Cosas
de abuelos
Por
Eloy Maestre Avilés
Madrid,
a 5 de mayo de 2015
ÍNDICE
Explicación 3
Gajes del oficio 4
Mi reina mora 54
FIN
Primera crítica 107
Explicación
Este
relato brotó de súbito como el dedo de mi nieto Rodrigo al clavarse en mi ojo y
unas horas después de producirse el accidente. Tras mi peripecia entre brumas y
molestias en Urgencias de La Paz pude rememorar mis recuerdos y plasmarlos en
el papel. Las voces ajenas que se entremezclan al recuento verídico de los
hechos son producto de mi imaginación desbordada por la situación, que dudo en
calificar de desafortunada dado el relato conseguido gracias a ella, y con la
pizca de ansiedad y dolor necesarios e incluso lógicos en cualquier creación
literaria por mínima que sea.
Concluido
el borrador del relato del accidente del dedo de Rodrigo a plena satisfacción,
consideré necesario iniciar otro de Leyre, nuestra nieta querida que ha llenado
nuestra vida de dicha desde su nacimiento hace ya ocho años. Y nada mejor para
hablar de ella que tratar de los abundantes juegos compartidos con su abuelo en
su primera infancia.
Con
ambos relatos, uno tras otro, queda henchida de momento mi condición de abuelo
escritor con mis nietos como objetivo. No descarto que en el futuro la familia
engrose con algún nuevo miembro diminuto (y tal vez traiga no un pan bajo el
brazo sino un nuevo escrito de mi pluma) a quien amar como lo hacemos a diario
a nuestras dos perlas: Leyre y Rodrigo, joyas que adornan las vidas de Pilar y
mía. Nunca podremos agradecer bastante a sus padres: Eloy y Ana de Leyre;
Santiago y Clara de Rodrigo, que nos las hayan ofrecido para su contemplación
arrobada y su atento y amoroso cuidado diario.
Gajes
del oficio
Ser
abuelo es una condición, una alegría y un orgullo, además de un oficio un tanto
complicado. También a veces resulta una puñeta. Lo digo porque mi pequeño nieto
Rodrigo, un mocetón de apenas ocho meses de vida y sin alcanzar los ocho kilos
de peso, me ha enviado al hospital. A mí, que mido 1,80 m y peso más de ochenta
kilos me ha derribado el minúsculo dedito de un niño que impactó en mi ojo.
Todo
ocurrió en una mañana fría y luminosa de diciembre de 2014 cuando Pilar
apareció por casa con el peque bien arropado en su cochecito hacia las nueve y
cuarto, procedente del cercano hogar de sus padres, nuestros hijos Santiago y
Clara, donde va a recogerle todas las mañanas de lunes a viernes. Yo procedí
como de costumbre, después de saludarle y hacerle sonreír llamándole ¡cuquito¡,
una de mis tontunas recurrentes. Solté sus arneses del cochecito, le extraje
del mismo y despojé de su abrigo de plumas y de su gorro de lana color verde
manzana atado con un cordón del mismo tejido, coronado de hermoso pompón y
confeccionado por su abuela Pilar, que en esto del punto es una maravilla de
eficiencia y fabrica prendas de gran belleza. Coloqué a Rodrigo sobre mi pierna
izquierda y me senté en el sofá de nuestro cuarto de estar, a cambiarle sus
zapatitos por unas zapatillas de color azul oscuro de cuello alto que se atan
con un velcro, invento que no constituye un obstáculo apreciable para nuestro
nieto que lo suelta con un gesto de la mano y se las descalza de una patada,
todo hecho con rapidez.
Sentado
en el sofá lo mantenía cómodamente aposentado sobre mis piernas. Me había
despojado de las gafas que estoy condenado a usar siempre para que no me las
rompiera como ya hizo años atrás mi nieta Leyre en dos ocasiones, cuando el
peque lanzó de repente la mano hacia arriba y me clavó un dedito en el ojo
derecho. De inmediato vi la Luna siendo de día. Me puse a lagrimear y mi
párpado derecho subía y bajaba enloquecido.
Mi
decisión fue inmediata. Dejé el niño en brazos de Pilar y sin cesar de
lagrimear me calcé los zapatos y coloqué el abrigo encima, tomé mi tarjeta
sanitaria, las llaves de casa y mi abono de transportes y me puse en marcha
hacia mi hospital público de referencia, La Paz, que soluciona los problemas
médicos de urgencia sin cita previa las 24 horas de cualquier día del año,
aunque la atención a cada paciente se
lleve su tiempo dado el elevado número de demandantes del servicio.
En
la calle y luego en mi avance por las escaleras y túneles del Metro me
esforzaba por esquivar a la gente, llorando a lágrima viva sin muerto delante.
Bajé las escaleras mecánicas sujeto a la barandilla móvil y sin caminar en
ellas como es mi costumbre por miedo a una caída. Menos mal que los túneles son
amplios y que las diez de la mañana no son horas de acumulación de usuarios,
por lo que los vagones del Metro sólo estaban medio llenos con la legión de
desocupados y parados, buscavidas, cantantes populares, vendedores de pañuelos
de papel, otros que afirman a voces y con rotundidad: ¡es mejor pedir que
robar!, turistas mañaneros y jubilados activos como yo mismo que andamos en
conjunto a todas horas de acá para allá como si fuéramos a alguna parte.
Llegué
pronto a la salida de la estación del Metro de La Paz, que los responsables del
afamado medio de transporte madrileño tuvieron la ocurrencia en su día de
nombrar como Begoña, un nombre de mujer que designa un barrio cercano
desconocido para la mayoría. La estación debía llamarse La Paz, el enorme y
magnífico hospital público recientemente nominado entre todos los de España
como el mejor en seis de diez especialidades. Este fue en su día el mayor de
los hospitales públicos de Madrid, tan grande como para denominarse ciudad sanitaria
pues no contiene un hospital sino un conjunto de ellos. Si los del Metro han
cambiado hace pocos años el nombre de la estación cercana a mi casa y frente al
estadio del Real Madrid por hacer felices a sus seguidores y la han nombrado
como Santiago Bernabéu, fundador y primer presidente del club, no veo por qué
no pueden hacer lo mismo con La Paz, que el hospital se lo merece y todo el
mundo en Madrid y cercanías lo conoce de sobra.
Salí
de dicha estación, trepé las escaleras y conduje mi cuerpo atribulado, sobre
todo su ojo derecho objeto de la agresión involuntaria de mi nieto querido,
hasta la zona de Urgencias, siempre abarrotada como hoy mismo, un día
cualquiera del año. Entrego mi tarjeta sanitaria en una de las ventanillas de
Admisión y cuento mis cuitas a la señorita que me corresponde y le arranco una
sonrisa al confesar que el daño me lo produjo mi nieto al meter un dedito en mi
ojo.
Me
piden que pase a una de las dos enormes salas de espera, por cuyo servicio de
megafonía me indicarán en su momento la sala de clasificación que me
corresponde, paso previo al anhelado médico que resolverá, espero, mi pequeño
pero molesto problema ocular.
Ignoro los oscuros caminos por los que mis enemigos
malvados me asedian. Enterados de mi leve accidente lo utilizan para
desacreditarme. Conocedores de mi verborrea desmesurada afirman sin ambages
algo monstruoso y desproporcionado: que mi accidente no fue tal sino
intencionado, que yo mismo lo provoqué.
Dicen las voces que me vuelvo loco por escribir algo, lo
que sea, y dada mi penosa falta de imaginación he intervenido arteramente en
este accidente para tener un motivo de contar cosas, en su mayoría mentiras y
embustes, por escrito. Para destacar de la medianía soy capaz, según ellos, de
urdir cualquier subterfugio o añagaza aunque me produzca dolor y molestias como
en este caso. Como además dicen los decires que soy masoquista, disfruto cuando
me infligen dolor y todo me va bien. Su retahíla concluye con una ristra de
insultos según lo acostumbrado.
Corre
el tiempo con desgana en esta sala de veinticinco a treinta asientos que se
ocupan y desocupan a la velocidad del rayo. A un lado llora una mujer mayor y
gruesa sentada en silla de ruedas con la cabeza vencida a un lado, cuyos
familiares tratan de consolarla sin lograrlo. Nadie más que ellos saben los
males que la afligen, pero su llanto contribuye sobremanera a moldear con
precisión el ambiente de dolores y miserias humanos que sobrevuela la sala.
Un
chico muy joven de aspecto agitanado y vestido de negro se sienta a mi lado.
Junto a él está su madre. El paciente parece el chico cuyo brazo derecho se
mantiene rígido sobre su regazo.
Irrumpe
en la sala un hombretón enorme, 180 kilos en canal, al que había entrevisto
apenas por culpa de mis lágrimas a la entrada de Urgencias mientras fumaba un
pitillo, pese a que está prohibido fumar en todo el recinto del hospital. Ahora
le puedo contemplar más a mi sabor. Se sienta frente a mí, ocupa los dos
asientos que su corpachón exige y en el pico de los asientos para poder
respirar un poco mejor. Lleva pelo largo cuya coleta recoge con una gomita y
porta una mochila de la que extrae a veces una botella de agua de litro y
medio, grande como él mismo, de la que bebe largos y afanosos tragos. Sostiene
entre sus manos un móvil o artefacto de música con un auricular del que cuelga
un cable largo colocado en uno de sus oídos para escuchar música.
Otra
pareja llama mi atención. El enfermo es el hombre apoyado en la pared del
pasillo donde se encuentran las ventanillas de admisión, sin entrar en la sala
de espera. Lleva una muleta en su brazo derecho y parece enfadado. La mujer
sentada cerca de mí le hace gestos de que venga a sentarse porque hay sitio,
mientras golpea un asiento vacío a su lado con la mano. Él contesta con gestos
desdeñosos y rostro iracundo, como si la mujer fuese culpable de su enfermedad.
Les calculo más de cincuenta años a ambos y parecen extranjeros. Visten
pobremente pero van aseados. La mujer se muestra tan nerviosa como el marido si
no más. A veces se levanta del asiento, donde se remueve de continuo, y se
acerca al enfermo e intercambian palabras, luego vuelve a sentarse mientras él
permanece de pie. El hombre va demasiado abrigado para la fuerte calefacción
que domina el ámbito hospitalario. Se quita el grueso chubasquero tres cuartos
de color oscuro que viste y lo sitúa bajo el brazo. Ha apoyado la muleta en la
pared y no se sirve de ella. Al poco le estorba el chubasquero que toma de mala
manera bajo su brazo derecho y acaba en el suelo. Lo recoge con gestos de
enfado y lo posa de forma torpe sobre el soporte que sostiene un teléfono
público anclado a la pared, que nadie utiliza porque todos poseen teléfonos
móviles usados aquí profusamente dentro del hospital pese a la prohibición
teórica de hacerlo.
El
estruendo en aquella sala de espera resulta incesante porque los altavoces
escupen de continuo nombres de personas, dos o tres seguidas, que deben acudir
a Clasificación C, y luego tres más a Clasificación A. Suena la musiquilla
avisadora: ¡tirorí-tiroró! y tras ella el nombre de una persona a Consulta 4 y
el de otra a Consulta 12, y así casi sin parar. Los locutores, hombres y
mujeres, hablan al micrófono a toda velocidad y se hace difícil entenderles con
los chirridos estáticos. En ocasiones obvian la musiquilla y gruñen los nombres
de pacientes muy seguidos. Una sola voz de hombre repite cada vez un nombre y
su ubicación, pero la mayoría se contenta con nombrarlos una vez y a la
carrera.
El peor de mis enemigos afirma que yo mismo introduje el dedito
de mi nieto en mi ojo con fuerza para producirme la herida que ahora me
acongoja. Es absurdo, infame, no contestaré a tal estupidez, sólo quiero dejar
constancia de la siembra inacabable de maldades con que me zahieren.
Según eso, también podría conducir un coche directo
contra un árbol sin atarme el cinturón de seguridad y abrirme la cabeza contra
la luna delantera o romperme las piernas del impacto, todo menos herirme el
brazo derecho ni la mano correspondiente, necesarios para escribir en un cuaderno
colocado cerca mientras me conducían en ambulancia ululante a urgencias de un
hospital, entre sonido de sirenas, bamboleos y sangre que mancharía las páginas
de la libreta y tal vez obstruiría la punta de mi magnífico bolígrafo Parker
preparado para la ocasión. Asimismo, sería preciso mantener a salvo una cámara
de fotos para realizar yo mismo fotografías explícitas de mi infame aspecto
tras el accidente: rostro y cabeza sangrantes, faz demudada, y alguna foto de
ambiente, del interior de la ambulancia en movimiento con inclinación forzosa
de la cámara si la ambulancia transitase por camino llano o suave autopista,
que las fotos torcidas darían vivacidad al relato fotográfico posteriormente
colgado en las redes sociales.
Llevo
casi media hora de espera, así a ojo de buen cubero porque no porto reloj, y la
gente ocupa y desocupa los asientos ante mi mirada turbia. Otra señora es
conducida en silla de ruedas a una esquina de la sala. Es una mujer tranquila y
no da guerra a su acompañante.
Sanitarios
variados: celadores, enfermeras, médicos con sus estetoscopios colgados, así
como personal de mantenimiento con sus instrumentos de trabajo en bandolera,
transitan de continuo por mitad de la sala y contribuyen al follón general,
procedentes o con destino al pasillo de Admisiones y resto de la zona de
urgencias o hacia una de las dos puertas que contiene. Una de ellas, de dos
hojas, se abre de cuando en cuando y deja paso a una cama vacía que rueda a
impulsos del conductor que se apresura a cerrarla. Un gran cartel encima de la
puerta indica el uso sanitario restringido y vetado a los pacientes.
Suenan
musiquillas de teléfonos móviles variados pese a la despreciada prohibición de
uso en la sala de espera de un gran hospital. Unos hablan bajito y otros dan
voces, tal vez sordos. De ese modo nos enteramos sin querer de sus problemas
mil o de pequeños detalles domésticos que comparten con el público circundante.
Con su ayuda comprendemos la amplitud y diversidad de la condición humana, cuya
voz ejemplificadora desgrana sus recuerdos, congojas y problemas sin que medie
presión alguna sobre ella, espontáneamente.
Otra
pareja de personas mayores está sentada cerca de mí, la componen un hombre y
una mujer, el hombre es el enfermo y la mujer la regañona. Ella tiene pinta de
borracha, va vestida y despeinada con desaseo y habla sin cesar por su teléfono
móvil. Su cara compone un gesto agrio con el que mira a todo el mundo, incluido
a su marido. No chilla en exceso por el móvil pero la escucho perfectamente al
encontrarse justo a mi lado. Al cabo, llaman al enfermo antes que a mí y
retengo su nombre, Eloy, porque coincide con el mío. Lo envían a Clasificación
C y parten ambos, enfadados entre sí y con el mundo entero.
Un
buen rato después de mi tocayo me llaman para clasificarme entre otros nombres
a Clasificación A. Recorro el pasillo y lo encuentro, el despacho está lleno y
me dicen que pase a otro situado enfrente, nombrado como C en la puerta. Me
clasifican en un santiamén y piden que vuelva a la sala de espera, que me
volverán a llamar.
Regreso
a la sala y cansado del asiento me mantengo de pie un buen rato en el quicio de
la entrada amplia, sin puertas, que comunica el pasillo, a uno de cuyos lados
se abren las ventanillas de Admisión, con mi sala de espera y otra sala mucho
mayor situada a la derecha según sales. En ambas se agitan docenas de personas
con sus dolores y los sobresaltos de las voces de los altavoces.
Casi
todos los pacientes acuden acompañados a Urgencias, eso alivia un poco su
situación dolida. Como excepción, una señora frente a mí de mediana edad,
morena, permanece sola como yo mismo. Mantiene un pañuelo de tela en las manos
que estruja y con el que enjuga sus lágrimas de cuando en cuando. La contemplo
largo rato y compartimos nuestras soledades. No siente mi mirada sostenida ni
la estorba, inmersa en su desgracia o enfermedad.
Puestos a lucubrar también podría protagonizar una
“performance”, esa palabra que designa una actuación artística en directo, a la
vista del público. En este caso incluiría vestir una camiseta con grandes
letreros en pecho y espalda que afirmasen algo improbable y sujeto al azar: Yo
volví del otro lado. El asunto consistiría en sentarse delante de una mesa y
abrirse las venas de la mano izquierda y dejar que brotase la sangre por un
tiempo, con un primer plano de la muñeca sangrante, en una estancia presidida
por un enorme cronómetro que marcase los segundos y minutos durante los que el
artista mentecato (hay que serlo íntegramente para someterse a tal prueba) aguantase
vivo mientras escribía sus impresiones con la mano derecha en un papel.
Tanto en el caso de una magnífica muerte en escena por
estirar demasiado los tiempos de derrame sangriento con el logro de la gloria
efímera del instante, como en el de violento desmayo con recuperación posterior
por la asistencia de médico y enfermera presentes en el evento entre aplausos
del enfervorizado público presente, los guionistas de la cadena televisiva que
transmitía en exclusiva el espectáculo se encargarían más tarde de reescribir
las ilegibles, balbuceantes y despreciables notas manuscritas por el artista
para una posterior reconstrucción dramática del relato, asimismo televisado
para consumo de la elevada audiencia de teleadictos amantes de las emociones
fuertes. El asombroso e increíble relato de lo percibido en el más allá,
descrito en su inicio por los guionistas con el detalle clásico de un
resplandor cegador, a nadie dejaría indiferente.
Tras su primer éxito mundial, de seguir vivo el
performancista podría elevar en público su listón al arrancarse un ojo con sus
propias manos y exhibirlo en ellas como colgajo sanguinolento ante sus
seguidores fanáticos, presentes o pegados a la pantalla. Y de ahí en adelante
todo seguido amputación tras amputación hasta la victoria final, que sólo
podría consistir en su cien veces anunciada y nunca antes cumplida trágica y
violenta muerte ante las cámaras mediante el harakiri ritual, con masaje
circular de la zona abdominal seguido de incisión profunda con espada afilada
de derecha a izquierda con evisceración completa y posterior decapitación por
un amigo o tal vez un verdugo (mejor apelar a los profesionales). Caso de que
el amigo le separase la cabeza del cuerpo debería ser decapitado a su vez al
resultar contaminado por la acción. Toda una orgía de sangre y muerte en
directo.
Calculo
que ha pasado más de una hora desde que me clasificaron. Me cabreo y voy a una
de las ventanillas de admisión y le digo a la señorita si no se habrán olvidado
de mí después de clasificarme. La chica me insiste en que debo esperar,
cansados ambos: ella de aguantar enfermos y familiares, y los enfermos como yo
de soportar nuestro infortunio y los nervios adobados con tan larga espera.
Vuelvo
a mi asiento y trato de relajarme. La protesta parece haberme tranquilizado,
tal vez llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie para un corazón atribulado.
Mi ojo dañado dejó de llorarme continuamente antes de clasificarme, tal vez
agotada su reserva de lágrimas, y se mantiene seco. Me sigue doliendo, eso sí,
y el párpado en su sube y baja continuo percibe con claridad un reborde extraño
en el sitio donde la uña de mi nieto me dañó.
