Cada uno vive de lo que buenamente
puede. Unos trabajan para terceros, otros por su cuenta, los hay que son
artistas, también hay artesanos y los más tenemos una profesión, o un oficio.
Yo soy de los últimos, y debo decir que me tocó uno muy cruel. No porque lo sea
en sí mismo. Es porque no resulta fácil hablar de él. Imaginen, si no,
una fiesta en casa de un vecino, mucha gente desconocida. Nada más normal,
a poco que la temperatura social se incremente unos grados, que un amistoso
¿y tú qué haces, a qué te dedicas? Los que primero se animan a contestar
dicen ser doctores ilustres, afamados empresarios, funcionarios de cuerpo
superior, catedráticos eximios, artistas renombrados o medias puntas que
van bien de cabeza. Desde ahí, en progresivo descenso, el turno se nos
acerca y se nos acerca, mientras que al tiempo buscamos el modo de salirnos
del grupo, de guarecernos en el retrete, o donde sea, para no explicar que
uno lleva el control del espacio comercializable de los cementerios municipales.
La gente suele ser educada y no descompone la expresión por mucho
que percibamos un sutil gesto colectivo, ese inconfundible de lagarto, lagarto, y que más de una
mano se retrae a la espalda para extender los dedos índice y meñique,
que así se conjura el mal de ojo. Siempre hay algún audaz, por no decir
cabrón, que se quiere lucir a costa tuya y que inexorablemente pregunta,
con inocencia sardónica, ¿y de qué va eso, tío? ¿asignas tú las tumbas?, a
lo que, ya jodido y en tono desafiante, respondes que sí, tú lo has
dicho, soy el que dice dónde acabáis todos y cada uno de vosotros. Sí,
ríete, pero tarde o temprano tu expediente pasará por mi mesa, y seré yo
el que diga en qué nicho ponemos tu ataúd, qué vecinos tendrá tu sepultura o a
qué hora quemamos tus despojos.
Comprenderán,
pues, que no sólo procure no hablar de cómo he ganado mi pan el medio siglo
que llevo entre cadáveres, sino que cada día rehuya más el contacto con los
vivos. He pasado por demasiado, desde que me llamaran Raskayú a que me
preguntaran si los muertos salían de madrugada para dar una vuelta, como
cantaba no recuerdo cuál niña pija, sabría ella qué carajo es pasar una
noche deambulando por un camposanto. Es desagradable porque no es un
humor recíproco, de ida y vuelta, bondadoso y cordial, el que hace sonreír
por mucho que a menudo se trate de muecas torcidas. Si no respondes eres
un antipático y un borde, pero si explicas que sí, que los nichos se resquebrajan
al alba y las muertas de postparto salen a pasear en sus mortajas, ensangrentadas
de los bajos y arrastrando tras ellas sus placentas viscosas ‑una imagen
muy celebrada; más de una digestión he cortado con ella-, eres un asqueroso
y un tío por demás desagradable, y no entiendo cómo le has invitado, Pepita.
Total, que hace mucho me resigné a decir que administro pequeñas propiedades
inmobiliarias, lo que no deja de ser verdad, y a cambiar de tema,
pero sin poder evitar que me duela. Es la razón de que cada vez hable con menos
gente, sin que apenas lo sienta. En la vida, y si tienen suficientes años
seguro que me comprenden, todo es acostumbrarse.
Me falta poco
para retirarme, pero a diferencia de lo normal nadie me achucha, nadie me
presiona para que acepte una prejubilación. No es que sea imprescindible.
Sucede, simplemente, que nuestro negocio es muy estable y nada disputado.
Para vender no necesitamos rostros agradables ni toque sexy alguno. Somos
lo que somos, y cuanto más feos, y más viejos, y más siniestros, más paz
inspiramos y más caros son los ataúdes que vendemos. Rara vez hay una crisis,
y si alguna se presenta, como la del verano pasado, es por exceso de
clientela, no por lo contrario. Mal verano, el que tuvimos. Un calor
horroroso, ¿se acuerdan? Aquí, en Madrid, cascaron dos mil que aún no les tocaba.
Hubo suerte, menos mal. Como la mayoría eran jubilatas que vivían solos,
como seré yo dentro de tres años, sólo se les supo sepultables cuando sus
vecinos volvieron de vacaciones y percibieron el aroma, o cuando sus
hijos se acordaron de llamarles, que alguna vez hay que hacerlo, y les
extrañó que quince días después siguieran sin contestar. Unas cosas con otras,
el gran achuchón se diluyó a lo largo de septiembre, así que pudimos
afrontarlo sin horas extraordinarias. Tuvimos problemas con los
nichos, porque siendo verano era impredecible tal exceso de demanda
–sube con las gripes, aunque no tanto con los calores‑ y apenas disponíamos
de reservas edificadas, pero una experta gestión comercial –nadie se deja
influir tanto como un deudo, sobre todo si del duelo sale disparado a la
notaría blandiendo el pertinente certificado de defunción- desvió la demanda
excedente a nuestros magníficos crematorios, de modo que pudimos capear
el temporal sin que nadie advirtiera lo cerca que anduvimos de ser noticia,
lo último que se puede permitir una empresa de servicios funerarios.
