. La otra le legaba todos sus bienes, el Ferrari a la cabe­za. La catedrática se limi­tó a caparlo –ahora les diré qué sig­nifica eso-, a dar alguna vuel­ta con él llorando a lágri­ma viva y a ponerlo en venta por lo que le qui­sie­ran dar, aun­que con el man­dato de sacarlo de su vida cuanto an­tes, mejor hoy que mañana.
            -Ya ve, Don Enrique: un coche maldito. Por eso es tan chollo. ¿Que qué significa eso de ca­parlo? Mejor vamos a verlo y ahí se lo explico. A usted ‑por mí-, como es el experto, le bastará con escucharlo.
            Cierto, bastaba con eso. Lo paré nada más oírlo, no fuese a reventar, pero el vendedor dijo que no pasaba nada, que así lo había llevado la catedrática todos esos meses y por mal que sonase andaba la mar de bien. Abrí el capot, con difi­cultad, porque los flejes exteriores estaban oxidados, y al aso­mar­me al vano del motor casi se me saltan las lágrimas. Qué car­ni­ce­ría. El precioso 12 cilindros Testa Rossa, que los llama­ban así porque las tapas de balancines eran de color fuego, lucía como si lo hubiese violado algún pederasta de la mecáni­ca. La bancada derecha, deshabilitada. Los tres Weber doble cuerpo, desmontados. Las seis trompetas de los tres super­vivientes, sucias como el palo de un galli­ne­ro. Las bujías de la ban­cada retirada, vaya usted a saber. En su lugar, seis orificios horrorosos excretando gases de aceite re­que­mado. Qué horror, ¡oh dioses de la mecánica!, qué horror.
            -¿Esto era lo de 'caparlo'? ‑el vendedor, avergonzado, asintió-. Pues, permítame que se lo di­ga, en mis cincuenta años de andar entre motores jamás he visto nada parecido. Al que hi­zo esta bar­­baridad deberían colgarlo de las pelotas.
            -Eso pensamos aquí, pero la catedrática es inflexible. Que ni se nos ocurra repararlo. No mientras sea suyo. El que lo compre, que haga lo que quiera, pero el coche se vende tal y como está. Menos mal que no tiró los carburadores, ni el resto de las piezas. Todo está en el maletero.
            Ahí el vendedor y Don Enrique comenzaron a chalanear. Yo, a lo mío. Ya me pitufaba que aquella ex‑ma­ravilla no tardaría en dormir cinco metros por debajo de mi cama, de modo que me tiré mis buenos diez minutos en darle un re­co­rrido. Estaba fatal. De todo. El bastidor, co­rrosión por todas partes. Las suspensiones, para tirarlas. Los frenos, hasta el fon­do del pedal. La dirección, con tanta holgura que ni se sabía para dónde iba el volante. Lo peor, aún así, el motor. Al minuto de girar ya soltaba un denso humo blanco, chivato incontestable de que allí se que­maba más aceite que gasolina. Quise mirar el nivel con la varilla de control, pero no había va­rilla. Otro agujero de donde bro­taban burbujas incandes­cen­­tes. Me las apañé con la de un coche cercano ‑na­die me ha­­cía caso-, y comprobé lo que ya me figuraba, que debían de quedar dos go­­tas. Por lo demás, las luces no funcionaban, el asien­to derecho tenía un des­ga­­rrón como de zarpazo de tigre, los instrumentos estaban medio despren­di­­dos, del hueco de la radio asomaba una maraña de cables y a saber dónde anda­­rían los espejos retrovisores. Estarían con la rue­da de repues­­to, era de suponer, porque tampoco aparecía. En fin: pobrecito coche, pero no podía estar más cochambroso.
            -¿Cómo lo ve? ¿De veras que para tirarlo? ¿Que ni para chatarra? Hom­bre, pero si es un Ferrari. Ya. Que ni por esas. Bueno, pero no deja de ser un Ferra­ri. Vamos a ver, Benjamín, le propongo un trato: usted lo arregla y yo le doy la mitad de lo que saque, cuando lo venda. ¿Qué le parece?
            Confieso que me pilló desprevenido, aunque no tardé mucho en hacerme cargo. No serían las once, y a esas horas, pese a las dos copitas de cazalla, todavía veía claro.
            -Mire, Don Enrique: sólo en piezas, aquí hay para millones si recurrimos a las originales, o para uno largo ‑el euro es dema­siado para mí; moriré pen­san­do en pesetas‑ si las hago rehacer por alguien que sepa. Luego, todo lo que le fal­ta, y algunas cosas han de ser originales a la fuerza. Si lo pone todo jun­to... pues un huevo, qué quiere que le diga. Si lo quiere pagar, allá usted. Luego, mi tra­bajo. Lo de ir a medias cuando usted lo venda no me acaba de con­ven­cer, que ya tengo muchos años, Don Enrique. Ahora, si lo ponemos a nom­­­­bre de los dos, y usted corre con las piezas que yo no pueda conseguir de balde, no me importa pa­gar mi par­te con mi trabajo.
            Así lo hicimos. El contrato, que firmamos allí mismo aunque tras bajar el precio a la mitad –tenían que haber oído las barbaridades que solté al aterrado vendedor-, se celebró entre la catedrática representada por el que tan bien nos había llevado al huerto, Don Enrique y Ben­jamín Can­­gilones Paternoster, servidor de Dios y ustedes. No nos llevamos el co­­­che. Antes, ade­más de asegurarlo, ha­cía falta una cura de urgencia, comenzando por añadir aceite y siguien­do por ta­po­nar los orifi­cios. Tras eso, y una vez rellenados el radiador y el depósito de líquido de frenos, lo pusimos en mar­cha y arrum­bamos a la nave. Curiosamente, no andaba mal del todo. La bancada viva enviaba suficiente par motor para conse­guir que se moviera con un mínimo deco­ro. El bo­bo de Don En­rique pretendía llevárselo a dar una vuelta. Soñaba con exhibirlo en Los Molinos aquel fin de sema­na. Me costó disua­­dirle, y eso que no le dije la verdad, que ha­­bía para meses an­tes de que na­die lo pudiera conducir. Me limité a un impre­­­ci­so sema­nas. Bien sa­­bía yo cuánta faena tenía por de­lante, pero mejor callar, me­jor no pro­vocar histerias. Yo no que­ría lu­­cir­me delante de nin­gún jo­vencito equí­voco que luego me robara el coche, se cagara den­­tro y lo despeñara por un pre­ci­picio. Yo quería dejarlo como nuevo. De golpe, y sin saber por qué, aquel Fe­rrari de­vas­tado se ha­bía convertido en el sen­­tido de mi vejez. Debía de ser que sin saberlo, y al igual que aquellos desdichados que me precedieron, me había ena­mo­rado de aque­lla bestia infernal.
            Lo primero que hice, como el buen militar que al fin y al cabo he sido, fue trazar un plan ope­rativo. Reconstruir un coche no es asunto de tirar p'alante y resolver los líos según vayan aflorando. Nada de eso. Lo primero, antes que ninguna otra cosa, es necesario hacerse con to­da la información posi­ble, fundamentalmente la técnica pero sin desdeñar ninguna otra. El Ferrari, o su cadáver, nos llegaba en pelota picada, de modo que debería recurrir a otras fuentes. Cual­­quiera pen­saría que lo mejor sería llamar a la propia Ferrari, pero no hay Fe­rrari en nuestro país, y ni aunque la hubiera. ¿Para qué iban a conservar do­cu­mentación de un modelo tan antiguo? La solución era más sencilla: la internet. A estas alturas ustedes pensarán, hagan el favor de ser sinceros y reconocerlo, que servidor no es más que un pobre cateto achus­querado con la cabeza lle­­­na de serrín, ¿a qué sí? No les faltaría razón, pe­ro de algunas cosas sí entiendo. De internet, por ejemplo. Deben saber, antes de dictar sen­­tencia, que tengo he­cho el cur­so de ordenatas, y con una calificación bastante buena. No es ningún mérito, que los repuestos hace mu­cho que se tramitan por vía informatiza­da. Si sé de internet es por eso, no por­­que me pirre por los maquinillos. Para empezar, ni tenía uno por entonces ‑aho­ra sí tengo; ya imaginarán que no he alumbrado esta parida con bolígrafo‑, pero sabía dónde los había, y cómo usar­los: mi entrañable Grupo de Automóviles del Cuar­tel Ge­ne­ral. Me hice una lista del mínimo que necesitaba y me planté allí, como el que sólo quiere dar una vuelta y to­marse unas cañas con los amigoides. A su debido tiempo, y cuando me dejaron tranquilo, me sen­té frente a mi viejo Dell, que allí seguía, y por muchos años, y comencé a indagar.