Al
fin suena mi nombre y me mandan a una Consulta, no he entendido bien si la seis
o la diez. Me levanto y busco afanosamente sin encontrar ninguna de ellas. He
de penetrar en la otra sala de espera y termino viendo grandes flechas pintadas
en la pared que indican los números de las consultas. Veo muy turbio, tanto por
el ojo bueno como por el malo. Quizás debería taparme el malo para ver algo por
el bueno. Atravieso la puerta que conduce a las consultas y me decido por la
seis, que mantiene su puerta entreabierta y donde se encuentran sentados dos
médicos jóvenes, un hombre y una mujer. Pregunto si me han llamado de allí y
dicen que no. Me disculpo por no haberlo entendido bien y me dirijo a la
consulta diez, que por suerte está cercana.
Entro
y me recibe un hombre alto y joven, con gafas y pelo negro, a quien cuento la
faena de mi nieto. Hace que me siente y mire en dirección a un tablero de
letras iluminado pegado a una pared. Me coloca un artefacto ante los ojos
superpuesto a mis gafas que impide la visión del ojo izquierdo y me anima a que
lea con el derecho las letras de la columna superior, dificultosamente entre la
bruma, luego las de la siguiente y así hasta un momento en que no soy capaz de
distinguir nada. Viene hacia mí y mueve algo en el cacharro que me obliga a
mirar con el mismo ojo por una rejilla, por lo que veo menos que antes. Así se
lo hago saber porque ahora no soy capaz de leer más allá de dos filas de letras
y mal. Repite la operación a la vez que ciega el ojo malo, de esa forma mi ojo
izquierdo ve con mayor claridad y casi hasta la fila penúltima de letras.
Conforme
pasan las pruebas él anota los resultados en un papel. Después me aplica una
gota en un ojo y advierte que escocerá un poco. En primer lugar cae una gota en
el malo y luego otra en el bueno. Después de esto no veo ni jota y encima debo
mantener el ojo abierto para que me examine. Me empeño en no parpadear en
exceso aunque cuesta lo suyo. El médico mira el malo y después el bueno,
imagino que por comparar.
Mis enemigos intercambian informaciones negativas sobre
mi persona. Uno de ellos, con quien practico maldades por escrito de forma
regular a través de la red, escribió:
Comanche enterarse accidente tuyo fingido propio de
mujerzuela. ¿No vergüenza abusar así de niño? Si gustar sufrir yo propinar
latigazos en culo, medio hombre, baboso. Comanche pasar piedra mujeres blancas,
la tuya muchas veces, ella gritar como nadie. Decir que tu pilila ser de niño,
solo buena para jugar con ella.
Yo responder:
Este rostro pálido cortar cabellera Comanche y exhibir
como trofeo. Capar y hacer tragar propia pilila Comanche. Vernos ribera
Manzanares y arrancar corazón Comanche y comerlo crudo. ¿Tu mujer vaca seguir
ordeñando hombres?
El
oftalmólogo me realiza otra serie de pruebas consistentes en seguir con la
vista un bolígrafo con la cabeza fija, mientras lo movía arriba y abajo, a la
derecha y a la izquierda. Y luego sin bolígrafo, que mirase hacia la izquierda,
la derecha, hacia mi barbilla y hacia el pelo. Aquí supongo que le hice sonreír
porque advertí que pelo no tengo. Bueno, pues hacia la frente me dijo. Después
me hace sentar en otra banqueta frente a un aparato para contemplar bien los
ojos. Pide que apoye la barbilla en un soporte y que mire fijamente hacia
delante, donde una intensa luz enfoca mis ojos y casi los ciega. Toma una gran
lupa y examina por arriba y por abajo un ojo y luego el otro.
De
pronto apareció en su mano un palito con un borrador, similar al que utilizan
las mujeres para darse sombra en los ojos, y me lo pasó con mucho cuidado y sin
hacerme daño alguno por el ojo dañado. Una primera pasada se salda sin éxito y
la segunda toca justo en la herida, en el reborde que notaba mi párpado nada
más producirse el accidente. Al parpadear después noto que ha suprimido con el
invento ese mínimo resalte en mi córnea dañada.
Separada
ya mi barbilla del soporte fastidioso, me dijo el oftalmólogo que tenía una
úlcera en el ojo derecho. Me proporcionó un frasco y advirtió que debería
volver a la sala de espera y aplicarme una gota de él en cada ojo cada quince
minutos hasta que me llamase de nuevo a consulta.
Volví
con el frasquito de las gotas benéficas en la mano en dirección a la sala de
espera. Como soy un completo despistado me percaté en ese momento que aquella
mañana se me había olvidado calzar el reloj en mi muñeca, así que tenía
complicado aplicar una gota cada quince minutos como prescribió el doctor.
Tampoco uso nunca móvil, carezco del mismo aunque parezca increíble, y no puedo
mirar la hora en él como hace la gente joven. Pregunté en las ventanillas de
admisión si había relojes de pared en alguna de las salas de espera y
contestaron que no. Tal vez con razón, los responsables del hospital pensaron
que el tiempo corre con mayor rapidez para quienes esperan si no tienes delante
un reloj que marque las horas y los minutos. No me quedará más remedio que
preguntar la hora cada poco. Lo tengo jodido.
En
ese momento recordé otra ocasión en mi vida que mi despiste por olvidar el
reloj me ocasionó ciertas molestias. Fue en un viaje de trabajo a Bruselas, en
concreto a un pueblo cercano donde nos llevaron en autobús, en donde había un
castillo rehabilitado y acondicionado para reuniones de negocios, situado
dentro de un parque precioso, arbolado y con un lago junto al mismo. Allí
asistí a un congreso y permanecí dos días. La falta de reloj me produjo algunas
pequeñas molestias que resolví con mi desparpajo habitual: preguntando la hora
a todo el mundo, en su mayoría desconocidos, cuando lo consideraba necesario.
El más malicioso de mis enemigos ha soltado la especie de
que no sólo introduje voluntariamente el dedo de mi nieto en el ojo para tener
un motivo del que escribir, visto que las Musas no me inspiran nada, sino que
afilé antes la uña del dedo índice de la mano derecha de mi nieto por
producirme el máximo daño posible en el ojo.
Rebatir a un loco, enemigo jurado desde hace años porque
según él le causé un perjuicio enorme por una acción que no cometí, es tarea compleja,
tal vez imposible. Si lo tuviera cerca, que nunca me pondré a tiro porque sé que va armado y trataría de
agredirme e incluso de matarme si pudiera, le diría que mi estupidez no llega a
tanto. ¿Cómo calibrar el impacto en un ojo del dedo índice de un niño inquieto
de ocho meses? Si demasiado fuerte podría quedarme sin ojo, si demasiado suave
no produciría efecto alguno y me vería obligado a repetir la acción hasta que
el impacto y la consiguiente úlcera en el ojo se produjera, con harto dolor y
consecuencias inesperadas e impredecibles para el ejecutante de la acción, yo
mismo.
Esto no es como pegarse un tiro en el pie para escapar de
una guerra, que ni aun así lo lograban muchos y eran condenados al paredón por
cobardes, sino infligirte por mano ajena una herida en zona tan delicada como
el globo ocular.
A los enemigos enconados se les conoce por la legión de
tonterías y barbaridades que pueden decir o achacarle a uno. Por eso nunca les
he hecho el mínimo caso. Me da igual lo que piensen o escupan, si se atreven
que me lo digan a la cara y ya veremos quien se raja antes, si ellos o yo.
Lo
de las gotas en los ojos sin reloj a la mano me fastidiaba especialmente. Lo
primero porque dudaba de que me las administrase bien a mí mismo y lo segundo
porque el plazo justo de quince minutos no veía cómo saberlo. A mi favor
contaba que suelo calcular bien el tiempo que corre sin necesidad de reloj, de
hecho anduve varios años sin usarlo y siempre sabía la hora aproximada. Pero
espacios de tiempo tan cortos y precisos como quince minutos me sentía incapaz
de conocerlos sin ayuda.
Cuando
regresé a la sala de espera con el encargo del oftalmólogo pregunté la hora y
me dijeron que las doce y diez, luego la siguiente toma tocaría a las doce y
veinticinco. Me senté a la derecha nada más entrar.
El
tiempo transcurre con rapidez, con los ojos cerrados estoy más cómodo y creo
que me he dormido un tiempo. Pregunto a unas chicas jóvenes sentadas a mi lado
y me dicen que son las doce y media, tiempo de mis gotas. Me las administro con
poco acierto, pero fallo más en el ojo bueno que en el malo y eso alivia mi
torpeza. Las chicas se van de mi lado al poco.
Al
cabo del rato se sitúa junto a mí un grupo compuesto por dos mujeres de unos
sesenta años, muy repulidas y bien vestidas, que conducían en una silla de
ruedas a una chica joven. El grupo lo conocía de un momento anterior de nuestra
espera, cuando yo estaba sentado casi frente a la entrada sin puertas y ellas
en la esquina de la izquierda. Pese a mi lejanía de ellas, cuatro o cinco
metros, y que en la sala de espera de un hospital debe mantenerse silencio o
hablar en voz baja (por cierto en toda la sala no hay un solo cartel de
Silencio hospital como lucen varios en el ambulatorio), aquí todos hablan en
voz alta y algunos rabiados de dolor, de ira, de miedo, de inquietud o de pena,
lo hacen a voz en cuello. Por ello y aunque no fuera nuestra voluntad,
escuchamos todos la historia de aquella chica joven que contaba entre sollozos
cómo el autobús urbano en que viajaba esa mañana chocó. Supimos del lugar que
ocupaba dentro del autobús, sentada justo detrás de la puerta de salida de
pasajeros, del golpazo que se dio con la rodilla, que salió despedida hacia
delante, se golpeó todo el cuerpo y le dolía mucho el cuello y la espalda. Eso
mismo lo repitió una y otra vez, mientras lloraba, a quienes se encontraban
cerca y a los pacientes impacientes algo más alejados como yo.
Ahora
han aparecido a mi lado, sentadas justo a mi derecha las mujeres consoladoras y
la joven herida frente a ellas en su silla de ruedas. De ese modo puedo
observarla (con el ojo bueno) y le calculo veintipocos años, joven, guapa, muy
maquillada y bien vestida. No es atlética en absoluto, más bien flacucha y
asténica como tantas otras jovencitas actuales perseguidoras del canon de
belleza femenino imperante. Pienso que por ese motivo su escasa musculatura
apenas logró defenderla del impacto.
A mí pegarse lenguaje indio películas, costar trabajo
volver a hablar como persona corriente, no piel roja. Él decir que raza india
superior, rostros pálidos tener doble lengua cual serpientes. No fiar ninguno
de ellos.
Me esforzaré por contar sucintamente la historia de este
sujeto. En realidad se llama José González García, Pepe para los amigos, y tras
sufrir toda su vida nombre tan exótico optó por cambiarlo para relacionarse por
la red. Ama la estética de los indios de las películas del salvaje Oeste
estadounidense por lo que dio en llamarse en principio Toro Sentado como el
gran jefe sioux, y las rechiflas pronto brotaron como setas tras la lluvia y el
sol otoñales: ” Si tú ser toro tu mujer vaca”. “Yo y muchos montar vaca tuya,
tus cuernos ser floridos, de muchas puntas como los ciervos añosos”.
Tras retarse con varios por escrito sin consecuencias por
salvar la cara, puras bravuconerías, José González García olvidarse para
siempre de Toro Sentado y pasar a llamarse Comanche a secas, sobrepasado por
completo como gran jefe, excesivo título para un José González García. En
nuestra tortuosa relación siendo ambos madrileños, él vive en el castizo barrio
de La Elipa y yo en La Guindalera, ser fácil encontrarnos y matarnos, pero
ninguno querer.
Trato
de concentrarme más para el siguiente periodo de quince minutos y lo consigo.
Mi cabeza actúa de reloj porque pregunto la hora a las acompañantes de la joven
accidentada y me dicen que la una menos cuarto. Pido por favor a la vecina si
puede administrarme una gota en cada ojo, que antes no atiné bien. La señora
responde amablemente que sí y que se pondrá las gafas para hacerlo. Después
reclino la cabeza en el respaldo del asiento mientras sujeto el párpado
inferior del ojo derecho y luego del ojo izquierdo y ella me las dejó caer del
botecito con precisión.
Salvada
esta toma, las mujeres acompañantes hablaban entre sí agitadamente sobre las
placas que debían realizarle a la chica sin haberlo llevado a cabo aún. Una de
ellas propuso marchar de nuevo al lugar donde se realizaban dichas placas para
presionar, que allí no hacían nada sentadas. Así que marcharon y allí me quedé,
solitario pese a las veinte o cuarenta personas alrededor, cada cual con su
congoja a cuestas.
Los
altavoces gritaban ubicaciones de personas concretas. Llamaban a clasificación
de tres en tres, a veces cuatro personas seguidas sin repetir los avisos, a
velocidad de vértigo, sin atender a que las cabezas de enfermos y acompañantes
si los había no estaban tan despiertas como las de los administrativos que
cantaban los avisos. Allí todo se hace a matacaballo, entradas y salidas. Las
urgencias de un gran hospital público resumen en sí mismas la gran ciudad que
las contiene: acumulación masiva de gente, exceso de ruido, prisas y ansiedad.
Acerté
al suponer gitano al chico joven vestido de negro y sentado al principio a mi
izquierda, junto a su madre. Le llamaron con el apellido Montoya,
característico de su etnia. Primero lo enviaron a una consulta, imagino que de
traumatología porque se dolía de un antebrazo al caminar, y luego a placas. A
esas horas tan tempranas de la mañana, con un día previo festivo, imagino que
su brazo resultó dañado de madrugada en alguna trifulca.
Vuelan
los minutos y casi debe ser de nuevo mi hora. Ahora tengo a mi lado el mozarrón
de 180 kilos que también cambia de sitio con las clasificaciones y ajetreos
mil. Responde a mi pedido que es casi la una, mi hora, pero no me apetece que
me administre las gotas por su apariencia brutal y tal vez me arrojase encima el
frasco entero, así que lo hago yo mismo con resultado casi bueno. Cuando las
brumas invaden mis ojos escucho sonar el teléfono móvil del voluminoso fenómeno
cercano. Atiende la llamada y se lanza a charlar con un vozarrón más propio de
un viejo sordo que de un joven como él. Nos cuenta al mundo entero que se
encuentra en Urgencias de La Paz donde han llevado a Juanita, que se ha caído
esta mañana escaleras abajo y se ha llevado varios golpes en la cabeza, en las
costillas, en un codo, en la rodilla y en la espalda. Atruena mis oídos y me
fastidia, imagino que lo mismo que al resto. Termina al fin el peso pesado su
recia perorata y allí seguimos, algunos esperando que llueva como yo mismo, y
otros entrando y saliendo con un incesante guirigay.
Me siento crecido ahora y escribo esto: Me tenéis envidia
porque soy joven, guapo, fuerte y rico, pero las cosas son como son y nada
podrá cambiarlas. Joderos. Sólo pensáis en mi deshonra, pero yo os aplastaré
como a gusanos, malditos.
¿Estás mamao o qué? ¿Desde cuándo eres tú joven,
vejestorio; guapo, adefesio que metes miedo; fuerte, cuando un soplo te derriba
a tierra, y lo peor de todo, rico, pobretón de mierda que sólo te falta pedir
por las esquinas con la mano tendida?
Respondo: Un amigo cubano me enseñó un insulto que te va
como de molde: comemierda. Eso eres tú, pringao. Negar lo evidente no conduce a
nada y si mis ligues suspiran por mis huesos en el mundo entero por algo será.
No van a estar todas equivocadas, algo tendrá el agua cuando la bendicen.
¡Atiza!, ahora me has salido meapilas, lo que te faltaba
chaval. Lo de tus ligues es de risa, no te conozco más que la parienta de toda
la vida, a la que engañaste de jovencita y por uno de esos misterios todavía se
mantiene a tu lado, fiel a un tonto como tú. Pero ligues, lo que se dice
ligues, no sé ni uno tuyo.
Me niego a seguir la charla con un mendrugo que no
atiende a razones. Rabia, miserable lagartija, te pasaré los billetes de
quinientos euros por las narices para que los huelas alguna vez en tu vida. Mis
ligues no los verás. Si apareces delante de mí te aplastaré como a una pulga
entre mis dedos.
También
acerté, tal vez por mi estado de excitación continua que aviva mis neuronas, al
considerar extranjeros a la pareja de la señora y del hombre enfadado, él de
pie y con muleta apoyado en la pared del pasillo de admisiones. Pronunciaron el
nombre del enfermo y sus apellidos, y sonaba a eslavo o centroeuropeo, un
apellido con muchas ues.
La
mujer solitaria con su pañuelo en la mano para enjugarse las lágrimas me
acongoja sentada frente a mí. Yo no sufro casi nada, pero ella tal vez pene por
un mal grave.
De
nuevo pasan a ser vecinas mías las mujeres mayores que atienden a la chica
accidentada en el autobús. Me entero que por fin le han realizado las pruebas a
la chica, que se nota un poco más relajada. Ya no llora y ha dejado de relatar
compulsivamente su accidente una vez tras otra, sin descanso. En el largo rato
que permanecemos juntos en dos etapas, casi media hora en total, solo lo ha
contado una vez más, a lo que asentimos sus acompañantes femeninas y yo mismo,
testigo ajeno de su ansiedad y dolor.
Ya
debe ser mi hora de las gotas, así que pregunto a la señora de mi lado si puede
decirme la hora. Mira su reloj y dice que es la una y cuarto. Le pido si es tan
amable de aplicarme de nuevo las gotas y lo hace tras colocarse las gafas.
Respiro aliviado dándole las gracias. Con mis ojos brumosos me vuelvo de su
lado y le anuncio el motivo infausto de mi accidente en breves palabras. Lo
hago por dos motivos: el primero despertar su compasión y piedad por si fuera
preciso reclamar de nuevo su ayuda, y el segundo lloriquear un poco más y darme
pena a mí mismo. Así de golpe me he convertido en un maestro de los lloros: con
lágrimas y sin ellas, con motivo y sin él, disfrutando.
Llaman
al gitanillo para yesos, por lo que imagino que sufre una fractura en su brazo
derecho que sujeta con la otra mano, dolorido, cuando camina. Parten él y su
madre y no vuelvo a verlos más.
He leído la basura que escriben sobre ti. Soy Constantino
y quiero brindarte mi firme apoyo aunque no tengo el gusto de conocerte
personalmente. Esos buitres no deben importarte. Eres un abuelo ejemplar.
Quienes desearíamos alcanzar esa condición dichosa, que no depende de nosotros
sino de nuestros hijos, y nos sentimos un poco envidiosos por no haberlo
logrado como tú, te apoyamos sin condiciones. ¡Muerte a esos malditos
maldicientes! Un abrazo de mi mujer y otro mío muy fuertes.