Como les decía,
me jubilaré dentro de poco. Mientras llega el día me ocupo de mi trabajo con
diligencia irreprochable. No es que me apasione, pero lo hago a plena satisfacción
de la empresa y eso es lo que cuenta. El día que me vaya pondrán en mi lugar
un titulado superior con tres idiomas y siete masters, aunque no por eso lo
hará mejor. Es más, necesitará un tiempo para no meter la pata, y cuando aprenda
se largará, por lo que ya les dije, que no poder hablar de lo que uno hace
conduce a volverse diferente, o a buscar otro trabajo, y más si aún se es
joven. Se preguntarán ustedes cómo se puede meter la pata en asignar sepulturas,
por impacientes que se muestren los deudos, y les diré que no es ahí donde
se mete, porque quien de veras asigna es un ordenador que compramos hace
años, y que aunque ya es mayor, como yo, lo sigue haciendo de maravilla,
igual que yo. Mi función es meramente fedataria: refrendo con mi firma
de apoderado lo que dice la máquina, y todos contentos. Sólo se puede meter
la pata cuando el ordenador no lo hace todo. Me refiero a si hay que desenterrar,
o exhumar, que suena como más distinguido, más elegante. No estoy hablando
de las exhumaciones puntuales, esas que de vez en cuando acometemos a
requerimiento judicial, sino a las rutinarias, las que se realizan a los
veinticinco años del enterramiento si el que contrató la sepultura no lo
hizo a perpetuidad. El ordenador me indica, en preaviso de seis meses,
que un determinado espacio recomercializable, por lo general a buen precio
–para residir en un sitio estupendo, rodeado de vecinos elegantes, de
buenos apellidos, hay que pagar un plus‑, está por quedar libre. Me dice
también dónde puedo encontrar el expediente, lo cual hace que, yo solo,
haga lo que diez o doce años antes hacíamos entre cuatro, pero desde ahí es
cosa mía. Sólo mía.
Cuando la que
caduca es una primera ocupación suele suceder que aún existan deudos
conocedores del difunto, y al tener derecho a prorrogar hay que dar con ellos,
lo que rara vez es fácil. Con frecuencia son ancianos apenas lúcidos, sin control
sobre su patrimonio. Hay, pues, que localizar a quienes les controlan, a
menudo hijos desalmados que si algo desean es que papá, o mamá, la espiche
de una santa vez y así puedan repartirse lo que tenga, por lo general un
piso en un buen sitio y que les sacará el vientre de penas. En mi registro
estadístico particular, nueve de cada diez, una vez entienden que si dicen
de seguir hay que pasar por caja y si dicen de que no eso es todo, no se les
paga nada por dejar la tumba libre, al momento deciden a favor de la fosa
común, que la vida está mu achuchá y ellos, total, ni se acuerdan de su
abuela. El que hace diez sí prorroga, normalmente porque no es un viejo
tan caduco y acabado que no se pueda limpiar el culo él solo, que aún
controla su dinero y hace con él lo que le sale de sus partes, y mejor gastarlo
en eso que dejárselo a la zorra de la nuera, un suponer. A mí, pues qué quieren
que les diga: me daría igual, aunque la empresa prefiere que no haya prórrogas,
porque la tarifa es más baja, y eso hace que de un modo sutil, pero eficaz,
que para manipular voluntades no hay nada como la experiencia, oriente
a renunciar al que sea, o a la que sea. Curiosamente, cuando no tengo éxito
en esa manipulación se acaban mis problemas, mientras que si triunfo empiezan
mis desvelos; incongruencias de la vida, debe de ser. La culpa es de la
exhumación, que se las trae. Las normas dicen que debo conseguir la
presencia de al menos un deudo para evitar reclamaciones futuras, lo
cual no es fácil de conseguir, ya que no es un trago agradable ver abrir un
ataúd que contiene los restos de un ser que una vez, años ha, fue más o menos
querido. Todo el mundo tiende a pasar, aunque ahí es cuando susurro que a
menudo aparecen objetos de valor, ya que, antiguamente, cuando los
muertos bajaban a sus tumbas se acostumbraba enjoyarlos, pero a la fosa
común bajan sin nada, los huesos en un saco y eso es todo, y si algo aparece
se queda en depósito un cierto tiempo, al cabo del cual se vuelve propiedad
de la empresa. El deudo, si lo habré visto veces, guarda un silencio
de segundos para después cambiar de idea, bueno, pues allí estaré, para decirle adiós una última vez. Ay,
si yo les contara de las miserias humanas ante los ataúdes abiertos...