            A la noche me daba vueltas la cabeza. Miraba el coche como el que mira un fantasma, sin apenas atreverme a respirar. A beber, sí, claro. La ocasión lo merecía. Verán:
            El Ferrrari 250 GTO de 1962 es un coche de carreras. Punto. No es que ha­ya versión 'de calle', o 'civilizada'. Nada de eso. Los 39 que se fabricaron eran verdaderas malas bestias: tres Tour de France y las 24 Horas de Le Mans de 1962, amén de muchas otras carreras menores. Ahora, no todos los 39 se vendieron a escuderías, porque no había tantas. La mayoría, en realidad, fueron a parar a clientes privados. Algunos los hicieron correr, otros los usaron como turis­mos depor­­tivos sin que valieran para eso y más de uno lo compró para especular, en una for­ma de inversión para minorías muy minoritarias, como hizo el estraperlista del que nos habló el ven­de­dor. Tenía sentido, porque sólo valía 18.000 dólares de 1962, un dinero nada exagerado para ese tiempo y ese mercado. Bien es verdad que lo entregaban desnudo, pero invertir 18.000 dólares en hacerse con uno debió de ser un buen ne­gocio, porque a finales del 97 se subastó un ejemplar ‑exce­len­temente recons­truido; estaba como nuevo, por lo visto- en na­da menos que quin­ce millones de dólares. Según lo que pu­­­de con­sul­tar, el GTO del 62 fue la mejor y más bonita bestia depor­tiva que ha­ya parido la Ferrari en toda su historia, y de ahí su coti­­zación. Mi horror, también, al enterarme de que se sabía dón­de anda­ban 37 de los fabricados. El que hacía 38 se perdió en un incen­dio. Del otro, el que haría 39, número de chasis 539/61-021, no se ha­bía vuelto a sa­ber desde finales de los 70. El mismo 539/61-021 que a duras penas podía yo leer en uno de los travesaños del va­no motor, el de aquel cada mi­nuto que pasaba más interesante saco de mierda.
            Todo en el GTO era raro, empezando por su nombre. 250 significa que cada cilindro cubica exactamente un cuarto de litro. GT viene de Gran Turismo, un gru­­po de co­ches deportivos aptos para carreras de resistencia. La O viene de 'Om­o­logato', una cachon­dada de Fe­rrari. Sucedió que al empezar la temporada de 1962 era necesario haber fabricado 100 coches para conseguir la homologación GT. Los que no llegaban se clasificaban como 'pro­­­totipos', y corrían en unas condiciones muy penalizadas. La Ferrari alegó que el GTO, por enton­ces denomina­do 250 GT Berlinetta, era una sim­ple renovación comercial del 250 GT SWB de cuatro años antes, del que se habían fabricado ciento y la madre. Vamos, que salvo cuatro pegatinas y no llevar parachoques era el mis­mo coche. Pues no. Era no sólo diferente, sino mucho me­jor, pero los co­mi­sarios, ante la evi­dente amenaza de que­darse sin Ferraris oficiales en las carreras de aquel año, ter­­mi­na­ron, qué remedio, por tragar. Así pasó. El ahora deno­mi­nado GTO era un 'pro­totipo' con todas las de la ley, mucho más eficaz que cual­quier GT, y en los tres años que Ferrari lo hizo correr demostró ser imbatible para los GT y para casi to­dos los 'protos'. A mi eso me daba igual. Lo que me im­portaba era la infor­ma­ción técnica, lo que necesitaba conocer pa­ra devolver a la vida el herrumbroso espectro. Qué coche, óiganme, qué Pe­dazo de Coche: chasis multitubular, carro­cería de alu­minio, 878 kilos en canal para 4,20 de longitud y 1,75 de an­chura, mo­tor V12 de tres litros, 300 caballos a 7.500 vueltas, caja Por­s­­che de cinco velocidades, eje rígido, cua­tro discos Dunlop, sus­pen­sión tra­se­ra por balles­tas semielíp­ticas, amortiguadores telescó­picos... diseñado por un tal Giot­to Bizzarini que a saber quién diablos fue y carrocería construi­da por Scagli­et­to, el más afa­ma­do especialista en alu­mi­nio de por entonces. Para su épo­ca, el no-va-más. Para esta, como un BMW M-3, pero con treinta y muchos años por en me­dio.
            Me preguntaba, y entenderán ustedes por qué, si no estaría mordiendo un bocado excesivo para mis humildes col­­millos. Ya les dije que jamás se me ha resistido un coche, ni un camión, y una vez incluso un tanque, pero nunca me las había visto con un coche de carreras. En paralelo, ¿de dónde podría sacar las piezas? No hay desguaces de GTO, y aunque algunas serían relativa­men­te fáciles de reproducir otras, las de fundición, quedarían por completo fuera de mi al­­cance. Por último, el tiempo. Allí había curro para un año a dedicación completa. Lo del parking podría resolverlo recurriendo a mis colegas jubilados a destiempo, aunque para pagarles necesitaría se­guir manteniendo coches –y para te­ner contento al pajarito, sería de hipócritas ocultarlo‑, pe­ro tam­bién era verdad que, si me organizaba bien, podría sacar cada día de diez a doce ho­ras. Suficiente para dejar el Ferrari si no como nuevo sí para rodar con suficiente confianza. Otro pro­blema sería Don Enrique. A ver cómo contenerle hasta que lo hubiera ter­mi­­na­do. A ver, tam­bién, cómo conseguir ocultarle que por un hermano de aquel se habían pagado quince mi­llo­nes de dólares. Un dinero que de puro enor­­me no me cabía en el caletre. Yo, al menos por entonces, sólo pensaba en re­cons­truir el coche. No quería imaginar más allá.
            Lo primero fue convencer a Don Enrique de asegurarlo a lo grande. Una vez cogiera forma y se corrieran las voces, cualquier noche nos da­ban un dis­gusto y nos que­­dá­ba­mos sin coche. Alguna precaución había yo ya to­mado, no vayan a creer que treinta y tantos años de mili no enseñan na­da. Ya desde la primera mañana el coche permanecía oculto bajo una lona, en el rincón más oscuro de la nave, y por supuesto in­capaz de rodar. Fue la primera medida, sacar el distribuidor. Estaba hecho unos zorros, pobrecito. Co­mo estaría lo de­más, me dije con desánimo. En qué follón me había metido.
            Lo segundo, la lista de recambios: todo aquello que no pudiera reparar o reem­pla­zar por algo que fabricase yo mismo. Mi esperanza eran los desguaces que circun­­dan Madrid. Tenía buena relación con ellos, como buen chusquero de garaje militar que tantos años fui. Estaba seguro de que la mayoría me recibiría bien, y de poder sacar por nada o por muy poco lo que pidiera en una prime­ra visita. No en una segunda. Siendo claro que ya no pintaba nada, las muestras de afec­to durarían eso, una visita. Para la segunda, 'vaya usté a pa­seo, tío petardo'. De ahí que me tirase una semana preparando una lista larguí­sima. Una lista por demás práctica, que uno no es tonto y de sobra sabía que pa­ra conseguir re­pues­tos origi­nales deberíamos poner más de lo que algún día llegá­ramos a sacar. Quizá, cuan­do lo subastáramos, nos dijeran 'pero qué coño es esto, si parece un mecano', pero al menos andaría, y muy bien, y con más seguridad que si fuera un legíti­mo Ferrari. Lo que perdería en nobleza de sangre lo ganaría en fiabilidad, y el que se lo lleva­ra tendría coche para trein­ta y tantos años más, si lo supie­ra cuidar. Pasa lo mismo con los tras­plantes. Lo que cuenta es respirar. ¿A usted qué más le da­ría ir por ahí con el hígado de un pederasta, los pulmones de un etarra, el ba­zo de un torero, el corazón de un obispo y los cojones de un chusquero, vamos a ver? Lo que im­porta es seguir vivo, ¿no? Pues eso.