Gracias Constantino y señora. Uno trata de cumplir con sus
nietos y apoya la labor fundamental de Pilar, mi mujer, que alimenta, cambia y
duerme a nuestro nieto. Esos cabritos no me importan, ni mucho menos las
maldades que puedan llegar a soltar por su bocaza sucia. Seguiremos adelante
criando a nuestros nietos. Gracias por vuestro apoyo, un abrazo, Eloy.
Una
de las acompañantes de la chica accidentada, que debió ausentarse sin que yo me
percatase, vuelve a su lado tan contenta. Le han dicho en la consulta que no
tiene nada roto. Marchan las tres a pie y una lleva la silla de ruedas para
dejarla en la salida. Nos deseamos lo mejor unos a otros y se van.
Un
desenlace inesperado se produce ante mis ojos turbios. La señora mayor con la
cabeza ladeada que lloraba sentada en una silla de ruedas se ha puesto repentinamente
de pie. Dice que se va con mucha energía porque allí no la hacen ni puñetero
caso. Salen todos manoteando de la sala de espera. No sé si la convencerán de
que aguarde a que la atiendan o si sólo sufría una depresión de cuyo agudo
episodio se ha curado de repente.
Justo
después de aplicarme yo mismo la nueva sesión de gotas de la una y media dicen
mi nombre y me citan en la Consulta 10, como la primera vez. Me incorporo sin
ver un pimiento y cruzo el pasillo de admisión y paso a la otra sala de espera,
con amplia rampa de bajada para sillas de ruedas. Las flechas indican los
números de las consultas pero no los veo, literalmente no veo nada. Por eso
marcho como un pollo sin cabeza hacia donde no es, camino y me vuelvo, y al fin
doy con la puerta cerrada. ¿No podría mantenerse abierta siempre para quienes
no atinan como yo con la solución a su problema? Los responsables del cotarro
tal vez imaginan que la totalidad de los enfermos estamos en buenas condiciones
físicas para escuchar y encontrar lo que buscamos, algo falso como cualquiera
entiende.
¿De verdad te metió tu nieto el dedo en el ojo? No es que
lo dude, pero se me hace un poco difícil de aceptar, a simple vista parece
imposible. La inclinación de tu cabeza debió ser superior a 45 grados para que
el impacto se produjera en el ojo. Yo tengo nietos, cuatro en concreto, y a mí
pienso que eso jamás me pasará. Aunque, por otra parte, ¿qué razón tendrías
para mentir a todo el mundo? Soy un tanto desconfiado, lo reconozco, y eso tal
vez perjudique mi recto juicio.
Hola, abuelo desconfiado. ¿No serás, por un casual, uno
de esos abuelos de visita? ¿Te ocupas de tus nietos durante todo el día como yo
de los míos? Si sólo los ves de año en año y les repartes cuatro carantoñas y
cuatro caramelos, a uno por nieto, será imposible como dices que te metan un
dedo en el ojo. Un saludo.
Buceo
en la bruma y escucho repetir mi nombre y la Consulta 10 cuando la tengo casi a
la vista. Entro en ella y el mismo doctor de gafas me recibe y realiza nuevas
pruebas mientras me enfoca con su fuerte luz, primero en el ojo dañado y luego
en el otro. Vuelve al malo y me pide que mire en todas direcciones. Me cansa
mucho la luz y no atiendo debidamente sus indicaciones, por lo que debo
rectificar y mirar hacia donde me indicó la primera vez y me reitera paciente.
Me examina siempre con su lupa enorme.
Después
de cansarme un buen rato repite en voz alta su diagnóstico: es una úlcera, una
herida superficial. Escribe en el papel donde consta el resultado de las
exploraciones y al final indica la ristra de medicinas prescritas. Me cuenta de
palabra lo que prescribe, tal vez temiendo que su letra jeroglífica no se
entienda. Estos médicos parece que les enseñan en la Facultad de Medicina
además de las asignaturas de la carrera a escribir de esa manera endemoniada e
incomprensible para la mayoría de los mortales, incluidos los farmacéuticos y
mancebos de botica incapaces en ocasiones de desentrañar sus oscuros signos.
Me
advierte que las primeras gotas prescritas debo administrarlas durante tres
días a razón de una cada ocho horas, que es un antibiótico para que no se me
infecte la herida. Las segundas gotas debo ponerlas cada seis horas, es decir
cuatro veces al día. Son gotas calmantes. Las terceras gotas son simplemente
para lubricar el ojo, una lágrima artificial, y puedo administrarlas a
voluntad, cuantas veces quiera. Al final incluye una pomada epitelizante que me
ayudará a cicatrizar la herida, y debo administrarla por la noche, justo antes
de irme a dormir. Con este papel debo pedir una revisión para siete días
después en mi hospital de referencia. Yo asiento a todo.
Me
entrega el papel y pide que le espere un momento, por si tiene alguna muestra
del antibiótico. Vuelve diciendo que no y que los dos primeros medicamentos se
incluyen en el sistema nacional de salud y puede prescribirlos mi médico de
cabecera y los otros dos no lo están. Le doy las gracias y me despido, aliviado
y cegato, entre gotas mil y la resonancia del foco en mis ojos.
Ánimo, compañeros abuelos, ¿qué sería de nuestros hijos
si no contasen con unos abuelos de ayuda para sobrellevar el trabajo y los
pequeños? Nosotros también somos abuelos cuidadores. Mi mujer se llama Pilar
como la tuya, ella y yo nos ocupamos a lo largo del día de cuatro nietos, el doble
que vosotros. Algunos nos llaman bobos porque los hijos deben cuidar de los
suyos y si no que no los hubieran traído al mundo, otros nos pondrían una
medalla por los esfuerzos desplegados por ellos. Que digan lo que quieran.
Nosotros estamos contentos con nuestra tarea y felices de que nos quieran. Con
eso tenemos bastante. Un abrazo.
Gracias, compañeros de fatigas y amores a los pequeños.
Coincido en todo con lo que dices. Nuestro apoyo a los hijos es fundamental y
lo hacemos con gusto, además, nos procura una gran felicidad sentir tan cerca
de nuestra piel a los nietos queridos. El abuelo que los mira de lejos y apenas
los toca ni los besa ni los contempla crecer día a día no sabe lo que se
pierde. Dan mucho trabajo y guerra los nietos, eso nadie lo duda, pero lo
compensan mil veces por el cariño y el amor que regalan a sus abuelos. Un
abrazo también para vosotros.
Salgo
de la consulta y miro al frente sin ver nada. Camino a lo loco y acabo
preguntando por la salida a la calle que no distingo. Me lo indican y me
zambullo en la claridad del día con la inquietud de quien se baña en el mar una
noche sin luna. El fuerte resplandor de la luz ambiental de esta hora del
mediodía me ciega un poco más. Camino despacio, no quiero chocar con nadie. La
cosa no es fácil porque la acera de acceso a Urgencias, que debo recorrer en
dirección a la boca de Metro, es muy estrecha y transitada en ambas
direcciones. Me aparto a un lado ante los cruces de peatones apresurados y
personal sanitario y llego finalmente indemne a la boca del Metro, cuyas
escaleras de granito de Colmenar bajo una a una, agarrado al pasamanos con la mano derecha. Sin ver casi
nada tengo miedo de caerme y romperme la crisma, y con el ojo dañado creo que
ya tuve bastante por hoy.
Consigo
arribar al andén sin mayores percances y espero al convoy que llega en breves
minutos. Como no llevo reloj ignoro la hora exacta, preocupado porque mis
obligaciones familiares indicaban que hoy como todos los días de la semana
debía recoger a mi niña Leyre a la salida de su colegio, el Liceo Italiano.
Para ello debía salir caminando de casa a las dos en punto de la tarde, hora
que temo haber rebasado, además de que en estos momentos no me siento con
fuerzas de recoger a nadie, más bien de que me recojan a mí y me tiren a la
basura.
Llego
al fin a mi estación de Metro de Santiago Bernabéu y salgo de nuevo a la calle.
Camino con prisa hasta casa y Pilar me recibe preocupada. Me pregunta cómo
estoy y le digo que bien, gracias. Me comenta su angustia por mi tardanza y la
falta de noticias, y que me despreocupe de Leyre, que ya avisó por teléfono a
su mamá de mi percance y ella se encargará de traerla a casa o llamar a alguna
amiga que lo haga.
Liberado
de esta obligación decido marchar de inmediato a la farmacia por mis medicinas
cuya administración no admite demora. Ni se me ocurre esperar al día siguiente
tras pedir hora en mi médico de cabecera para que me las recete, yo las pagaré
de mi bolsillo cuesten lo que cuesten y empezaré ahora mismo a dejar caer las
gotitas en mi ojo dolorido.
A
estas horas de la tarde casi todas las farmacias están cerradas, por suerte
conozco una en la Castellana próxima a la Plaza de Castilla cercana a casa, que
funciona las veinticuatro horas del día y allí podré adquirirlas. Pilar me encarga
la compra del pan y del periódico como todos los días, y una medicina llamada
Disgren para ella porque se le acabó el frasco. Si no quiero comprar pan que no
lo haga, hay un pan partido en lonchas que compró ayer y puede servir para la
comida de hoy.
Camino
a toda velocidad y busco el periódico en mi kiosco habitual de prensa, pero se
les ha acabado El País que leo a diario. Continúo en dirección a la farmacia y
cavilo si recuerdo algún kiosco de prensa en mi camino para adquirir el
periódico que desmenuzo cada día con curiosidad y avidez de periodista, uno
debe estar bien informado de lo que pasa en el mundo y sobre todo en su propio
país. Encuentro al fin un kiosco abierto, ya a punto de cerrar porque el
kiosquero está retirando el género de las estanterías. Entrego mi papelito de
suscriptor y me llevo un ejemplar a cambio.
Llego
a la farmacia y le indico mis necesidades al joven mancebo que me atiende,
mientras señalo en el papel las prescripciones médicas y además el Disgren de
Pilar. Me pide permiso para llevarse el papel porque tiene miedo de olvidarse
de todo. Se lo lleva y vuelve a mi lado con la gavilla de medicinas. Pago con
la tarjeta porque el dinero en metálico de mi bolsillo es insuficiente para el
cargo y vuelvo a casa. Decido no comprar el pan con la sugerencia de Pilar,
porque la panadería me pilla un poco a trasmano y estoy muy cansado de tantos
ajetreos y dolores.
Ya quisiera yo tener nietos aunque metieran su dedito en
mi ojo, cosa imposible en mi caso porque tampoco tengo hijos, ni mujer, ni
compañera, ni nada de nada. En realidad no sé lo que hago en este foro,
convertido en punto de reunión de abueletes cabreados o dichosos pero siempre
ocupados. Estoy muy solo. Necesito compañía desesperadamente. No hago más que
emborracharme, en casa y fuera de ella. ¿Quién va a querer compartir mis
cervezas, mi televisión y mis pizzas de encargo? ¡Socorro!
Hola solitario. Como soy un abuelo y del viejo el consejo
te daré uno: deja de mirarte el ombligo y lloriquear. Nadie tiene la culpa de
que estés solo salvo tú mismo. Sal de tu concha. Relacionarte con los demás
significa preocuparte por ellos e interesarte por sus problemas, apreciarlos y
que ellos lo noten. Si tú no quieres a nadie, ¿cómo supones que te querrán a
ti? Hay que dar cariño para recibir lo mismo. Si te esfuerzas lo conseguirás.
Aséate, viste ropa limpia y sonríe a los demás. Recibe el abrazo de un abuelo.
Una
vez en casa hemos alcanzado las tres de la tarde o algo más. Me tumbo en la
cama y Pilar comienza la administración de mis fármacos con las gotas de
antibiótico que escuecen lo suyo. Luego descanso un rato y creo que me duermo.
Salgo a comer media hora más tarde, un tanto aliviado.
Después
de la comida me tocaba acompañar a Leyre a la escuela municipal de música donde
concurre por la tarde los lunes y miércoles de cada semana. Anuncio a Ana, su
madre, que no estoy en condiciones de hacerlo y por un día que falte a música
no pasará nada. Ana tiene clase de italiano y dice que no puede faltar, que ya
lo hizo la semana pasada y marcha de casa a toda prisa, sin comer porque no le
da tiempo.
A
los quince o veinte minutos, cuando yo estaba todavía a mitad de la comida,
vuelve a casa Ana con la renuncia a su clase de italiano y diciendo que llevará
a la niña a música. Afirma que ha comido algo en su casa. Mientras todo esto
sucede, el bandido de mi nieto Rodrigo se ríe con toda su boquita abierta y
desdentada; articula sus grititos, contento, sentado en su trona donde come,
situada junto a la mesa en la que engullimos nuestra pitanza los mayores.
Y
si hablamos de comer, él mismo está para comérselo a besos, con esos hermosos
cachetes que tanto me gusta besar. Me levanto y lo hago, a cambio recibo una
gran sonrisa y apretones en mis mejillas de sus manitas con uñas afiladas que a
veces te lastiman como acaba de comprobar mi ojo. Su papá procura que las lleve
bien cortas y sin picos, porque a él mismo y a Clara, su mamá, les araña cuando
juegan con él. Pilar dice que le machaca el pecho y el cuello cuando lo duerme.
Lo hace en brazos con el peque apoyando la cabeza en su hombro y sus manitas
ociosas la arañan sin querer. Yo le digo a Santiago que además de cortarle las
uñas debería limarle los picos para que no arañase a nadie. A veces él mismo se
araña en la frente o en las mejillas de forma aparatosa.
Leyre
come siempre con nosotros y en esta ocasión se muestra preocupada por su abuelo
(a quien quiere la décima parte que el abuelo a ella por ser más pequeña) y
enfadada con su primito. Lo demuestra advirtiendo muy seria a Rodrigo con el
índice acusador de un castigo por la trastada cometida conmigo. Yo trato de
explicarle que un pequeño es siempre inocente y no lo hizo aposta, y por
supuesto que no merece castigos de ninguna clase. Lo acepta, pero pone mala
cara.
Mis enemigos continúan su acoso y mi favorito escribe
esto: ¿Dijiste algo de quedar para rompernos el alma?, cuando quieras y como
quieras, guaperas de pacotilla, ligón de mierda que nunca ha ligado en su vida.
Me sobran los billetes para ahogarte con ellos. Por cierto, ¿desde cuándo
tienes dinero si llevas parado diez años, al arrimo de la caridad pública?
Cuando escribiste eso de joven, guapo, fuerte y rico no estabas en tus cabales.
¿Tú joven?, si tienes más años que el canalillo.
No sigas con tus provocaciones, cretino, que el que me
busca me encuentra. Si continúas con tus insultos pasaré de las palabras a los
hechos y te partiré la cara. ¿De dónde sacas que estoy parado con el curro tan
bueno que tengo?, yo creo que te refieres a otra persona. Joven lo soy mucho
más que tú, que ya eras un vejestorio cuando tuve la desgracia de conocerte, no
digamos ahora, pasados unos cuantos años.
Después
de comer descanso un rato sentado en el sofá y luego me pongo en marcha. Debo
acercarme al Ros Marbá, el hospital público que atiende a los enfermos de día,
sin cama alguna, mi centro de referencia situado administrativamente entre los
ambulatorios y los grandes hospitales para intervenciones y estancias
hospitalarias como La Paz. Allí debo conseguir esa cita para el oftalmólogo que
me recetó el médico de Urgencias. Decido caminar porque está cerca de casa, son sólo dos estaciones de Metro y
no vale la pena abordarlo. Con mi mala visión actual temo bajar las escaleras y
darme un trompazo, sólo me faltaría eso.
Llego
y son casi las cinco de la tarde. Tomo un número del dispensador situado a la
entrada de la sala de espera y me corresponde el 33. En los paneles luminosos
observo que no ha concluido la serie anterior, luego me quedan unos cuantos,
primero debe terminar esa serie y luego son 32 más delante de mí.
Encontré
un asiento a la entrada del pasillo central a la derecha. Una vez sentado
observo que de las diez ventanillas de atención al público sólo están abiertas
la mitad: cinco. Tal vez porque a la tarde esperan menor afluencia de público
que en la mañana aunque la sala está abarrotada. Es posible que en ningún
momento del día atiendan en todas las ventanillas a la vez, no lo sé, por
fortuna mi asiduidad al centro no llega a tal conocimiento.
Transcurren
lentamente los minutos y con ellos los números sucesivos marcados en los
paneles luminosos. Varios números se saltan sin que nadie acuda a su llamada y
todo va un poco más rápido. El motivo es que algunos demandantes de número
(observados sus manejos varias veces por mí) al llegar a la máquina
dispensadora los extraen con torpeza, excesiva fuerza y sin cortar el papel,
sacan dos y a veces tres números enristrados, y como sólo precisan uno para ser
atendidos arrojan el resto a la papelera. De ese modo, los 33 que me restan, a
punto de concluir la serie anterior, se convertirán en menos, tal vez no más de
20.
El
trasiego de personas es tremendo como sucede en todos los centros públicos de
salud españoles. Al otro lado del pasillo central una mujer de mediana edad,
muy arreglada, de fuertes pantorrillas, charla por su teléfono móvil, por
fortuna en voz baja. No para quieta en el asiento porque esa debe ser su forma
de ser o la ansiedad por la espera la consume. Se levanta con el abrigo en un brazo
y una carpeta con papeles en el otro, ya terminada su conversación telefónica,
y anda unos pasos por el pasillo. Se detiene y mira entre los papeles, parece
que hubiera perdido algo porque se inclina hacia el suelo junto al lugar donde
estaba sentada. No encuentra nada pese al escrutinio minucioso de la zona.
Cambia de brazo el abrigo que la incomoda mucho, también la carpeta va de una
mano a la otra. Su figura da sensación de robustez a quien la contempla: recias
piernas, fuertes caderas, amplia espalda. No está gorda, sencillamente es
fornida. Corren los números en los paneles luminosos y le toca el turno y se
marcha.
Hola, abuelo de ojo jodido por nieto. He leído lo tuyo y
me ha conmovido, me ha llegado al alma si es que el alma está entre las piernas.
¿No tendrías un rato libre para hacerme un hijo? Si eres un buen abuelo por
fuerza serás un buen padre. Yo no estoy mal para mis 25 años y 1,60 m de altura
sin tacones. Morena, ojos castaños y buenas tetas. Incluyo mi móvil. Llámame
abuelo querido y quedamos para echar un polvo o dos. Un beso, Marta.
Hola Marta. Creo que estás loca o has bebido demasiado.
Con la cantidad de mozos guapos y recios que andan por la calle, ¿cómo se te
ocurre pedirle un hijo a un abuelete como yo pasado de rosca y con posibles
limitaciones físicas? Tal vez bromeas conmigo para que se me alegren los
ojillos y te haga una llamada babeante con la que os reiríais tú y tus amigas.
Búscate un buen mozo y ¡adelante! Si estás sana y buena como dices y no te
importa quien sea su padre no te será difícil concebir hijos si lo deseas. Un
abrazo, este abuelo.
Me
sigo aburriendo en esta sala de espera del Ros Marbá, la segunda del día.