Soy metódico,
ya lo habrán deducido. Viviendo de lo que vivo, y desde hace tantos años, cómo
no serlo. De ahí que dedique las tardes de los viernes a revisar lo que dice la
máquina sobre fosas liberables en un plazo de seis meses. Hace justo eso,
seis meses, comenzó lo que ahora les relato, y a eso se debe que me haya
puesto a escribir, no por explicarles en qué consiste mi macabro y aburridísimo
trabajo. Aquella tarde había pocas fosas, y sólo una de segunda prórroga,
por lo cual parpadeaba en la pantalla, y al ver el nombre de la ocupanta,
pues era una señora, la memoria, que alguna vez me parece viva su propia
vida, se me puso en marcha, y como esas tardes de viernes hay poca gente y nadie
me incordia en mi despachito encristalado de la planta sótano, bajo una luz
de muy poquitos watios y rodeado de ataúdes nuevos, apilados hasta cinco alturas,
pues me dejé llevar.
Mi memoria se
activó porque un nombre como Maudilia Sobreviela Villafáfila es imposible
de olvidar. La Maudilia –soy madrileño de baja extracción, esa donde la
práctica común es que todos tengamos delante un La o un El; aquí no es como
en Cataluña, que anteponer un artículo es práctica normal a lo largo de toda la
escala social; aquí, en Madrid, pone de manifiesto de dónde sale uno, y yo
salía de la calle General Álvarez de Castro, en pleno Chamberí, enfrente
del difunto cine Voy, ese que ahora es un concesionario de Toyota pero que
hace cincuenta y tantos años era la sala exclusiva de los americanos de
la base, la de Torrejón, y así veíamos los chicos de la calle los cochazos
que traían aquellos hijos de sus madres, y las tías alucinantes que
salían de dentro, y hasta nos pasábamos un rato examinando con interés,
por si algo se veía, las carteleras de The
Barefoot Comtessa, que según mi amigo José Luis significaba La Condesa en Pelota, pero esa es otra
historia, ya se la contaré otro día- era La Portera. Lo escribo así, con énfasis,
porque para los niños de mi tiempo, y de mi barrio, La Portera era una institución.
Más o menos, como El Sereno. Una fuerza civil y también social, si no de
la naturaleza. Se complementaba con el Jefe de la Escalera, un cargo
abolido muchos años antes, aunque a los efectos de los que alguna vez lo fueron
aún seguía en vigor, si no por otra cosa porque conservaban un poder muy
de temer, el de informar a la policía, y los vecinos de la casa, en nuestra
totalidad –salvo el Agustín y Don Manuel-, éramos hijos de la derrota. Si
usted, lector amable y paciente, no es lo bastante mayor, o no lo bastante
de aquí, sepa que cuando un español habla de La Derrota ya dice a cuál se refiere.
Nuestro ex‑jefe
de la escalera era el Agustín, un falangista cojitranco que había estado en
la División Azul –mi madre no daba más detalles- y cuyo único bien de
interés, a mis explicables efectos, era la hija del Agustín, una vistosa moza
de mis años también conocida por La Paqui. A diferencia de un servidor, por
entonces un tirillas, la Paqui era tirando a frondosa, como escapada de un
cuadro de Renoir. Una noche de verano, andaría yo por los catorce, sin haberla
provocado, fíjense, sin haberle propuesto nada, me invitó a palparle una
teta. No me negué –de siempre fui cortés-, pero no podría decir que disfrutase,
pese a ser la primera de mi vida. Debió de ser porque la carne de mujer
siempre me ha gustado seca, y la Paqui relucía de un sudor resbaladizo,
acuoso y en absoluto inodoro. El resto del Agustín me traía sin cuidado,
aunque no a mis padres, que cuando nos lo cruzábamos por la calle le
saludaban con respeto, pese a que rara vez dejaban de maldecirle -¡sus muertos tós!- tras verle alejarse.
Moraba el Agustín al fondo del pasillo de aquel cuarto piso, en la última
puerta del lado interior. Frente a él, la casa de la señá Manuela, su hijo
el Manolito y la zorra de la Tere, su señora. La señá Manuela era una
prostituta medio gitana –yo no lo sabía entonces, pues era pequeño para
saber de ciertos oficios, pero alguna vez, años después, me lo explicarían-;
seguía trabajando pese a los muchos años que tenía, no tanto por ella misma
como por mantener al niño de su alma, el Manolito, gordo, vago,
guarro y mongoloide, campeón de la escalera en materia detonante ‑había
que verle, y oírle, asomarse a la ventana, en calzoncillos con verdín y
camiseta imperio atomatada, beberse de un trago un botellín de Mahou,
hacer fuerza diafragmal y soltar un eructo de los que abaten vencejos‑ y
cuyo propósito existencial era lloriquear a voz en grito, de forma que ningún
vecino se quedara sin oírle, por la mala vida que le daba su señora, La
Tere. Ay, la Tere. Debo explicar, antes de nada, que la ventana de su
comedor se abría frente al patio vecinal, y justo al otro lado estaba la
de nuestro cuarto, el que compartía con Vitín, mi hermano mayor. En los veranos
de aquellos tiempos era normal pasarse lo peor de la estación en calzoncillos
y con las ventanas abiertas, indiferentes a que nos vieran o nos oyeran.
Todos nos veíamos y todos nos oíamos, y a nadie le importunaba esa
promiscuidad escaleril; hacia tanto calor que nos daba igual se nos viera
o no, se nos escuchara o no, se nos oliera o no. La vida era como era y nadie
discutía. Todos nosotros, del primero al último, nos limitábamos a sobrevivir.