            El radiador, para empezar, no tenía solución. Las medidas se aproximaban a las del Audi A4, de modo que todo era encontrar uno con siniestro total pero que no se la hubiera dado de morro. En cuanto a los amortiguadores, me habría gustado calzar­le unos Bilstein de gas, pero los Koni graduables de muchos BMW tam­­bién valdrían, y si algo abunda en los desgua­ces son BMWs con leches absolu­tas. Por el lado del Bendix me valdría cualquiera no muy grande, como de Mer­­cedes Clase C. Alternador, ya que la dinamo del Ferra­ri no valía para nada, el de algún Audi A-100, que venían a ser de la misma medida; ya fabri­ca­ría yo las bridas. Bombas de gaso­lina, dos, las de algún VW Golf. Bomba de agua, ója­la encon­­trara la de un Volvo pequeño, los que la DAF fabricaba en Ho­lan­da. Dis­cos, dando por supuesto que los ve­nerables Dun­­­­lop debían de tener hasta ladillas, me valdría cualquiera de la misma medida. Los que más se aproximaban eran los del Audi A6 de cuatro cilindros, que también mon­tan llantas de quince pulga­das. Bomba de frenos, tam­bién la del A6, que no era muy grande. Con eso termi­naba la primera de las listas importantes. En cuanto al cambio, y al grupo cónico, en tan­to no los des­mon­tara no sabría si podrían servir. Igual pa­sa­­ba con los Weber. Aquellos 'doble cuer­po' esta­ban hechos en exclusiva pa­ra ese co­­che. Mien­tras no estuvieran excesiva­men­­te defor­ma­dos los podría dejar como nuevos, pero si hubiera que cambiar alguno sería un problema. Lo gordo, aun así, ven­dría tras abrir el motor. No esperaba problemas con las cu­la­tas, y en cuan­to a las vál­vulas me podría valer cualquiera de buena calidad, pero sería un horror si hu­biera que cambiar ca­mi­­sas y mandrinar el bloque, porque no quedaban tolerancias. Ese V12 era la evo­lución final del diseño del inge­nie­ro Co­lumbus, y no quedaba un milímetro libre de cilindro a ci­lindro. Dios qui­siera que aquellas nubes de hu­mo blan­co fueran un simple problema de segmentos, que por supuesto de­­­be­ría renovar. La pen­úl­­tima preocupación eran los bajos del mo­tor, las banca­das del cigüeñal. Mientras no debiera cam­­biar rodamientos, y esperaba que así fuese, todo iría bien. La última, el embrague. Al tacto no me había parecido en mal estado. El coche, después de todo, no había rodado mucho, y ja­más en una carrera. Un embrague diseña­do para ganar en Le Mans bien puede soportar las es­tupide­ces de todos los cabestros que habían con­du­cido aquel sufrido 539/61-021.
            La lista de piezas a reconstruir con material de buena calidad ‑acero militar, ya lo ha­brán imaginado- era menos crítica. En otras palabras, si olvidase al­go ya lo añadiría después, que había confianza y en tanto no acabaran de jubilar al último de los conocidos podría sacarle ju­go a los tornos, y a las fresas. La suspensión delantera y los semiejes de la dirección, lo primero. Todo sería nuevo, y pro­bablemente mejor que las piezas originales. Los ejes longitudi­na­les de la trans­mi­sión. Los anillos de sincronización de la caja de cambios. El pri­mario y el se­­cun­da­rio con todos sus engranajes, de no haber más remedio. Los discos del em­­brague, de ha­cer fal­­ta y no encontrar alguno capaz de soportar el acongojante par de aquel mons­truoso V12. La ti­­­monería del cambio, los circuitos hidráulicos, los silent-blocks y los tubos del escape. Los dos enor­mes silenciosos podrían ser un problema, pero al menos el de la bancada izquierda sonaba de­co­ro­sa­men­te. Quizá sirvieran, igual que los retorcidos colectores del escape, que a sim­­ple vis­ta pare­cían en buen estado. Luego, correas, mangui­­­tos, empujadores y balanci­nes. Eso hasta llegar a los cilindros. No ten­dría problemas en fabricar los seg­mentos –anda que no llevo yo segmentos a la es­pal­da-, pero Dios quisiera, lo repito, que no hubiera que cam­biar camisas. Debería construir dos jun­tas de cu­lata, pero eso no es difícil. Sólo pesado. También, casi seguro, habría de cambiar la ca­dena de distribu­ción, pero muy raro sería que no me sirviera una mi­li­tar. Por último, y de ve­ras complicado –no veía claro cómo meter­le mano‑, las ba­llestas. No por no saber construirlas ni por­que me faltase material. Sin conocer las especi­ficaciones diná­mi­cas debería proceder por tanteo, cosa siempre peli­grosa y la mar de lenta, pe­ro esos eran los bueyes y con ellos tendría yo que arar. Bien, pues una vez ahí lo cierto era que sólo falta­ba una cosa: empezar.
            Fue, permítanme que lo diga, un año apasionante. Al menos, el que más corto se me ha hecho de todos mis cincuen­ta y muchos. No teman, que no pienso aburrirles contán­do­les qué hice, ni cómo lo hice. Supongo que bastará con decir que a los once meses había terminado todo lo que no se ve de un coche y bastante de lo que se ve. La única molestia, y creciente, progre­siva, era Don Enrique. Al principio por su in­fantil deseo de sacarlo por ahí, a presumir. Luego, porque alguna de sus contadas neuronas debió de apercibirse de que aquel Ferrari no era exactamente lo que había pensado él. Cuan­­­do menos, llevaba camino de ser otra cosa. Lo imaginé dos meses antes de acabar con la me­cánica, cuando andaba en lo peor de la batalla con las ballestas. Una tarde so­focante, siniestra, esas de tormenta inminente, cuando Madrid se pone oscuro cual boca de lobo, coño de mona o sobaco de grillo, elijan ustedes la metáfora más poética, se me presenta con un manús de los de pulseras de oro y palillo re­mor­dido asoman­do entre los piños. Que mire, Benjamín, este señor está interesado en el co­che. Así, como está, no como acabe por estar. Se lo llevaría tal cual, en un remolque. Yo... pues qué quie­re que le diga, entre que sabe Dios cuando lo podré usar, lo incómodo que va a ser –estaba mosquea­do por mi tajante oposición a mon­tarle un climatizador; ¿dónde coño se ha visto un coche de carreras con aire acondicionado?‑ y que sería un dinerillo de cierta con­side­­ración... pues me gustaría que oyera usted lo que plantea el señor. Lo escuché, cómo no. En el foso, ba­jo el coche, comprobando con un flexiómetro la deriva del eje trase­ro, como pa­ra de­cir que no quería saber nada. Cinco ki­los ‑también seguía en las pelas, por lo visto-. Para ca­da uno, aclaró poco después ante mi silencio ines­cru­table. Bueno, y un poquito más para usted, por la paliza que se ha dado. Ahí fue donde pensé que convenía contestar.
            -¿Kilos de dólares, dice usted? Ah, no, ¿eh? ¿Pesetiñas, de las de aquí? Pues le conviene preguntar por ahí, o mi­rar en internet, y enterarse de a cuánto va el kilo de GTO del 62, reconstruido hasta el último remache y marchando co­mo un reloj. Ahora me perdonará, pero tengo mu­­cho lío aquí abajo.
            Se fueron, sin siquiera despedirse. A la noche volvió Don Enrique, muy serio. Benjamín, esto no me lo haga usted más. Ese señor es un caballero, y no se puede tratar así a un hombre que viene de cara y con una oferta razonable. Cara es lo que le sobra, Don Enrique. Este coche, ahora, tal y como está, vale de cien kilos en adelante, y me parece que usted lo sa­be. No tanto, no tanto, pero al­go sí sé, y no porque me lo ha­ya dicho usted, que parece mentira, con la confian­za que nos te­níamos. Confianza por confianza, usted tampoco me ha dicho a mi nada. Sí, pero no es lo mismo. Aquí, el que sabe de coches es usted. De arreglarlos, no de ven­derlos, pero a eso se aprende ‑ahí se pu­so un poquito colo­rado-. Hablando de ven­der, Don Enrique, y dado que somos copropietarios de algo que puede valer una pasta, sería bueno que formalizáramos nuestro con­trato un poquito más, ¿no le parece? Ya sabe, llevarlo a registrar, y todo eso. Ya. Que no le parece buena idea. Que para qué pagar impuestos. Sí, es verdad, tiene usted razón. Pues como tres meses. Para la mecánica, se entiende. La chapa, pintarlo, rehacer el interior... pues otros tres más. Sí, eso nos hace mucha falta. Paciencia, y no vea usted cuánta.
