Por Ildefonso Arenas
El
recuerdo más antiguo que conservo en mi memoria toca todos mis sentidos: el
tacto algodonoso de la grasa disuelta en la benzina, la pestilencia del
taller, el gusto salado de mis lágrimas, las voces de padre ‑¡no es así, no es
así, pon más cuidado, leche!- y la vista de las piezas de acero asomando de
la porquería que flotaba en la batea. Yo tenía que dejarlas resplandecientes,
porque a los cuatro años que tendría por entonces ya debía empezar a pagar
la deuda de haber sido parido en aquel infame pueblo del demonio.
No sé si nací para mecánico, y aún
menos si habría sido capaz de ganarme la vida de otra forma, pero si te
alumbran en el chamizo de un herrero, en un hosco poblachón de la Siberia
extremeña, y tu hermana mayor es mongólica de solemnidad, el pequeño tonto
del culo y tu padre rara vez llega lúcido a la siesta, no te queda otra que
aprender el oficio cuanto antes, porque con lo que saca madre de coser, zurcir,
arreglar y remendar, y los cuatro huevos que alguna vez ponen las gallinas,
ya desde antes de la primera comunión tienes claro que, o espabilas, o a la
confirmación no llegas.
El que no llegó a la mía fue padre,
porque la carrera entre su cirrosis y mi devoción tenía el ganador cantado
desde antes de calar mi primer diferencial. Yo tampoco llegué, por cierto;
montar un grupo cónico a fuerza de hostias te hace comprender que no hay
Dios, o que si lo hay no es de fiar, de modo que te apuntas a 'es que no tengo tiempo, padre, hay
mucho trabajo en el taller', y te das de baja en ir a misa, y es que la fe,
por sí sola, no es capaz de compensar el inmenso rencor que acumulas en tu
mente a poco criterio que padezcas. No sólo es por la pena de ni saber de qué
color fueron tus uñas, sino de comprender que no vas a ser alto, ni guapo, ni
esbelto, que a fuerza de gachas, berzas y garbanzos llevas el peor de los
caminos en la cosa de la estética, y que las niñas del pueblo, a las que
prefieres no mirar, no tratar, no hablar, unas te llaman Culo de Vaca y las
otras Enano Saltarín.
Que padre la espichara fue un alivio
para todos. No perdíamos nada, porque hacía meses que no empuñaba un
destornillador, de modo que siguió entrando lo mismo, aunque con menos gasto.
Cuando mi hermano subnormal se cayó de una escala de varear olivos, con la mala
suerte de troncharse la nuca y quedarse ahí, en el sitio, perdimos aún
menos, aunque a madre le dio una brizna de pena. No la recuerdo, ahora que
lo pienso, prodigando cariño. El poco que podía dar se lo llevaba la Paquita,
y en todo caso el cretino de mi hermano, pobre imbécil, otra víctima del
raquitismo secular de mi tierra mísera. Para mí nunca hubo nada. Ni una caricia,
ni un beso, ni un 'abrígate, que hace frío'. Debía de tenerme por
indestructible, y pudiera ser que con razón, porque no recuerdo haberme
quedado en cama un solo día de mi niñez; quizá, ni de mi vida. Este no necesita
nada, parecía pensar. Por eso se lo daba todo a Marcos, el bobo, y a la pobre
Paquita. También por eso, pienso yo, sentí muy poco, si es que sentí algo,
cuando un día de julio, cuarenta y tantos a la sombra, no se levantó de su
siesta. Nadie me acompañó al cementerio cuando la llevé tirando del carro
a la fosa donde padre la esperaba. Debe de ser una maldición familiar: a
nuestras tumbas vamos solos. Así nos quedamos la Paquita y yo, y espero que
comprendan ustedes mi desazón: la de no saber qué hacer con ella. Escuché
toda clase de sermones, desde los piadosos del cura borrachucio hasta los
patrióticos del alcalde falangista, que hay que haber tenido diecisiete
años en un pueblo como el mío en pleno 'vente a Alemania, Pepe', pero el
interventor de la caja de ahorros, un tipo extrañamente decente, fue quien
me señaló el camino:
-Benjamín, lo que tienes y nada
vienen a ser lo mismo, pero entre lo que se pueda sacar de la choza, las cuatro
gordas de las pensiones, algo que le saquemos al Ayuntamiento, lo que nos
dén los del 18 de Julio y lo que puedas tú poner cuando te coloques, pues la
metemos en una residencia de oligofrénicos, que con eso del Plan Badajoz
han puesto una en Mérida, y ya está, todo arreglado: ella tendrá la vida
resuelta, y tú, pobre desgraciado, empezarás a vivir la tuya.
Muy bonito de decir, pero ¿cómo
empieza uno a vivir con diecisiete años, sin un duro, sin más cultura que las
cuatro reglas y una letra indescifrable? Sabía de mecánica, sí, pero la
España de la Estabilización, eufemismo que significaba 'vete a ver
mundo, burro, que aquí no hay futuro', no era buen sitio para que un paleto de
mierda, tan de mierda como yo, se atreviese a nada que no fuera echarme a
llorar en la sucia oscuridad de una pensión de Badajoz. Una pensión que fue
mi bendición, y háganme ustedes el favor de disculpar el pareado. Sucedió
que la dueña era una viuda de Aviación, y reciente, que al marido se lo
habían cargado en lo de Ifni, y viéndome tan hecho polvo, tan jodido, me dió
la solución.
-Un día u otro tendrás que hacer la
mili. Para ir por tu quinta te queda demasiado. ¿Por qué no vas ahora, de
voluntario? Te la quitas de encima, espabilas, que buena falta te hace, e
igual hasta sales con un oficio aprendido. ¿Eres mecánico, dices? Pues más a
más –era catalana, de la Seva, pero casi no se le notaba-: como te licenciarás
con un título militar, antes conseguirás un buen empleo.
Ni me lo pensé. Todo me parecía tan
oscuro, tan hostil, que la perspectiva de tener dónde dormir, algo de comer y
no preocuparme de cómo vestir me parecía preferible a tirarme al Guadiana,
si no por otra cosa porque aquel verano de los últimos cincuentas, esos
inolvidables de NoDo, conspiración judeomasónica y pertinaz sequía, venía bajo
de caudal y para poder ahogarse con las debidas garantías hace falta no
hacer pie, o eso creía yo, porque tampoco sabía nadar. En realidad, salvo de
mecánica y de cascármela no sabía de nada.
La viuda, bendita sea, de vez en
cuando se acostaba con un sargento chusquero, también del Aire. Gracias a eso,
al mes, o poco más, me vi llegando con los cuatro trapos que tenía, y si digo
cuatro no exagero, a la base aérea de Talavera la Real. Todo parecía ir bien, al
punto de pensar que ya estaba dentro, pero el oficial médico, justo al final
del trámite de afiliación, dijo no verlo claro, ya que dar la talla en Aviación
requería más centímetros. En Tierra, en cambio, no harían ascos a mi
rechoncho 1,57. Ya me veía de caqui, lo que sin saber por qué no me gustaba
nada, cuando asistí a la primera finta chusqueril de mi larga vida militar.
-El chaval es mecánico, mi capitán.
¿No decía usté que le sonaba raro el coche?
La primera mirada
inquisitivo-castrense de las infinitas que ya llevo. Una duda muy profunda,
que se notaba, pero ahorrar un dinerillo siempre ha podido más que ser
estricto con las normas de obligado cumplimiento.
-Vaya usted con él, que yo iré
cuando acabe. Las llaves están puestas.
El chusquero no necesitó decirme que
aquella era Mi Oportunidad. Tampoco yo necesité más de un minuto para que aquel
cascajo, un Citroën Once Ligero mucho más viejo que yo, me dijera que se había
pasado de punto –por si no lo saben, los motores hablan; para entender lo que
dicen, eso sí, hace falta saber escucharlos-, seguramente por la mucha
porquería que acumulaba en el distribuidor. Media hora de desmontar, limpiar,
montar y ajustar con el más exquisito de los cuidados, y aquel cuatro cilindros
volvió a sonar como quizá no lo hacía desde muchos años antes.
Mis escasos centímetros pasaron a
ser suficientes. Ya era un recluta de Aviación, aunque antes de vestir por
primera vez mi reciclado uniforme de faena –por entonces decíamos 'remendado'-
comprendí que vivía un milagro: quedaba rebajado de instrucción y de toda
clase de servicios. En lugar de eso me ocuparía del taller de la guarnición,
no el de los aviones, no se vayan ustedes a confundir. Me refiero al taller
donde jefes, oficiales y chusqueros llevaban sus pobres monturas; había de
todo, aunque raro era lo que tenía menos de quince años. En cierto modo, el
distribuidor de aquel vetusto Citroën vino a ser, para mí, la sonrisa de los
dioses. Cuando menos, mi destino quedó trazado en ese instante, con diecisiete
añitos, a un mes de cumplir dieciocho. Para siempre, aunque no lo
comprendiera entonces.
No les quiero fatigar con el relato
de mi vida. Me aburre incluso a mí. Basta con que les diga que fui un
chusquero decente, que jamás pegué un tiro ni solté una leche, y que por mis manos
han pasado casi todos los tipos de vehículo que alguna vez haya comprado el
Ejército del Aire. También, ya lo habrán imaginado, los de todos los jefes que
he tenido. Ascendí a fuerza de años, de callar, de hacer bien mi trabajo y de
no buscarme líos, así que llegué a lo más elevado de la escala chusqueril, la
estrella de cinco puntas. Por entonces no arreglaba coches. La vida militar,
es lo que tiene. Asciendes, asciendes y asciendes, y no te niegas porque necesitas
el dinero, pero un buen día, cuando te llega la sardineta de brigada,
descubres que has dejado de ser un sargento primero especialista, excelente
mecánico donde los haya, para volverte un mal administrativo, encargado de
asignar coches a conductores en el Grupo de Automóviles del Cuartel General
del Ejército del Aire. Hasta entonces bebía un poco, en las bodas y alguna vez
después de comer, pero volverme un chusquero de verdad hizo que comenzase
a darle al frasco también de verdad. Herencia genética, debía de ser.
La vida, por su parte, comenzó
también a rechinarme. Primero, la mujer. Pobre Adela. Se marchitaba, y muy
deprisa. Yo pensaba, cuando pensaba y no era cosa que hiciese todos los días,
que serían los años, la nostalgia, el no hacer falta, que la niña ya era mayor
y se había casado con un sargento de academia; nada de un chusquero como yo,
que incluso habla inglés, el tío. Pues no. Un cáncer de teta de los que llaman
inflamatorios, vayan ustedes a saber por qué. Duró poco más de un año, entre
operación, radiaciones, quimioterapias y putadas diversas. Para qué tanto
martirio, me preguntaba por entonces, de nuevo sobrio aunque sin ganas.
¿Para morirse como se moría, destrozada, retorcida y paralizada como un perro
atropellado por un camión? Los últimos meses... hay unos cuantos, y unas cuantas,
a quienes se los desearía de todo corazón. Cuando murió, pues qué quieren
que les diga. La paz. Para todos, ella la primera. La paz para la hija, y para
el yerno. La paz para mí. La paz, eso sí, del silencio. De la soledad. Nunca
he sido de grandes necesidades, que la vida militar enseña mucho ‑aviado vas
si no sabes apañártelas con dos duros‑, pero la casa se me venía encima. La
hija se quedó unos días conmigo, aunque andaba muy preñada, y el yerno, al que
habían destinado a un regimiento de montaña, cada día que pasaba la reclamaba
un poco más. Un buen tío, no vayan ustedes a pensar que le critico. La trata
bien. Alguna vez le suelta una hostia, pero conociendo a mi niña, la mala
leche que tiene, a quién habrá salido la jodía, prefiero mirar para otro lado y
no darme por enterado.
Así que ahí me quedé, triste, solo y
curda, en mi chalecito de la Colonia Militar Arroyo Meaques, esos de Campamento
que por fuera parecen como a punto de caerse y por dentro como si ya se
hubieran caído. Un estado que apenas me duró, porque de un modo que me pareció
muy rápido, como si mi vida fuera un Talgo descarrilando por la ladera de una
montaña, primero me ascendieron a subteniente, luego me dijeron que mi casita
de los últimos quince años no era para viudos sin hijos menores o no
emancipados y, por último, que había dejado de hacer falta. El Ejército del
Aire, mi vida desde antes de cumplir los dieciocho, me despedía. De buenas
maneras, debo reconocerlo. Ascendido a teniente, a efectos de paga y uniformidad
cuando quisiera uniformarme. Podría vivir razonablemente bien, y más con mi
estoica manera de ser, que aún uso los calzoncillos de cuando era cabo primero.