Como decía, de
la Tere nos separaba lo que midiera de ancho el patio, y aunque las
distancias visuales las tengo apolilladas yo diría que más de tres metros no
habría. La Tere, ya llego a ella, también era puta, y gitana, como su
suegra, sólo que jovencita y de buen ver. No tenía mal trato, que cuando me
cruzaba con ella en la escalera me revolvía el pelo con algún cariño –'hay
que ver, el Quique, cómo está creciendo el chavalón', solía decir con la enronquecida voz de la que chupa treinta pollas
cada día-, pero cuando al Manolito le daba la depre sacaba una mala leche
que atronaba la vecindad, desbordando el monótono rumble-rumble-requeterrumble
de una imprenta cercana –fíjense qué cosas, quizá sea por eso que disfrute
tanto la paz de los cementerios; qué horror, ese ruido constante, martilleante,
atroz, de todos y cada uno de los horribles días de mi niñez-. Eran
episodios de gran violencia, y no sólo verbal, pero como casi todas las
explosiones pasionales tendían a ser efímeros. En general, en la casa de la
señá Manuela, el Manolito y la Tere solía imperar una paz mortecina,
perezosa. Sepulcral. En ocasiones, a la somnolienta hora de la siesta, mi
hermano bajaba las persianas de nuestro cuarto y miraba por una rendija, en
pie sobre mi cama. Yo, que como todo hermano pequeño era un chantajista,
susurraba 'o me dejas mirar o chillo', y él, pobre infeliz, nada es más
sufrido que un hermano mayor, me aupaba sin esfuerzo –era un tirillas,
recuerden- y así me asomaba yo a unos misterios nada extraordinarios, no
vayan a pensar que nos ofrecían gratis la escena de la mantequilla del Último Tango en París. Por lo general
eran el Manolito y la Tere vestidos de nada bebiendo anís a la mesa del
comedor. Alguna vez, y era necesario estar pendiente para no perdérselo,
la Tere se levantaba para coger algo, y así logré yo ver las primeras
tetas de mi vida. No sabría decir si eran feas o bonitas, pues por entonces
no sabía de tetas, pero no me importaba. Eran tetas y con eso bastaba. Mi
hermano –pobre Vitín, lo joven que murió-, que me sacaba ocho años y podía
mirar desde más arriba, decía que también se veían los pelos –Los Pelos;
¿qué diablos sería eso?‑, y yo entonces componía mi mejor cara de comprender
sin tener mucho más que una idea nebulosa sobre qué sería eso que a mi
hermano tanto le importaba, lo bastante como para pasarse horas y horas en
pie sobre mi cama, mirando a través de la persiana.
La puerta
inmediatamente anterior a la de la señá Manuela era la nuestra. Frente por
frente, pues el pasillo era simétrico, vivía la Angelita. Se daría un aire a
la Tere, aunque contra la tendencia general del edificio no era puta. O no por
multitudes. Tenía cuatro hijos, según mi hermano malévolo cada uno de un
papá distinto. Se llevaba bien con mi madre, la cual, he de aclarar, tampoco
era puta. Era la señora de un sastre, honrada como la que más, y si un pecado
cometió en su triste vida fue rellenar cargadores para el Quinto Regimiento
en el Metro de Argüelles –me lo dijo años después, cuando le faltaban
días para juntarse con papá en el paraíso de los anarquistas, donde pienso
yo que San Pedro le habría destinado, pues más de una iglesia se cargó a
golpe de buena dinamita de la CNT, en Sigüenza, en Molina y en Pastrana,
que para eso era el sargento dinamitero de la 14ª División, la del general
Mera; la verdad, no puedo entrar en un templo sin evocarle‑. La hija mayor
se llamaba María de los Ángeles, aunque para todos era la Angelisa.
Era de mi edad, muy bonita, muy buena y muy dulce. Fue mi primer amor
imposible, pero ya llegaremos a eso. Antes de alcanzar nuestras puertas, tras
adentrarse por el pasillo, había que dejar atrás los pisos exteriores. Los
de nuestra planta eran la materia y la antimateria, si bien coexistían de
un modo admirable. Del lado de la Angelita vivían la Coja y la Gorda,
unas señoras que para mí sólo serían dos vecinas más, pero mi hermano me
aclaró que no, que las dos eran del oficio, y de las caras, pues dominaban no
sabría él decir qué raras perversiones esotéricas –no sabía mucho, el
infeliz; tenía, por si fuera poco, el extraño don de intertextualizar los
polisílabos esdrújulos, lo cual me creó más de un trauma, porque no fue
hasta jurar bandera que yo entendiese, al fin, que lo erótico nada tiene
que ver con lo empírico-. Unos conceptos demasiado enigmáticos para mi
cosmogonía de por entonces, la cual, como era natural, no podía ser más elemental.
Una desgracia, porque me llevaron a tratarlas con un distanciamiento de
lo más injusto, y sólo por no entender los enrevesados mensajes de mi hermano.