            Al día siguiente, aleccionado por el coronel, fui con el con­trato a una notaría, la cual tardó nada en anunciar a las otras partes que iniciaba los trámites para elevarlo a público. Tam­bién, que en virtud de los artículos no-sé-cuál y no-sé-cuán­tos de a saber qué puñetera ley, daba traslado a la Jefatura Central de Tráfico para que en ningún caso el automóvil objeto del contrato se pudiera trans­ferir sin mediar la presencia del compareciente, debidamente identificado, en la tal Jefatura Central, no valiendo la mera exhibición del permiso de circulación firma­do ante una entidad bancaria. También, y por úl­timo, que da­do el posible conflicto de intereses entre las par­tes, y tras reco­mendar la búsqueda de un acuerdo amis­toso entre las mismas, si en un plazo razonable no se le comuni­caba dicho acuerdo reclamaría en nom­bre del comparecien­te la cautela judicial del bien objeto de po­­sible litigio.
            Tardé meses en volver a verle. Algún apaño debí de jo­derle, porque lo natural es ha­blar y entender­se una vez el otro demuestra que no es tonto y piensa de­fen­der­se. No hacer­lo, y poner el asunto en manos de un abogado retorcido, es cantar que, des­cubierto el engaño, por las malas y hasta el final. Así llegamos al juzgado, él con su abo­ga­do y yo con mi hombre bueno, el coronel. El juez, mayor y con mu­­­­chos kilómetros, nos instó al acuerdo, si no a la ven­ta entre nosotros, y si no venderlo a terceros o, por último, su­­bas­tarlo. En el entre­tanto decretaba la cautela y, dado que el ve­hí­culo no estaba en con­di­ciones de circular, lo confiaba al hom­bre bueno, en cuyo garaje per­ma­ne­ce­ría en tanto no se levantara la tal cau­tela. El abogado, en ese punto, intentó con­seguir que se paralizara la restauración, a lo que el juez le contestó 'pero hom­­bre, ¿no se da cuenta de que así ja­más llega­rán a ningún sitio?; acaben ustedes de restaurarlo y enton­ces véndanlo, y aquí paz y después gloria; hala, hala, aquí ya no hay más que ha­blar; si está en desacuerdo ya cono­ce los procedimientos, así que circulen, que se les ha termi­na­do el tiempo'.
            Una victoria, pero no me hacía ilusiones. La guerra proseguiría, y sería larga, y muy amarga. No porque Don Enrique pudiera seguir pensando en engañarme, sino porque yo, en el fondo de mi alma, no quería vender el coche. Me daban igual los millones, de pesetas o de dóla­res. Lo que yo quería era quedármelo. Para mí, para usarlo, pero eso, claro está, no podía decírselo ni al coronel. Sólo al Ferrari.
            Mes y pico después la mecánica estaba lista, o al menos hasta donde se podía saber sin sa­car el coche a rodar. Has­ta entonces reposaba sobre borriquetas, en parte porque así era más fácil trabajar y en parte por evitar que alguien se lo llevara sin poderlo yo impedir. Nunca lo movía, pues el foso era muy largo, de autobuses, de modo que ha­bía espacio para tra­bajar en hasta tres coches. Llegaba el momento de rodar, aunque antes hacía falta que tuviera con qué. Las preciosas llantas de radios estaban en malas condiciones. Dos de ellas presentaban bordi­llazos considerables, más allá de donde sería juicioso reparar, y las cuatro, en general, mostraban un desequilibrado de años, de haber permanecido mucho tiem­po sin rodar, de modo que los radios habían cogido forma. Lo na­tural ha­bría sido comprar cuatro nuevas, pero sucede que la industria de la llan­ta de radios desapareció hace mu­cho tiempo. Existieron no por bonitas, que lo eran mucho más que las modernas de aleación, sino por ser en su tiempo la única respuesta viable a la necesidad de reducir el peso no sus­­pen­di­do. Debo aquí decir que ni por el forro consideré plan­tarle llantas de aleación. Habría sido cargarse no ya la esté­tica, sino el espíritu del coche. Una cosa es montar un alterna­dor de 1998 en vez de una dina­­­­mo de 1961, que al fin y al cabo desde fuera no se ven, y otra perpetrar un anacronismo tan garrafal. To­tal, que armán­dome de paciencia tiré por hacer unas nuevas. Ocho, en total. Cuatro para rodar, la de repuesto y tres de respeto, como decimos los militares sin que nadie sepa por qué carajo lo decimos. Partí de ocho llantas de A-100, de buen acero alemán y, por supuesto, conseguidas en desguaces. A fuerza de so­plete les retiré los discos interiores, y ahí ya comenzó la verdadera obra de arte: construir, a golpe de torno y fresa, ocho piezas de acople a los bujes, de donde saldrían los radios, unos atornillados y otros soldados, que las fijarían a las llantas. Fue lo más difícil de toda la obra, porque no soy un especialista del torno; fue, también, lo único donde me hice ayudar, precisamente para eso, para tor­near. Todo acaba, seguro que ustedes también lo saben, y así un buen día me junté con 384 radios de acero –más unos 40 de por si acaso-, las ocho piezas de acople y las ocho llantas ex‑Audi. Desde ahí, paciencia, taladro, atornillar y soldar. Una labor de chinos, pero me impulsaba una especie de fiebre. La de saber que tras aquello sólo quedaba rodar.
            Una medianoche de domingo, sudando como un cochi­­­no, al fin me vi frente a un Ferrari GTO de 1962 que reposaba sobre sus cuatro ruedas, por supuesto equilibradas –los neumáticos, como todo, de requisa: cinco excelentes Con­­ti­nen­­tal 195x65-15, los mismos que montan los A6 de cua­­tro cilindros; los míos venían de un siniestro total, el coche doblado como un cuatro con­tra una farola, el conductor derecho al otro mundo, pero los neumáticos indem­­nes con apenas mil ki­­lómetros‑. Apenas lo podía creer. Qué bonito era, y perdónenme la cursilada. Eso que la pintura era la de siempre, o incluso peor, que algún rayón se había llevado en las muchas horas de reconstruirle las tripas; era lo de menos, porque nada es más fácil de reparar, pero eso quería dejarlo para el final, y siempre y cuando fuese un final que me convi­niese.
            Además de reconstruir la mecánica le había comprado unos ojos nuevos. El revestimien­to exterior era el original, pero dentro había unas parábolas de xenón último alarido, de un Volvo S-60 enculado por un autobús. El resto de las luces también estaba puesto al día, que no era cosa de parar en un semáforo y que alguien se me tragara por no haber visto las diminutas luces de freno de un coche de carreras de los divinos sesentas. En el habitáculo no había trabajado mucho. Ape­­­nas un buen ajuste de pedales, reglar la palanca del cambio, tensar el freno de mano, poner en su sitio los instrumentos y darle una limpieza general, aunque sin exagerar. Eso lle­garía después. También había insta­lado unas cuantas protec­ciones, que con un coche como ése, y con un copropietario como Don En­ri­que, ninguna precaución estorbaba. La primera era inme­dia­ta para cualquier mecánico avispado: un cortacorrientes de interruptor manual situado bajo el asiento. Funcionaba, por supuesto, pero un profesional tardaría un minuto en encontrarlo. Por eso era como era, para que lo encontrasen. Des­pués había instalado el antirrobo de un BMW 528 del 87, con botón de arranque y su pro­pio inmovilizador. Una vir­­guería, perdonen la inmodestia, porque había veinticinco años entre las dos tecno­logías, pero funcionaba. Cuando menos en lo crucial, no poder arrancar sin conocer la clave del en­cendido. Por último, algo que sólo un militar reco­no­cería: el GTO no tenía un mando de arranque y antirrobo, como los coches normales. El contacto se cerraba introduciendo la llave en una cerradura de dos posi­cio­nes, on y off. Al Bendix lo acti­vaba el pulsador del antirrobo, aunque sólo funcionaba con la llave puesta y en posición 'on'. Hasta aquí, todo normal. Nadie imaginaría que tras el bom­bín se agazapaba un interruptor piezoeléctrico. En off, nada. En on todo parecería fun­cio­nar con nor­ma­li­dad, pero al cabo de me­dia hora, o por ahí, el interruptor alcan­zaría tal temperatura que se fundiría, desconectando el en­­cen­dido y dejando a los ocupantes más tirados que una coli­lla. Para que no sucediera eso había que meter la llave, gi­rar a on, arrancar y sacarla sin pasar por off, algo en teo­ría imposible porque la llave no se deja­ría sacar, pero si al tiempo de hacerlo se presionaba el anillo embellecedor de la misma cerra­­dura sí que se podía. To­do esto, por supuesto, no valdría para nada si el hi­po­té­ti­co ladrón llegara con un camión, carga­ra en él mi pobre Ferrari ‑cosa bien fácil, por­que no era más largo que un To­­ledo‑ y se largara con él, pero el caso era poner las cosas tan di­­fíciles como se pudiera.