Incluso un trabajo si lo quería: conserje-ordenanza en el Cuartel General del
Aire, cosa compatible con ser oficial chusquero en la reserva, pero no acepté.
Militar, sí. Del chusco, también. Ordenanza, de ninguna de las maneras.
Se acercaban los días de colgar el
uniforme y dejar la casa. Seguía sin saber adónde ir, ni qué hacer. La hija me
decía 'vente con nosotros, que hay mucho sitio y así te ocupas de la nieta',
pero yo notaba que con la boca pequeña. No por ella. Por él. No era que nos
llevásemos mal; es que no hay gallinero donde vivan bien dos gallos, y yo no
era tan viejo como para dejarme los espolones en Madrid. Ni para eso ni para
más cosas, que salir por ahí de vez en cuando y hacerme algún regalo de la
parte de los bajos siempre me ha gustado, no todos los días pero tampoco una
vez al año, y a ver cómo iba yo a poder en Sabiñánigo, que se dice pronto. No,
ni hablar. Yo, en Madrid, que con los años he terminado por ser más de aquí que
la Cibeles, pero seguía sin saber dónde, ni cómo. En esto, como aquella vez en
que mudé de civil a militar, la sonrisa de los dioses: un coronel, que le
habían hablado de mí. Lo bastante bien como para proponerme una salida
interesante. Unos meses antes había heredado una nave industrial, grande y
en buen estado, en una callejuela fronteriza entre Orense y Tetuán, la tierra
de nadie que separa el Madrid más trepidante, más a la última, del de la
emigración, la de ahora y la de antes. La de siempre. Una nave, razonaba el
coronel, que un día u otro sería recalificada, para volverse solar enorme
lindando con la Zona Orense, lo que le haría requetemillonario –por entonces
sólo era millonario, y para su vergüenza en tristes pesetas-. Esto, por
desdicha, no sería mañana, ni en unos cuantos años. En el entretanto pensaba
sacarle alguna rentabilidad, aunque de forma que una vez se le apareciese
la Virgen pudiera vaciar la nave de la noche a la mañana, lo que implicaba
no cargarse con obreros, ni con nada que un abogado malnacido pudiera usar para
sacarle los hígados. La nave, que había sido un taller de chapa y pintura,
no de coches sino de autobuses y camiones, estaba despejada en su planta
principal. La semiplanta superior, que se proyectaba sobre un tercio de la
superficie horizontal, antaño fue zona de oficinas, pero se podía
reconvertir en apartamento decoroso, con su cuarto de baño, su cocina,
salón-comedor, cuarto de invitados y dormitorio grandote, como de meublé.
Su idea era convertir la vieja nave industrial en parking de abonados.
Abriría de seis de la mañana a doce de la noche, de lunes a sábado. Así podría
cubrir dos mercados tan complementarios como necesitados, al menos en
aquellos andurriales: de día, los ejecutivos de medio pelo que trabajaban en
el cercano AZCA, medio pelo porque no podían aparcar en sus empresas y
ejecutivos porque se negaban a ir al curro en Metro. A la caída de la tarde,
los residentes cercanos que hacían su vida laboral en otro sitio y que tampoco
podían aparcar en sus viejas casas, construidas todas ellas antes de que fuese
preceptivo edificar con garaje. Mi función sería recoger los coches,
meterlos en la nave como buenamente pudiera y devolverlos a sus dueños cuando
los vinieran a buscar. Cada sábado, a medianoche, cierre bajado y hasta el lunes.
Debería buscar alguien para cuando quisiera salir, o para cubrirme las
vacaciones, lo que no sería complicado, porque chusqueros jubilados antes
de tiempo, capaces de mover coches, había mogollón.
No era un porvenir apasionante,
aunque tampoco mi vida tenía mucho de novelesca. Para ver la tele de vez en
cuando, leer alguna novelucha de las que compro en el Rastro, y poco más,
daba igual hacerlo allí o en cualquier otro lugar, con la salvedad de que allí
me saldría gratis. Luego estaba el salario de atender el garaje, por descontado
que al negro más absoluto. Unas cosas con otras, y sumando las propinas que
pudieran caer, que al vigilante de un garaje siempre le cae alguna, pues como
una segunda pensión.
Al mes, o así, las obras estaban
terminadas. Mi chiscón –me parecía exagerado el pomposo 'apartamento' que decía
el coronel-, también. Preparado, pues, para levantar el cierre, y eso hice un
lunes de noviembre. Allá como por marzo no cabía un coche más, y mi vida volvió
a ser rutinaria. No por mucho tiempo. Sucedía que allí, en aquella tierra de
nadie, además de los dos mercados que antes dije había un tercero inesperado.
Uno de profesionales que también trabajaban en los alrededores de la calle
Orense, aunque no eran ejecutivos de medio pelo. Eran autónomos –bueno, autónomas‑,
y sus horarios resultaban un tanto disparatados, pero se ajustaban
exquisitamente bien a nuestra oferta comercial. Así, buena parte de los
que dormían en mi atestado ex‑taller eran coches de puta, lo que no me
importaba. Sólo me sorprendía.
Los coches de las putas suelen estar
mal mantenidos. Una pena, sobre todo si son buenos. Allí había mucho BMW, que
también entre las putas hay clases, pero es preciso comprender que las pobres
chicas padecen horarios imposibles. Un buen día le dije a una que se le había
encendido la luz de poco aceite, y la pobre casi se me pone a llorar. Me
conmovió, para qué decir otra cosa. No se preocupe; si quiere, se lo cambio.
Ah, ¿pero usted sabe hacer esas cosas? Un poquito, hija, un poquito. ¿Y además
de lo del aceite me podía mirar los frenos, que cuando piso fuerte se me va
de un lado? Pues también, hija, también. Ay, no sabe cuánto se lo agradezco.
Se lo pago, ¿eh? Ya me dirá usted cuánto. Ay, qué bien, qué peso me ha quitado
de encima.
Fue curioso, a la noche y con todo
en silencio, volver a verme con un coche puesto en el foso y yo con los trastos
del oficio, que se los habían dejado los de antes y yo no había tirado a la
basura. Años, y muchos, habían pasado desde la última vez que metí mano a un coche
que no fuera mío, o de mi hija, pero la mecánica es como ir en bicicleta, si lo
aprendes de pequeño jamás se te olvida, y aunque los discos delanteros se me
resistieron un poquito, a la tarde siguiente su dueña ni lo reconoció. Le
había hecho mucho más de lo que me pidió. A la noche, cuando lo trajo a dormir,
estaba tan radiante, tan feliz con su 318i vuelto a estrenar, que además de pagarme
con largueza me obsequió con una propina que yo no le pedí, pero una vez
metidos en harina hube de admitir que a mi pobre Adela jamás se le habrían
ocurrido semejantes guarrerías. No es que yo sea un ignorante, que muy
buenas películas he visto, pero no es lo mismo verlo que gozarlo, de modo que
terminé quedándole la mar de agradecido. Una chica encantadora, y de la tierra,
de Almendralejo. Dios la bendiga.
Las voces se corrieron –es lo que
pasa con los gremios: todo es introducirse-, de modo que a las pocas semanas ya
tenía más coches a mantener que tiempo disponible. Me juntaba con muchos
atrasos, aunque para ponerme al día contaba con las fiestas y los fines de
semana. Era como volver a mis días de cabo primero. Los domingos, toda la nave
para mí, sólos yo, los coches y el Carrusel Deportivo. El fútbol me aburre, pero
reconstruir una bomba de gasolina mientras Rexach marca un gol –yo, de cabo-,
o lo hace Rivaldo –teniente pasado a la reserva-, es extrañamente placentero.
Una vez tuve un comandante que se pasaba las tardes de domingo construyendo
una maqueta de trenes eléctricos que a mí me parecía horrorosa, pero él no
podía ser más feliz con sus vías, sus locomotoras y sus goles. Los coches,
en cierto modo, eran mis locomotoras. Era curioso ‑no era la primera vez
que lo pensaba‑ que en mi triste infancia sin juguetes los coches acabaran
por hacer ese papel, sin yo darme cuenta. No conducirlos –sé hacerlo razonablemente
bien, como cualquiera que se haya pasado cerca de cuarenta años probando
coches, camiones y autobuses, aunque nunca fue una cosa que me volviera loco‑,
pero sí dejarlos mucho mejor que cuando me llegaban.
Las voces tienden a saltar de gremio,
y así me vi con los que trabajaban lejos del barrio. Les ponía peor cara,
porque sus horarios no les impedían llevar sus coches a talleres
convencionales, además de que no soltaban propinas en especie, pero me conmovían
con sus historias –tan falsas como ellos‑ y, si bien a regañadientes, acababa
por hacerles el favor. Uno de ellos, que se llamaba Don Enrique y me caía
bien, quizá por ser morfológicamente parecido a un servidor, se movía con un Volvo
P-1800 blanco, el mismo que tenía El Santo, como no paraba de decir, el tonto
del haba. Un indestructible cuatro cilindros B-18 y dos carburadores doble cuerpo
Solex 36. Dificilísimo de afinar, y si acepté hacerlo fue por lo mal que sonaba
el infeliz, pero nada más empezar vi que aquello no era una simple avería.
-Oiga, Don Enrique –en algo se me
tienen que notar mis muchos años de chusquero-, que lleva usted dos cuerpos
anulados, con las mariposas soldadas. No tiene arreglo, que lo sepa, y dos
carburadores nuevos, como estos... pues prepare usted tela cantidad. La verdad,
hay mecánicos que merecerían el paredón. ¿Quién le hizo esta cabronada?
Para mi sorpresa resultó que así lo
había pedido él al chatarrero que se lo vendió. Lo había comprado por dos
gordas, porque no era un modelo tan viejo como para pasar por clásico ni tan
nuevo como para valer algo en el mercado. No era un coche de chatarra, ni mucho
menos, pero el macarrilla que administraba el desguace a veces compraba coches
raros con propósito especulativo. No le pareció ni bien ni mal que Don
Enrique prefiriese menos caballos a cambio de no gastar tanta gasolina. Don
Enrique, debo explicarlo, conducía muy mal. No tenía reflejos, pese a no ser demasiado
mayor. Los coches, en realidad, le daban miedo, tanto que verle ir por carretera
era preguntarse por dónde andaría el coche fúnebre, porque jamás iba más
deprisa de lo natural en un entierro. Lo que le gustaba de los coches era fardar,
aparentar, presumir. Igual con eso ligaba, y a saber qué, porque con el
ramalazo que tenía sospechaba yo que lo suyo serían los camioneros, pero a mí,
con treinta y tantos años de mili a las espaldas, todo eso me la soplaba. Cada
cual se las apaña como buenamente puede, que ir contento de la parte de los
bajos es cosa de cada uno, y por mí como si le daba por tirarse cabras, que
tampoco sería el primero de mi vida.
Le dejé su coche lo mejor que pude y
el hombre lo agradeció, porque rara vez le faltaba un pretexto para
invitarme a un carajillo y charlar un ratito. Es curiosa, la gente. Yo, que apenas
hablo con nadie, no tengo la menor necesidad de hacerlo, y él, que se ganaba
la vida vendiendo servicios funerarios en el tanatorio de la M-30, el último
de los mercados a extinguir el día en que los mercados acaben por extinguirse,
padecía una inexplicabe necesidad de hablar y no parar, de cualquier cosa, lo
que fuese, con tal que no le interrumpiesen. Era la mar de aburrido, pero
siempre fui muy bueno en oír al Mando perorar sin hacerle maldito caso, y así
me tomaba el carajillo pensando en mis cosas mientras el otro me hablaba de
la mar y de los peces. Ahí, en fin, era donde nuestras vidas coincidían, o
donde se producía nuestra intersección existencial, que diría el chorra del
coronel, cuando un día le veo llegar sin Volvo y con aire abatido.
-Me lo han robado, Benjamín. ¿Que
dónde? Pues de la casita que tengo en Los Molinos. Sí, directamente del garaje.