A estas alturas, lo proclamo a título de disculpa, siento por las putas no sólo
un gran cariño, sino el mayor de los respetos. En mis sesenta y dos
años, dentro de poco sesenta y tres, jamás me acosté con una mujer que
no me cobrase. Dios las bendiga.
Frente a la
Coja y la Gorda, Don Manuel. Con la iglesia hemos topado. Mis padres le
saludaban con humildad, pues los tiempos no eran para menos, pero mi madre luego
me advertía que nunca, me dijera el cura lo que me dijera, entrara en su
casa, y que cuando fuera mayor me diría por qué. Mi hermano, que actuaba de
atajo cognoscitivo, me lo explicó: es bujarrón. Una palabra nueva, pero fiel
al que ya era mi estilo me abstuve de preguntar. Sólo al cabo de un tiempo supe
que un bujarrón es como un maricón, pero de dar. Con eso tampoco salí de
dudas, aunque algo me pude orientar, ya que sí sabía qué cosa es un marica.
Mejor dicho, creía saberlo. En la calle se solía señalar así al individuo
de virilidad discutible, como aquellos que no se atrevían a jugar a Rusia,
¿se acuerdan?, sí, eso, lo de rusia
número uno a su caballo el veintiuno, y se cogía carrerilla para saltar sobre
los lomos de la mitad de la pandilla, cogidos los unos en prolongación de
los otros, y luego venía rusia número
dos a su caballo el veintidós, y así hasta que todos los rusias estaban
montados en sus respectivos caballos, y ahí el rusia jefe mandaba marea, marea, y los caballos se
removían con violencia para descabalgar a sus jinetes, y al cabo de un minuto
estábamos todos por los suelos, pringados de barro hasta las cejas y
muertos de risa, yo algo menos por saber que al llegar así a casa me caería
una mano de hostias, pero lo aceptaba, porque se trataba de ser como los
demás, de no salirme del rebaño, cosa que por entonces me daba mucho miedo.
Yo, que al ser más pequeño que los demás no tenía claras las ideas, imaginaba
que un maricón sería un marica enorme, gigantesco, grandísimo, como el
King Kong que una noche vi en la terraza del cine Diana, ese de la plaza
del General Álvarez de Castro que los veranos proyectaba películas al
aire libre, todos nosotros sentados en sillas de tijera y comiendo pipas como
si nos fuera la vida en ello, pero Don Manuel era bajito, delgaducho y muy
amable tras su sotana siempre sucia, tanto que en el Parque Móvil, donde
daba catecismo, se le conocía por Padre Superheterodino, por las
muchas lámparas que lucía. Superheterodino, qué palabra... ¿recuerdan
los anuncios de la Escuela Radio Maymo, que por correspondencia explicaba
cómo hacerse un receptor de onda media? Se les había olvidado, ¿verdad?
Volviendo a Don Manuel, jamás acepté las invitaciones que nunca me
hizo, salvo una vez, a una semana de marchar a Campamento y decir adiós
a Chamberí. Ese día, yo de catorce recién cumplidos y uniformado de
botones de la funeraria –jamás he trabajado en otro sitio; empecé a los
doce, y si les asombra tan extrema precocidad recuerden, o pregunten,
cómo era la vida de por entonces-, pasé a su casa no recuerdo para
qué. Me pareció confortable. Cortinas de terciopelo, tapices en las
paredes y alfombras por todas partes. Y muchos libros. Don Manuel me atendió
con la mayor corrección, y les aseguro que no me hizo ninguna mariconada.
Pobre hombre. Igual ni siquiera era bujarrón.
Ya llego a la
Maudilia, no se impacienten. A estas alturas es probable que piensen de la
pobre que sólo es mi McGuffin –adoro el cine, como casi todos los que
odiamos a la gente-, pero no es así. Sucede, nada más, que si hubiera empezado
por ella no se habrían ustedes ambientado. La Maudilia, ya comienzo, era de
Belmonte, provincia de Cuenca. Es todo lo que sé de su historia. Siempre
iba de negro, aunque jamás pregunté si por su padre, su madre o a saber
quién, si alguna vez tuvo un Quién. La Maudilia era como era y con eso me
bastaba. Recuerdo, eso sí, su aroma. Imposible olvidarlo, y tengan en cuenta
que más de una caja reciente me ha tocado abrir. De olores corporales,
supongo lo admitirán, sé lo que no está escrito. El de la Maudilia era inconcebible.
Toda ella, en realidad, era inconcebible. No recuerdo vecino alguno que hablara
bien de ella. Buenos enchufes debía de tener, porque además de antipática,
guarra y cotilla –le adornaban casi todas las virtudes, ya lo ven‑, era
la chivata del Agustín, el único que la trataba de tú, a saber por qué.
Quizá por eso fuera imposible conseguir que la echaran. Era una casa de pisos
alquilados, de renta antigua, y el
propietario un ser misterioso, me lo contó mi madre años después, que se
guarecía tras un abogado de Burgos, jamás se dejaba ver y en absoluto
parecía descontento de su empleada.