            Me arreglé con más esmero del habitual. Era como... ¿alguna vez han ligado, llega la primera cena y se ponen gua­pos? Pues lo que a mí me pasaba era más o menos eso.
            Lo llevé, a mano, hasta la puerta. Lo saqué, cerré con cuidado ‑la promesa con los clientes, que no el contrato, era que siempre habría un vigilante‑ y sólo entonces me senté al volante. Tardé unos minutos en encender el motor. En parte revisando que todo estaba en orden y en parte saboreando un mo­men­to muy soñado. Una duda, también: la de pen­sar que igual el sueño no valía la pena, pero eso lo sabría enseguida. Saqué la llave, la metí en la ce­rradura, giré a 'on', respiré a fondo y pulsé, con algún miedo, el botón de arran­que.
            Qué bramido, oigan. Ya lo había escuchado en el taller, y muchas veces, pero jamás al aire libre, sobre las cuatro ruedas, listo para poner primera y echar a rodar. Qué sonido, qué música la que cantaban las doce trompetas y la que brotaba de los cuatro escapes rabiosos. Ahí fue donde comen­cé a sentir una rara sensación de bienestar, aunque sin darle importancia. Sería el alivio de ver que todo parecía ir bien.
            La primera vuelta a la manzana, muy despacio, en pri­mera. Una primera que a ocho mil quinientas vueltas haría 140, hagan el favor de no pensar en sus utilitarios, que mi GTO era de carreras, aunque ya no hubiese carreras para él. La segunda vuelta. La tercera, en segunda. Seis o siete más, la última en terce­ra, casi al ralentí. Una de las primeras cosas que tendría que apren­der: saber llevar el monstruo. Nada que ver con mi Opel Corsa de trescientos mil kilómetros, ex EA-4150-3. En un GTO apenas hay par por debajo de cuatro mil vueltas. Llevarlo a punta de gas es arriesgarse a calarlo cada dos por tres, y no era de los que arrancan bien una vez calientes. Era una de las razones para probarlo de no­che. Otra, más importante, que nadie lo viera. Que nadie me viese.
            Al rato decidí que no sería muy arriesgado alejarme un poquito, hasta la Plaza de Castilla para volver por Bravo Mu­rillo. Una vez en Cuatro Caminos, ¿por qué no ir hasta la Ciudad Universitaria? Frente a la Es­cue­la de Agró­no­mos dejé de ha­cer­­me preguntas. Don Enrique deseaba presu­mir por Los Molinos, ¿no? Pues yo, a fardar por Majadahonda.
            ¿Conocen ustedes Madrid? ¿Recuerdan la Cuesta de las Perdices, la que aho­ra se llama no‑sé‑qué de un tal Padre Hui­dobro, a saber quién diablos fue? Bueno, pues si alguna vez han ido por ahí con el poco tráfico de un domingo de ma­dru­gada, y si tienen un buen coche, nada más empezar la su­bi­da seguro que han pisado a fondo, para coronar a 150 y decirse 'todo va bien, sigue an­dando como un cañonazo', ¿verdad? Pues imaginen que lo hacen a 250 y el coche pi­dien­­do más, entre un rugido de 12 cilindros atronadoramente salvajes y pese al mie­­do de recordar que uno jamás se ha puesto a más de 160. No es para describirlo, y es que me consta que no lo hago bien, no logro transmi­tir qué se siente. Qué se vive.
            Me fue imposible dar la vuelta en Majadahonda. Lo hi­ce más allá de Arévalo, quizá por el horror de ver la aguja del aforador llegar cerca del rojo, cuando había salido del taller a medio depósito. Aquella bestia gastaba como un Leopard-2, aunque también era verdad que no siem­pre lo llevaría como aquella noche, que aún quedaba mucho por afinar y que podría empobrecer la mezcla, pues tampoco necesitaría todo el tiempo los trescientos caballos.  
            Frente a la nave tardé un poquito en bajar, mintiéndome al decir que para cebar los carburadores y hacer fácil arrancar al día siguiente. Me apetecía un pitillo. Qué mal sín­to­ma, por­que había dejado de fumar tras ver a mi mujer asfixiarse con su metástasis de pulmón. Todo ese tiempo sin jamás sentir el deseo de recaer. Pues ahora me apetecía, y no un apestoso Ducados de los que fumaba cuando lo dejé, sino el Chester de cuando era un cabo primero, siempre con el pajarito tieso y más deseoso de meterlo en adobo que de comer. Aún peor síntoma, lo excep­cionalmente bien que me sen­tía. Tengo buena salud, pero aque­lla noche, y entonces no entendía la razón, era como si hubiese vuelto a ser el cabo de ga­lo­nes verdes que se ocupaba de los Willies y los REOs del CR­IM, el del Pinar de Antequera, que a eso de las cinco se du­cha­ba, se arreglaba, se ponía de persona y cogía el autobús de Valladolid para ver de le­van­tar alguna mar­­­mo­tilla en el Blanco y Negro, el tuguriejo del Paseo de Zorrilla que a la caída de la tarde se po­­nía he­cho un asco, de tanto recluta de Aviación que iba por allí a tratar de hacer lo mismo.
            Aún tardé dos meses en dejarlo listo para repintar y ya está, que nos digan donde viven los que pagan quince millo­nes de dólares. Dos meses muy difí­ciles de describir. En primer lugar, era poco el trabajo que quedaba. En el plano mecánico, quiero decir. Ajustar, calibrar, regular, reglar, pero nada, en general, que requiriese tirarse al suelo. En el social... pues sí, algo más, aunque tampoco demasiado. Cambiar el revestimiento inte­rior del capot y el maletero, retapizar los asientos, montar el radio-CD que Don Enrique había traí­do cuan­do yo aún andaba liado con las listas, insonorizar el va­no del motor, y cosas así. Al cabo de los dos meses, y salvo el pintado exterior, ya estaba como nuevo de todo lo demás, pero eso no era lo que más me importaba. Lo que de veras me tenía en tensión era percibir los muchos cambios que aquel renacido Ferrari GTO ha­bía operado en mí.
            Al principio fueron las salidas nocturas con ánimo, si no pretexto, de probar y poner a punto. Eran para eso, desde luego, pero también adoraba pasear por Madrid en la oscuridad de la madrugada, poquísimos coches circulando, el GTO ya dominado, ya domado, tan encantado y feliz como yo de deslizarse metiendo poco ruido, en tercera e incluso cuarta, en el mí­nimo gas aunque siempre a punto para un doble cam­­­bio de carreras y salir de algún semá­foro como se salía en Le Mans en los buenos tiempos, los serios. Esto era para dejar atrás algún coche sospecho­so, no por él sino por sus ocupantes, que si bien la mayoría nos miraban con ad­miración y cierto respeto, los había con caras de querer atrevesarse, bloquearte, bajarte a hostias, dejarte malherido y llevarse con ellos aquella inusitada mara­villa de la noche.
            Luego llegó el invencible, insuperable deseo de ir más allá. Como siempre, con una excusa cuidadosamente desarrollada frente a mí mismo. Se trataba de probarlo en carretera, pero no en un paseo de pocos kilómetros, sino en una cabalgada de verdad, hasta mi apartamento de Benicàssim. Me da­ba miedo, pues el coche seguía suje­to a cautela judicial. Ésta, sin embargo, era de términos imprecisos, pues no decían que no pudiera rodar con el sólo ánimo de acabar la reconstrucción. Así, tras no poco dudar –es lo malo de haber sido militar; siempre hay miedo de quebrantar La Disciplina‑, un vier­nes, tras confiar el mando de la nave a otro subteniente jubilado, aparejé rumbo a Benicàssim.