Observo y escucho con desagrado a dos niños revoltosos en la esquina de mi
derecha, una niña y un niño, aparentemente hermanos. Una voz interior me
advierte de que los niños son siempre revoltosos y sólo mi situación personal:
dolido, cansado, excitado, incómodo, que no aguanto ni el vuelo de una mosca,
hace que me sienta mal y critique tanto a estos inocentes y sanos niños como a
sus padres.
El
niño es más trasto y algo mayor que la niña. Tras corta carrera trata de
resbalar con sus zapatillas deportivas sobre el suelo enlosado sin conseguirlo,
se deja caer al suelo en cada ocasión al acabar su exiguo deslizamiento. Se
levanta y lo intenta de nuevo sin éxito. La niña le persigue sin alcanzarlo en
sus raudos desplazamientos. No es que estos niños no tengan padres y de ahí
provenga su libertad excesiva para moverse e incordiar a todo el mundo, los
tienen y están a su lado, pero ellos no piensan en llamarles la atención y se
mantienen a la espera sin hacer caso de su prole revoltosa.
Los
papás se levantan de sus asientos porque debe tocarles pronto su turno. Sale al
fin su número y buscan la ventanilla con los niños a su zaga. Los atienden con
rapidez y se van los dos con su cita y sus niños revoltosos. Ya quedan menos
números para que toque mi turno.
Como
todo llega en este mundo, contemplo con alegría mi número 33 en los marcadores
y acudo al mostrador indicado. Doy las buenas tardes a la señora que me atiende
y entrego mi tarjeta sanitaria y el boletín de urgencias. Confirma mi dirección
en voz alta y yo asiento. Le anuncio, a ver si cuela, que el médico de
urgencias me avisó que con este papel deberían darme una cita para siete días
después. Se lo piensa un poco, mira en su pantalla después de leer el informe
por encima y dice que siete días después, el lunes 8 de diciembre, es fiesta y
me da cita para el martes 9 a las cinco menos cuarto de la tarde. Yo digo
estupendo, todavía incrédulo con este papel de Urgencias tan poderoso para
conseguir un prodigio semejante. Imprime la cita, la grapa con el papel
maravilloso y me la entrega.
Regreso
aliviado a casa, lloroso pero contento. Esta sanidad pública española, de
calidad superlativa y tan denostada por los mercaderes que de todo quieren
hacer dinero, funciona maravillosamente bien e incluso a veces con extrema
rapidez como en el presente caso.
Comanche hacer hijo moza buenas tetas si tú no querer.
Ocasión pintar calva, mí no desperdiciar. Comanche no conseguir moza recia
todos los días. Tú ser tonto, capullo integral. Yo saber trajinar mozas, ella
comprobarlo pronto. Yo hacer hijo rápido, rápido a moza y llamar Comanchito. Tú
no valer de nada, ni como abuelo ni como padre veterano, pichafloja.
Yo cansarme de Comanche. Un día de estos rajar y sacarte
las tripas. Mi paciencia no ser infinita. No creer que tú hacer hijos, hasta
ahora fracasar por completo en intentos legales e ilegales de joven, mucho menos
ahora que ser viejo y cascado. Moza no ofrecerse a ti sino a mí. A ti no querer
nadie, nunca. Yo capar Comanche si seguir con provocaciones a hombre blanco.
Advertir esta única vez, de continuar yo actuar contra ti. Temer mi ira.
Ya
en casa, a lo largo de la tarde me armo varios líos con las gotas. En teoría
unas son cada ocho horas, tres veces al día, y las otras cuatro veces al día,
cada seis horas. La pomada debo aplicarla una sola vez por la noche antes de
acostarme y las lágrimas artificiales cuando se me ocurra, a voluntad. Escribo
en las cajas de gotas las horas en que debo administrarlas. Pido a Pilar que me
las administre porque me noto torpe. En vez de cuatro veces al día cada seis
horas escribo en la caja cada cuatro horas, en fin estoy confuso, a lo que
ayuda que sean casi las seis de la tarde y no sepa cómo terminar el día y
empezar el de mañana bien, con las primeras gotas a las ocho de la mañana y
luego todo seguido.
Para
aclarar al menos el futuro inmediato escribo de nuevo en las cajas de gotas las
horas de mañana en adelante. En una caja indico, como en anteriores
prescripciones médicas, lo más sencillo: 8, 16 y 24. En la otra escribo: 8, 14,
20 y 24, no voy a esperar despierto a que sean las dos de la madrugada para
aplicarme las últimas gotas y que se ajusten a una cada seis horas. En estas
últimas el lapso de tiempo será mayor durante el sueño reparador. Esa tarde la
concluyo con el uso de los remedios a deshora pero mañana será otro día.
Me
acuesto tras untarme el ojo con una gasa la crema epitelizante que servirá para
regenerar el tejido dañado según el médico. Pienso si dormiré bien con tanto
ajetreo y el dolor persistente en mi ojo dañado, pese a las gotas variadas
aplicadas.
Duermo
regular porque la herida es mínima, como el dedito de mi nieto, y ayer me
encontraba muy cansado. Con algunos tragos de agua entreverados con el sueño,
miradas miopes al despertador que ilumino con pulsación de su parte superior y
mi meada correspondiente a oscuras en medio de la noche, considero salvado el
expediente de esta primera noche con el ojo jodido.
Amanezco
a las siete y media como cada día según indica el despertador cuyo sonar
detengo de golpe. Es otra jornada de trabajo de abuelos y Pilar y yo nos
alzamos de la cama. Me aplica las primeras gotas de inmediato, ambos medio
dormidos todavía, y desayuno mientras ella se ducha. Luego me ducho yo y me
tiendo en la cama para que me aplique las segundas gotas, las de ocho horas, o
sea el antibiótico que escuece lo suyo. Ella marcha a por el niño y yo quedo en
casa lamiendo mis heridas como un león veterano y hambriento acicala sus zarpas
tras la persecución infructuosa de una cebra.
Sentado
en mi mesa de trabajo, decido de inmediato escribir sobre mi dolorosa
experiencia y comienzo a hacerlo de forma manuscrita, con mi boli. Este ha sido
el resultado.
Lobo solitario pide ayuda de nuevo, ¡socorro! Nadie me
quiere. Siempre borracho menos en este momento que escribo. La soledad me
duele. No consigo ningún amigo ni interesar a ninguna chica, sólo beber y beber
hasta perder el sentido. Y mañana la misma canción, y así un año tras otro.
Cualquier día me quito de delante. Nadie llorará mi ausencia.
Lobo solitario, no puedes continuar así aullando a la
luna. Mañana tengo un rato libre a partir de las siete de la tarde y podemos
vernos si te apetece. Yo no puedo resolver tus problemas, eso deberás hacerlo
tú, pero sí escucharlos de tu boca. Quizás eso alivie tu congoja y acompañe tu
soledad. Llama y quedamos. Un abrazo, este abuelo.
Nota. Lava tus dientes con regularidad y ve al dentista
por las caries. Corta tu pelo y tus uñas, aféitate. Dúchate o lava al menos tus
sobacos y aplícate desodorante tras lavarte y alguna colonia, eso gusta a las
chicas. Viste ropa limpia y calzado embetunado.
¿Cómo sabes que tengo caries?, ¿no serás adivino? Los
dentistas me dan miedo. Llevo barba hace tiempo, ¿de verdad piensas que es
preciso quitarla para gustar a las chicas? No debo echarme una amiga borracha
como yo, pero ¿dónde encontrar una que no lo sea si no voy más que al bar?
Prometo ducharme desnudo de arriba abajo y aplicarme jabón y champú en el pelo.
Me arreglaré la barba, rasurármela da mucha pereza. ¿Qué es eso de desodorante?
Ropa limpia no sé si habrá por casa, pero la buscaré. No esperes que acuda a
nuestra cita con ropa planchada, para eso debería tener plancha en primer
lugar, y colonia ni lo sueñes. Nos vemos allí a esa hora.
Salgo
a la calle y me hincho a llorar. No sufro agorafobia ni se me ha muerto nadie
de repente, sencillamente lloro. La culpa es de estas gotas variadas que me
aplico y de una crema epitelizante por las noches. Entre unas cosas y otras
ando con los ojos muy sensibles, tal vez incapaz la pupila de contraerse ante
la intensa luz de los inviernos madrileños, con sol radiante entre dos
temporales de lluvia. Alguno de los prospectos de las gotas indicadas por el
médico dice que tal vez deberían usarse gafas de sol tras su aplicación, pero
yo no soy nada proclive a ellas, me niego a usarlas desde mi experiencia negativa
sufrida hace bastantes años.
Ocurrió
que hube de cambiar los cristales de mis gafas graduadas por un incremento de
mi miopía y me contaron una milonga los de la óptica sobre unos cristales
maravillosos que se oscurecían cuando recibían los rayos del sol o luminosidad
extrema, y se mantenían claros y transparentes con luz escasa. Pienso que tal
vez resultasen un buen invento para países nórdicos y ojos claros, pero en mi
caso el fracaso fue total. Mi trayectoria vital oscila entre Madrid y el
Sureste de España: Ricote en Murcia y La Mata en Alicante, con luz intensa ya
sea verano o invierno, por lo que mis cristales permanecían ennegrecidos fuera
de casa 360 días cada año.
El
problema residía en que de cuando en cuando debía quitarme las gafas y no sólo
para dormir. Por ejemplo, lo hago para bañarme en el mar, y aunque no vea tres
en un burro siempre me despojo de ellas, que son un incordio para nadar y los
bultos los distingo bien sin ellas. Nada más despojarme de las gafas me
despeñaba a llorar y llorar como una Magdalena. Incapaz de dar un paso tras la
cortina de lágrimas, era preciso cerrar momentáneamente los ojos y parpadear de
continuo un rato hasta que la pupila se decidiera a trabajar y se contrajera
ante la máxima intensidad de luz.
Y
eso, que sucedía todos los días cuando me bañaba, acabó por cansarme. Porque
cambiar los cristales graduados no se hace cada año, y pobre de ti si resulta
necesario en tan breve tiempo, por tu vista y tu bolsillo, y no iba a desechar
esos puñeteros cristales que se oscurecían a su aire sólo porque me hicieran
llorar.
Hube
de esperar algunos años a que otra revisión detectase vista cansada en mis
ojos, añadida a la miopía que me castiga desde la ya lejana adolescencia. Al
verme obligado a cambiar los cristales advertí en la óptica que de ninguna de
las maneras utilizaran nunca más conmigo aquellas lentes magníficas que se
oscurecían y aclaraban según la claridad ambiente, las quería claras como el
agua.
A
propósito de esto he elaborado una teoría propia sin respaldo científico alguno
sobre que las gafas de sol usadas de continuo perjudican a la larga la visión
nocturna. Tal vez sea una tontería pero la expondré igual ahora mismo, yo soy
muy atrevido.
Los
que manejamos nuestro vehículo de cuando en cuando por la noche sentimos la
pérdida de visión, que se reduce en la oscuridad porque los faros en la
posición de luz corta, la más habitual, apenas iluminan 20 ó 30 metros y las
luces contrarias, incluso si no son las luces largas, molestan mucho. Muchos
veteranos, conocidos y amigos, se quejan de que no ven por la noche e incluso
dejan de conducir en esas horas. Mi teoría es que unos ojos con la pupila vaga,
como los que usan continuamente gafas de sol, al cabo de los años esa pupila no
se hace grande cuando detecta escasa luz ambiente como debiera. Los gatos lo
hacen de maravilla y los humanos bastante peor. Quien nunca usa gafas de sol
tiene más probabilidades de que su pupila trabaje como es debido por la noche y
se agrande y vea mejor en la oscuridad como se achica al mínimo ante intensa
luz. Yo por la noche no veo mal del todo.
Querido abuelo, siento lo de su ojo dañado. ¡Qué descaro
el de las jovencitas de hoy día! ¿Cómo puede pedir algo así esa desvergonzada a
un hombre mayor? Yo entendería que le brindara su limpia amistad como hago yo
ahora. Me llamo Paquita y me considero una madurita interesante. Viuda y con
tres hijos ya mayores, vivo sola. Me gustaría entablar amistad con usted con
fines puramente amistosos. Espero una respuesta suya. Una viuda esperanzada.
Señora viuda. En la distancia me ofrezco a ser su amigo.
Perdone mi franqueza pero estoy muy ocupado para entablar nuevas amistades a
mis años. Entre los nietos y los hijos, mi mujer, mis amigos de siempre y mis
distracciones: pasear, leer y escuchar música, no me queda tiempo para nada.
Aparento que no me gusta dar consejos aunque lo hago a menudo, siempre confiado
en que mi experiencia servirá a los demás. Ahí va el siguiente: llene su vida
con alguna ocupación seria, hay mucha gente necesitada de ayuda, apoyo y
comprensión en el mundo. Un saludo.
Con
las gotas que debo aplicarme se me pone la mirada turbia, de asesino en serie o
animal herido. Mi paranoia habitual se agudiza y veo enemigos por todas partes.
Se emboscan y disfrazan tras la apariencia de viejecitas amistosas o de
barbudos cincuentones amantes de la novela negra, de fumar en cachimba y de
juguetes de hojalata del siglo pasado. Yo me empeño en mantener a cualquier
precio mi limpia manera de mirar sin conseguirlo. Los enemigos de la especie
humana y de este espécimen concreto son numerosos y se esconden por todos
lados, pero yo les daré para el pelo.
Lo
primero es conseguir un arma para defenderme y atacarles sin más llegado el
caso, una defensa preventiva que dicen los clásicos consistente en golpear
primero y preguntar e increpar al moribundo después mientras le pateas: ¿qué
creías, imbécil?, te estaba esperando. ¡Tú y los de tu calaña ignorabais a
quien se enfrentaban! Dándome golpes en el pecho gritaría al agonizante tendido
en el suelo: ¡soy un tigre de Bengala sediento de sangre, venid a por mí y juro
que me beberé la vuestra como ahora me bebo la tuya! Y uniendo la acción a la
palabra propinaría salvajes mordiscos sobre las heridas de bala chorreantes
para beber la caliente sangre de este cabrón, malnacido, hijoputa que venía a
por mí en las sombras de la noche. Pero mis alevosos enemigos no pueden
sorprenderme, estoy avisado y aquí los espero armado hasta los dientes y
dispuesto a no dejar un solo malvado vivo sobre la tierra.
(Hay
que ver el efecto alucinante que me producen algunas de estas gotas. Estoy por
volver a la farmacia y preguntar si no se habrán equivocado. Tales barbaridades
sanguinolentas no son propias de mí, que nunca he empuñado un arma ni recuerdo
enemigo alguno.)
Moza maciza buenas tetas rechazar airadamente, y eso que
presentarme como es debido por teléfono. Decir que todo ser broma, que nunca
pelear con viejo para que este echar polvo, poder escoger jóvenes guapos que follar más y
mejor. Comanche enfadar e insultarla y ella colgar teléfono. Me jode tú tener razón,
¿cómo saber sin conocer que ella querer engañar? Estoy que muerdo, quiero verte
y darte una paliza, cabrón, malnacido.
¡Ja, ja, ja! Cómo me gusta que metas la pata, Comanchito
que no llegas a Comanche, y pegues un patinazo semejante con la oferta de echar
un polvo a una jovencita, un veterano como tú. No hay que ser Salomón para
imaginar que eso era una broma. Por regla general las jovencitas y los viejos
no casan bien, y si no se conocen ni son familia, nunca. Y de vernos tú y yo
nada, monada, si quieres pelea búscate un tigre o al menos mírate al espejo y
date unas bofetadas por idiota.
Unas
simples gotas calmantes, maravillosas y mágicas, bastan para borrar de mi
rostro esta mirada asesina. Ya no siento deseos imperiosos como antes de trepar
a una azotea con fusil dotado de mira telescópica para matar a unos cuantos
viandantes, ni de liarme a tiros en una discoteca con una ametralladora y dejar
fiambres a más de veinte jovenzuelos alocados.
Estoy
por recomendárselas a los encargados de prisiones del mundo entero. La
reinserción por unas gotas sería el lema, y con eso todos los leones enjaulados
se convertirían en tranquilos corderos baladores. Bastaría con administrar una
gota a cada bandido en cada uno de sus ojos, todos los días a lo largo de dos
meses, que no es nada de tiempo si consideramos las largas condenas que
afrontan muchos de ellos en la cárcel.
El
proceso pienso que funcionaría mejor si los presos se ofrecieran voluntarios
para seguirlo de principio a fin. Se publicitaría como algo indoloro por
completo y que acarrearía una reducción de su condena, que eso siempre les
motiva al máximo. Se anunciaría a bombo y platillo que esas gotas servirían
para lograr la reinserción social cuando hubiesen cumplido su pena y se viesen
en la calle, compuestos y sin nada que hacer, con graves dificultades para
encontrar un trabajo honrado, que los otros proporcionados por colegas del
trullo abundan pero acabarían con ellos de nuevo en la cárcel si la poli los
pillaba.
Habría
que convencer de la bondad de las gotas a los encargados de prisiones,
vigilantes armados y demás, y nada mejor que comenzar por administrarles las
gotas a ellos mismos. De apreciar mi remedio conseguirían en breve una mirada
limpia, con olvido de los rencores, sin estrés en sus vida y el objetivo de
lograr la felicidad en la tierra para ellos y quienes les rodean, máxima y tal
vez única aspiración de muchos que habitamos el ancho mundo.
Creo que he llegado tarde y no me he enterado bien.
¿Quién es ese pavo llamado Comanche que habla como los indios de las películas?
No creía que quedasen tipos así. Viejo y cascado, ¿de verdad quería tirarse a
una jovencita maciza?, no me cabe en la cabeza. Vejete, olvida las mujeres que
ya no son para ti, y mucho menos las jóvenes. A esas nos las tiramos los
jóvenes como yo, todos los días y a todas horas. Por cierto, tú o el otro
abuelete, ¿no tendrías el número del móvil de esa moza para charlar con ella,
aunque fuera desnudos y en la cama?
Jovenzuelo cretino, parece que alardeas demasiado de
ligues y a la vez pides el teléfono de una chica a un extraño tachado de vejete
o abuelete. Deja de matarte a pajas con revistas guarras o viendo porno en el
ordenador y ponte guapo y sal a la calle a buscar chicas con quienes charlar,
entablar amistades y tal vez logres llevarte a la cama a alguna más amable que
el resto y echar un polvo. En cuanto al número de teléfono lo tiré a la basura,
no sé cómo Comanche pudo hacerse con él, tal vez la misma moza se lo dio para
continuar la broma con otro más crédulo que yo. Olvídame, chaval, cada uno a lo
suyo.
Sin
querer, de golpe y porrazo, me he convertido en una plañidera andante sin
muerto delante, ni oficio ni beneficio. Es situarme en la calle y llorar a todo
trapo. No meso mis cabellos, escasos en mi calvo cráneo, ni grito salvajemente
las bondades, reales o imaginarias, del finado porque no hay finado, sólo lloro
sin consuelo por mis errores pasados y lo que pudo haber sido y no fue como
dice el bolero famoso.
Hasta
el momento yo no era de los de lágrima floja, más bien al contrario, pero este
mínimo accidente provocado por el dedito de mi nieto Rodrigo en mi ojo (con la
fuerza que tiene el condenado en las manos, similar a la de su padre Santiago)
ha bastado para cambiar del revés mi condición humana y me he vuelto un llorón
sin remedio.