Hijos de Satanás... ¿Pero para qué querría nadie un coche así? Si en cuanto dén
dos pasos por la carretera los van a pillar...
-Pues no sé qué decirle. Mire usted
el Marcelino, el que hizo el gol a Rusia, que tenía uno como el suyo, lo dejó
en el garaje del hotel y al volver de marcar el gol ya no lo encontró, y sigue
sin encontrarlo, que nunca más lo han vuelto a ver. Es un coche muy goloso, Don
Enrique.
Sin embargo, sí apareció. Despeñado
en un terraplén, a mitad de camino entre Collado y Moralzarzal, casi a
distancia de ir a pie desde su casa. Lo sé porque me pidió que le llevara, y
le dijera si merecía la pena rescatarlo, que no ya repararlo. No la merecía,
porque no había sido un accidente. Lo habían asesinado. Primero se cagaron dentro,
después rajaron los asientos, destrozaron el salpicadero y rompieron las lunas.
Luego lo empujaron hasta el borde del barranco y lo hicieron caer.
¿Gamberrada? O venganza. U odio. Alguien debía de tener cuentas atrasadas
con Don Enrique. Ahí nos dejamos de ver, y pensaba yo que para siempre,
cuando de nuevo le veo llegar, con la misma carita que habría puesto si Tarzán
le propusiera una luna de miel en el Caribe.
-Véngase conmigo. Es que me ofrecen
un coche, y es un chollo tal que igual me la están metiendo, usted ya me
comprende. Ande, sea bueno, que luego le invito a comer.
Le habría dicho que no, pero sentía
curiosidad. ¿Qué clase de coche sería el que hacía poner esa carita de ilusión
al más triste vendedor de ataúdes que pueda uno imaginar, tan triste que
Juan Simón, a su lado, parecería la Lina Morgan?
Ferrari GTO, modelo 1962. Cojones,
me dije, y espero se hagan ustedes cargo y me disculpen tan grosera onomatopeya.
Rojo fuego, por si algo le faltaba. Un fuego algo apolillado, pues tras la
sorpresa inicial se notaba que aquella maravilla de la mecánica no estaba en
buena forma. En ese punto, el vendedor, un muchacho con pinta de honrado –son los
más peligrosos-, nos contó su historia y la razón de que la dueña lo vendiera
tan barato. Reducida y extractada, que aquel pollo se las traía en la cosa
expositiva, la hermosa mala bestia era uno de los pocos GTO del modelo 1962. Su
primer dueño fue un estraperlista italiano, que allí también los había. Ni lo
estrenó; se limitó a meterlo en un garaje y dejar pasar el tiempo –es que los
Ferrari se revalorizan que no veas-, pero al año y pico salió por pies con los
carabineros tras él. La justicia sacó el Ferrari a subasta y lo compró un
francés algo extravagante –un GTO no es un Ferrari normal; es un Ferrari de ganar
las 24 Horas de Le Mans, como supe días después‑ que tras dar un par de vueltas
por Europa se lo trajo a España, más concretamente a Cataluña. Tenía una torre
de las de antes, en las que se podían edificar con las olas rompiendo al pie
de la veranda, y no como ahora, que hay que construir a tomar vientos de la
orilla. La tenía en S'Agaró, un pueblecito que recuerdo de haber ido una tarde
por allí, con la parienta y la niña, pobres infelices, a tomar un Cocacols, o
como escriban Coca-Cola en esos andurriales, y de paso ver cómo se lo montan
los millonarios que veranean en el Hostal de La Gavina y no en Casa Roser,
que como habrán ustedes sospechado era donde morábamos nosotros. El francés,
por lo visto, estaba para los leones, aunque se las apañó para durar algunos
años más. Su Ferrari de carreras le valía para ir a comer a Bagur, o a dar
una vuelta por San Feliú de Gixols, o llegarse a Palamós los días de mercado.
No debió de pasar de Figueras, porque cuando se mató, sería el 78, el coche no
tenía ni diez mil kilómetros. Lo hizo, por cierto, en el Ferrari. Debía de quererle
mucho. Hay que hacerlo para meterlo en la cochera, quedarse como vino al
mundo, descorchar una botella de Taittinger
–ahí ya me costó creer al vendedor, porque no creía que hubiera estado allí
para saber qué se bebió el francés al tiempo de cascar‑, encender el radio-cassette,
poner el 'This is the End' de un tal Jim Morrison, arrancar el motor y
espicharla en gran estilo, como un completo caballero.
La hija del francés no miraba el GTO
con simpatía, pero su chulo, que por lo visto era de Calahorra, sí. Se lo
apropió, aunque no lo disfrutó mucho tiempo. Un fin de semana se lo llevó al
pueblo, a fardar, a decir 'mirad adónde hemos llegado, mi pito y yo'. Debió de pasarse un poco, porque al
amanecer lo encontraron en el Ferrari, con la puerta entreabierta y la
cabeza descalabrada. El garrotazo se lo dieron junto al coche, milagrosamente
intacto. Las fuerzas le llegaron para reptar hasta él, subir y ajustarse al
volante. No pasó de ahí. Total, que la hija del francés volvió a tener Ferrari.
Seguía sin gustarle, como tampoco le gustaba la torre. La cerró, con el coche
dentro, y se volvió a París, a un pueblecito que se llama Seineport y donde
tenía una finca que te cagas, o así apuntaba el vendedor, que hablaba el muy
fantasma como si viniera de haber pasado allí el fin de semana.
Lo malo de tener mucho dinero es que
ni te acuerdas de cuánto tienes. La hija del francés no sólo tenía horrores,
sino que chapoteaba en un espeso charco de coca, vodka y toda clase de pitos
mercenarios, o eso decía el vendedor, vuelvo a insistir, que con tanto detalle
me hacía sospechar que nos cantaba una milonga, evidentemente no a mí, sino
al babeante Don Enrique, así que seguí callado y, por qué no, disfrutando yo
también del culebrón. A su debido tiempo la francesa medio se muere. Tan cerca
le anduvo que la pusieron a pan y agua, de todo, y así fue que a los pocos
meses dejó de ver anacondas saliendo del armario. Ahí le dio una crisis
patrimonial, de 'a ver cuánto me queda', y para su horror le quedaba mucho
menos de lo que pensaba. La torre y el Ferrari eran la desinversión más lógica,
y en bloque se los colocó a un albañil de Badajoz –vuela, paloma rauda; corre,
galgo veloz, y viva mi tierra, qué carajo- que se había forrado construyendo
colmenas para guiris entre Salóu y Cambrils. El hombre se había enamorado
del Ferrari. Le costó un ojo de la cara importarlo formalmente, por mucho que
llevase aquí la tira de años, y otro tanto matricularlo en Badajoz, pero le
debió de valer la pena porque nadie vió patán más orgulloso, aparcando con
alguna puta de las caras en la puerta de la Gavia de Vidre, para una vez allí
ponerse hasta las cejas de lo más caro de la carta, que a él le daba su paladar
lo justito para saber mirar los precios. Una forma de ser tan válida como
cualquier otra, no vayan ustedes a pensar que ser así me parezca mal. Quién
pudiera, la verdad.
El albañil-promotor tampoco vivió
mucho. Una maldición, debía de ser. Un buen día, yendo de Candasnos a Bujaraloz
a todo trapo, pisó un charco, planeó, se salió y acabó en un descampado.
Llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero el original, el que homologaban
en los sesenta. De bandolera simple, los que no sujetan por la cintura. En uno
de los trompos se abrió su puerta y la fuerza centrífuga le sacó fuera. El
coche ya estaba por pararse, de modo que igual no se habría hecho nada, pero el
pescuezo le resbaló por el filo del cinturón. Se degolló, él solito. Una muerte
ridícula, si bien es verdad que jamás sabe uno dónde lo tiene, ni dónde le
aguarda. La viuda no quiso ver el coche, que por otra parte estaba intacto.
Algo enriquecido con hemoglobina pacense, pero nada más. El Ferrari, para
ella, era otra de las queridas del difunto, y como no sabía de coches, ni le
importaban un carajo, se lo regaló a una sobrina de Mérida que además de ser su
ahijada le había salido tortillera. Debía de ser mona, y con estilo, porque
al poco de acabar sociología se vino a Madrid, con su Ferrari, su diploma y
sus partes pudendas, se buscó una buhardilla en Chueca y una plaza para el
Ferrari en el aparcamiento de la Casa de las Siete Chimeneas, la de los
fantasmas de derechas ‑al menos nunca se aparecieron a los sociatas-, y al
mes, o poco más, se había ligado una escritora catedrática, no me pregunten
de qué porque a esas alturas ya me daba vueltas la cabeza. Total, que
vivieron felices y comieron perdices, cada una en su casa pero a menudo las
dos juntas en un chalecito que tenía la escritora en las Villas de Benicàssim;
ahí me desperté, porque yo tengo un apartamento en Benicàssim -es donde más
feliz fue mi mujer, pobrecilla‑, en un bloque verde, muy feo, que le dicen
Princicassim. Toda felicidad es efímera, como ya sabrán ustedes si han cumplido
los años necesarios, y así, un buen día, la catedrática se fue a dictar un
curso dejando en el chalet a la socióloga, por entonces reponiéndose de no
entendí bien qué, si de una liposucción, una depresión o una descomposición, pero
con las fuerzas suficientes para bajar a la cochera, subirse al Ferrari y
desde ahí proceder como el francés, aunque con diferente coreografía,
porque no sólo no se despelotó sino que hasta se puso un abrigo de piel,
en vez de cava gabacho se despachó a morro una botella de Anís del Mono, y
lejos de oír cantantes malditos americanos se descolgó con lo mejor de Porrinas
de Badajoz ‑la sangre, ya se sabe; siempre regresamos a los orígenes-. Cuando
volvió la catedrática se dio con un aroma que ríanse ustedes de los perfumes
de Myrurgia, y con un testamento expedido en una notaría de Castellón. La otra
le legaba todos sus bienes, el Ferrari a la cabeza. La catedrática se limitó
a caparlo –ahora les diré qué significa eso-, a dar alguna vuelta con él llorando
a lágrima viva y a ponerlo en venta por lo que le quisieran dar, aunque con
el mandato de sacarlo de su vida cuanto antes, mejor hoy que mañana.
-Ya ve, Don Enrique: un coche
maldito. Por eso es tan chollo. ¿Que qué significa eso de caparlo? Mejor vamos
a verlo y ahí se lo explico. A usted ‑por mí-, como es el experto, le bastará
con escucharlo.
Cierto, bastaba con eso. Lo paré
nada más oírlo, no fuese a reventar, pero el vendedor dijo que no pasaba nada,
que así lo había llevado la catedrática todos esos meses y por mal que sonase
andaba la mar de bien. Abrí el capot, con dificultad, porque los flejes
exteriores estaban oxidados, y al asomarme al vano del motor casi se me
saltan las lágrimas. Qué carnicería. El precioso 12 cilindros Testa Rossa,
que los llamaban así porque las tapas de balancines eran de color fuego, lucía
como si lo hubiese violado algún pederasta de la mecánica. La bancada derecha,
deshabilitada. Los tres Weber doble cuerpo, desmontados. Las seis trompetas de
los tres supervivientes, sucias como el palo de un gallinero. Las bujías de
la bancada retirada, vaya usted a saber. En su lugar, seis orificios
horrorosos excretando gases de aceite requemado. Qué horror, ¡oh dioses de la
mecánica!, qué horror.
-¿Esto era lo de 'caparlo'? ‑el
vendedor, avergonzado, asintió-. Pues, permítame que se lo diga, en mis
cincuenta años de andar entre motores jamás he visto nada parecido. Al que hizo
esta barbaridad deberían colgarlo de las pelotas.
-Eso pensamos aquí, pero la
catedrática es inflexible. Que ni se nos ocurra repararlo. No mientras sea
suyo. El que lo compre, que haga lo que quiera, pero el coche se vende tal y como
está. Menos mal que no tiró los carburadores, ni el resto de las piezas. Todo
está en el maletero.