            Tampoco lo puedo describir, al menos de un modo que me satisfaga del todo, que me ha­ga pensar que de veras les transmito la verdad. El total de la verdad. No fue, para empezar, una cabalgada furiosa, la del estreno, la de admirarse por primera vez de lo bien que va tu coche. Conducía tirando a despacio. Vamos, que ningún civilón me podría po­ner una multa por exceso de velocidad. Por ir sin parachoques quizá sí, pero es que el GTO es así. Ya tenía preparado el rollo, decir que estaban integrados en la carrocería y pintados en el mismo color, aunque a saber si colaría.
            Me temo que les estoy contando lo que no fue, sin con­seguir explicarles lo que fue. Bien, pues... un estar varias horas fuera de mí mismo. Ya, que no les dice nada. Vamos a ver... miren, como si hubiera dejado de ser yo, el yo de ahora o el de hace meses, los que han pasado desde aquello. Como si hubiera vuelto a ser el de los sesenta, el que considerando de dónde salía se creía poco menos que un James Bond extre­me­ño, a ver si así lo pillan. Ahora sé que no sólo era eso, pero aún resistiéndome a insinuar lo que luego sucedió no me que­­da más remedio que decir­les algo que por entonces no ad­ver­tía, no percibía, pero que ahora, cuando lo es­cribo en la terraza del Hotel Voramar, al atar­decer de un bonito día de pri­ma­vera en Benicàssim, el laptop so­bre la mesa y un dedo de Knockando bien a mano, sí sé, y muy bien, qué sucedía.
            Yo había devuelto el coche a los sesenta, y él hacía lo mismo conmigo.
            Autosugestión, se dirán con amable condescendencia. Pues bueno. Piensen lo que quieran, que yo bien sé lo que me digo. Por lo demás, fue un simple ir, cenar, dormir, llevarle una flores a la pobre Adela, que allí me dijo que­­ría esperarme, dar una vuelta nostálgica por las esquinas y los rincones donde, si no felices, no habíamos sido excesivamente desgraciados, dormir otra vez y volver a Madrid, no por la autovía, sino por carreteras secundarias, subiendo hasta Cuenca. Di en el cla­vo. El GTO, en autopista, es un coche muy bueno, tan bueno como cualquier buen coche de los de aho­ra, sólo que más incómodo. En carretera, todo cambia. Sobre todo, al adelantar. Miren, yo soy un pobre chusquero y apenas sé cómo expresarme, pero aunque supie­ra no sabría decir qué cosa es marchar en cuesta pronunciada tras un camión, a cuarenta o poco más, ver que hay sitio, hundir el pie y ponerte a 140 en menos de lo que se tarda en escribir cientocuarenta. ¿Se hacen cargo? Mejor si es así, pues no lo sabría explicar mejor.
            A la noche, tras haberle rellenado los niveles –gastaba un poco de casi to­do, sobre todo aceite, aunque no me importaba‑, me quedé un rato en el interior, al volante, oyendo un CD que una vez me regalara una soldadita encantadora, la pri­mera de las no muchas que tuve, y además lo hice, agárren­se ustedes, fu­mán­dome un Chester. El primero en ni se sa­­be cuántos años. Al­go in­com­prensible sucedía, me da­ba cuen­ta, pero es ahí donde los chus­queros tenemos ventajas so­bre las personas. Cualquiera de ustedes, ponga­mos por caso, si les ocurre algo raro en su vi­da no se quedan tranquilos sin una ex­pli­cación. Por lo general les vale cualquier cosa, aunque intu­yan que no es por ahí. Les tranquiliza, y eso es lo que cuenta, por­que da mucha pereza decirse que la vida de uno está cambiando y no por accidente, ni por causas raciona­­les. Cam­bia porque algo exterior, a saber si cons­ciente o inconsciente, actúa sesgada­mente, de un mo­do no evi­den­te aun­que perceptible a poco que pase un poquito de tiem­po y se puedan comparar situacio­nes, vivencias. Estados. A nosotros no nos pasa. Tan­tos y tan­tos años de 'a la orden de usted, mi lo que sea', te producen un gran distanciamiento entre lo que ves y lo que compren­des, de modo que acabas comprendien­do que no tie­ne sentido compren­der. Sólo cuenta obedecer. Por lo gene­­ral es Al Mando, aunque no siempre. También es a la vida. ¿Que se te muere la mujer, que no pue­de ser más buena, mien­tras la bruja de la cuñada sigue por ahí, bien sobre sus patas e incor­dian­do a todo el mun­do? A la orden de usted, mi naturaleza. ¿Que nunca te ha tocado ni el reintegro, cuando sabes de unos cuantos como tú que lo han plantado todo tras sacar­se una primitiva, o tres décimos en el Gordo de Navidad, o siete plenos segui­dos en un bingo? A la orden de usted, mi ley de probabilidades. ¿Que un vie­jo Ferrari te haga sentir como con veinticuatro años, rebosando de­seos incom­pren­­sibles, los que no has tenido nunca o no te has atrevi­do a tener? A la or­den de usted, lo que coño sea. Lo único que se tiene claro, se lo juro, es el de­­seo de que dure, de que se manten­ga. Que no cese. Volver a los veinticuatro es de­masia­do bonito, a la par que te­nebroso, para preguntarse si no será una gili­pollez de chusquero solitario, abandonado. Ven­ci­do. No, de ningún modo. ¿Quién dijo eso de 'hágase el milagro, hágalo el diablo?' No podía ser mi­litar. Demasiado inte­ligente. Bien, pues... a la orden de usted, mi diablo.
            Siguió pasando el tiempo. Al Ferrari sólo le faltaba un pintado gene­ral, de los buenos, al horno, pero seguía sin dar el paso. Una vez dado sería imposible camuflarlo, seguir en la mentira de que aún no estaba terminado. Desde ahí, lo inevitable. Venderlo, y qué remedio, pues jamás podría pagar su parte a Don Enrique. Ni de lejos tendría con qué. Un día u otro, lo sabía, se plantaría en el garaje con algún notario y yo tendría que ceder sin opo­nerme, no se fuesen a liar las cosas. Un día que fue sábado, supongo que para impedir que yo pu­die­ra reaccionar, buscar ayuda, pedir socorro. Se presentaron cuatro: Don Enrique, su abo­gado y dos que dijeron ser notario el uno y agente judicial el otro. No venían de malas, pero sí determinados. En síntesis, el viejo juez se había jubilado y la nue­va juez, que por si fuera poco estaba en prácticas, visto que no se producían avances decretaba el levantamien­to de la cautela y la exhibición pública del vehículo en forma tutelada por su juzgado, de modo que se procediese a la venta en las mejores con­di­ciones para las partes y con acuerdo a los ex­tre­mos pactados en el contrato. Na­da que de­cir, nada que oponer. Me ofrecí a llevarlo yo, pero el abogado adujo que tanto de­­recho tenía yo como Don En­rique, y a éste, después de todo, le correspondía saber qué tal estaba el coche, pues era tan suyo como mío. Me rendí. Ahí tiene usted las llaves. La clave de arranque, 7721. Subí a mi chiscón y desde ahí presencié la ceremonia, Don Enrique al volante y su esbirro junto a él. Arrancaron, y sin problemas, porque no había recordado conectar el cortacorrientes. Por un momento sentí ganas de maldecirles, que se quedaran tirados en me­dio de un adelantamiento y les pasaran seis ca­mio­nes por encima, pero el Ferrari no tenía ninguna culpa. No, mejor que no les pasara nada. Un acelerón, seis o siete tirones, y desaparecieron. Me dolía el alma, se lo juro. Por el coche y por mí. De nuevo, bien que lo sabía, era un pobre viejo.
            Qué horrible fin de semana. Peor que cuando se murió mi Adela. Con ella se fue mi com­pañera de una vida. Con el Ferrari se iba mi recién reconstruida juventud. Mis sueños confusos, mis deseos locos. Todo por el desagüe, como si el ma­món de Don Enrique hubiera tirado de una cadena situada en la cuarta dimensión y todo yo, enterito, me deslizase por las atarjeas y las bajantes del hiperespacio hasta quedar sepultado en la más infinita de las mierdas.