Debo aclarar,
en defensa de la Maudilia, que las posibilidades sanitarias del edificio
no favorecían la higiene corporal. Cada vivienda disponía de un lavabo-retrete
–al menos teníamos agua corriente, por supuesto fría‑, y eso era todo. Uno
podía lavotearse y hacer sus aguas, las menores y las mayores, aunque ahí
acababa todo. ¿Ducharse? Por Dios, de qué obscenidades habla. ¿Bañarse?
Usted ha visto demasiadas películas, joven. Aún así, algunos nos bañábamos.
En mi caso sin excesivas ganas. Sucedía, una vez al mes o por ahí, que mi madre
instalaba un barreño de barro en la cocina, lo llenaba de agua que previamente
calentaba en el fogón y así nos bañábamos por turnos, primero yo, luego
mi hermano, después mi padre y ella terminaba el ciclo, me figuro que con
un agua que ya sería sólida. Yo detestaba ser bañado, qué quieren que les
diga. No encontraba placer alguno en desprenderme de mis roñas, quizá por
no bañarme solo. Mi madre, única niña y encima la mayor en una casa de nueve
hijos –de los que vivían tres; la guerra y la posguerra se llevaron a los
demás-, era experta en bañar hombres jóvenes, por las buenas o por las
malas, y doy gracias a Dios por que no me refregase con el estropajo de
aluminio. A la Maudilia no la bañaba nadie, pero la vida era tan
jodida que soportar el atroz hedor de la portera nos daba igual.
La Maudilia no
vivía sola, pero no se lancen, no piensen que aquí llega el amante sórdido que
igual están esperando. Nada de eso. Se llamaba Raphael y yacía con ella,
sí, pero no en la forma que tan crípticamente describe la Biblia. Yacía con
ella de un modo amistoso, platónico, y no ya por estar capado desde su más
tierna infancia, sino por ser un gato. Un gato enorme. Gordo, negro, de
fosforescentes ojos verdes, inquietantes, alarmantes, que hacían buen
juego con su paso lento, elástico y majestuoso. Un gato en apariencia
manso, aunque de ningún modo lo era. Menudos mordiscos atizaba, menudos
arañazos te pegaba con esas garras siempre desplegadas, siempre listas
para defender su territorio. Un gato digno de su dueña y tan detestado
como ella, si bien, y en eso sí era diferente, olía bien. Sorprendente,
¿verdad? Uno de sus dones era encontrártelo en el lugar más insospechado.
Nunca sabías dónde te podías dar con Raphael. Su silencio absoluto le
convertía en el vecino más inquietante de aquella casa tenebrosa. Eso si
no le sentías aterrizar en tu hombro, volando desde la cuarta dimensión
para seguir hacia sabría Dios dónde. Raphael, en síntesis, daba unos sustos
que te cagabas.
Nadie se
llevaba bien con Raphael, salvo su dueña y la Angelisa. Jamás logré saber por
qué, pero mi bonita vecina, tan guapa en su vestido de popelín, sus calcetines
blancos y sus sandalias averiadas, era el único ser de la comunidad donde Raphael
se acurrucaba de vez en cuando. Aparecía por sorpresa, sin que pudiera determinarse
de dónde había salido, y se tumbaba, tan chulo, en el regazo de mi vecina,
y ahí se dejaba repeinar, rascar y acariciar, con los ojos entornados y en un
gesto imposible decir que relajado aunque al menos no en guardia, no a punto
de saltarte a los ojos. Un fenómeno que solía manifestarse a eso de las
doce, de junio a septiembre, cuando nos daban las vacaciones y los niños
bajábamos por El Hielo. Ni la menor idea, ¿verdad? Claro. Son ustedes excesivamente
jóvenes. En aquellos tiempos, apenas salidos de los hambrientos cuarenta,
los alimentos se conservaban en un artefacto denominado fresquera y que se instalaba en el
alféizar de una ventana donde no diera el sol. A eso se debía que La Compra
fuera una función cotidiana, que yo detestaba porque me veía impelido a
ir con mi madre. Ir a la compra era como subirse al correo Cádiz-Port
Bou, ese que se detenía en todas y cada una de las cincuenta mil estaciones.