Ahí el vendedor y Don Enrique
comenzaron a chalanear. Yo, a lo mío. Ya me pitufaba que aquella ex‑maravilla
no tardaría en dormir cinco metros por debajo de mi cama, de modo que me tiré
mis buenos diez minutos en darle un recorrido. Estaba fatal. De todo. El
bastidor, corrosión por todas partes. Las suspensiones, para tirarlas. Los
frenos, hasta el fondo del pedal. La dirección, con tanta holgura que ni se
sabía para dónde iba el volante. Lo peor, aún así, el motor. Al minuto de girar
ya soltaba un denso humo blanco, chivato incontestable de que allí se quemaba
más aceite que gasolina. Quise mirar el nivel con la varilla de control, pero
no había varilla. Otro agujero de donde brotaban burbujas incandescentes.
Me las apañé con la de un coche cercano ‑nadie me hacía caso-, y comprobé lo
que ya me figuraba, que debían de quedar dos gotas. Por lo demás, las luces
no funcionaban, el asiento derecho tenía un desgarrón como de zarpazo de
tigre, los instrumentos estaban medio desprendidos, del hueco de la radio
asomaba una maraña de cables y a saber dónde andarían los espejos
retrovisores. Estarían con la rueda de repuesto, era de suponer, porque
tampoco aparecía. En fin: pobrecito coche, pero no podía estar más cochambroso.
-¿Cómo lo ve? ¿De veras que para
tirarlo? ¿Que ni para chatarra? Hombre, pero si es un Ferrari. Ya. Que ni por
esas. Bueno, pero no deja de ser un Ferrari. Vamos a ver, Benjamín, le
propongo un trato: usted lo arregla y yo le doy la mitad de lo que saque,
cuando lo venda. ¿Qué le parece?
Confieso que me pilló desprevenido,
aunque no tardé mucho en hacerme cargo. No serían las once, y a esas horas,
pese a las dos copitas de cazalla, todavía veía claro.
-Mire, Don Enrique: sólo en piezas,
aquí hay para millones si recurrimos a las originales, o para uno largo ‑el
euro es demasiado para mí; moriré pensando en pesetas‑ si las hago rehacer
por alguien que sepa. Luego, todo lo que le falta, y algunas cosas han de ser
originales a la fuerza. Si lo pone todo junto... pues un huevo, qué quiere que
le diga. Si lo quiere pagar, allá usted. Luego, mi trabajo. Lo de ir a medias
cuando usted lo venda no me acaba de convencer, que ya tengo muchos años, Don
Enrique. Ahora, si lo ponemos a nombre de los dos, y usted corre con las
piezas que yo no pueda conseguir de balde, no me importa pagar mi parte con
mi trabajo.
Así lo hicimos. El contrato, que
firmamos allí mismo aunque tras bajar el precio a la mitad –tenían que haber
oído las barbaridades que solté al aterrado vendedor-, se celebró entre la
catedrática representada por el que tan bien nos había llevado al huerto, Don
Enrique y Benjamín Cangilones Paternoster, servidor de Dios y ustedes. No
nos llevamos el coche. Antes, además de asegurarlo, hacía falta una cura
de urgencia, comenzando por añadir aceite y siguiendo por taponar los orificios.
Tras eso, y una vez rellenados el radiador y el depósito de líquido de frenos,
lo pusimos en marcha y arrumbamos a la nave. Curiosamente, no andaba mal del
todo. La bancada viva enviaba suficiente par motor para conseguir que se
moviera con un mínimo decoro. El bobo de Don Enrique pretendía llevárselo a
dar una vuelta. Soñaba con exhibirlo en Los Molinos aquel fin de semana. Me
costó disuadirle, y eso que no le dije la verdad, que había para meses antes
de que nadie lo pudiera conducir. Me limité a un impreciso semanas. Bien sabía yo cuánta faena
tenía por delante, pero mejor callar, mejor no provocar histerias. Yo no quería
lucirme delante de ningún jovencito equívoco que luego me robara el
coche, se cagara dentro y lo despeñara por un precipicio. Yo quería dejarlo
como nuevo. De golpe, y sin saber por qué, aquel Ferrari devastado se había
convertido en el sentido de mi vejez. Debía de ser que sin saberlo, y al
igual que aquellos desdichados que me precedieron, me había enamorado de aquella
bestia infernal.
Lo primero que hice, como el buen
militar que al fin y al cabo he sido, fue trazar un plan operativo.
Reconstruir un coche no es asunto de tirar p'alante y resolver los líos según
vayan aflorando. Nada de eso. Lo primero, antes que ninguna otra cosa, es
necesario hacerse con toda la información posible, fundamentalmente la
técnica pero sin desdeñar ninguna otra. El Ferrari, o su cadáver, nos llegaba
en pelota picada, de modo que debería recurrir a otras fuentes. Cualquiera
pensaría que lo mejor sería llamar a la propia Ferrari, pero no hay Ferrari
en nuestro país, y ni aunque la hubiera. ¿Para qué iban a conservar documentación
de un modelo tan antiguo? La solución era más sencilla: la internet. A estas
alturas ustedes pensarán, hagan el favor de ser sinceros y reconocerlo, que
servidor no es más que un pobre cateto achusquerado con la cabeza llena de
serrín, ¿a qué sí? No les faltaría razón, pero de algunas cosas sí entiendo.
De internet, por ejemplo. Deben saber, antes de dictar sentencia, que tengo
hecho el curso de ordenatas, y con una calificación bastante buena. No es
ningún mérito, que los repuestos hace mucho que se tramitan por vía
informatizada. Si sé de internet es por eso, no porque me pirre por los maquinillos.
Para empezar, ni tenía uno por entonces ‑ahora sí tengo; ya imaginarán que no
he alumbrado esta parida con bolígrafo‑, pero sabía dónde los había, y cómo
usarlos: mi entrañable Grupo de Automóviles del Cuartel General. Me hice
una lista del mínimo que necesitaba y me planté allí, como el que sólo quiere
dar una vuelta y tomarse unas cañas con los amigoides. A su debido tiempo, y
cuando me dejaron tranquilo, me senté frente a mi viejo Dell, que allí seguía,
y por muchos años, y comencé a indagar.
A la noche me daba vueltas la
cabeza. Miraba el coche como el que mira un fantasma, sin apenas atreverme a
respirar. A beber, sí, claro. La ocasión lo merecía. Verán:
El Ferrrari 250 GTO de 1962 es un
coche de carreras. Punto. No es que haya versión 'de calle', o 'civilizada'.
Nada de eso. Los 39 que se fabricaron eran verdaderas malas bestias: tres Tour
de France y las 24 Horas de Le Mans de 1962, amén de muchas otras carreras
menores. Ahora, no todos los 39 se vendieron a escuderías, porque no había tantas.
La mayoría, en realidad, fueron a parar a clientes privados. Algunos los
hicieron correr, otros los usaron como turismos deportivos sin que valieran
para eso y más de uno lo compró para especular, en una forma de inversión para
minorías muy minoritarias, como hizo el estraperlista del que nos habló el vendedor.
Tenía sentido, porque sólo valía 18.000 dólares de 1962, un dinero nada
exagerado para ese tiempo y ese mercado. Bien es verdad que lo entregaban
desnudo, pero invertir 18.000 dólares en hacerse con uno debió de ser un buen
negocio, porque a finales del 97 se subastó un ejemplar ‑excelentemente
reconstruido; estaba como nuevo, por lo visto- en nada menos que quince
millones de dólares. Según lo que pude consultar, el GTO del 62 fue la
mejor y más bonita bestia deportiva que haya parido la Ferrari en toda su
historia, y de ahí su cotización. Mi horror, también, al enterarme de que se
sabía dónde andaban 37 de los fabricados. El que hacía 38 se perdió en un
incendio. Del otro, el que haría 39, número de chasis 539/61-021, no se había
vuelto a saber desde finales de los 70. El mismo 539/61-021 que a duras penas
podía yo leer en uno de los travesaños del vano motor, el de aquel cada minuto
que pasaba más interesante saco de mierda.
Todo en el GTO era raro, empezando
por su nombre. 250 significa que cada cilindro cubica exactamente un cuarto de
litro. GT viene de Gran Turismo, un grupo de coches deportivos aptos para
carreras de resistencia. La O viene de 'Omologato', una cachondada de Ferrari.
Sucedió que al empezar la temporada de 1962 era necesario haber fabricado 100
coches para conseguir la homologación GT. Los que no llegaban se clasificaban
como 'prototipos', y corrían en unas condiciones muy penalizadas. La Ferrari
alegó que el GTO, por entonces denominado 250 GT Berlinetta, era una simple
renovación comercial del 250 GT SWB de cuatro años antes, del que se habían
fabricado ciento y la madre. Vamos, que salvo cuatro pegatinas y no llevar
parachoques era el mismo coche. Pues no. Era no sólo diferente, sino mucho mejor,
pero los comisarios, ante la evidente amenaza de quedarse sin Ferraris
oficiales en las carreras de aquel año, terminaron, qué remedio, por
tragar. Así pasó. El ahora denominado GTO era un 'prototipo' con todas las
de la ley, mucho más eficaz que cualquier GT, y en los tres años que Ferrari
lo hizo correr demostró ser imbatible para los GT y para casi todos los 'protos'.
A mi eso me daba igual. Lo que me importaba era la información técnica, lo
que necesitaba conocer para devolver a la vida el herrumbroso espectro. Qué
coche, óiganme, qué Pedazo de Coche: chasis multitubular, carrocería de aluminio,
878 kilos en canal para 4,20 de longitud y 1,75 de anchura, motor V12 de tres
litros, 300 caballos a 7.500 vueltas, caja Porsche de cinco velocidades, eje
rígido, cuatro discos Dunlop, suspensión trasera por ballestas semielípticas,
amortiguadores telescópicos... diseñado por un tal Giotto Bizzarini que a
saber quién diablos fue y carrocería construida por Scaglietto, el más afamado
especialista en aluminio de por entonces. Para su época, el no-va-más. Para
esta, como un BMW M-3, pero con treinta y muchos años por en medio.
Me preguntaba, y entenderán ustedes
por qué, si no estaría mordiendo un bocado excesivo para mis humildes colmillos.
Ya les dije que jamás se me ha resistido un coche, ni un camión, y una vez
incluso un tanque, pero nunca me las había visto con un coche de carreras. En
paralelo, ¿de dónde podría sacar las piezas? No hay desguaces de GTO, y aunque
algunas serían relativamente fáciles de reproducir otras, las de fundición,
quedarían por completo fuera de mi alcance. Por último, el tiempo. Allí había
curro para un año a dedicación completa. Lo del parking podría resolverlo
recurriendo a mis colegas jubilados a destiempo, aunque para pagarles
necesitaría seguir manteniendo coches –y para tener contento al pajarito,
sería de hipócritas ocultarlo‑, pero también era verdad que, si me organizaba
bien, podría sacar cada día de diez a doce horas. Suficiente para dejar el Ferrari
si no como nuevo sí para rodar con suficiente confianza. Otro problema sería
Don Enrique. A ver cómo contenerle hasta que lo hubiera terminado. A ver,
también, cómo conseguir ocultarle que por un hermano de aquel se habían pagado
quince millones de dólares. Un dinero que de puro enorme no me cabía en el
caletre. Yo, al menos por entonces, sólo pensaba en reconstruir el coche. No
quería imaginar más allá.
Lo primero fue convencer a Don
Enrique de asegurarlo a lo grande. Una vez cogiera forma y se corrieran las
voces, cualquier noche nos daban un disgusto y nos quedábamos sin coche.
Alguna precaución había yo ya tomado, no vayan a creer que treinta y tantos
años de mili no enseñan nada. Ya desde la primera mañana el coche permanecía
oculto bajo una lona, en el rincón más oscuro de la nave, y por supuesto incapaz
de rodar. Fue la primera medida, sacar el distribuidor. Estaba hecho unos
zorros, pobrecito. Como estaría lo demás, me dije con desánimo. En qué follón
me había metido.
Lo segundo, la lista de recambios: todo
aquello que no pudiera reparar o reemplazar por algo que fabricase yo mismo.
Mi esperanza eran los desguaces que circundan Madrid. Tenía buena relación
con ellos, como buen chusquero de garaje militar que tantos años fui. Estaba
seguro de que la mayoría me recibiría bien, y de poder sacar por nada o por muy
poco lo que pidiera en una primera visita. No en una segunda. Siendo claro que
ya no pintaba nada, las muestras de afecto durarían eso, una visita. Para la
segunda, 'vaya usté a paseo, tío petardo'. De ahí que me tirase una semana
preparando una lista larguísima. Una lista por demás práctica, que uno no es
tonto y de sobra sabía que para conseguir repuestos originales deberíamos
poner más de lo que algún día llegáramos a sacar. Quizá, cuando lo
subastáramos, nos dijeran 'pero qué coño es esto, si parece un mecano', pero al
menos andaría, y muy bien, y con más seguridad que si fuera un legítimo Ferrari.