            Más: la dolorosa, lacerante certidumbre de que te han ganado. Te han derrotado. Te han pisoteado, te han humillado. Te han jodido, vaya. Menos mal que tenía la botella. El con­suelo del chusquero. La noche del domingo iba por la tercera, y no de 'single malt' precisamente. DyC, el fa­vo­rito del cuartel. Aún así no estaba tan mamado co­mo para dormirme. Había salido so­bre las doce, a estirar las piernas, pero a las do­ce y cuarto yacía donde siempre, tirado en el sofá, la tele puesta, miran­do el Canal Plus Rojo y esperando a que pusieran las dos pornos que sacuden cada do­mingo, a ver si había suerte y eran españo­las, no por el idioma, que para lo que dicen es igual, sino por salir unas tías más jamonas, y más gua­rras. A mí, pues qué quieren que les diga, soy del plan antiguo, y a la hora de ver algo me gus­ta con muchos pelos, no estos depilados de hoy en día que no pueden saber a nada.
            Estaría bien entrada la segunda obra de arte, y por decoro no les digo lo que hacían el héroe y su he­roí­na, pero en esto que se quedan callados –es de mala educación hablar con la boca llena, lo de­cía incluso padre‑, y ahí percibo un ruido tenue, aunque familiar. Demasiado fami­liar. Me levanté, con dificultad –mis higadillos ya no son lo que fueron-, y me acerqué a la ven­tana, conteniendo la respiración. Abrí. Me asomé. Ahí estaba. El motor girando al relentí, pe­ro el ralentí de un Ferrari GTO es el escape de un A8 de ministro a siete mil y pico vueltas. Me pu­se algo, que no era cosa de bajar en calzoncillos, y antes me refres­qué un poquito, no fuera que me viese con un Don Enrique alterado, si no encabro­nado, y no supiera qué contestar.
            Era él, efectivamente. Sentado al volante, la ventanilla bajada –no saben ustedes cómo es conducir un GTO cuando hace calor; más o menos, una sauna con ruedas‑, la cabeza caída sobre el pecho y la llave del contacto en la mano dere­cha. Tajada, o eso parecía. Le zarandée un poquito, con cuidado porque me iba despejando –es un don de los chusqueros: nos aclaramos muy deprisa‑, pero sólo conseguí que se la­dease a su derecha. Como buen militar sé donde hay que to­car si te las ves con un presunto difun­to: en la carótida, pero allí no había carótida, ni yugular, ni nada de nada. Don Enrique, todo lo indicaba, estaba más muerto que Cascorro. Me aparté unos pasos y comencé a cavilar. No a pensar, que esas son funcio­nes superiores y no las padecemos los chusque­ros. No sé cuánto tiem­po estuve así, pero cuando volví a mover­me tenía claro que, lo primero de to­do, debía volver a po­ner la llave, para que nadie sos­pechara de mis tram­pas. Dicho y hecho, aunque con alguna dificultad, porque aquel brazo de­­recho no parecía de muer­to reciente, sino de cadáver veterano, y sé lo que me digo pues he tratado con más de uno. Ahí vi la primera lucecita roja. Si Don Enrique llevaba unas ho­ras por el camino que con­du­ce al reino mineral, ¿cuán­do ha­bría llegado? ¿Por qué no me ha­­bía dado cuen­ta? Porque tan borracho no es­taba... y el piezoléctrico. Si hubiera llegado a las doce y media, ponga­mos por caso, y acto seguido la hubiera espichado, tras sacar la llave... ya. La llave. La ha­bía sacado. Eso lo explicaba, claro. Con ella fuera, pero el motor funcionando. Un susto que te cagas. Que te cagas, sí, pe­­ro no que te mueres. O igual sí. De algo ha­bría debi­do espicharla. Igual llevaba una puñalada y no se le veía. Borré todos aquellos delirios de un manotazo. Benjamín, a lo im­por­tante, me dije. Ni puta idea de cuándo lle­gó, señor guar­dia. Yo es­taba tan tajada que si se me sale un eructo le descojorcio el soplímetro. Viendo la tele, además. Con el volu­men fuertecillo, que aquí estoy so­lo y no moles­to a na­die. ¿Que por qué me asomé? Pues por­­­que los de la peli se callaron. Ahí fue cuando me llegó el rui­do del motor. Me vestí, bajé y me di con la tostada. No, por supuesto que no he tocado nada... bueno, a Don Enrique le palpé un poco el pescuezo, por sí solo era un mareo, pero no tenía pulso. Me aparté, que a mi esto de los muer­tos un poco de repelús si que me da, y llamé al 112. El res­to, pues nada. Esperar aquí, a que vinieran ustedes.
            Se sostenía. Y por qué no ha de sostenerse, me pregun­­­taba. Salvo meter la llave no ha­bía hecho na­da. Pues andan­do. Volví a mi oficinilla, cogí el teléfono y mar­­qué el 112, co­mo cualquier buen ciudadano. Cuando colgué, comencé a can­turrear. Es algo que solemos ha­cer los jóve­nes, y más los de mi tierra: cantar cuando estamos contentos.
            La policía municipal, como todas las policías, prefiere complicarse la vida lo menos posible. De no haber estado el muerto sentado al volante lo habrían puesto en una cami­­lla, se lo habrían largado al Samur y ahí os quedáis con el marrón, aunque los del Samur de ahora no son como los de antes. Ya les han salido espolones, ya tienen el colmillo retorcido, y tenemos mu­cho lío, aquí no hacemos falta, con vuestro pan os lo comáis y tran­­quilos, que ya vendrá la juez cuan­do le salga de sus partes. Tardó, cierto, que ya clarea­ba cuan­do se bajaron de un 406. Su señoría, la forense y el mismo agente judicial de dos días antes. Un gui­ño de los dioses, debió de ser, que la juez de guardia fuera la mis­ma que había le­van­ta­do la cautela. Fotos, mediciones, llamadas por diversos mó­vi­les –yo no tengo, ¿saben?; soy un hombre libre- y, por último, preguntas. To­das las que había imaginado y algu­nas otras que jamás se me ha­brían ocurrido. En el entretanto, el motor del Ferrari se paraba ‑con retra­so, pero el piezo­e­léc­tri­co funcio­­naba- justo al llegar el furgón fúnebre. La juez, que aun siendo jovencilla no tenía bue­na cara –y quién la tiene, a esas horas-, dijo que ya se podía 'levantar', y así se hi­zo. Don Enrique salió por última vez de aquel Ferrari que tanto había de­­sea­do y aterrizó en un ataúd con pinta de no ser nuevo. Ahí vino el qué hacer con el Ferrari. El secretario decía de con­­ducirlo a un depósito judicial, pero ha­bi­da cuenta de que no había señales de violencia, la juez, que tenía pinta de ya es­tar has­ta el moño, me preguntó si podría de­jar allí el coche. Ahí aproveché para de­cirle que sin proble­mas, y que mejor cuidado que allí no estaría en ningún sitio, pues yo era el otro propietario. Ahí le cam­bió la mirada. Recor­daba, y muy depri­sa. Dudó, pero como dudan los jueces, por si meten la pata. Debió de salirle que no había peligro. Decretó, eso sí, que no lo sacara para nada, que lo metiese al fondo del taller y es­perase su llamada. No necesitaba oír más, y así, con cuidado de tambalearme lo menos posible, levanté el cierre y comencé a empu­jar el coche hacia el interior. De nuevo en casa, chico.
            Lo que vino después... ¿alguna vez les ha pasado que un cartón se dispara, que salen sus números uno detrás de otro y que cantas ¡bingo! cuando no han salido ni cuarenta bo­las, sin acabar de creer lo que has visto? Pues algo por el es­tilo, pero en judicial. Primero, la llamada del secretario, a los dos días. Que se persone aquí, que Doña Izaskun, su seño­ría, le quiere ver. Una señoría que sentada, relajada y descansada parecía otra cosa. In­cluso amable. No tenía intención de contarle un cuento chi­no, porque no los sé contar, así que le conté, de un tirón, toda la historia. Termi­né, como no podía ser de otro modo, diciéndole que yo no lo quería vender, que me quería quedar con él, porque a esas alturas de mi vida era lo único que me hacía sentir que aún estaba vivo. Ella escuchaba con una sorprenden­te paciencia, sin apenas interrumpir. De vez en cuando to­maba una nota, y eso era todo lo que ha­cía. Luego, al acabar yo, se arrancó.