Motivos
para llorar siempre hay, en mi casa y en todas, pero hasta el momento no habían
aflorado en mis ojos en forma de cataratas que todo lo arrasan. Por las calles
lloro y lloro sin consuelo, y entre el río dual de lágrimas que me abruma no
veo un pimiento. Corro el riesgo con ello de ser atropellado: en las aceras por
los viandantes acelerados, la mayoría en esta urbe tan poblada, y en la calzada
por los vehículos igualmente enloquecidos.
¡Gracias, abuelo!, lobo solitario ha dejado de serlo.
Ayer mantuve mi primera cita con una chica guapa aunque no tenga veinte años,
pero yo tampoco soy joven. Es una chica simpática y apropiada para mi edad. El
encuentro resultó muy emocionante. Antes acudí al peluquero a que cortase mi
melena y adecentase mi barba, me duché, me puse ropa limpia y unas gotas de
colonia. Merendamos chocolate con churros y charlamos de esto y lo otro. Nos
caímos bien y creo que volveremos a vernos.
Bien hecho, enhorabuena. Nunca más te llamaré lobo
solitario porque has dejado de serlo. Una chica te hará mucho bien, dejarás de
emborracharte o sólo en las grandes ocasiones y por motivos felices. Persevera
en tus atenciones y no se te ocurra de momento lanzarte a magrearla ni mucho
menos invitarla a tu cama, deja que ella lo plantee cuando esté dispuesta.
Conquistar a una mujer requiere considerables esfuerzos pero te aseguro que
vale la pena. Si has tenido la suerte de tropezar con una chica buena ella hará
mucho por ti y serás dichoso a su lado. Felicidades otra vez de este
abuelo.
Justo
a los ocho días visito al oftalmólogo en el Ros Marbá que es una doctora. A sus
preguntas de cómo sucedió el accidente le cuento que me quité las gafas para
que no me las rompiera mi nieto y que debí inclinar hacia delante la cabeza
cuando él alzó la mano de repente y me clavó el dedo en el ojo. Me hace leer
las letras del panel luminoso y tapo yo mismo con una mano consecutivamente un
ojo y luego el otro. Lo hago sin dificultad. Me observa con detenimiento con el
artilugio en el que debo apoyar mi barbilla y al finalizar la inspección
concluye que el ojo está bien y se ha curado. Me aseguró que es un accidente
muy corriente entre los abuelos, con lo que me sentí algo menos idiota. En
algunos casos, dijo, los dedos de los niños pequeños provocan úlceras en los
ojos que tardan varios meses en curar. Ahí me consideré afortunado, mira por donde la mía sólo duró ocho días.
Advirtió
que debía ponerme una lágrima artificial durante un tiempo y yo contesté que el
médico de urgencias me la recetó y constaba en el informe en tercer lugar de
los remedios prescritos. Tras mirar la receta preguntó si mantenía la
prescripción en mi poder, contesté afirmativamente y repuso que la aplicase
tres veces al día durante los próximos tres meses. Ante mi extrañeza por tan
largo periodo me advirtió que a veces un ojo parece estar bien tras un
accidente y un buen día el paciente amanece con un dolor tremendo en él y es
que la herida se ha reproducido. Para evitar tal contingencia debería aplicarme
durante ese tiempo la lágrima artificial que protegería mi ojo de forma
duradera. Una de las aplicaciones debía realizarse justo antes de acostarme.
Respondí que así lo haría y que nunca más iba a despojarme de las gafas cuando
jugase con mi nieto. Lo dije y pienso cumplirlo, es preferible que me rompa
unas gafas a que lesione mis ojos, que aunque miopes y con vista cansada son
para toda la vida.
Y
hablando de gafas, hay por casa unas de trabajo que me regalaron en alguna
presentación de mi antigua revista y que nunca utilizo porque el nivel de mis
chapuzas caseras no alcanza a tanto. Va a ser cosa de ponérselas cuando decida
jugar con Rodrigo. Creo que tendríamos buena pinta el nene y yo, dispuesto este
veterano con ellas para cualquier cataclismo.
Han
pasado los tres meses y con una gota por la mañana y otra por la noche de
lágrima artificial he cumplido la prescripción facultativa. Me siento bien. He
arrojado el envase vacío a la bolsa con los restos de medicinas para llevarla,
una vez llena, a nuestra farmacia habitual.
Un valentón dice a otro sobre un enemigo común
emborrachándose en un bar: ¡a ese, a ese le mando yo al hospital!
No
sé de qué alardean tanto. A mí me mandó a Urgencias de La Paz un niño de apenas
ocho kilos de peso. Ese niño es mi nieto Rodrigo, un fenómeno. Si es cierto el
dicho: “quien bien te quiere te hará llorar”, él debe quererme una barbaridad
pues me hizo llorar a mares.
Entregué
lo escrito a Pilar para su lectura y corrección en su caso y su respuesta
inmediata fue la siguiente: Yo creía que este era un relato sobre mi precioso
nieto Rodrigo y resulta que no apareces más que tú, con tus tontunas y tu ojito
dichoso. No dices una sola palabra de él, de lo guapo, simpático y cariñoso que
es, de su sonrisa deslumbrante, de que ilumina nuestra vida desde que nació
como hizo en su día Leyre, nuestra nieta guapísima.
Bueno,
pues queda dicho. Menudo carácter, como para llevarla en algo la
contraria.
FIN
Mi reina mora
Mi
nieta Leyre es un regalo que nos hicieron Eloy y Ana, sus padres, hace ya ocho
años y que nunca agradeceremos bastante Pilar y yo por la inmensa felicidad que
nos ha procurado desde entonces su cuidado y la contemplación amorosa de cómo
va escalando uno a uno los peldaños de su vida.
El
título de este relato se debe a que yo he llamado a mi niña muchas cosas
tiernas y algunas bobas: preciosa, guapa, perla, tesoro, ricura y alegría de la
casa; princesa, el preferido de su padre; prenda, y en su condición igualitaria
Leyre me responde como “prendo”; entre ellas reiteré una muy original que ambos
asimilamos e hicimos nuestra: “mi reina mora”.
Lo
importante no es que yo la nombrase de esa manera arrogándome el derecho de
cualquier abuelo a llamar a sus nietos como le dé la gana, sino que ella se
reconociera a sí misma de esa forma tan curiosa a ojos occidentales y
procedentes de tradición católica.
Como
todos los bebés, Leyre balbuceaba a todo trapo desde que contaba pocos meses y
llegó un momento, calculo que al cumplir los dos años, edad en la que ya
caminaba con soltura, cuando comenzó a articular sonidos que querían ser
palabras. Un bebé balbuceante exige un traductor cariñoso, interesado y hábil,
y a ello nos aplicábamos con denuedo y por turno sus abuelos y padres.
Andaba
yo un día con ella por casa cuando pronunció torpemente algo con su media
lengua que en principio no entendí, pero como los niños son muy reiterativos
insistió e insistió hasta que pude captar su sentido. En primer lugar logré
identificar con esfuerzo su nombre, nada fácil de pronunciar para charlatanas
principiantes como ella, que sonaba algo así como Lere con la erre muy suave,
al estilo italiano, y después de su nombre una palabra desconocida. Repetía por
segunda vez su nombre y le añadía otra palabra diferente detrás. Las dos
palabras desconocidas incluían una erre suave cada una. Por fortuna, ella
repitió al menos una tercera y una cuarta vez ambos términos y al fin la
lucecita se encendió en mi cabeza. Estaba diciendo: Lere reina, Lere mora. Ni
más ni menos que el título que mi cariño le otorgó pospuesto a su nombre. Ese
día creo que la quise un poco más, si cabe, y quedó para siempre en mi corazón
derretido como mi reina mora, un título que ella aceptó al pronunciarlo tan
cuidadosa como trabajosamente.
Este
relato abarcará los juegos que Leyre y yo hemos inventado de consuno para pasar
el rato agradablemente durante sus primeros años. Porque yo he tenido la
fortuna de convertirme en su compañero habitual de juegos, en la calle y en
nuestra casa, que desde su irrupción ella volvió del revés como un calcetín y
ha quedado para siempre como la alegre casa de juegos de los abuelos.
En la calle
Yo
la sacaba a pasear en cochecito todos los días desde sus primeros meses de
vida, y cuando pudo sostenerse sentada en el mismo se mostró como una niña
abierta y cordial con todo el mundo, con amplio reparto de sonrisas para
cualquiera que pasaba cerca, porque una de sus características vitales es que
en la calle y en cochecito no durmió jamás. Este hecho no sé si es malo o
bueno, y cuando ves a tantos bebés dormidos apaciblemente a todas horas por la
calle te preguntas y tal vez añoras por qué Leyre no hizo eso nunca. No lo
juzgo, yo sólo constato el hecho.
Como
siempre iba despierta era preciso distraerla. El primer juego que su abuelo
ideó fue uno que podríamos denominar de forma rimbombante como conducción
deportiva del cochecito. Consistía el juego en acelerar la velocidad en que nos
deslizábamos por la acera con una carrera corta y frenazo brusco que siempre
agradaba a mi niña. El deporte se amplió a giros normales a derecha e izquierda
y también a giros más arriesgados sobre dos ruedas, como los pilotos consumados
que derrapan en las curvas con las ruedas de atrás. El abuelo, inventor del
juego, confiaba en que su arnés la mantuviera bien atada al artefacto rodador y
que este último fuera robusto, a prueba de abuelos exigentes, conductores de
cochecitos infantiles de Fórmula 1.
Las
juergas que nos corríamos Leyre y yo con estas carreras desaforadas plagadas de
curvas eran tremendas, sin importarnos ni a ella ni a mí los rostros apenas
vislumbrados de viandantes risueños por las locuras del abuelo o enfadados
quienes me juzgasen severamente de chiflado.
Si
al comenzar alguno de nuestros paseos percibía que ella no recordaba nuestro
juego favorito yo la provocaba con alguna curva difícil, frenazo brusco o
aceleración inesperada, y luego seguía el paseo tranquilo, como distraído. Casi
siempre mi niña reaccionaba a su manera exagerada: parloteando en su jerga y
reclamando más juerga con los brazos en alto y palmadas de alegría. El abuelo
se resistía un poco y ella insistía en su deseo con la cabeza vuelta, mirándome
fijamente y enseñando sus amígdalas. Al fin se lo concedía y nos lanzábamos a
carreras y curvas mil, hasta que el corazón me avisaba al galope de que debía
tranquilizar el ánimo un tanto, que el excesivo ajetreo no era bueno para mi
salud ni a mi edad. En cada largo paseo diario al menos una o dos veces
loqueábamos Leyre y yo con la conducción deportiva y disfrutábamos de lo lindo.
Volvía
el abuelo con su nieta montada en su vehículo de un paseo arrebatado de los
nuestros cuando sucedió un hecho mínimo que deseo relatar.
En
mi casa contamos con montacargas y ascensor, pero en mi paseo con ella sólo uso
el ascensor para subir y bajar. El motivo es su sistema de apertura y cierre de
puertas correderas, que se abren y cierran hacia los lados dejando libre todo
el vano de la puerta.
El
cochecito de Leyre era un armatoste grande, diseñado mucho después de que el
constructor de mi casa delimitase las rácanas medidas de la caja del ascensor.
Quiere ello decir que el cochecito cabía relativamente bien, con la salvedad de
que debía alzarlo de su barra conductora para que entrase por completo en el
ascensor.
Apenas
medio trasto dentro, las puertas del ascensor trataron de cerrarse con mi
sobresalto. Detuve las puertas con la mano y coloqué entero el cochecito en su
lugar. Pero el vecino impaciente pulsó de nuevo el botón y las puertas se
accionaron de nuevo sin que yo terminase de entrar. Las detuve cabreado y se me
escapó un ¡coño! Iniciamos el ascenso y mi niña paladeó con nitidez esa palabra
nueva en su limitado vocabulario: ¡coño!, y luego la emitió dos veces más
porque le debió sonar bien: ¡coño, coño!
Sorprendido
y contento la chisté con el dedo en los labios y dije: ¡calla, canalla!, como
te oiga la abuela me mata.
Mi
reina mora no lo repitió más y la cosa quedó ahí, por fortuna. No se puede ser
malhablado con los niños, lo cogen todo.
En
la calle también jugaba Leyre bajo mi atenta vigilancia en los parques
infantiles, montaba cuando muy pequeña en el columpio cerrado para niños, donde
yo la impulsaba y le cantaba canciones, con el eterno problema de otros niños
esperando por lo que no podía prolongar su placer demasiado tiempo. También con
el cubo, el rastrillo y la palita jugábamos con la arena, yo hacía flanes y
ella los rompía, hasta que poco a poco aprendió a fabricarlos por sí misma.
Salvo
que requiriese mi ayuda, en los parques infantiles yo solía mantenerme a la
vista sin intervenir. Era preciso que ella hablase y se relacionase con otros
niños, en todas las ocasiones prefería los juguetes, cubos y palas de los
demás, igual que ellos tomaban los suyos para jugar. En cuanto se hizo un poco
mayor tratamos de imbuir en su cabecita la idea clave en los parques de que
“hay que compartir”, para indicar que los compañeros de juegos pueden tomar tus
juguetes en ocasiones, igual que tú tomas los suyos. A base de repetírselo sus
mayores: padres y abuelos, todos los niños acaban por aprender la frase y ellos
mismos la dicen cuando reclaman algún juguete ajeno. En su egoísmo natural, no
entra en su cabeza que la frase se debe aplicar a los juguetes propios
prestados a sus compañeros de juegos y no sólo a los de los otros cuando ellos
los reclaman. La idea básica generalizada que resulta preciso cambiar a los
pequeños es: yo juego con los juguetes de cualquiera pero no dejo que ellos
jueguen con los míos.
Yo
procuraba que no se hiciese daño ni que otros niños más grandes o brutos la
perjudicaran en carreras o juegos. Ella debía buscarse amiguitos y con el
transcurso de días y días a las mismas horas lo conseguimos en los dos
parquecitos situados frente a nuestra casa. Allí jugaron por años a plena
satisfacción de pequeños y grandes.
Había
dos caballos clavados con muelles enormes al suelo, en donde se impulsaba con
enorme brío, agarrada a las asas colocadas en su cabeza. Yo temía que se
pudiera estampar en el suelo en una de sus arremetidas y hacerse daño, pero
pronto entendí que eso no sucedería pese a la fuerza con que jugaba y se
desahogaba.
Mil
juegos se practicaban con arena en el parquecito, y si había suerte y llovió
formando barro en algún alcorque de árbol que a veces también llenaban los
jardineros o alguna persona mayor les permitía aprovisionarse de agua en la
fuente pública cercana entonces ya era la locura, porque jugar con barro les
entusiasma a los peques tanto como molesta a sus mamás, que deben cambiarles la
ropa en cuanto vuelven a casa y se ponen perdidos los zapatos y no digamos las
manos. Pero ellos disfrutan lo que no está escrito. Yo se lo permitía a Leyre
con el buen tiempo aunque se manchase, pero no muy seguido porque su madre se
enfadaba al contemplarla sucia y no entender que el enorme disfrute de la niña superaba con
creces la molestia de limpiar sus zapatos y cambiar su ropa, que de todas
formas resultaba preciso cambiar cada día.
El
columpio le gustaba con su vaivén incesante, y pasado un tiempo y ya en el
columpio para mayores sin protecciones traté de enseñarla a que se impulsara
por su cuenta sin necesidad de que yo la empujase. Le decía que estirase las
piernas al subir y las doblase al bajar, y poco a poco lo fue aprendiendo hasta
que pasó a columpiarse ella sola, después de que se cansara de mis consejos
reiterados tras afirmar desde el primer minuto que ya lo sabía.
Otro
juego que le enseñé desde muy pequeña y pronto aceptó con su espíritu valiente
fue uno muy conocido y practicado que ella denominó “vuelta a la manzana”
consistente en tomarla de las muñecas, elevarla y girar con ella en horizontal
al suelo dando vueltas y vueltas sobre mi propio eje hasta que me cansaba y me
hacía el mareado. Ella decía que no se mareaba pero no era cierto porque al
aterrizar se quedaba un tanto indecisa, con los pies anclados al terreno para
acomodarse a su nueva condición física estable sobre la tierra.
Este
juego lo practicamos durante años, más fácil para mí cuanto menor era su peso,
y acabé por desecharlo en el transcurso de los años porque su excesivo peso me
hacía sudar y me daba miedo de que pudiese hacerla daño en las muñecas, con
gran enfado de su parte que siempre pedía más y más. Por darle gusto y girar
vueltas y vueltas, más de una vez acabé el juego verdaderamente mareado y ella
también aunque en plan orgulloso nunca lo reconociera.
Ir
sentada en el cochecito no satisfacía a su espíritu inquieto y por eso renegaba
de él desde que supo caminar y a veces yo la llevaba de la mano y caminábamos
con esfuerzo pasito a pasito, con el cochecito aparcado a la vista o llevándola
a ella y al trasto a rastras, cada uno de una mano. Otras veces la transportaba
a cuestas, lo que la agradaba especialmente y su felicidad se mantuvo largos
años en esta cómoda posición. Pero el espíritu pionero del abuelo, a la par o
por encima del de mi niña, pronto ideó un detalle suplementario para no andar
sencillamente en línea recta con una niña a la espalda, un aburrimiento como
todo el mundo entiende.
Cuando
ya comprobé que ella se agarraba con fuerza a mi cuello, bien sujeta por mis
brazos, y no era posible que cayese al suelo, ideé un juego denominado como
“caballo loco”, consistente en hacer el caballo con relinchos, saltos y
corcovos como los caballos sin domar de las películas del Oeste americano que
tratan de expulsar a los osados caballistas dando coces y frenando su carrera
bruscamente a la vez que se inclinan hacia delante para lanzarlos por encima de
las orejas.
Bastó
que nombrase unas pocas veces el juego y que lo practicásemos a entera
satisfacción de nieta y abuelo para que Leyre lo demandase en lo sucesivo,
todavía con su media lengua: ¡caballo loco, caballo loco! Y el abuelo, que está
un poco zumbado como todo el mundo sabe, se avenía a ello.
Puestos
a jugar, el caballo relinchaba a menudo, avanzaba en línea recta en corta
carrera y de pronto se frenaba con inclinación del cuerpo para lanzarla por
encima, sin conseguirlo porque abuelo y jinete se agarraban uno al otro con
fuerza. Ella se reía a carcajadas y me espoleaba con sus piernitas para que
continuase la juerga si el caballo decaía en sus arrebatos. A veces, el caballo
se limitaba a trotar alzando mucho y a ritmo las rodillas como en las
demostraciones de doma de caballos en Jerez de la Frontera y ella botaba sobre
mi espalda una y otra vez. Durante el juego, el caballo loco no siempre corría,
caminaba a ratos con suavidad aparente para despistar a mi reina o por
agotamiento y de pronto se inclinaba sobre su oreja derecha y amenazaba
sacudirse de encima al jinete.