Lo que perdería en nobleza de sangre lo ganaría en fiabilidad, y el que se lo
llevara tendría coche para treinta y tantos años más, si lo supiera cuidar.
Pasa lo mismo con los trasplantes. Lo que cuenta es respirar. ¿A usted qué más
le daría ir por ahí con el hígado de un pederasta, los pulmones de un etarra,
el bazo de un torero, el corazón de un obispo y los cojones de un chusquero,
vamos a ver? Lo que importa es seguir vivo, ¿no? Pues eso.
El radiador, para empezar, no tenía
solución. Las medidas se aproximaban a las del Audi A4, de modo que todo era
encontrar uno con siniestro total pero que no se la hubiera dado de morro. En
cuanto a los amortiguadores, me habría gustado calzarle unos Bilstein de gas,
pero los Koni graduables de muchos BMW también valdrían, y si algo abunda en
los desguaces son BMWs con leches absolutas. Por el lado del Bendix me
valdría cualquiera no muy grande, como de Mercedes Clase C. Alternador, ya
que la dinamo del Ferrari no valía para nada, el de algún Audi A-100, que
venían a ser de la misma medida; ya fabricaría yo las bridas. Bombas de gasolina,
dos, las de algún VW Golf. Bomba de agua, ójala encontrara la de un Volvo
pequeño, los que la DAF fabricaba en Holanda. Discos, dando por supuesto que
los venerables Dunlop debían de tener hasta ladillas, me valdría
cualquiera de la misma medida. Los que más se aproximaban eran los del Audi A6
de cuatro cilindros, que también montan llantas de quince pulgadas. Bomba de
frenos, también la del A6, que no era muy grande. Con eso terminaba la
primera de las listas importantes. En cuanto al cambio, y al grupo cónico, en
tanto no los desmontara no sabría si podrían servir. Igual pasaba con los
Weber. Aquellos 'doble cuerpo' estaban
hechos en exclusiva para ese coche. Mientras no estuvieran excesivamente
deformados los podría dejar como nuevos, pero si hubiera que cambiar alguno
sería un problema. Lo gordo, aun así, vendría tras abrir el motor. No esperaba
problemas con las culatas, y en cuanto a las válvulas me podría valer
cualquiera de buena calidad, pero sería un horror si hubiera que cambiar camisas
y mandrinar el bloque, porque no quedaban tolerancias. Ese V12 era la evolución
final del diseño del ingeniero Columbus, y no quedaba un milímetro libre de
cilindro a cilindro. Dios quisiera que aquellas nubes de humo blanco fueran
un simple problema de segmentos, que por supuesto debería renovar. La penúltima
preocupación eran los bajos del motor, las bancadas del cigüeñal. Mientras no
debiera cambiar rodamientos, y esperaba que así fuese, todo iría bien. La
última, el embrague. Al tacto no me había parecido en mal estado. El coche,
después de todo, no había rodado mucho, y jamás en una carrera. Un embrague
diseñado para ganar en Le Mans bien puede soportar las estupideces de todos
los cabestros que habían conducido aquel sufrido 539/61-021.
La lista de piezas a reconstruir con
material de buena calidad ‑acero militar, ya lo habrán imaginado- era menos
crítica. En otras palabras, si olvidase algo ya lo añadiría después, que había
confianza y en tanto no acabaran de jubilar al último de los conocidos podría
sacarle jugo a los tornos, y a las fresas. La suspensión delantera y los
semiejes de la dirección, lo primero. Todo sería nuevo, y probablemente mejor
que las piezas originales. Los ejes longitudinales de la transmisión. Los
anillos de sincronización de la caja de cambios. El primario y el secundario
con todos sus engranajes, de no haber más remedio. Los discos del embrague,
de hacer falta y no encontrar alguno capaz de soportar el acongojante par de
aquel monstruoso V12. La timonería del cambio, los circuitos hidráulicos,
los silent-blocks y los tubos del escape. Los dos enormes silenciosos podrían
ser un problema, pero al menos el de la bancada izquierda sonaba decorosamente.
Quizá sirvieran, igual que los retorcidos colectores del escape, que a simple
vista parecían en buen estado. Luego, correas, manguitos, empujadores y
balancines. Eso hasta llegar a los cilindros. No tendría problemas en
fabricar los segmentos –anda que no llevo yo segmentos a la espalda-, pero
Dios quisiera, lo repito, que no hubiera que cambiar camisas. Debería construir
dos juntas de culata, pero eso no es difícil. Sólo pesado. También, casi
seguro, habría de cambiar la cadena de distribución, pero muy raro sería que
no me sirviera una militar. Por último, y de veras complicado –no veía claro
cómo meterle mano‑, las ballestas. No por no saber construirlas ni porque me
faltase material. Sin conocer las especificaciones dinámicas debería
proceder por tanteo, cosa siempre peligrosa y la mar de lenta, pero esos eran
los bueyes y con ellos tendría yo que arar. Bien, pues una vez ahí lo cierto
era que sólo faltaba una cosa: empezar.
Fue, permítanme que lo diga, un año
apasionante. Al menos, el que más corto se me ha hecho de todos mis cincuenta
y muchos. No teman, que no pienso aburrirles contándoles qué hice, ni cómo lo
hice. Supongo que bastará con decir que a los once meses había terminado todo
lo que no se ve de un coche y bastante de lo que se ve. La única molestia, y
creciente, progresiva, era Don Enrique. Al principio por su infantil deseo de
sacarlo por ahí, a presumir. Luego, porque alguna de sus contadas neuronas
debió de apercibirse de que aquel Ferrari no era exactamente lo que había
pensado él. Cuando menos, llevaba camino de ser otra cosa. Lo imaginé dos
meses antes de acabar con la mecánica, cuando andaba en lo peor de la batalla
con las ballestas. Una tarde sofocante, siniestra, esas de tormenta inminente,
cuando Madrid se pone oscuro cual boca de lobo, coño de mona o sobaco de
grillo, elijan ustedes la metáfora más poética, se me presenta con un manús de
los de pulseras de oro y palillo remordido asomando entre los piños. Que
mire, Benjamín, este señor está interesado en el coche. Así, como está, no
como acabe por estar. Se lo llevaría tal cual, en un remolque. Yo... pues qué
quiere que le diga, entre que sabe Dios cuando lo podré usar, lo incómodo que
va a ser –estaba mosqueado por mi tajante oposición a montarle un
climatizador; ¿dónde coño se ha visto un coche de carreras con aire
acondicionado?‑ y que sería un dinerillo de cierta consideración... pues me
gustaría que oyera usted lo que plantea el señor. Lo escuché, cómo no. En el
foso, bajo el coche, comprobando con un flexiómetro la deriva del eje trasero,
como para decir que no quería saber nada. Cinco kilos ‑también seguía en las
pelas, por lo visto-. Para cada uno, aclaró poco después ante mi silencio inescrutable.
Bueno, y un poquito más para usted, por la paliza que se ha dado. Ahí fue donde
pensé que convenía contestar.
-¿Kilos de dólares, dice usted? Ah,
no, ¿eh? ¿Pesetiñas, de las de aquí? Pues le conviene preguntar por ahí, o mirar
en internet, y enterarse de a cuánto va el kilo de GTO del 62, reconstruido
hasta el último remache y marchando como un reloj. Ahora me perdonará, pero
tengo mucho lío aquí abajo.
Se fueron, sin siquiera despedirse.
A la noche volvió Don Enrique, muy serio. Benjamín, esto no me lo haga usted
más. Ese señor es un caballero, y no se puede tratar así a un hombre que viene
de cara y con una oferta razonable. Cara es lo que le sobra, Don Enrique. Este
coche, ahora, tal y como está, vale de cien kilos en adelante, y me parece que
usted lo sabe. No tanto, no tanto, pero algo sí sé, y no porque me lo haya
dicho usted, que parece mentira, con la confianza que nos teníamos. Confianza
por confianza, usted tampoco me ha dicho a mi nada. Sí, pero no es lo mismo.
Aquí, el que sabe de coches es usted. De arreglarlos, no de venderlos, pero a
eso se aprende ‑ahí se puso un poquito colorado-. Hablando de vender, Don
Enrique, y dado que somos copropietarios de algo que puede valer una pasta,
sería bueno que formalizáramos nuestro contrato un poquito más, ¿no le parece?
Ya sabe, llevarlo a registrar, y todo eso. Ya. Que no le parece buena idea. Que
para qué pagar impuestos. Sí, es verdad, tiene usted razón. Pues como tres
meses. Para la mecánica, se entiende. La chapa, pintarlo, rehacer el
interior... pues otros tres más. Sí, eso nos hace mucha falta. Paciencia, y no
vea usted cuánta.
Al día siguiente, aleccionado por el
coronel, fui con el contrato a una notaría, la cual tardó nada en anunciar a
las otras partes que iniciaba los trámites para elevarlo a público. También,
que en virtud de los artículos no-sé-cuál y no-sé-cuántos de a saber qué
puñetera ley, daba traslado a la Jefatura Central de Tráfico para que en ningún
caso el automóvil objeto del contrato se pudiera transferir sin mediar la
presencia del compareciente, debidamente identificado, en la tal Jefatura
Central, no valiendo la mera exhibición del permiso de circulación firmado
ante una entidad bancaria. También, y por último, que dado el posible
conflicto de intereses entre las partes, y tras recomendar la búsqueda de un
acuerdo amistoso entre las mismas, si en un plazo razonable no se le comunicaba
dicho acuerdo reclamaría en nombre del compareciente la cautela judicial del
bien objeto de posible litigio.
Tardé meses en volver a verle. Algún
apaño debí de joderle, porque lo natural es hablar y entenderse una vez el
otro demuestra que no es tonto y piensa defenderse. No hacerlo, y poner el
asunto en manos de un abogado retorcido, es cantar que, descubierto el engaño,
por las malas y hasta el final. Así llegamos al juzgado, él con su abogado y
yo con mi hombre bueno, el coronel. El juez, mayor y con muchos kilómetros,
nos instó al acuerdo, si no a la venta entre nosotros, y si no venderlo a
terceros o, por último, subastarlo. En el entretanto decretaba la cautela
y, dado que el vehículo no estaba en condiciones de circular, lo confiaba
al hombre bueno, en cuyo garaje permanecería en tanto no se levantara la
tal cautela. El abogado, en ese punto, intentó conseguir que se paralizara la
restauración, a lo que el juez le contestó 'pero hombre, ¿no se da cuenta de
que así jamás llegarán a ningún sitio?; acaben ustedes de restaurarlo y entonces
véndanlo, y aquí paz y después gloria; hala, hala, aquí ya no hay más que hablar;
si está en desacuerdo ya conoce los procedimientos, así que circulen, que se
les ha terminado el tiempo'.
Una victoria, pero no me hacía
ilusiones. La guerra proseguiría, y sería larga, y muy amarga. No porque Don
Enrique pudiera seguir pensando en engañarme, sino porque yo, en el fondo de mi
alma, no quería vender el coche. Me daban igual los millones, de pesetas o de dólares.
Lo que yo quería era quedármelo. Para mí, para usarlo, pero eso, claro está, no
podía decírselo ni al coronel. Sólo al Ferrari.