            -Don Enrique, como usted le llama, falleció de muerte natural. Un infarto masivo de mio­cardio. No se dio ni cuenta. Murió sin testar, sin descendientes ni ascendientes. Colate­ra­les, tampoco. Ya sabe, tíos, herma­nos, sobrinos... nada. Eso significa que su heredero será el Estado, y si para en­tonces no están las cosas arregladas usted se las verá con un abogado del Es­tado. Sí, gente de cui­­dado. He salido con alguno, de mo­­do que sé lo que me digo. Así que, y pensando en su bien, le propongo lo siguiente: hago tasar el coche por dos peritos de los acreditados en estos juzgados. La media de lo que pe­ri­ten será el valor liquidativo del automóvil. Una mitad ya es suya. La otra será el pre­cio que deberá usted consignar en este juzgado, el cual haré que se sume al patrimonio conocido del difunto. Desde ahí el coche será suyo. No sé qué precio fijarán los peritos, se lo advier­to. Si les sale un disparate... pues usted verá, pero en nin­gún caso le conven­dría, pienso yo, plei­­tear con el Estado. Lo nor­mal, en ese ca­so, sería vender el coche con tutela judicial. Usted recibiría su dinero y todos con­tentos. No obstan­te, me inclino a pensar que la tasación no será exagera­da. El coche tiene treinta y tantos años, y según me ha explicado usted lo ha reconstruido a ba­se de de­se­chos, ¿es así? –asentí-. No creo que a efec­tos de convertirlo en reliquia histórica, de las que valen millones de dólares, haya se­guido us­ted el mejor de los caminos, pero eso ya lo dirán los peritos. ¿Le parece bien? ¿Es­tá de acuerdo?
            Lo estaba. Cómo no estarlo. Aquella chiquilla, que sería de la edad de mi hija, me parecía de fiar. Cuando menos, no me proponía cosas de las que hacen descon­fiar. Los peritos sí me parecieron dignos de toda desconfianza. Uno tenía pinta de no haber visto un Weber doble cuer­po en su mal­dita vida. El otro... pues por ahí. Sabía de motores, aunque lo su­yo era tasar camiones y autobuses; aquel debía de ser el primer co­che de carreras de su vida.
            Doña Izaskun, todo un detalle, me leyó los informes por teléfono. El primero de­finía el Ferrari como un montón de basura, recons­truido del modo más chapucero ima­ginable. A su juicio, del coche valían, y no mucho, la ca­rro­ce­ría y el mo­tor, y sólo pa­ra reconstruir otros coches parecidos, que le constaba los ha­bía. Su valoración, y tirando un poquito al alza, era ocho mil euros. El otro era peor. La supuesta reconstrucción sólo podía ser obra de un manazas. Dudaba que aquel trasto fuera ca­paz de pasar la ITV. Pagar por él más de cinco mil euros sería, más que una extravagancia, una insensa­tez. No digo que fueran unas tasaciones con las que yo estuviera de acuerdo, pero no era co­sa de protestar, y menos escuchando reír a la juez al otro lado del teléfono.
            -Siendo el valor medio peritado seis mil quinientos eu­­­ros, si quiere seguir adelante deberá desembolsar tres mil doscientos cincuenta, los cuales, expresados en pesetas, son quinientas veinte mil. ¿Qué tal?
            No soy millonario, pero en la cartilla tengo eso y mucho más. Ni lo dudé.
            -Pues muy bien. Se viene usted por aquí, con un talón conformado, y lo despachamos en un minuto. ¿Que cuándo? Pues mañana mismo, a la una. Pregunte por el secre­tario, que ya le conoce. No, no creo que yo pueda estar. Bien, señor Can­gilones. Le deseo la mejor de las suertes y que disfrute usted de su Ferrari. Ah, y no guarde rencor a los peritos. Son muy ma­jos, se lo aseguro. Dos expertos de toda mi confianza. Nada, por Dios. Que lo pa­se usted muy bien. Adiós...
            Fíjense si seré chusquero, que tardé días en comprender, y sólo cuando me lo expli­có el coronel, que aquella mujer me había hecho el favor de mi vida. Los peritos, estaba claro, sabían qué tenían que decir. Una sorpresa, y más a mi edad, constatar que aún quedan bue­nas personas en este mundo.
            Y esto es todo. Bueno, casi todo. Sigo sin pintar el coche. Prefiero mantenerlo camuflado de chatarra, para que a nadie que lo vea se le pongan los dientes largos. Ni que decir tiene que superé la ITV, y con nota. Luego, tras dejar pasar unos días, decidí cogerme unas vacaciones. Ningún problema con el sus­tituto. No sabía de arreglar coches, y de ahí que mis queridas buenas chicas se queda­ran algo tristes, pero sólo serían dos semanas. La primera etapa, ya lo ha­brán imaginado, mi apartamento de Benicàssim. El coche duerme a salvo en mi co­chera, bien cerrada. Llevo aquí cuatro días y no puedo sentirme mejor. Fíjense cómo será, que hasta he ligado. Aquí donde me ven, hace dos tardes, en esta mis­ma terraza, se me acerca una chica de cuarenta y pocos, jamoncilla, como a mí me gustan, y se me pone al lado. Que si yo era de los que venían con el Imserso. No joda, señora. Yo he venido en mi coche, y a mi apartamento. Anda, y dónde tienes el apartamento, y el resto se lo pueden imaginar, que alguna vez ha­brán li­ga­do, digo yo. No se creía que yo tuviera un Ferrari, hasta que hoy subi­mos hasta el Desierto de Palmas a comernos una paella de las buenas, y tenían que haberla visto según borde­á­­bamos precipicios a carajo sacáo. Está claro que se liga más con un Ferrari que con un Seat, incluso a mi edad. A mi edad aparente. Con suerte, a la noche sabré si mi edad real es tan real como espero. Hemos quedado a cenar aquí, en el Vora­mar. Ella tiene habitación. Todo el mes. Ha venido por no sé qué cosa de una talasoterapia que dan en una clínica de aquí al lado. No sé qué demonios será eso, pero el caso es que vive aquí. Después de cenar... pues cualquiera sabe. Igual hoy mojo el churro, y por primera vez en mi vida sin casarme, sin pagar y sin cambiar ningún aceite. Ya se lo contaré, mañana... no, mañana no. Ni mañana ni nunca. Ya no tengo nada qué contar. Sólo vivir.
            A veces me pregunto cómo llegó el Ferrari a la nave, con Don Enrique al volante. Miren, yo he bebido como cualquier chusquero. Aguanto lo in­de­cible, y ni me caigo al suelo ni me que­do gilipollas. Aquella noche no escuché na­da. La televisión no estaba fuerte, y los atletas callaban con frecuencia. El coche, apostaría mi alma si tuviese una, llegó cuando le oí, no antes. Con un muerto al vo­lante. Nunca supe de dónde ve­­nía Don Enrique. Supongo que de Los Molinos. Debió de morir allí, sobre las doce, como dijo la forense. Morir de morirse o mo­rir de que lo mataran. Como alguno de los varios que se murieron donde mu­rió él, al volante del Ferrari. Cómo llegó luego hasta la nave... pues prefie­ro no pensarlo. Háganlo ustedes en mi lugar. A mí me basta con saber que por aho­ra es mío, aunque también sé que no lo será siempre. Un día me ma­­tará, co­mo ha matado a los demás. Espero que con cariño, porque de todos sus dueños debo de ser el que más le ha querido. Cuando menos, el que mejor le ha cuidado.
            El sol se va poniendo, el Knockando se me acaba, el laptop dice que me queda batería para cinco minutos y aún ten­go que llevar el Ferrari a la cochera, repasarme la barba, du­charme, vestirme y volver andando, que mi apartamento está como a cinco minutos de aquí. Levanto la cabeza y miro hacia el parking, algo aturdido por el estruendo del último Eu­romed, que acaba de pasar. Ahí está. Rodeado de cu­riosos y mirándome desde lejos con sus ojos de xenón. Enseguida estoy contigo, chaval. No tardo, de verdad. Ya voy...

Ildefonso Arenas

Este relato lo publicó la editorial Mondadori el año 2005, dentro de un volumen titulado 'Eris, la Diosa'.

4 comentarios:

  1. Ya te dije que éste era uno de mis cuentos alfonsinos favoritos...

    ResponderEliminar
  2. Sabía que era un buen escritor, ¡¡¡¡y además es un cuentista!!!

    ResponderEliminar
  3. Excelente cuento; me entraron ganas de aprender mecánica, pero me contuve.
    Muchas gracias.

    José Luis Limones.

    ResponderEliminar

Escribe tu comentario en el recuadro.
NO TE OLVIDES DE FIRMAR.
¡ LOS COMENTARIOS ANÓNIMOS SERÁN BORRADOS !.