Ella
nunca se cansaba del juego, un aspecto en el que todos los niños coinciden, su
abuelo al cabo debía parar de tantos saltos y ajetreos. Pero lo pasábamos de
maravilla ella y yo con nuestro jueguecito.
Hemos
trotado docenas de veces por las calles de Madrid cercanas a casa mi gentil
damisela y este caballo loco con juerga permanente de ambos y pasmo de los
viandantes que estoy seguro nunca vieron nada igual en su vida. Para ser
completo, el juego exigía una pizca de miedo de su parte, como sucede en el
circo y en las películas infantiles, y si los niños no pasan un poco de miedo no
disfrutan con plena intensidad después, cuando todo se resuelve a plena
satisfacción y la felicidad inunda sus corazones porque ganan los buenos. Ella
pasaba un poco de miedo, pero yo no sentía ninguno al llevarla bien aferrada.
Nuestro
juego del caballo loco se convirtió en internacional en una ocasión, cuando
viajamos a Toledo y entre miles de turistas lo practicamos mi niña y yo.
Sucedió que Ana y Pilar, Leyre y yo mismo fuimos a recoger a su padre a la
salida de su trabajo y pasamos la tarde allí en la ciudad imperial que tanto
agrado nos produce visitar a los abuelos una y otra vez. El cochecito de Leyre
se quedó en Madrid por lo que paseamos y paseamos las mujeres, mi niña y yo por
ella, nos hicimos fotos, nos sentamos en una terraza a tomar un refresco y
callejeamos con gusto por su casco histórico como los turistas que desconocen
la hermosura de sus calles y monumentos.
Llegó
el momento en que nuestra niña se cansó de caminar y el abuelo la tomó a
cuestas. E inevitablemente ella o yo mismo provocamos el juego y nos lanzamos a
corcovear y dar saltos. Lo mejor de todo es que logramos asustar a los propios:
Pilar y Ana, porque de los ajenos no hacíamos caso. Al cabo, ellas cayeron en
la cuenta de que la niña no corría peligro alguno con el juego pese a que el
caballo estuviera verdaderamente loco. Y así fuimos mi reina mora y yo por las
calles empinadas de Toledo con saltos y giros para asombro de turistas de todas
las nacionalidades: suecos, daneses, alemanes, rusos, franceses e ingleses, y
la inmensa turbamulta de japoneses, coreanos y chinos, que estos orientales
parecen todos iguales con sus ojos rasgados.
Advierto
que este juego, y más en las calles de Toledo por su orografía, exige una buena
preparación física del caballo, que debe estar bien entrenado y comer lo
necesario, dormir suficientes horas y no permanecer ocioso a lo largo del día.
Por fortuna, todo eso se cumple en este caballo particular, que pese a la pila
de años que arrastra se empeña en mantener la buena forma física con la
práctica de varios deportes, y camina con soltura y entusiasmo por las calles y
parques de la ciudad. Disfruto especialmente en mis paseos por la playa, con la
brisa soplando en mis oídos y el mar a mi lado siempre hermoso, ya se encuentre
tranquilo o alterado, pisando la fina arena y mirando al mar y sus infinitos
tonos: azul claro y oscuro, verde esmeralda, incluso gris y amarronado por la
arena que remueve sin cesar algunos días con sus manos enormes.
En mi despacho
Otros
juegos los desarrollamos en casa como uno consistente en clavar clavitos que
tenía por escenario mi minúsculo despacho.
Desde
muy pequeña Leyre mostró su espíritu inquieto y revoltoso y su abuelo buscaba
algo para distraerla. Ella conocía la existencia de mi caja de herramientas,
observada a veces cuando yo realizaba pequeñas reparaciones caseras. Le
llamaban mucho la atención las herramientas que contenía como destornilladores
de distintos tamaños: normales y de estrella, llave inglesa, llaves Allen,
alicates, cortacables, cúter, martillo; multitud de clavos, clavitos, tuercas,
alcayatas, arandelas, escarpias, tornillos, chinchetas; tacos huecos de
plástico de diversos diámetros y colores, que se clavan en la pared después de
practicar un agujero para insertar luego en ellos tornillos o alcayatas que
sujeten con fuerza cuadros e incluso estanterías enteras para libros como las
que cuelgan de la pared de mi despacho y otras de la habitación azul (se
entiende en agujeros perforados sobre tabiques de ladrillo, no esos birrias de
ahora fabricados con Pladur); taquitos de madera, arandelas metálicas y de
goma, maderitas, cables de la luz, pequeños alambres y ese cúmulo de objetos
varios que vas amontonando en la caja casi sin querer o por si en el futuro sirvieran
de algo. De ese modo, le bastaba al abuelo con buscar un trocito de madera para
calzar un mueble que se movía y allí probablemente lo encontraba si buscaba
bien.
El
grave problema de una caja de herramientas para el juego de una niña muy
pequeña es que todo su contenido resulta potencialmente peligroso y nunca debe
dejarse en sus manos sin un estricto control. Para cuadrar ese círculo de
difícil trazo yo restringía las tareas al máximo, en concreto a una sola:
clavar clavitos en el suelo, compuesto de planchas de corcho.
Por
desgracia, dada su fortaleza, calidez, y la confortabilidad y aislamiento
acústico que procuran a sus moradores, estas planchas apenas se usan ya para
solar habitaciones en las casas particulares. Las planchas de corcho han sido
sobrepasadas por materiales más modernos como parqué o tarima flotante, de
mejor aspecto que el corcho pero que exigen superiores cuidados para su
mantenimiento, y en ellos no puede caer una gota de agua ni de otros líquidos
sin que quede mancha salvo que lo restañes al momento. El parqué de mi salón y
del pasillo resulta hermoso pero un tanto frío en invierno, que te sientas en
él y se te queda el culo helado, lo que no ocurre con el corcho siempre cálido
y confortable en invierno y en verano. Las planchas de corcho son mucho más
sufridas que el parqué y nos vinieron de perlas a Leyre y a mí para nuestro
juego de clavar clavitos que sin ellas hubiera resultado imposible.
Mi
reina mora y yo procedíamos siempre de la misma manera una vez mostrado su
interés por jugar con mi caja de herramientas. Sentados en el suelo ambos,
abríamos la caja del tesoro y extraíamos en primer lugar el martillo ligero
para marquetería que usábamos en este juego. Ni se me ocurría utilizar uno de
mis martillos pesados, mejores para que un adulto trabajase pero infinitamente
más peligrosos para que trastease una niña con ellos. Luego extraíamos con
cuidado y una a una las arandelas de diversos diámetros, metálicas y de goma,
situadas en los compartimentos superiores pequeños de la caja, entre tantos
cachivaches y con mucho ruido, y las colocábamos a un lado en el suelo. Después
venía la tarea de buscar los clavitos, de cabeza gruesa pero no excesiva y
nunca de cabeza perdida porque Leyre no encontraría forma de atinarles con el
martillo ni yo de sujetar con los dedos para que lo lograse. La cabeza debía
ser suficiente para golpearla y no demasiado ancha para que las arandelas
pudiesen entrar en ellos una vez clavados en el suelo. Era un tarea ardua que
nos llevaba su tiempo, dado mi desorden natural trasladado a los compartimentos
de la caja, en donde se mezclaban sin ton ni son clavos grandes con pequeños,
tuercas de todos los tamaños, tornillos, alcayatas y objetos pequeños variados
sin destino aparente.
Con
todos los materiales del juego dispuestos en el suelo al cabo de un tiempo
razonable de búsqueda, durante el cual yo dejaba hurgar con sus manitas a mi
niña guapa el tiempo que quisiera, alejábamos la caja de herramientas y
procedíamos a clavar el primer clavito.
Esta
no era tarea fácil para Leyre y sus escasos años y habilidades. Yo comenzaba a
clavarlo en mis planchas de corcho y cuando se quedaba de pie, ligeramente
clavado, llegaba su turno. Empuñaba con decisión el martillo por la mitad del
mango y golpeaba apenas el clavito casi siempre de forma inclinada y floja por
lo que se desclavaba. El abuelo lo clavaba de nuevo erguido y la niña lo
intentaba por segunda vez. En sucesivos intentos yo trataba de guiar su mano
con el martillo en la dirección correcta pero Leyre no siempre me dejaba
ayudarla en su tarea, indómita e independiente desde el día en que su madre la
parió. Los intentos fallidos se sucedían, con golpes de martillo desordenados
por un lado y por otro. Finalmente y casi por casualidad, como el burro al
extraer una nota de la flauta, el clavito quedaba clavado con firmeza, momento
que aprovechábamos para gritar ambos ¡bieeeeeen!, y palmotear de alegría por el
logro conseguido.
El
siguiente paso era más sencillo: ella tomaba las arandelas y las introducía con
cuidado, una a una, en el clavito clavado, hasta que no cabía ninguna más. En
ese momento pasábamos a repetir la operación de clavar un nuevo clavito, y
cuando lo conseguíamos ella lo llenaba de arandelas hasta arriba. Yo iniciaba
el clavado de nuevos clavitos cuando se terminaban las arandelas y ella
completaba el clavado y las pasaba de un clavo a otro en un ejercicio minucioso
y callado. También nos olvidábamos a ratos de las arandelas y nos dedicábamos a
clavar clavitos sin más, por el gusto de hacerlo y pese a la extremada
laboriosidad de la faena.
En
conjunto pasábamos lindos ratos mi niña y yo clavando clavitos con algún que
otro percance en forma de martillazo en mis dedos, dado por ella o por mí mismo
que soy un torpe. Bien es cierto que la tarea requería precisión y habilidad
extremas dado el pequeño tamaño de los clavitos y yo no ando muy sobrado de
ambas. Y por medio estaban sus manitas y mis manazas, con miedo siempre de que
ella se hiciese daño. Cuando alguno de los participantes se trabucaba y golpeaba
en mis dedos yo no siempre me enfadaba (prohibido decir tacos) y a veces
aullaba un poco levantando la cabeza ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! como el lobito del
genial payaso Charlie Rivel y conseguía que ella se asombrase y riera.
En
ningún momento de nuestros juegos con la caja de herramientas dejaba a Leyre
sola, el peligro era enorme y mi responsabilidad, máxima. Yo desaconsejaría a
cualquier abuelo que jugase con sus nietos de esta forma, aparte de que no creo
tengan la fortuna de disfrutar en sus casas de un aislante, anticuado y
magnífico suelo de planchas de corcho donde poder clavar nada.
El
armario de mi despacho contiene otro tesoro para juegos además de la caja de
herramientas: mi caja de embetunar y lustrar zapatos. En ella se desparraman
abundantes botecitos de vidrio con tapa metálica con cremas para el calzado,
también llamado betún, de todos los colores. Poseo crema incolora y muchas de
colores: blanco, rojo, guinda y burdeos; azul claro y marino; marrón claro y
oscuro; cognac, grasa de caballo y dilatador del calzado. La caja contiene
trapos para embetunar y tres cepillos redondos de cerda con el mango de madera
con los que aplicar las cremas, marcados en su mango como negro, azul y marrón;
y cuatro cepillos para lustrar, asimismo marcados con bolígrafo en su tapa
según colores: negro, marrón, azul y claros. También cuento con trozos de
gamuza suave de color verde intenso muy efectivas para abrillantar. Yo disfruto
con la limpieza de mis zapatos y de los de Pilar, en otro tiempo también de los
chavales, pero no se me ocurrió enseñar a Leyre la forma de hacerlo por miedo
de que se pusiera perdida de betún las manos y luego la ropa, que mancha mucho
y su madre no me lo habría perdonado.
Lo
único interesante y adecuado para los juegos de Leyre de la caja de calzado
eran los botes de crema cerrados. Son botes de vidrio grueso, redondos,
pequeños, con tapa metálica y en conjunto muy resistentes a los golpes, además,
el suelo de planchas de corcho acolcha las caídas. Con todo ello podíamos
darnos ambos con fruición al juego en sí, consistente en lanzar de canto los
botes cerrados unos contra otros, situados los jugadores enfrentados.
Merced
a su pequeño tamaño, Leyre se introducía en el hueco de mi mesa de trabajo
sentándose en el suelo tras retirar mi butaca rodante del despacho y yo me
situaba frente a ella a dos metros. Provistos cada uno de la mitad aproximada
de botes, seis o siete para cada cual, colocados de canto los impulsábamos al
frente al unísono a la voz de ¡uno, dos y tres!
El
primer intento era lanzarlos lo más lejos posible, y a ello se afanaba mi reina
mora con fruición, una tarea que por su escasa edad se convertía en una empresa
formidable. La trayectoria irregular de los botes en su rodaje constituía
motivo de grandes alegrías de los jugadores, con curvas y curvas. A veces
chocaba un botecito contra otro y era la juerga padre. No había peligro de que
se rompieran en el choque, eso nunca sucedió debido a su fortaleza y a la
escasa potencia que imprimíamos en los lanzamientos mi niña y yo, más
preocupados por la trayectoria que por la fuerza del impulso. En algún choque,
entre sí o contra una pared o las patas de la mesa, se abría la tapa del bote,
pero yo la volvía a cerrar y seguíamos con el juego. La crema resultaba blanda
pero no líquida, por fortuna, ya que de serlo pudo haberse derramado su
contenido debido a golpes y golpes. Pese a ellos, la crema se mantenía en
estado semisólido o apeñuscado si era antigua y no se usaba apenas para
embetunar zapatos.
Desde
que comencé a jugar con Leyre a este juego nunca tiraba los botes acabados a la
basura (vidrio y metal por separado, el bote al contenedor de vidrio y la tapa
en la bolsa amarilla y al contenedor amarillo), sino que los conservaba vacíos
para disfrute de la pareja.
Con
los mismos botes y en idéntico lugar jugábamos a construir edificios de varios
pisos. Ella construía uno y yo otro a su lado, cada uno con sus botecitos. Aquí
el problema para Leyre estribaba en que cada piso coincidiera exactamente con
el superior y el inferior, porque si el eje estaba desviado el edificio se caía
con rapidez. Yo la ayudaba en la correcta alineación y una vez que ella lograba
colocar todos sus botecitos uno encima del otro le prestaba los míos para que
continuase la juerga. Los edificios de varios pisos se caían por sí solos o
terminaba por derribarlos a manotazos como los castillos en la arena de la
playa y vuelta a empezar. Cuando conseguía alzar un edificio de gran altura su
alegría era inmensa, los derrumbes de las construcciones resultaban incruentos.
Las
latas metálicas de grasa de caballo y alguna que otra antigua de betún, de
mayor diámetro y más estrechas que los botes de vidrio, eran inadecuadas para
hacerlas rodar junto con aquellos, pero servían de excelente base por su
diámetro superior al de los botes en el juego de los edificios para que estos
ganasen en altura.
Mucho
hemos gozado Leyre y yo con los juegos de los botes de betún. Jugábamos cuando
ella quería y hasta que se cansaba y pasábamos a otra cosa, siempre mandando mi
pequeña tirana en su abuelo, embelesado con su hermosura y sus actos.
Otro
juego que practicábamos a veces era el de enfermera y doctora, coincidentes
ambas en la persona de mi reina. El juego se desarrollaba en mi despacho con su
mesa porque era consciente de que el parecido con la consulta de un médico era
mayor allí que en otros lugares de la casa. Mi niña contaba con un juego de
enfermera que incluía un estetoscopio, unas pinzas, tijeras, jeringuilla para
inyecciones y dos o tres botecitos vacíos para contener medicinas.
Cuando
ella lo indicaba yo comparecía en la consulta del médico con mis dos bebés, uno
en cada brazo. Yo daba los buenos días y debía llamarla invariablemente hermana
según me indicaba. Ella se mantenía sentada a un lado de la mesa y yo desde el
otro explicaba los síntomas de las enfermedades de cada uno. Antes de eso ella
me entregaba la tarjeta sanitaria si carecía de la misma, una por cada niño y
otra mía, que yo daba al médico al acabar la visita para la dispensa de
medicamentos. Me inventaba los sencillos síntomas de un fuerte catarro o una
gripe, y ella auscultaba al muñeco por delante y detrás, con la orden de que le
subiera la ropa como en la realidad. Tras escuchar al enfermo decidía el
tratamiento que consistía, inevitablemente, en una inyección, que la enfermera,
papel asumido también por ella, le administraba de inmediato con grandes lloros
del bebé y consuelo del papá de la criatura, que le mecía y canturreaba ¡ea,
ea, ea!
Después
pasábamos al otro bebé que presentaba síntomas de una enfermedad diferente
porque repetir la gripe o el catarro, lo más probable al tratarse de gemelos
que vivían juntos, hubiera resultado un rollo para los participantes en el
juego. Ante la nueva enfermedad se le aplicaba obligatoriamente una inyección
al segundo bebé con idénticos resultados.
Pero
si le daba por jugar a médicos y enfermeras no solía bastar con una sola visita
al ambulatorio y exigía una más en la misma sesión y con los mismos actores.
Mis bebés y yo volvíamos, ellos todavía con el culo dolorido por el pinchazo
anterior de la aguja de enorme jeringuilla y yo pensaba con rapidez en nuevas
enfermedades corrientes para renovar el entusiasmo de mi doctora. Solventada
esa segunda visita, el juego concluía en ese momento.
Un
juego distinto e igualmente breve se desarrollaba también en mi despacho. Se
basaba en su experiencia de usuaria de la biblioteca municipal, donde acude con
su padre o su abuelo a por vídeos y libros, que convive en el mismo edificio
con la escuela de música que ella y yo visitamos los lunes y miércoles de cada
semana durante el curso lectivo, en donde aprende música y a tocar el oboe.
Decretado
el juego de bibliotecas, yo comparezco con mis dos bebés en los brazos ante la
bibliotecaria, a la que debo llamar de nuevo hermana, un nombre especialmente
querido para ella que carece de hermanos. Suelo alegar que he perdido mis
tarjetas para que ella empuñe el bolígrafo y garrapatee en alguna de mis
antiguas tarjetas de trabajo, ya casi olvidado, algo que garantice que aquello
es una tarjeta de biblioteca con su banda magnética.
La
bibliotecaria me pregunta qué libros necesito y yo pido lo que se me ocurre:
uno de tortugas para uno de mis niños, y ella lo busca en mi biblioteca y me
adjudica uno cualquiera; después le pido otro de piratas para el otro niño, lo
busca a veces sin encontrarlo, me responde que no hay y yo pido un libro
diferente hasta que lo encuentra. Un tercer libro se añade a los anteriores, en
este caso para mí mismo, y ella lo busca diligentemente y me lo ofrece como los
anteriores para que yo acepte su idoneidad después de hojearlos. Con los tres
libros sobre la mesa, ella adopta la posición de bibliotecaria, revisa primero
las tarjetas y aplica después la pistola láser en una de las guardas de cada
libro, luego marca la fecha de devolución. Los libros son pasados por su lomo
en otro aparato para desimantarlos y que no piten en la salida. Me entrega los
libros y yo parto contento con ellos y mis niños en brazos.