Mes y pico después la mecánica
estaba lista, o al menos hasta donde se podía saber sin sacar el coche a
rodar. Hasta entonces reposaba sobre borriquetas, en parte porque así era más
fácil trabajar y en parte por evitar que alguien se lo llevara sin poderlo yo
impedir. Nunca lo movía, pues el foso era muy largo, de autobuses, de modo que
había espacio para trabajar en hasta tres coches. Llegaba el momento de
rodar, aunque antes hacía falta que tuviera con qué. Las preciosas llantas de
radios estaban en malas condiciones. Dos de ellas presentaban bordillazos
considerables, más allá de donde sería juicioso reparar, y las cuatro, en
general, mostraban un desequilibrado de años, de haber permanecido mucho tiempo
sin rodar, de modo que los radios habían cogido forma. Lo natural habría sido
comprar cuatro nuevas, pero sucede que la industria de la llanta de radios
desapareció hace mucho tiempo. Existieron no por bonitas, que lo eran mucho
más que las modernas de aleación, sino por ser en su tiempo la única respuesta
viable a la necesidad de reducir el peso no suspendido. Debo aquí decir que
ni por el forro consideré plantarle llantas de aleación. Habría sido cargarse
no ya la estética, sino el espíritu del coche. Una cosa es montar un alternador
de 1998 en vez de una dinamo de 1961, que al fin y al cabo desde fuera no
se ven, y otra perpetrar un anacronismo tan garrafal. Total, que armándome de
paciencia tiré por hacer unas nuevas. Ocho, en total. Cuatro para rodar, la de
repuesto y tres de respeto, como decimos los militares sin que nadie sepa por
qué carajo lo decimos. Partí de ocho llantas de A-100, de buen acero alemán y,
por supuesto, conseguidas en desguaces. A fuerza de soplete les retiré los
discos interiores, y ahí ya comenzó la verdadera obra de arte: construir, a
golpe de torno y fresa, ocho piezas de acople a los bujes, de donde saldrían
los radios, unos atornillados y otros soldados, que las fijarían a las llantas.
Fue lo más difícil de toda la obra, porque no soy un especialista del torno;
fue, también, lo único donde me hice ayudar, precisamente para eso, para tornear.
Todo acaba, seguro que ustedes también lo saben, y así un buen día me junté con
384 radios de acero –más unos 40 de por
si acaso-, las ocho piezas de acople y las ocho llantas ex‑Audi. Desde ahí,
paciencia, taladro, atornillar y soldar. Una labor de chinos, pero me impulsaba
una especie de fiebre. La de saber que tras aquello sólo quedaba rodar.
Una medianoche de domingo, sudando
como un cochino, al fin me vi frente a un Ferrari GTO de 1962 que reposaba
sobre sus cuatro ruedas, por supuesto equilibradas –los neumáticos, como todo,
de requisa: cinco excelentes Continental 195x65-15, los mismos que montan
los A6 de cuatro cilindros; los míos venían de un siniestro total, el coche
doblado como un cuatro contra una farola, el conductor derecho al otro mundo,
pero los neumáticos indemnes con apenas mil kilómetros‑. Apenas lo podía
creer. Qué bonito era, y perdónenme la cursilada. Eso que la pintura era la de
siempre, o incluso peor, que algún rayón se había llevado en las muchas horas
de reconstruirle las tripas; era lo de menos, porque nada es más fácil de
reparar, pero eso quería dejarlo para el final, y siempre y cuando fuese un
final que me conviniese.
Además de reconstruir la mecánica le
había comprado unos ojos nuevos. El revestimiento exterior era el original,
pero dentro había unas parábolas de xenón último alarido, de un Volvo S-60 enculado por un autobús. El resto de
las luces también estaba puesto al día, que no era cosa de parar en un semáforo
y que alguien se me tragara por no haber visto las diminutas luces de freno de
un coche de carreras de los divinos sesentas. En el habitáculo no había
trabajado mucho. Apenas un buen ajuste de pedales, reglar la palanca del
cambio, tensar el freno de mano, poner en su sitio los instrumentos y darle una
limpieza general, aunque sin exagerar. Eso llegaría después. También había
instalado unas cuantas protecciones, que con un coche como ése, y con un
copropietario como Don Enrique, ninguna precaución estorbaba. La primera era
inmediata para cualquier mecánico avispado: un cortacorrientes de interruptor
manual situado bajo el asiento. Funcionaba, por supuesto, pero un profesional tardaría
un minuto en encontrarlo. Por eso era como era, para que lo encontrasen. Después
había instalado el antirrobo de un BMW 528 del 87, con botón de arranque y su
propio inmovilizador. Una virguería, perdonen la inmodestia, porque había
veinticinco años entre las dos tecnologías, pero funcionaba. Cuando menos en
lo crucial, no poder arrancar sin conocer la clave del encendido. Por último,
algo que sólo un militar reconocería: el GTO no tenía un mando de arranque y
antirrobo, como los coches normales. El contacto se cerraba introduciendo la
llave en una cerradura de dos posiciones, on y off. Al Bendix lo activaba el
pulsador del antirrobo, aunque sólo funcionaba con la llave puesta y en
posición 'on'. Hasta aquí, todo normal. Nadie imaginaría que tras el bombín se
agazapaba un interruptor piezoeléctrico. En off, nada. En on todo parecería funcionar
con normalidad, pero al cabo de media hora, o por ahí, el interruptor alcanzaría
tal temperatura que se fundiría, desconectando el encendido y dejando a los
ocupantes más tirados que una colilla. Para que no sucediera eso había que meter
la llave, girar a on, arrancar y sacarla sin pasar por off, algo en teoría
imposible porque la llave no se dejaría sacar, pero si al tiempo de hacerlo se
presionaba el anillo embellecedor de la misma cerradura sí que se podía. Todo
esto, por supuesto, no valdría para nada si el hipotético ladrón llegara con
un camión, cargara en él mi pobre Ferrari ‑cosa bien fácil, porque no era más
largo que un Toledo‑ y se largara con él, pero el caso era poner las cosas
tan difíciles como se pudiera.
Me arreglé con más esmero del
habitual. Era como... ¿alguna vez han ligado, llega la primera cena y se ponen
guapos? Pues lo que a mí me pasaba era más o menos eso.
Lo llevé, a mano, hasta la puerta.
Lo saqué, cerré con cuidado ‑la promesa con los clientes, que no el contrato,
era que siempre habría un vigilante‑ y sólo entonces me senté al volante. Tardé
unos minutos en encender el motor. En parte revisando que todo estaba en orden
y en parte saboreando un momento muy soñado. Una duda, también: la de pensar
que igual el sueño no valía la pena, pero eso lo sabría enseguida. Saqué la
llave, la metí en la cerradura, giré a 'on', respiré a fondo y pulsé, con
algún miedo, el botón de arranque.
Qué bramido, oigan. Ya lo había
escuchado en el taller, y muchas veces, pero jamás al aire libre, sobre las
cuatro ruedas, listo para poner primera y echar a rodar. Qué sonido, qué música
la que cantaban las doce trompetas y la que brotaba de los cuatro escapes
rabiosos. Ahí fue donde comencé a sentir una rara sensación de bienestar, aunque
sin darle importancia. Sería el alivio de ver que todo parecía ir bien.
La primera vuelta a la manzana, muy
despacio, en primera. Una primera que a ocho mil quinientas vueltas haría 140,
hagan el favor de no pensar en sus utilitarios, que mi GTO era de carreras,
aunque ya no hubiese carreras para él. La segunda vuelta. La tercera, en
segunda. Seis o siete más, la última en tercera, casi al ralentí. Una de las
primeras cosas que tendría que aprender: saber llevar el monstruo. Nada que
ver con mi Opel Corsa de trescientos mil kilómetros, ex EA-4150-3. En un GTO
apenas hay par por debajo de cuatro mil vueltas. Llevarlo a punta de gas es
arriesgarse a calarlo cada dos por tres, y no era de los que arrancan bien una
vez calientes. Era una de las razones para probarlo de noche. Otra, más
importante, que nadie lo viera. Que nadie me viese.
Al rato decidí que no sería muy
arriesgado alejarme un poquito, hasta la Plaza de Castilla para volver por
Bravo Murillo. Una vez en Cuatro Caminos, ¿por qué no ir hasta la Ciudad
Universitaria? Frente a la Escuela de Agrónomos dejé de hacerme
preguntas. Don Enrique deseaba presumir por Los Molinos, ¿no? Pues yo, a
fardar por Majadahonda.
¿Conocen ustedes Madrid? ¿Recuerdan
la Cuesta de las Perdices, la que ahora se llama no‑sé‑qué de un tal Padre Huidobro,
a saber quién diablos fue? Bueno, pues si alguna vez han ido por ahí con el
poco tráfico de un domingo de madrugada, y si tienen un buen coche, nada más
empezar la subida seguro que han pisado a fondo, para coronar a 150 y decirse
'todo va bien, sigue andando como un cañonazo', ¿verdad? Pues imaginen que lo
hacen a 250 y el coche pidiendo más, entre un rugido de 12 cilindros atronadoramente
salvajes y pese al miedo de recordar que uno jamás se ha puesto a más de 160.
No es para describirlo, y es que me consta que no lo hago bien, no logro
transmitir qué se siente. Qué se vive.
Me fue imposible dar la vuelta en
Majadahonda. Lo hice más allá de Arévalo, quizá por el horror de ver la aguja
del aforador llegar cerca del rojo, cuando había salido del taller a medio
depósito. Aquella bestia gastaba como un Leopard-2, aunque también era verdad
que no siempre lo llevaría como aquella noche, que aún quedaba mucho por afinar
y que podría empobrecer la mezcla, pues tampoco necesitaría todo el tiempo los trescientos
caballos.
Frente a la nave tardé un poquito en
bajar, mintiéndome al decir que para cebar los carburadores y hacer fácil
arrancar al día siguiente. Me apetecía un pitillo. Qué mal síntoma, porque
había dejado de fumar tras ver a mi mujer asfixiarse con su metástasis de
pulmón. Todo ese tiempo sin jamás sentir el deseo de recaer. Pues ahora me
apetecía, y no un apestoso Ducados de los que fumaba cuando lo dejé, sino el
Chester de cuando era un cabo primero, siempre con el pajarito tieso y más
deseoso de meterlo en adobo que de comer. Aún peor síntoma, lo excepcionalmente
bien que me sentía. Tengo buena salud, pero aquella noche, y entonces no
entendía la razón, era como si hubiese vuelto a ser el cabo de galones verdes
que se ocupaba de los Willies y los REOs del CRIM, el del Pinar de Antequera,
que a eso de las cinco se duchaba, se arreglaba, se ponía de persona y cogía
el autobús de Valladolid para ver de levantar alguna marmotilla en el
Blanco y Negro, el tuguriejo del Paseo de Zorrilla que a la caída de la tarde
se ponía hecho un asco, de tanto recluta de Aviación que iba por allí a
tratar de hacer lo mismo.
Aún tardé dos meses en dejarlo listo
para repintar y ya está, que nos digan donde viven los que pagan quince millones
de dólares. Dos meses muy difíciles de describir. En primer lugar, era poco el
trabajo que quedaba. En el plano mecánico, quiero decir. Ajustar, calibrar,
regular, reglar, pero nada, en general, que requiriese tirarse al suelo. En el
social... pues sí, algo más, aunque tampoco demasiado. Cambiar el revestimiento
interior del capot y el maletero, retapizar los asientos, montar el radio-CD
que Don Enrique había traído cuando yo aún andaba liado con las listas,
insonorizar el vano del motor, y cosas así. Al cabo de los dos meses, y salvo
el pintado exterior, ya estaba como nuevo de todo lo demás, pero eso no era lo
que más me importaba. Lo que de veras me tenía en tensión era percibir los
muchos cambios que aquel renacido Ferrari GTO había operado en mí.
Al principio fueron las salidas
nocturas con ánimo, si no pretexto, de probar y poner a punto. Eran para eso,
desde luego, pero también adoraba pasear por Madrid en la oscuridad de la
madrugada, poquísimos coches circulando, el GTO ya dominado, ya domado, tan
encantado y feliz como yo de deslizarse metiendo poco ruido, en tercera e
incluso cuarta, en el mínimo gas aunque siempre a punto para un doble cambio
de carreras y salir de algún semáforo como se salía en Le Mans en los buenos
tiempos, los serios. Esto era para dejar atrás algún coche sospechoso, no por
él sino por sus ocupantes, que si bien la mayoría nos miraban con admiración y
cierto respeto, los había con caras de querer atrevesarse, bloquearte, bajarte
a hostias, dejarte malherido y llevarse con ellos aquella inusitada maravilla
de la noche.
Luego llegó el invencible,
insuperable deseo de ir más allá. Como siempre, con una excusa cuidadosamente
desarrollada frente a mí mismo. Se trataba de probarlo en carretera, pero no en
un paseo de pocos kilómetros, sino en una cabalgada de verdad, hasta mi
apartamento de Benicàssim. Me daba miedo, pues el coche seguía sujeto a
cautela judicial. Ésta, sin embargo, era de términos imprecisos, pues no decían
que no pudiera rodar con el sólo ánimo de acabar la reconstrucción. Así, tras
no poco dudar –es lo malo de haber sido militar; siempre hay miedo de
quebrantar La Disciplina‑, un viernes, tras confiar el mando de la nave a otro
subteniente jubilado, aparejé rumbo a Benicàssim.