Mi madre se paraba en todas, o se paraba con todas, que siempre aparecía una
conocida con la que charlar un ratito, quizá segundos pero que para mí eran
horas, y sin posibilidad de huir, que me llevaba cogido de la mano, tan
fuerte que de ningún modo podía escapar. La tecnología, por fortuna, vino
a liberarme. Lo hizo en forma de nevera, pero no piensen ustedes que de tipo
eléctrico. Anda que no nos faltaba para eso. Era de hielo. Se introducía en
ella un trozo de más o menos cinco kilos, y con eso la carne, la leche y la
fruta se aguantaban todo un día, lo justo hasta que llegara más hielo. Eso
era lo que sucedía cada mañana sobre las doce, que venía El Hielo. No
venía él solo, andando por la calle. Venía en un motocarro conducido por un
gitano que lo extraía con ayuda de un garfio y lo partía con un punzón -'¿cuánto
te pongo, niño? ¿un cuarto? ¿sólo? pueh venga, doh realeh y aserca el
cubo, hodé, que no tengo to'l día, cohone'‑. Una ceremonia que recuerdo
con dulzura, y no porque me maravillara el motocarro, ni sintiese apego
por el hielo, sino porque no había forma de saber a qué hora llegaría, de
modo que hacia las once nos sentábamos en el portal con nuestros cubos,
armados de paciencia, y a esperar bajo el dosel miasmático de la cercana
fábrica Hutchinson, esa de altísimas chimeneas en la calle Santísima
Trinidad, primer fabricante mundial de mierda, o eso pensábamos tras tantos
años de respirar sus indescriptibles hedores. Yo andaba enamorado
de Angelisa, ya lo dije antes, y en aquellos momentos, sentado a su lado,
aspirando su perfume a jabón Lagarto, suspiraba por la llegada de una
tribu de comanches, de modo que, tras sacar el Colt 45 que no tenía, me
los cargase a todos y después tomase a la bella en brazos, y de ahí no pasaba
por no tener idea de qué se puede hacer con una bella en brazos. Además
sucedía que los acontecimientos me distraían. Uno de los más habituales
era Raphael, que solía brotar de la nada para tomar posesión de unos muslos
por los que yo habría matado, aunque sin saber para qué. Ahí se quedaba,
el condenado, gozando de unas caricias y unos mimos con los que yo soñaba para
mí.
La vida siguió
su curso, y no les quiero distraer contándoles naderías. Lo mínimo que
les debo decir es que, poco antes de cumplir yo trece, la Maudilia se murió y
Raphael desapareció. Así, sin más. Surgió de no sé dónde un ser de corte
parecido, similares atavíos y que olía igual de mal, que luego se quedó en la
portería pero que antes se ocupó del duelo. Entonces no era como ahora, que
la gente la espicha y viene un furgón que se hace con ella y la deja en el
tanatorio, y de ahí al cementerio, sin manchar, sin hacer ruido, de un modo
tan eficaz y tan discreto que acaba pareciendo que no se ha muerto nadie.
Parte de la culpa es mía, que algo pude influir en las actuales formas de
lidiar con los difuntos, pero esa también es otra historia. La Maudilia se
murió en su chiscón, algún alma buena la fregó, la perfumó y la vistió con el
hábito del Carmen. Allí se la veló, por allí pasamos los vecinos como cuando
lo de Franco, para irnos a la cama bien seguros de que la bruja se había muerto,
y de allí se la llevó un coche fúnebre como los de antes, negro y siniestro,
aunque al menos ya no de caballos, que no crean, todavía se les veía en la
España de la Estabilización. Así salió la Maudilia de mi vida, y jamás habría
regresado de no haberme visto con su nombre y sus apellidos, en la fría
pantalla de un terminal conectado al viejo Univac que tan pacientemente
administraba la historia comercial de nuestros muchísimos clientes.
No apareció
ningún deudo. Veinticinco años antes sí lo hubo, un tal Calixto Romero
Sobreviela que decía ser militar y que pagó religiosamente por otro cuarto de
siglo, pero de aquel no quedaba rastro, ni tampoco de unos descendientes
que seguramente no tuvo. Hice todos los intentos que marca la ley, más los que
ordenan nuestras normas, pero al cabo de los seis meses el destino de la Maudilia,
o de lo que aún quedara de su persona, por fin estaba escrito: la fosa común.
Me llamaron
ayer: Don Enrique, a las doce abrimos la caja de la Maudilia. Estamos solos.
No hemos encontrado ningún otro apoderado. Si no viene usted ya me dirá
quién va a certificar. No, antes no podemos. La gente se muere a chorros
estos días, bien lo sabe usted. Bien, pues aquí estaremos.
Pobre
Maudilia, y pobre de mí. Verme con sus restos me daba igual, pero verme con
los míos, sugeridos por el fantasma de mi niñez, me deprimía. Sesenta y dos
años, soltero, sin hijos, sin nadie tras de mí. Una vida sin sentido, sin
dejar nadie detrás que durante un tiempo me quiera recordar. Bien, pues así eran
las cosas y así había que aceptarlas. Sobre todo, que no se me notase. Soy
bueno en eso, en que nadie detecte qué sucede tras mi cara y tras mis manos.
Quizá sea, es casi seguro, porque a nadie le importo un carajo.
La caja. De
pino, en buena condición o no excesivamente podrida, si lo prefieren así.
Yo no recordaba cómo era el ataúd en que la vi de cuerpo presente. No por el
tiempo transcurrido, sino porque la costumbre de los tiempos era dejar caer una
sábana por los lados, flanqueada por los velones y no por hacer bonito, sino
por camuflar en qué clase de recipiente, o envase que decimos los profesionales,
la difunta salía del reino animal para incorporarse al mineral.
-¿Abrimos, Don
Enrique?