Para
que no se me olvide, ella me recuerda de palabra la fecha de devolución que
consta en las guardas de cada libro, lo que no siempre te avisan los
bibliotecarios en la vida real, y curiosamente según ella en todas las
ocasiones me correspondía devolver los libros un 14 de enero, cosa que al
principio me chocó porque no estábamos en esa fecha ni de lejos, hasta que al
fin entendí que era la única fecha recordada por ella al tratarse de la de su
nacimiento.
En nuestro dormitorio
En
el dormitorio de los abuelos apenas jugamos mi niña y yo. Sólo recuerdo un
juego muy significativo. Ella acude a veces por el invierno a la piscina
municipal a nadar y en verano lo hace en la piscina de sus tíos Carmen y
Santos, donde juega y juega con su primita Susana, que la quiere tanto como
para llamarla constantemente hermana. También nada con los abuelos en la playa
en verano. Su padre es socorrista y nada de maravilla, y cuando está en la
piscina con ella, sea la de verano o la de invierno, trata de que aprenda a
nadar con estilo pese a su carácter rebelde ya reseñado; el abuelo apuntala esa
idea siempre que puede con sus limitados conocimientos y escasas virtudes
docentes.
Una
cosa que sí ha aprendido mi reina y me recuerda con orgullo de neófita es a dar
la vuelta olímpica que le enseñó su padre, aunque sale del giro al revés como
ella misma reconoce. Siempre nada mejor a braza que a crol y bucea con
entusiasmo.
Leyre
nunca ha asistido a clases pero sabe que existen porque ve a los nadadores
aprendices en la piscina cuando acudimos y ella ha decidido enseñar a sus
muñecos a nadar convirtiéndose sin mayores problemas en monitora de natación
sin saber apenas nadar, sin complejos que diría el otro.
El
lugar escogido para ello es nuestro dormitorio, con las camas convertidas en
pileta de baño, y los elegidos para enseñar a nadar los dos muñecos gemelos que
tanto gusto parecen darla para los juegos dada su condición de pareja, tal vez
porque ella es sola.
Cuando
decide que juguemos a monitora de natación yo debo comparecer con mis dos
muñecos vestidos solo con braguitas que hacen las veces de bañador y los gorros
de natación en la cabeza, para lo que sirven los de lana que su abuela
confeccionó.
Leyre
pregunta en primer lugar si tenemos bonos de baño y yo debo declarar que no
para darle opción de garrapatear en alguna de mis tarjetas antiguas de trabajo
y convertirlas en los citados bonos. Una vez provistos de ellos, debo depositar
los bebés en las camas gemelas de nuestro dormitorio y quedarme sentado para
mirar la clase que la monitora les imparte.
Colocados
boca arriba y sujetos al borde la piscina les hace batir los pies con las
piernas extendidas una y otra vez, luego repiten el movimiento boca abajo,
introduciendo a ritmo la cabeza en el agua.
Ella
desde fuera de la piscina les indica los movimientos que deben realizar y yo de
ayudante muevo piernas y brazos de los bebés tratando de imitarla, primero
muevo los de uno y luego del otro porque con ambos a la vez no puedo trabajar.
Finalizados
los movimientos de aproximación llega la natación en sí, que Leyre les
demuestra primero la forma de realizarla tumbada en la cama a su lado. Así
practica por turno el nado libre o crol, luego la natación a espalda, la braza,
y si va muy lanzada incluso la mariposa. El estilo mariposa es el más difícil,
pero mi niña se atreve con todo aunque no sepa y se lo enseña a los bebés que
aprenden muy despacio de las manos de su abuelo.
En la cocina
La
cocina es el reino de Pilar, donde prepara ricas y variadas viandas para
consumo familiar: nuestro y de Leyre, Ana y Eloy, que comen habitualmente en
nuestra casa. También yo trabajo en ella a otro nivel menos creativo, en
concreto friego cacharros ya que soy el pinche de cocina.
Leyre
me veía fregar después de las comidas y pronto se sintió atraída por esta
actividad tan poco atrayente para quienes la practicamos por obligación un día
con otro. Llevada por dicho impulso se encaramaba de pie en un taburete en el
lateral del fregadero de un solo seno y escaso espacio que yo utilizaba. Todos
sus actos van revestidos de gran decisión y exigencias, mandona desde que
nació, y pese a mi resistencia inicial a que mi actividad fregatriz se
convirtiera en un juego para ella, acabó por lograrlo.
El
primer problema de su irrupción en la cocina para fregar procedía del taburete
de plástico, con base y asiento redondos e iguales estrechados hacia el medio
(como un juego de yoyó gigante), donde los mayores nos sentábamos y ella se
subía. El taburete era inestable y ella de pie y sin dejar de moverse lo
convertía en más inestable todavía, al borde del abismo. Siempre pendiente de
ella, más de una vez la salvé de una caída inminente al suelo. Un día el
desastre casero estuvo a punto de suceder porque debido a los movimientos de
sus pies, más descontrolados de lo habitual, el taburete osciló y cayó, ella estuvo
a punto de precipitarse al suelo lo que evité abrazándola de la cintura justo a
tiempo con mi brazo izquierdo. Ese día y visto el peligro decidí realizar un
cambio importante cara a su futuro y al del corazón de su abuelo, que no está
para tales sustos. El cambio consistió en colocar en el lugar de su fregoteo,
junto al fregadero, una silla estable con respaldo que situábamos habitualmente
al otro lado de la mesa de cocina en que desayunábamos. De esa forma, mi niña
contaría con una base firme para sus pies y podría fregar a gusto de ambos y
con tranquilidad.
El
instrumento fundamental para fregar es el estropajo, y como no había uno a su
medida en el mercado corté con unas tijeras un cuadrado de uno de los
estropajos con esponja en el otro lado que suelo usar para que ella poseyera
uno propio adaptado a su tamaño. Con su estropajito en la mano pedía que le
pusiera jabón, yo lo hacía y le entregaba una sartén o una cazuela para que la
fregase, nada de objetos delicados como vasos o tazas. Había que ver la energía
que desplegaba en su fregoteo del interior de una sartén, y luego por fuera
hasta que quedaba reluciente.
Pilar
me acompañaba un poco a distancia en la observación complacida de los empeños
fregadores de nuestra nieta, pero como Leyre se ponía perdida de agua sucia y
jabón, aparte de los restos de comida, decidió confeccionarle un delantalito.
Para ello tomó un trozo de tela de percal sobrante a cuadritos pequeños
blancos, rosas y rojos, los más típicos usados profusamente para manteles en
restaurantes populares. El delantal incluía cosida a la tela para adornar la
pechera, la cintura y el bolsillo central con abertura superior una cinta de
color blanco con forma de eses llamada “tripa de pollo” por Pilar.
Así
realizó mi mujer un delantal a la medida de nuestra niña, con un cuerpo de 36 x 36 cm y un peto de 12 x 19 cm, el
cuerpo presenta cuatro graciosos plisados en la parte izquierda. Se sujeta al
cuello con una cinta ancha blanca cosida por ambos extremos en la parte
superior de la pechera y otras dos cintas se atan a la espalda del mismo
material. Con el delantal puesto y atado Leyre quedaba monísima, hecha toda un
ama de casa en pequeño formato.
Cada
vez que se encaramaba a la silla para fregar conmigo, ella pedía que le atase
el delantal que había metido ya por su cuello para fregar, feliz y contenta. Ni
que decir tiene que cuando mi niña entraba en acción mi actividad fregatriz se
detenía por completo. Exigía su estropajo y con él en la mano que le echase
jabón, y con las manos desnudas como yo mismo se lanzaba a fregar el primer
cacharro que encontraba a mano o yo le había entregado.
Mientras
ella fregaba yo la miraba, vale decir que la admiraba embelesado, tan hermosa y
dispuesta, con su gran determinación para los juegos. Con las mangas remangadas
hasta los codos, su delantalito puesto, de pie sobre su silla, fregaba y
fregaba el objeto de sus afanes que nunca le parecía limpio a la primera
pasada.
Cuando
lo estimaba bastante limpio, y eso a veces sucedía por sorpresa, abría o
trataba de abrir el grifo monomando para agua fría y caliente con el que
enjuagar el cacharro en cuestión. El mando estaba un poco duro y ello unido a
sus escasas fuerzas sólo con mucho esfuerzo lograba que el agua brotase y
cuando lo hacía era con un chorro enorme que en ocasiones nos ponía perdidos a
los dos y al suelo de salpicaduras de agua.
Por
ese motivo, yo solía adelantarme a abrir el grifo cuando ella lo intentaba o
veía culminada su acción de fregoteo. Limpia y enjuagada la sartén por ambos
lados, yo le ofrecía otra pieza adecuada, y así un cacharro tras otro hasta que
se cansaba de la actividad y se bajaba de la silla sin más y marchaba de la
cocina dejando a su abuelo continuar, aliviado, con la fregada.
Ningún
adulto es capaz de imaginar siquiera lo que ronda a veces por la cabecita de un
niño, y eso por mucho que le quieras y trates de entenderlo y anticiparte a sus
deseos. Digo esto porque mi reina mora halló entre los residuos de la comida
algo para jugar verdaderamente insólito y un punto asqueroso: los posos del
café.
El
prodigio ocurrió una tarde después de comer cuando su abuelo se afanaba con los
cacharros sucios en la cocina. En mis manos se encontraba en ese momento la
cafetera grande que uso para preparar café en la mañana e ingerirlo con leche
en el desayuno. Leyre irrumpió en la cocina y nada más ver mis manejos la
genialidad se abrió camino en su mente. Trepó a la silla frontera al fregadero
donde yo trabajaba, me quitó la cafetera de las manos con ese imperio que la
caracteriza desde bebé, tomó una cucharita pequeña y extrajo delicadamente los
posos de la cafetera y los arrojó, cucharada a cucharada, en cuantos
recipientes le pareció conveniente: vasos y tazas.
Yo
quedé atónito ante el espectáculo. El buen tiempo primaveral provocaba calor
pero en mi cocina no vuelan moscas, de haberlas habido se habrían introducido
todas en mi bocaza abierta. Cesé por completo en mi actividad y me la quedé
mirando. Ella no me hacía el menor caso, absorta en su juego, y yo me
contentaba con admirarla. Pasada la sorpresa inicial fui capaz de gozar
contemplando sus manejos.
De
inmediato, esta se convirtió en una de las grandes diversiones de Leyre en el
fregadero de la cocina, mucho más original que la vulgaridad de fregar
cacharros. Trasvasaba los posos del café de un envase a otro, procedentes de
nuestras dos cafeteras: una grande donde hacíamos café café y otra pequeña para
café descafeinado, que Pilar y yo bebemos cada día en el desayuno, ella
descafeinado y yo del bueno.
Con
una cucharita extraía delicadamente los posos de su recipiente metálico y los
echaba en un vaso o taza como quien añade azúcar a una infusión. Luego tomaba
otro vaso diferente y le añadía su ración de posos, y así hasta que había
varios con posos. Con el tapón colocado en el fregadero para que nada se
escapase de la preciosa mezcla, mi niña se daba a trasvasar con denuedo y sin
sentido aparente el agua con posos de un vaso a otro, una vez y otra y otra,
incansablemente. Si veía que un vaso no contenía la mezcla deseada le añadía
nueva ración de posos con su cucharita.
Este
no era juego de un minuto, y mientras transcurría yo permanecía muy atento a restañar
las salpicaduras de agua y si se llenaba en exceso la pila de agua cerraba el
grifo o levantaba el tapón y lo colocaba de nuevo antes de que la pila se
vaciara por completo, que eso no le gustaba, más bien se complacía en chapotear
con sus manos y sentir la frescura y ligereza del agua, que junto con la tierra
constituyen los elementos básicos materiales de juego de todos los niños del
mundo y siempre los más amados por ellos: en la playa, en el parque, en la
cocina o en donde sea.
En
cuanto me descuidaba un segundo ella accionaba con fuerza el mando del agua y
nos ponía perdidos, al chocar el chorro con la superficie lisa de una cuchara o
de un vaso ladeado o un plato. Y eso a pesar de que mi única tarea era
permanecer atento a sus manejos, muchas veces imprevisibles.
A
menudo unía ambas tareas: fregotear y jugar con los posos, con un tiempo para
cada una. Pero si entraba en la cocina con el delantalito colgado de su cuello
y me pedía que se lo abrochase por detrás, su pregunta era siempre la misma:
¿hay posos? A veces yo la defraudaba por
error, al haber limpiado la cafetera por la mañana, pero casi siempre había
posos procedentes de una o de las dos cafeteras. Vista su decepción cuando no
contaba con ellos, yo procuraba que siempre los hubiera disponibles. Si alguna
cafetera se encontraba medio llena en ese momento yo la vaciaba en un vaso para
dejar disponibles sus amados posos.
A
Ana la intrigaban los juegos de su hija tanto como a mí. A veces entraba en la
cocina con platos sucios de la comida y nos veía, a ella trasteando y a mí
mirándola. Preguntaba por la actividad de nuestra niña que contemplaba un
momento y yo le contestaba lo feliz que era al trasvasar posos de un lado a
otro. Su siguiente pregunta era qué hacía yo mientras tanto y mi respuesta
igualmente sencilla: mirar.
Nadie
puede imaginar los lindos ratos que Leyre pasaba jugando con sus posos. Por
acentuar su disfrute, yo dejaba las cafeteras medio desenroscadas, sin abrirlas
del todo y ella peleaba y peleaba hasta que conseguía abrirlas. Mis dos
cafeteras son italianas, las de toda la vida de aluminio, con una parte
inferior que se llena de agua hasta la válvula de seguridad, una intermedia que
se inserta en aquella en cuya parte superior presenta un gran hueco que se rellena de café molido y en el otro extremo
posee un tubito abierto hacia el depósito de agua por donde esta sube cuando
hierve, filtra el café molido y conduce la infusión por otro conducto abierto
de la parte superior de la cafetera, de forma exterior poliédrica, que se
enrosca con la parte inferior. Cuando el agua pasa por completo del receptáculo
inferior al superior y filtra el café situado en medio de ambos se logra esa
maravilla de infusión de café (en mi caso tostado natural de Colombia, nada de
torrefacto), que a muchos nos anima desde la mañana temprano a emprender las
tareas diarias con energía.
Mi
nieta y yo preferíamos para los juegos la cafetera pequeña, donde Pilar o yo
preparamos el descafeinado, más sencilla de desenroscar y para los manejos
posteriores de mi niña dado su tamaño aunque contenga menor cantidad de posos.
Desenroscar la cafetera grande suponía para ella mayor esfuerzo y superior
felicidad cuando lo conseguía. Si no lograba desenroscarla por sí sola yo la
ayudaba en el inicio, que luego rechazaba mi ayuda porque quería hacerlo todo
por sí misma. Cuando lograba desenroscar una de las cafeteras sonreía al
aparecer a la vista la maravilla de los posos del café firmemente apretados en
su recipiente. Dejando a un lado la parte superior de la cafetera, tomaba
delicadamente de la otra los posos con una cucharilla y comenzaba el juego.
Desde
el mismo momento en que ella irrumpía en la cocina yo cesaba mi actividad
fregatriz y despejaba el campo para sus juegos. Pero llegaba un momento en que
ella se cansaba porque se le acabaron los posos y ya había fregado bastante y
se marchaba sin más de la cocina, así me permitía terminar la tarea.
Mi
trabajo de limpieza en la cocina no concluía hasta que fregaba la mesa donde
desayunamos y la meseta para preparar los alimentos, situada al lado de los
fuegos de gas natural donde Pilar cocinaba, cuyos alrededores friego asimismo,
y terminaba con el barrido de suelo y fregada del mismo con fregona, agua
caliente y fregasuelos.
Leyre
a veces había concluido de juguetear con los posos y abandonado la cocina, pero
volvía en ocasiones a contemplar el resto de mi tarea y mostraba interés por
participar en la última fase de limpieza. En ese caso, yo le dejaba el cepillo
o lo tomaba ella misma. Lo empuñaba por la mitad de su mango y con su
tradicional energía cambiaba de sitio las miguitas de pan del suelo de la
cocina, barría un trozo y dejaba cuatro sin tocar. Si consideraba concluido el
barrido me reclamaba el recogedor para empujar en él los residuos. Tampoco en
esto acertaba mucho pese a su empeño, pero algo sí quedaba en el recogedor que
llevaba ella misma hasta el cubo de la basura donde los depositaba más o menos
dentro. Cuando acababa de barrer y me dejaba un momento yo terminaba de
hacerlo.
También
en la fregada del suelo quería participar activamente la muy pesada. Yo llenaba
el cubo con agua y su líquido limpiador, extraía la fregona remojada y
escurrida y se la entregaba apoyada en el suelo porque ella era incapaz de
levantarla. La fregona mojada pesaba mucho y le costaba considerables esfuerzos
desplegarla por el suelo. Yo procuraba guiarla y conseguir que fregase por
zonas dejando la superficie seca siempre a nuestras espaldas para no pisar
nunca en lo mojado, pero a ella le traían sin cuidado mis recomendaciones y
avisos, se contentaba con fregar a derecha e izquierda por todas partes, pisaba
en lo mojado y me ponía de los nervios.
Cuando
Leyre se había servido en la cocina en una sola sesión el menú completo:
fregada de cacharros, trasvase de posos, barrida y recogida de residuos, y
finalmente fregada de suelos, su abuelo llegaba a los postres algo
descontrolado y cansado de ser paciente. Si ella no se decidía a salir, llegaba
el momento de empujarla poco a poco a que cambiase de habitación con la excusa
de que debía concluir la tarea: ¡anda rica, corre a hacer algo por ahí!
Entonces el abuelo respiraba un poco y terminaba el trabajo y descansaba de su
niña.
La
habitación azul
De
todos los lugares de nuestra casa, el preferido de Leyre ha sido siempre la
habitación grande de nuestros hijos, que ya salieron del nido para volar por su
cuenta, transformada tras ser pintada años atrás en la habitación azul y
convertida en exclusivamente suya para siempre en donde desplegar sus juegos.
Pegado con celo a su puerta luce desde comienzos del pasado curso un cartel en
papel escrito a mano por la dueña de la habitación, donde se prohíbe el paso y
la indicación 2º C del curso que realiza en el Liceo Italiano donde estudia,
juega y cultiva amistades de su talla.
Para
que nadie abrigue dudas de la propietaria del lugar a cualquier forastero que
penetre en ella, la ampliación enorme de una fotografía suya enmarcada preside
la estancia en la pared cabecera de la cama. El cartel se obtuvo de una foto
que la representa de ocho o diez meses con pantalón blanco de largo pirata,
camiseta roja de manga corta y los pies descalzos. Su cuerpo reposa boca abajo
sobre un colchón con el torso alzado y mira a la cámara con sus ojazos como
faros de coche.
Esta
habitación maravillosa para su actividad y juegos la hemos ido llenando poco a
poco con juguetes variados que perduran en el tiempo. Sus tíos Santiago y Clara
confeccionaron para ella una cocinita en madera con mucho arte. Tiene unos
hierros para el fuego y un seno metálico brillante y ovalado para el agua. El
fuego posee un mando en madera para encender y apagar, y un grifo, también de
madera y que no arroja agua sino de mentirijillas, gira sobre el fregadero a un
lado y a otro como cualquier monomando de cocina.