Tampoco lo puedo describir, al menos
de un modo que me satisfaga del todo, que me haga pensar que de veras les
transmito la verdad. El total de la verdad. No fue, para empezar, una cabalgada
furiosa, la del estreno, la de admirarse por primera vez de lo bien que va tu
coche. Conducía tirando a despacio. Vamos, que ningún civilón me podría poner
una multa por exceso de velocidad. Por ir sin parachoques quizá sí, pero es que
el GTO es así. Ya tenía preparado el rollo, decir que estaban integrados en la
carrocería y pintados en el mismo color, aunque a saber si colaría.
Me temo que les estoy contando lo
que no fue, sin conseguir explicarles lo que fue. Bien, pues... un estar
varias horas fuera de mí mismo. Ya, que no les dice nada. Vamos a ver... miren,
como si hubiera dejado de ser yo, el yo de ahora o el de hace meses, los que
han pasado desde aquello. Como si hubiera vuelto a ser el de los sesenta, el
que considerando de dónde salía se creía poco menos que un James Bond extremeño,
a ver si así lo pillan. Ahora sé que no sólo era eso, pero aún resistiéndome a
insinuar lo que luego sucedió no me queda más remedio que decirles algo que
por entonces no advertía, no percibía, pero que ahora, cuando lo escribo en
la terraza del Hotel Voramar, al atardecer de un bonito día de primavera en
Benicàssim, el laptop sobre la mesa
y un dedo de Knockando bien a mano, sí sé, y muy bien, qué sucedía.
Yo había devuelto el coche a los
sesenta, y él hacía lo mismo conmigo.
Autosugestión, se dirán con amable
condescendencia. Pues bueno. Piensen lo que quieran, que yo bien sé lo que me
digo. Por lo demás, fue un simple ir, cenar, dormir, llevarle una flores a la
pobre Adela, que allí me dijo quería esperarme, dar una vuelta nostálgica por
las esquinas y los rincones donde, si no felices, no habíamos sido
excesivamente desgraciados, dormir otra vez y volver a Madrid, no por la
autovía, sino por carreteras secundarias, subiendo hasta Cuenca. Di en el clavo.
El GTO, en autopista, es un coche muy bueno, tan bueno como cualquier buen
coche de los de ahora, sólo que más incómodo. En carretera, todo cambia. Sobre
todo, al adelantar. Miren, yo soy un pobre chusquero y apenas sé cómo
expresarme, pero aunque supiera no sabría decir qué cosa es marchar en cuesta
pronunciada tras un camión, a cuarenta o poco más, ver que hay sitio, hundir el
pie y ponerte a 140 en menos de lo que se tarda en escribir cientocuarenta. ¿Se
hacen cargo? Mejor si es así, pues no lo sabría explicar mejor.
A la noche, tras haberle rellenado
los niveles –gastaba un poco de casi todo, sobre todo aceite, aunque no me
importaba‑, me quedé un rato en el interior, al volante, oyendo un CD que una
vez me regalara una soldadita encantadora, la primera de las no muchas que
tuve, y además lo hice, agárrense ustedes, fumándome un Chester. El primero
en ni se sabe cuántos años. Algo incomprensible sucedía, me daba cuenta,
pero es ahí donde los chusqueros tenemos ventajas sobre las personas.
Cualquiera de ustedes, pongamos por caso, si les ocurre algo raro en su vida
no se quedan tranquilos sin una explicación. Por lo general les vale cualquier
cosa, aunque intuyan que no es por ahí. Les tranquiliza, y eso es lo que
cuenta, porque da mucha pereza decirse que la vida de uno está cambiando y no
por accidente, ni por causas racionales. Cambia porque algo exterior, a
saber si consciente o inconsciente, actúa sesgadamente, de un modo no evidente
aunque perceptible a poco que pase un poquito de tiempo y se puedan comparar
situaciones, vivencias. Estados. A nosotros no nos pasa. Tantos y tantos
años de 'a la orden de usted, mi lo que sea', te producen un gran
distanciamiento entre lo que ves y lo que comprendes, de modo que acabas
comprendiendo que no tiene sentido comprender. Sólo cuenta obedecer. Por lo
general es Al Mando, aunque no siempre. También es a la vida. ¿Que se te
muere la mujer, que no puede ser más buena, mientras la bruja de la cuñada
sigue por ahí, bien sobre sus patas e incordiando a todo el mundo? A la
orden de usted, mi naturaleza. ¿Que nunca te ha tocado ni el reintegro, cuando
sabes de unos cuantos como tú que lo han plantado todo tras sacarse una
primitiva, o tres décimos en el Gordo de Navidad, o siete plenos seguidos en
un bingo? A la orden de usted, mi ley de probabilidades. ¿Que un viejo Ferrari
te haga sentir como con veinticuatro años, rebosando deseos incomprensibles,
los que no has tenido nunca o no te has atrevido a tener? A la orden de
usted, lo que coño sea. Lo único que se tiene claro, se lo juro, es el deseo
de que dure, de que se mantenga. Que no cese. Volver a los veinticuatro es demasiado
bonito, a la par que tenebroso, para preguntarse si no será una gilipollez de
chusquero solitario, abandonado. Vencido. No, de ningún modo. ¿Quién dijo eso
de 'hágase el milagro, hágalo el diablo?' No podía ser militar. Demasiado inteligente.
Bien, pues... a la orden de usted, mi diablo.
Siguió pasando el tiempo. Al Ferrari
sólo le faltaba un pintado general, de los buenos, al horno, pero seguía sin
dar el paso. Una vez dado sería imposible camuflarlo, seguir en la mentira de
que aún no estaba terminado. Desde ahí, lo inevitable. Venderlo, y qué remedio,
pues jamás podría pagar su parte a Don Enrique. Ni de lejos tendría con qué. Un
día u otro, lo sabía, se plantaría en el garaje con algún notario y yo tendría
que ceder sin oponerme, no se fuesen a liar las cosas. Un día que fue sábado,
supongo que para impedir que yo pudiera reaccionar, buscar ayuda, pedir
socorro. Se presentaron cuatro: Don Enrique, su abogado y dos que dijeron ser
notario el uno y agente judicial el otro. No venían de malas, pero sí
determinados. En síntesis, el viejo juez se había jubilado y la nueva juez, que
por si fuera poco estaba en prácticas, visto que no se producían avances
decretaba el levantamiento de la cautela y la exhibición pública del vehículo
en forma tutelada por su juzgado, de modo que se procediese a la venta en las
mejores condiciones para las partes y con acuerdo a los extremos pactados
en el contrato. Nada que decir, nada que oponer. Me ofrecí a llevarlo yo,
pero el abogado adujo que tanto derecho tenía yo como Don Enrique, y a éste,
después de todo, le correspondía saber qué tal estaba el coche, pues era tan
suyo como mío. Me rendí. Ahí tiene usted las llaves. La clave de arranque, 7721.
Subí a mi chiscón y desde ahí presencié la ceremonia, Don Enrique al volante y
su esbirro junto a él. Arrancaron, y sin problemas, porque no había recordado
conectar el cortacorrientes. Por un momento sentí ganas de maldecirles, que se
quedaran tirados en medio de un adelantamiento y les pasaran seis camiones
por encima, pero el Ferrari no tenía ninguna culpa. No, mejor que no les pasara
nada. Un acelerón, seis o siete tirones, y desaparecieron. Me dolía el alma, se
lo juro. Por el coche y por mí. De nuevo, bien que lo sabía, era un pobre viejo.
Qué horrible fin de semana. Peor que
cuando se murió mi Adela. Con ella se fue mi compañera de una vida. Con el Ferrari
se iba mi recién reconstruida juventud. Mis sueños confusos, mis deseos locos.
Todo por el desagüe, como si el mamón de Don Enrique hubiera tirado de una
cadena situada en la cuarta dimensión y todo yo, enterito, me deslizase por las
atarjeas y las bajantes del hiperespacio hasta quedar sepultado en la más
infinita de las mierdas.
Más: la dolorosa, lacerante
certidumbre de que te han ganado. Te han derrotado. Te han pisoteado, te han
humillado. Te han jodido, vaya. Menos mal que tenía la botella. El consuelo
del chusquero. La noche del domingo iba por la tercera, y no de 'single malt'
precisamente. DyC, el favorito del cuartel. Aún así no estaba tan mamado como
para dormirme. Había salido sobre las doce, a estirar las piernas, pero a las
doce y cuarto yacía donde siempre, tirado en el sofá, la tele puesta, mirando
el Canal Plus Rojo y esperando a que pusieran las dos pornos que sacuden cada
domingo, a ver si había suerte y eran españolas, no por el idioma, que para
lo que dicen es igual, sino por salir unas tías más jamonas, y más guarras. A
mí, pues qué quieren que les diga, soy del plan antiguo, y a la hora de ver algo
me gusta con muchos pelos, no estos depilados de hoy en día que no pueden saber
a nada.
Estaría bien entrada la segunda obra
de arte, y por decoro no les digo lo que hacían el héroe y su heroína, pero
en esto que se quedan callados –es de mala educación hablar con la boca llena,
lo decía incluso padre‑, y ahí percibo un ruido tenue, aunque familiar.
Demasiado familiar. Me levanté, con dificultad –mis higadillos ya no son lo
que fueron-, y me acerqué a la ventana, conteniendo la respiración. Abrí. Me
asomé. Ahí estaba. El motor girando al relentí, pero el ralentí de un Ferrari
GTO es el escape de un A8 de ministro a siete mil y pico vueltas. Me puse
algo, que no era cosa de bajar en calzoncillos, y antes me refresqué un
poquito, no fuera que me viese con un Don Enrique alterado, si no encabronado,
y no supiera qué contestar.
Era él, efectivamente. Sentado al
volante, la ventanilla bajada –no saben ustedes cómo es conducir un GTO cuando
hace calor; más o menos, una sauna con ruedas‑, la cabeza caída sobre el pecho
y la llave del contacto en la mano derecha. Tajada, o eso parecía. Le zarandée
un poquito, con cuidado porque me iba despejando –es un don de los chusqueros:
nos aclaramos muy deprisa‑, pero sólo conseguí que se ladease a su derecha.
Como buen militar sé donde hay que tocar si te las ves con un presunto difunto:
en la carótida, pero allí no había carótida, ni yugular, ni nada de nada. Don
Enrique, todo lo indicaba, estaba más muerto que Cascorro. Me aparté unos pasos
y comencé a cavilar. No a pensar, que esas son funciones superiores y no las
padecemos los chusqueros. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando volví a
moverme tenía claro que, lo primero de todo, debía volver a poner la llave, para
que nadie sospechara de mis trampas. Dicho y hecho, aunque con alguna
dificultad, porque aquel brazo derecho no parecía de muerto reciente, sino de
cadáver veterano, y sé lo que me digo pues he tratado con más de uno. Ahí vi la
primera lucecita roja. Si Don Enrique llevaba unas horas por el camino que conduce
al reino mineral, ¿cuándo habría llegado? ¿Por qué no me había dado cuenta?
Porque tan borracho no estaba... y el piezoléctrico. Si hubiera llegado a las
doce y media, pongamos por caso, y acto seguido la hubiera espichado, tras
sacar la llave... ya. La llave. La había sacado. Eso lo explicaba, claro. Con
ella fuera, pero el motor funcionando. Un susto que te cagas. Que te cagas, sí,
pero no que te mueres. O igual sí. De algo habría debido espicharla. Igual
llevaba una puñalada y no se le veía. Borré todos aquellos delirios de un
manotazo. Benjamín, a lo importante, me dije. Ni puta idea de cuándo llegó,
señor guardia. Yo estaba tan tajada que si se me sale un eructo le
descojorcio el soplímetro. Viendo la tele, además. Con el volumen fuertecillo,
que aquí estoy solo y no molesto a nadie. ¿Que por qué me asomé? Pues porque
los de la peli se callaron. Ahí fue cuando me llegó el ruido del motor. Me
vestí, bajé y me di con la tostada. No, por supuesto que no he tocado nada...
bueno, a Don Enrique le palpé un poco el pescuezo, por sí solo era un mareo,
pero no tenía pulso. Me aparté, que a mi esto de los muertos un poco de repelús
si que me da, y llamé al 112. El resto, pues nada. Esperar aquí, a que
vinieran ustedes.