Asentí. Cuanto
antes terminase aquello, mejor. Mi función, debo explicarlo, era revisar el
contenido de la caja, buscando algún objeto de valor. No piensen ustedes en
collares, pulseras o relojes de marca. No va por ahí. Alguna vez los hay, pero
son tan pocas que no pasan de anecdóticas. Va por muelas de oro, alianzas de
matrimonio y pendientes pequeños, que otra cosa no se deja en los muertos
cuando bajan a la fosa. Ya se ocupan las hijas, y las nueras, de que allí, en
la caja, no quede nada digno de ser llevado al Monte de Piedad.
La tapa no se
resistió. Al momento apareció la muerta. Con sorpresa.
-¿Ve usted lo
que yo veo, Don Enrique?
Lo veía.
Encaramado en la descarnada calavera de Maudilia, un gato negro, en sorprendente
buen estado, parecía mirarnos desde unos ojos verdes aterradoramente intactos
‑la Almudena es buen camposanto para esta clase de milagros; como tiene
un excelente drenaje los cuerpos suelen conservarse bien, sobre todo si la
caja es de pino, más resistente que las de nogal, o de roble, o de cedro;
no se puede comparar a las de teka, cierto, aunque no queda lejos; dados
los precios, el día que les toque, y si les preocupa presentar un buen aspecto
cuando resuenen las trompetas del Valle de Josafat, consíganse un buen ataúd
de pino de Balsaín; háganme caso, que su osamenta lo agradecerá-. Un misterio
menos, me habría gustado decir a mi madre, que reposaba no muy lejos de
allí. Al fin sabemos qué pasó con Raphael.
Con frialdad, y
profesionalidad, aparté lo que aún quedaba del gato sin apenas mirarle –las
fauces abiertas, los colmillos en punta, las garras desplegadas; más o
menos, como en vida‑, pues la impresión que daba era la de hallarse mitad
aquí, mitad allá. Si no por otra cosa, por los ojos. Tan verdes, y tan
grandes, como los había visto medio siglo antes.
En la caja no
había nada de valor. Ya la despojarían bien, al amortajarla. Firmé los documentos,
vi meter los restos en el saco, los de Raphael también, y eso fue todo. Pedí
un taxi –desde que me robaron el Volvo no he vuelto a conducir‑ y me vine a
casa, sin ganas de nada, porque los ojos de Raphael no se me borraban de la
mente. De ahí que, sin comer, comenzase a escribir. Ahora es madrugada, no
tardará en amanecer, y tras repasar esto que han leído –si han llegado aquí‑
me pregunto si Raphael estaba muerto al completo. No sé, quizá sea una tontería
de las que se nos ocurren a los viejos solitarios, o puede que sea culpa de la
botella de JB que descorché nada más sentarme y que ahora yace vacía, en la
papelera, pero al apartarlo de la calavera de Maudilia me pareció que no
estaba frío.
No del todo.
© Ildefonso Arenas, 2014
No he podido leer el texto porque ha los finales de renglón están fuera del espacio blanco. ¿Se puede arreglar?
ResponderEliminaro
Ya conocía esta historia, junto con otras que también tienes sin publicar. Encuentro que "Raphael" posee la fuerza de la recreación costumbrista de la vida madrileña de nuestra infancia, que –doy testimonio– era tal cual, en los barrios populares.
ResponderEliminar"Raphael" merece que algún editor se fije en ella, y también en las demás historias cortas inéditas a las que me he referido.
DESGARRADOR. Se le queda a uno el estómago encogido.
ResponderEliminarCuando miramos las calles antiguas de Madrid, según cuáles, claro, tenemos a veces la impresión que tras sesenta años no han cambiado tanto, pero luego te das cuenta que esos años son muchos. Y no digamos ya setenta, pero entonces no hacíamos otra cosa que agarrarnos a la teta (el que tuviera esa suerte) y lo que sucediera más lejos nos traía al pairo. Con los años es evidente que se añora la tierna infancia y alguno revive las antiguas costumbres; el que pueda, claro.
Opino igual que Jose Enrique; esta historia, como alguna otra que tienes en el baúl, deberías publicarlas.
DESGARRADOR. Se le queda a uno el estómago encogido.
ResponderEliminarCuando miramos las calles antiguas de Madrid, según cuáles, claro, tenemos a veces la impresión que tras sesenta años no han cambiado tanto, pero luego te das cuenta que esos años son muchos. Y no digamos ya setenta, pero entonces no hacíamos otra cosa que agarrarnos a la teta (el que tuviera esa suerte) y lo que sucediera más lejos nos traía al pairo. Con los años es evidente que se añora la tierna infancia y alguno revive las antiguas costumbres; el que pueda, claro.
Opino igual que Jose Enrique; esta historia, como alguna otra que tienes en el baúl, deberías publicarlas.
Ya me gustaría publicarla, pero el relato corto tiene muy mala salida en nuestro mundo editorial. Ni mi agente ni yo hemos conseguido dar con un editor al que le guste publicar cuentos que no sean de niños inocentes y bondadosos. Las historias que me salen, por desgracia para mí (para mi bolsillo, más exactamente), son para lectores que hayan dejado atrás la pubertad. Más o menos, como casi todos nosotros.
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