Se sostenía. Y por qué no ha de
sostenerse, me preguntaba. Salvo meter la llave no había hecho nada. Pues
andando. Volví a mi oficinilla, cogí el teléfono y marqué el 112, como
cualquier buen ciudadano. Cuando colgué, comencé a canturrear. Es algo que
solemos hacer los jóvenes, y más los de mi tierra: cantar cuando estamos
contentos.
La policía municipal, como todas las
policías, prefiere complicarse la vida lo menos posible. De no haber estado el
muerto sentado al volante lo habrían puesto en una camilla, se lo habrían
largado al Samur y ahí os quedáis con el marrón, aunque los del Samur de ahora
no son como los de antes. Ya les han salido espolones, ya tienen el colmillo
retorcido, y tenemos mucho lío, aquí no hacemos falta, con vuestro pan os lo
comáis y tranquilos, que ya vendrá la juez cuando le salga de sus partes.
Tardó, cierto, que ya clareaba cuando se bajaron de un 406. Su señoría, la forense y el mismo
agente judicial de dos días antes. Un guiño de los dioses, debió de ser, que
la juez de guardia fuera la misma que había levantado la cautela. Fotos,
mediciones, llamadas por diversos móviles –yo no tengo, ¿saben?; soy un
hombre libre- y, por último, preguntas. Todas las que había imaginado y algunas
otras que jamás se me habrían ocurrido. En el entretanto, el motor del Ferrari
se paraba ‑con retraso, pero el piezoeléctrico funcionaba- justo al
llegar el furgón fúnebre. La juez, que aun siendo jovencilla no tenía buena
cara –y quién la tiene, a esas horas-, dijo que ya se podía 'levantar', y así
se hizo. Don Enrique salió por última vez de aquel Ferrari que tanto había deseado
y aterrizó en un ataúd con pinta de no ser nuevo. Ahí vino el qué hacer con el Ferrari.
El secretario decía de conducirlo a un depósito judicial, pero habida
cuenta de que no había señales de violencia, la juez, que tenía pinta de ya estar
hasta el moño, me preguntó si podría dejar allí el coche. Ahí aproveché para
decirle que sin problemas, y que mejor cuidado que allí no estaría en ningún
sitio, pues yo era el otro propietario. Ahí le cambió la mirada. Recordaba, y
muy deprisa. Dudó, pero como dudan los jueces, por si meten la pata. Debió de salirle
que no había peligro. Decretó, eso sí, que no lo sacara para nada, que lo
metiese al fondo del taller y esperase su llamada. No necesitaba oír más, y
así, con cuidado de tambalearme lo menos posible, levanté el cierre y comencé a
empujar el coche hacia el interior. De nuevo en casa, chico.
Lo que vino después... ¿alguna vez
les ha pasado que un cartón se dispara, que salen sus números uno detrás de
otro y que cantas ¡bingo! cuando no han salido ni cuarenta bolas, sin acabar
de creer lo que has visto? Pues algo por el estilo, pero en judicial. Primero,
la llamada del secretario, a los dos días. Que se persone aquí, que Doña
Izaskun, su señoría, le quiere ver. Una señoría que sentada, relajada y
descansada parecía otra cosa. Incluso amable. No tenía intención de contarle
un cuento chino, porque no los sé contar, así que le conté, de un tirón, toda
la historia. Terminé, como no podía ser de otro modo, diciéndole que yo no lo
quería vender, que me quería quedar con él, porque a esas alturas de mi vida
era lo único que me hacía sentir que aún estaba vivo. Ella escuchaba con una
sorprendente paciencia, sin apenas interrumpir. De vez en cuando tomaba una
nota, y eso era todo lo que hacía. Luego, al acabar yo, se arrancó.
-Don Enrique, como usted le llama,
falleció de muerte natural. Un infarto masivo de miocardio. No se dio ni cuenta.
Murió sin testar, sin descendientes ni ascendientes. Colaterales, tampoco. Ya
sabe, tíos, hermanos, sobrinos... nada. Eso significa que su heredero será el
Estado, y si para entonces no están las cosas arregladas usted se las verá con
un abogado del Estado. Sí, gente de cuidado. He salido con alguno, de modo
que sé lo que me digo. Así que, y pensando en su bien, le propongo lo
siguiente: hago tasar el coche por dos peritos de los acreditados en estos
juzgados. La media de lo que periten será el valor liquidativo del automóvil.
Una mitad ya es suya. La otra será el precio que deberá usted consignar en
este juzgado, el cual haré que se sume al patrimonio conocido del difunto.
Desde ahí el coche será suyo. No sé qué precio fijarán los peritos, se lo
advierto. Si les sale un disparate... pues usted verá, pero en ningún caso le
convendría, pienso yo, pleitear con el Estado. Lo normal, en ese caso,
sería vender el coche con tutela judicial. Usted recibiría su dinero y todos
contentos. No obstante, me inclino a pensar que la tasación no será exagerada.
El coche tiene treinta y tantos años, y según me ha explicado usted lo ha
reconstruido a base de desechos, ¿es así? –asentí-. No creo que a efectos
de convertirlo en reliquia histórica, de las que valen millones de dólares,
haya seguido usted el mejor de los caminos, pero eso ya lo dirán los peritos.
¿Le parece bien? ¿Está de acuerdo?
Lo estaba. Cómo no estarlo. Aquella
chiquilla, que sería de la edad de mi hija, me parecía de fiar. Cuando menos,
no me proponía cosas de las que hacen desconfiar. Los peritos sí me parecieron
dignos de toda desconfianza. Uno tenía pinta de no haber visto un Weber doble
cuerpo en su maldita vida. El otro... pues por ahí. Sabía de motores, aunque
lo suyo era tasar camiones y autobuses; aquel debía de ser el primer coche de
carreras de su vida.
Doña Izaskun, todo un detalle, me
leyó los informes por teléfono. El primero definía el Ferrari como un montón
de basura, reconstruido del modo más chapucero imaginable. A su juicio, del
coche valían, y no mucho, la carrocería y el motor, y sólo para
reconstruir otros coches parecidos, que le constaba los había. Su valoración,
y tirando un poquito al alza, era ocho mil euros. El otro era peor. La supuesta
reconstrucción sólo podía ser obra de un manazas. Dudaba que aquel trasto fuera
capaz de pasar la ITV. Pagar por él más de cinco mil euros sería, más que una
extravagancia, una insensatez. No digo que fueran unas tasaciones con las que
yo estuviera de acuerdo, pero no era cosa de protestar, y menos escuchando
reír a la juez al otro lado del teléfono.
-Siendo el valor medio peritado seis
mil quinientos euros, si quiere seguir adelante deberá desembolsar tres mil
doscientos cincuenta, los cuales, expresados en pesetas, son quinientas veinte
mil. ¿Qué tal?
No soy millonario, pero en la
cartilla tengo eso y mucho más. Ni lo dudé.
-Pues muy bien. Se viene usted por
aquí, con un talón conformado, y lo despachamos en un minuto. ¿Que cuándo? Pues
mañana mismo, a la una. Pregunte por el secretario, que ya le conoce. No, no
creo que yo pueda estar. Bien, señor Cangilones. Le deseo la mejor de las
suertes y que disfrute usted de su Ferrari. Ah, y no guarde rencor a los
peritos. Son muy majos, se lo aseguro. Dos expertos de toda mi confianza.
Nada, por Dios. Que lo pase usted muy bien. Adiós...
Fíjense si seré chusquero, que tardé
días en comprender, y sólo cuando me lo explicó el coronel, que aquella mujer
me había hecho el favor de mi vida. Los peritos, estaba claro, sabían qué
tenían que decir. Una sorpresa, y más a mi edad, constatar que aún quedan buenas
personas en este mundo.
Y esto es todo. Bueno, casi todo.
Sigo sin pintar el coche. Prefiero mantenerlo camuflado de chatarra, para que a
nadie que lo vea se le pongan los dientes largos. Ni que decir tiene que superé
la ITV, y con nota. Luego, tras dejar pasar unos días, decidí cogerme unas
vacaciones. Ningún problema con el sustituto. No sabía de arreglar coches, y
de ahí que mis queridas buenas chicas se quedaran algo tristes, pero sólo
serían dos semanas. La primera etapa, ya lo habrán imaginado, mi apartamento
de Benicàssim. El coche duerme a salvo en mi cochera, bien cerrada. Llevo aquí
cuatro días y no puedo sentirme mejor. Fíjense cómo será, que hasta he ligado.
Aquí donde me ven, hace dos tardes, en esta misma terraza, se me acerca una
chica de cuarenta y pocos, jamoncilla, como a mí me gustan, y se me pone al
lado. Que si yo era de los que venían con el Imserso. No joda, señora. Yo he
venido en mi coche, y a mi apartamento. Anda, y dónde tienes el apartamento, y
el resto se lo pueden imaginar, que alguna vez habrán ligado, digo yo. No se
creía que yo tuviera un Ferrari, hasta que hoy subimos hasta el Desierto de
Palmas a comernos una paella de las buenas, y tenían que haberla visto según
bordeábamos precipicios a carajo sacáo. Está claro que se liga más con un Ferrari
que con un Seat, incluso a mi edad. A mi edad aparente. Con suerte, a la noche
sabré si mi edad real es tan real como espero. Hemos quedado a cenar aquí, en
el Voramar. Ella tiene habitación. Todo el mes. Ha venido por no sé qué cosa de
una talasoterapia que dan en una clínica de aquí al lado. No sé qué demonios
será eso, pero el caso es que vive aquí. Después de cenar... pues cualquiera
sabe. Igual hoy mojo el churro, y por primera vez en mi vida sin casarme, sin
pagar y sin cambiar ningún aceite. Ya se lo contaré, mañana... no, mañana no.
Ni mañana ni nunca. Ya no tengo nada qué contar. Sólo vivir.
A veces me pregunto cómo llegó el Ferrari
a la nave, con Don Enrique al volante. Miren, yo he bebido como cualquier
chusquero. Aguanto lo indecible, y ni me caigo al suelo ni me quedo
gilipollas. Aquella noche no escuché nada. La televisión no estaba fuerte, y
los atletas callaban con frecuencia. El coche, apostaría mi alma si tuviese una,
llegó cuando le oí, no antes. Con un muerto al volante. Nunca supe de dónde venía
Don Enrique. Supongo que de Los Molinos. Debió de morir allí, sobre las doce,
como dijo la forense. Morir de morirse o morir de que lo mataran. Como alguno
de los varios que se murieron donde murió él, al volante del Ferrari. Cómo
llegó luego hasta la nave... pues prefiero no pensarlo. Háganlo ustedes en mi
lugar. A mí me basta con saber que por ahora es mío, aunque también sé que no lo
será siempre. Un día me matará, como ha matado a los demás. Espero que con
cariño, porque de todos sus dueños debo de ser el que más le ha querido. Cuando
menos, el que mejor le ha cuidado.
El sol se va poniendo, el Knockando
se me acaba, el laptop dice que me
queda batería para cinco minutos y aún tengo que llevar el Ferrari a la
cochera, repasarme la barba, ducharme, vestirme y volver andando, que mi
apartamento está como a cinco minutos de aquí. Levanto la cabeza y miro hacia
el parking, algo aturdido por el estruendo del último Euromed, que acaba de
pasar. Ahí está. Rodeado de curiosos y mirándome desde lejos con sus ojos de
xenón. Enseguida estoy contigo, chaval. No tardo, de verdad. Ya voy...
Ildefonso
Arenas
Este
relato lo publicó la editorial Mondadori el año 2005, dentro de un volumen
titulado 'Eris, la Diosa'.
Ya te dije que éste era uno de mis cuentos alfonsinos favoritos...
ResponderEliminarSabía que era un buen escritor, ¡¡¡¡y además es un cuentista!!!
ResponderEliminarMe ha costado trabajo terminarlo
ResponderEliminarExcelente cuento; me entraron ganas de aprender mecánica, pero me contuve.
ResponderEliminarMuchas gracias.
José Luis Limones.