La
cocinita, pintada en blanco y minúscula como su tamaño, de 40 cm de alto, 52 cm
de ancho y 30 cm de fondo, contiene dos alacenas cerradas con una cortinilla de
la misma tela a cuadros rojos, rosas y blancos con los que Pilar fabricó para
ella el delantalito usado en la cocina grande, que cuelga de unos ganchos de
madera de un lateral de la cocinita junto a un trapo de cocina del mismo tejido
e igualmente confeccionado por Pilar. Del otro lateral de la cocina cuelgan dos
recipientes de madera para los cubiertos: cucharas, tenedores y cuchillos, y un
cucharón para servir.
Las
cortinillas se abren hacia los lados y deslizan sobre una cinta redonda
metálica forrada de plástico blanco, sujeta a los extremos de la cocina por
ganchos. Cuando abrimos las cortinillas podemos contemplar los cacharros de
cocina convenientemente desordenados. El menaje incluye una minúscula sartén
con su asa y una paellera mínima ambas de acero, además de una cafetera
italiana de una sola taza con el asa y el pirindolo para abrir la tapa de color
rojo vivo. Estos accesorios son utilizables con fuego real. Además cuenta con
un cazo y una olla exprés de plástico en colores naranja y rosa como el resto
de la vajilla compuesta de platos hondos y llanos, fuentes, cubertería y vasos.
También dispone de una tetera de plástico con los mismos colores alegres.
Una
sillita de enea con respaldo y barrotes de madera cuyo asiento apenas alza 30
cm del suelo y un asiento sin respaldo, también de enea y 20 cm de alto,
constituyen sus lugares de descanso.
La
actividad principal de mi reina mora frente a la cocina consiste en prepararnos
comidas con ingredientes variados y cuando emprende dicha actividad siempre
viste su delantalito a cuadros. A veces toma hojas secas caídas de los árboles
de la calle, hojitas verdes, semillas, florecillas, y ya en casa las desmenuza
y echa en la olla, añadiendo una pizca de sal, unas gotas de aceite, todo
ficticio, y un chorro de agua real que toma de su tetera llena y añade a los
guisotes. Con el agua lo pone todo perdido como puede uno imaginarse,
últimamente añade especias y hierbas secas que Pilar mantiene en sus frasquitos
en la cocina. Para el uso de nuestra niña, Pilar ha preparado unos frasquitos
de vidrio rotulados como menta, albahaca, manzanilla, té e hinojo, con los que
Leyre juega. También trocea en menudo las hojas de periódico y con ellas de
base prepara otras comidas. Con los ingredientes en la olla, la cierra y coloca
al fuego, que enciende y regula su intensidad con el mando.
Esta
es una comida rápida y no las que sirven por ahí, pues su impaciencia no le
permite esperar mucho tiempo a que se cocine el guisote y lo sirve de inmediato
en los platos y todos a comer. Dispone esmeradamente sobre la cama grande, cual
si se tratase de una mesa, los platos llanos y sobre ellos los hondos, vasos
delante y cubiertos a ambos lados en cada plato, en número de dos o tres para
los posibles comensales. Si Pilar está disponible para los juegos es invitada a
comer y caso contrario mi niña y yo lo hacemos de inmediato. Si comemos Pilar y
yo alabamos cumplidamente a la cocinera, a mí solo a veces se me olvida.
Otras
veces no comemos los humanos sino que Leyre y yo damos de comer a sus muñecas
lo que ella cocinó. Las preferidas para ello son dos gemelas regordetas de
goma, dos chicas con sus faldas, una vestida de color azul claro y otra con
vestidos rosas. Cada uno da de comer a una muñeca puesta sobre el regazo y
cucharada a cucharada, como si fueran grandes. Al acabar las levantamos, y
erguidas en nuestro pecho y sobre el hombro las damos palmaditas en la espalda
durante un buen rato para que arrojen los gases mientras paseamos.
En
otras ocasiones Leyre nos invita a café y a tarta a Pilar y a mí, porque los
niños no toman café que ella nos sirve sólo a nosotros. Lo prepara en su
cafeterita que pone al fuego con agua y lo sirve en unos pocillos negros de
loza de un juego real de Pilar, guardado en el armario frente a su cocinita por
lo que tan sólo debe abrir su puerta corredera y ampliar de esa forma el menaje
de cocina. El juego de loza negra incluye una tetera que a veces usa si nos
prepara té. La tarta la prepara a su manera habitual con ingredientes mil
tomados de acá y de allá, y luego nos la sirve en platos pequeños. Al café hay
que añadirle siempre azúcar que nuestra niña nos ofrece en su recipiente
adecuado en cada ocasión. Preguntamos educadamente de qué es la tarta y ella
inventa sobre la marcha una respuesta.
Muchas
comidas ficticias preparadas por ella, cafés, tés y otras infusiones hemos ingerido
la cocinera misma, los abuelos y sus muñecas. En su candor reconocía en
ocasiones que la comida era de mentirijillas.
Otro
de los juegos desarrollados en la habitación azul que nos ha deparado enormes
alegrías a la niña y a su abuelo se basaba en el uso de la colección de
máquinas de Obras Públicas de Santiago, situadas en unas baldas colgadas en la
pared.
Estas
máquinas de Obras Públicas pronto llamaron la atención de mi niña por su forma
y su cromado en amarillo y negro, y me las pidió para jugar con ellas. Así que
tomamos unas palas como ella llamaba (en realidad cargadoras de ruedas) y unos
camiones (en realidad dúmperes articulados) y luego buscamos algo para mover
con ellos. En el suelo de una habitación, sin posibilidad de transportar, alisar,
mover áridos o piedras de acá para allá como trabajan las máquinas reales,
debimos buscar Leyre y yo algo para transportar en nuestros juegos. Lo
encontramos en las dos cajas con figuras del juego de ajedrez que
afortunadamente se encontraban casi a la vista, en una de las mesillas del
dormitorio colocada junto a su cocinita y de la misma altura que esta.
Las
palas cargaban las figuras y peones del ajedrez en los grandes camiones y las
movían de un lado a otro, con estruendoso ruido de motores. Las palas giraban
hacia adelante y atrás para tomar bien su carga, alzaban la pala para
transportarla y la arrojaban a los camiones colocados a un lado del montón de
piedras o de áridos. La mejor carga, por su tamaño adecuado, la constituían los
peones que eran cogidos por las palas sin problemas y transportados en
dirección a los camiones. Una vez llenos, los camiones partían hacia su destino
y allí giraban y después alzaban su volquete y el contenido se deslizaba hacia
el montón. Las figuras grandes de ajedrez, dado su tamaño, eran colocadas con
las manos de los jugadores y de una en una en las palas que las llevaban a los
volquetes, con ellas y los peones se completaba la carga.
Debo
decir unas palabras de la colección de máquinas de Santiago que dejó de momento
en nuestra casa cuando marchó a vivir su vida. Se compone de 38 máquinas, 15 de
ellas depositadas en la balda grande, la más ancha, que mide 100 cm de largo
por 20 cm de ancho; 12 máquinas en la balda pequeña superior, de 92 cm de largo
por 12 cm de ancho; y 11 máquinas en la balda inferior pequeña, del mismo
tamaño que la situada sobre ella.
Las
máquinas están fabricadas en acero, pintadas de amarillo sucio y algunas de sus
partes en negro. La colección incluye tres tipos de cosechadoras, igualmente en
escala: una de cereales, otra de maíz y la tercera de uva, para utilizar en
cepas sembradas en espaldera al estilo mayormente practicado en Francia. En
España predominan las cepas sembradas en vaso.
Las
máquinas son perfectas réplicas a escala 1:50 de las reales. Eso quiere decir
que cada centímetro de la máquina equivale a 50 cm reales, es decir 2 cm = 1 m.
La mayor de las máquinas de Obras Públicas es un dúmper articulado enorme,
Euclid R85 B, con ruedas dobles en el eje trasero. El diámetro de sus ruedas
delanteras es de 2,5 m; la altura desde el suelo hasta la cubierta sobre la
cabina del conductor, de 5 m; anchura del volquete de 5 m y longitud total de
10 m. Una persona parece enana al lado de una rueda de alguno de estos
gigantes. Su tamaño es dos o tres veces superior a cualquier otro dúmper.
El
segundo en capacidad es un dúmper Volvo BM 540, al que de tanto jugar con él le
hemos roto el tren delantero, por lo que cada rueda gira por su lado y se hace
difícil hacerlo rodar para nuestros juegos. Por ese motivo le damos de lado y
preferimos otros camiones. En este modelo, igual que sucede en el gigante, el
volquete abatible se alarga hasta cubrir por completo la cabina del conductor y
protegerle así de posibles caídas de grandes piedras que constituyen la carga
habitual de estos monstruos rodantes. La rueda de este dúmper mide 1,75 m de
diámetro, su largo real es de 8 m, el ancho del volquete, de 3,75 m y la altura
del suelo al volquete, de 3,5 m. Su eje trasero monta también ruedas dobles.
Otros
dúmperes de que disponemos son el Volvo BM modelo A35, con dos ejes traseros.
Un dúmper JCB 712 con la cabina del conductor exenta y un Caterpillar 631 D con
un robusto eje muy protegido que une la cabeza tractora con el volquete. El más
pequeño de los dúmperes disponibles para nuestros juegos es un Volvo BM modelo
A25, con un volquete alargado con dos ejes traseros en vez del habitual eje
único de otras marcas.
De
estos seis modelos disponibles, Leyre se apoderaba siempre del dúmper gigante y
de otros dos, y dejaba los tres restantes para mí, que solían reducirse a dos,
preferentemente los Volvo pequeños, porque el Volvo grande era incómodo de
manejar.
El
juego precisaba del segundo componente fundamental, lo que mi niña siempre
llamaba las palas, que en realidad son cargadoras de ruedas dotadas de una pala
cargadora que se arrastra por el suelo para cargar y se eleva para llevar la
carga hasta los camiones y allí volcando la pala queda descargada. Luego se
gira hacia arriba, se separa la pala del camión, el vehículo gira, baja la pala
y se mueve en dirección a una nueva carga.
Disponemos
de varias cargadoras de ruedas, pero nuestras preferidas son las dos mayores:
una Michigan, modelo L320 y la otra JCB modelo 435. La Michigan con la pala
extendida en el suelo mide 10 m de largo, la cabina del conductor alcanza los
4,5 m de altura desde el suelo y el ancho del eje es de 3,5 m. Esta cargadora
tiene la pala pintada de negro y es la preferida de Leyre. La cargadora JCB es
de similares medidas. Su largo con la pala extendida es de 10,5 m, el ancho del
eje es de 3,5 m y la cabina alcanza una altura desde el suelo de 4,5 m. El
diámetro de los neumáticos de estos gigantes alcanza los 2 m. Cada uno de los
jugadores tomaba una de estas palas.
Además
de ellas disponemos de otras dos palas algo menores, ambas de la marca Volvo
BM. Una es el modelo 4600 B sobre ruedas, que mide 3 m de largo, sus ruedas son
de 1,5 m, el ancho de ejes de 3 m y la altura del suelo a la cabina es de 3,5
m. El otro Volvo BM modelo L160 monta en los dos ejes ruedas metálicas para
trabajar sobre superficies duras y cortantes. El diámetro de dichas ruedas es
de 1,75 m. El largo total con la pala extendida es de 3 m, y la altura desde el
suelo a la cabina de 3,5 m. Las palas de ambas máquinas van pintadas de negro.
De estas dos palas cada uno cogía una.
La
colección incluye otras palas más pequeñas y muchas otras máquinas, entre ellas
retrocargadoras, o cargadoras por detrás con otro elemento por delante,
excavadoras de cadenas con un brazo y un codo articulados y pala pequeña,
motoniveladoras, tiendetubos; compactadores, conocidos como apisonadoras, una
con rodillos delante y atrás, y otra con un eje de ruedas de goma atrás y un
rodillo gigante en el eje delantero; un transporte de áridos de eje muy bajo y
10 m de longitud, hormigonera con depósito pequeño elevado delante, excavadora
con una pala grande sobre cadenas, grúa con brazo extensible y cables y gancho
sobre ruedas; una gran grúa sobre cadenas con brazo lateral y contrapeso
opuesto, con cables y gancho, portadora de tubos con brazo extensible sobre
ruedas y portadora de cargas delanteras sobre ruedas.
Debo
añadir un detalle gracioso achacable sólo a su genio. En ocasiones pedía para
jugar alguna máquina no usada a menudo, en concreto alguna de las cargadoras
con gran brazo y cables de apertura y cierre de las mordazas. Estas cargadoras
para que puedan ser accionadas como juguetes llevan unas cuerdecitas que se
accionan arriba y abajo con una minúscula manivela. Su abuelo tampoco supo
negarle este capricho a mi niña y la cargadora fue bajada y utilizada por ella.
Al ser de funcionamiento tan delicado pronto quedaron atascados los cables y al
observarlo me temí lo peor y le dije que no íbamos a utilizarla más porque si
Santiago se enteraba de que le habíamos roto una máquina me iba a matar.
Esto
quedó como una frase cualquiera de las que se lleva el viento y a mi entender
olvidada, cuando en otra ocasión, varios días después, sucedió una contingencia
similar en otra máquina, cuyo funcionamiento perfecto sufrió un percance y casi
la estropea Leyre. Ni corta ni perezosa, mi niña en plan caradura me la entregó
con la frase: ¡Santiago te va a matar!, yo pregunté por qué y su respuesta
resultó clara y terminante: por haberle estropeado esta máquina.
Cuando
mi reina mora se cansaba de este juego de acarreo de materiales, y a veces sin
comenzarlo siquiera, pasábamos a jugar con las mismas palas y camiones al juego
que ella denominó “de las princesas”. Sabía por su abuelo que en el juego de
ajedrez las piezas más poderosas eran las reinas o damas, que pueden moverse y
comer en diagonales y columnas a la vez, y transitar por cuantas casillas
deseen si están libres. Estas damas pronto pasaron a ser los personajes
principales del juego.
La
transformación de las fichas de damas del ajedrez en princesas fue
exclusivamente suya y le costó poco trabajo. Bastó con atarle al cuello a una
de ellas un trozo de papel o cinta roja que encontró por ahí, convertida de
inmediato en estola, y la otra reina quedó dispuesta con un trozo de cinta
plateada. Desde ese momento contó con dos princesas que se convirtieron en las
figuras fundamentales de nuestro juego. Las princesas disponían para vivir de
un castillo, que formábamos con las cajas de ajedrez, sus tapas, algún bote
metálico redondo y lo que encontrábamos en la habitación.
Además
de las princesas, ella tomaba un número indeterminado de peones y piezas
variadas, y yo otro tanto. Ella montaba su castillo y colocaba a su gusto los
vigilantes como hacía yo mismo con mis piezas. De ese modo podía comenzar a
desarrollarse el juego.
Al
carecer mi bando de princesas, pensé desde el principio que este debía ser un
juego de cortesías y conquista de las princesas por mis príncipes que ansiaban
su amor y las cortejaban, en la distancia o cara a cara. De esa forma, con las
princesas en el castillo yo marchaba con los príncipes en su sólido carruaje de
acero y con caballos sobrados de potencia a visitarlas al castillo, con un
cortejo de caballeros como escolta. Cuando el cortejo llegaba ante el castillo,
con los portaestandartes luciendo sus penachos, insignias y gallardetes en
honor de sus señores, aparecía la figura poderosa del heraldo. Este heraldo se
adelantaba unos pasos, trompeteaba con gran escándalo y luego cantaba a voz en
cuello las excelencias de sus señores ante los muros del castillo, en cuyas
almenas las princesas observaban atentas el alboroto de los visitantes, la belleza
y esplendor de los príncipes lujosamente vestidos, sus caballerías y carruajes.
El
heraldo enumeraba prolijamente los títulos, castillos, villas y ciudades,
tesoros acumulados en oro y piedras preciosas, y demás posesiones reales o
soñadas de sus señores con sus virtudes personales. Al acabar sus loas y
ditirambos pasaba a demandar para sus príncipes una audiencia de los reyes
dueños del castillo, porque de manera directa no se podía hablar con unas
princesas hermosas y distantes hasta que no les hubieran sido presentadas.
Franqueada
la entrada del castillo, los príncipes y su séquito eran admitidos a la
audiencia real. Los príncipes
presentaban sus respetos a los reyes y hablaban de las maravillas que habían
llegado a sus oídos acerca de la belleza, dulzura, laboriosidad, gentileza y
restantes prendas que adornaban a las princesas, sus hijas, y sus deseos de
conocerlas para servirlas.
En
este punto nos enredábamos a veces Leyre y su abuelo, desconocedora la niña de
los protocolos caballerescos medievales. Ella se olvidaba de tanta historia y
según su capricho tan pronto los admitía en el castillo como sencillamente no
dejaba comparecer a las hermosas princesas a la audiencia real ante aquellos
príncipes tan gallardos, guapos y bien vestidos que yo representaba. A veces ni
siquiera permitía que el cortejo con los príncipes se introdujera en el
castillo, y ahí quedaba la cosa.
Otras
posibles historias de amor se desarrollaban entre príncipes y princesas en
paseos que unos y otras realizaban en sus carruajes de acero, cuyos caminos se
entrecruzaban de forma fortuita o intencionada por parte de los príncipes,
ansiosos de estrechar amistades y deseosos de enamorar a las altivas princesas
que podían mostrarse inaccesibles, tanto en su castillo como en sencillos
paseos por la florida campiña en primavera.
En
ocasiones, las princesas iniciaban el paseo entre bosques bordeados por grandes
peñas, y los príncipes enviaban a sus exploradores a espiar su trayectoria y
avisados por ellos hacerse los encontradizos en un punto concreto con las
princesas. Ellas aceptaban de buen gusto su compañía o la despreciaban, según
soplase el viento, y yo debía ajustar el relato en cada caso, mientras los
príncipes perseveraban en sus reclamos galantes y amorosos.
Pese
al espionaje previo, no siempre se producía el encuentro entre unos y otras,
porque las princesas esquivas escapaban a toda velocidad de sus cortejadores y
no había forma de tratar con ellas al refugiarse en su castillo y negar la
audiencia directa a los príncipes demandada por su heraldo.
Otra
variante del cortejo se producía cuando mi reina mora montaba a sus princesas
en una nave espacial, platillo volante o simple alfombra mágica voladora y se
lanzaba a surcar los espacios siderales. Yo y mis príncipes pronto la
imitábamos y unos y otros se buscaban y alejaban y perseguían sin encontrarse.
Como no las veía y por tanto el cortejo resultaba imposible, yo recurría al
olfato y me aproximaba a donde estaban las princesas y decía en voz alta que
notaba el perfume que se habían arrojado encima y que mi posición se encontraba
cercana a la suya. Ante la mención del perfume, la conductora de las princesas
se enfurruñaba y proclamaba que sus princesas no usaban tal cosa, temerosa de
que los príncipes las descubrieran por el olor que esparcían por el éter, pese
a encontrarse lejos y dentro de una nave espacial conducida por ella a toda
velocidad. Pero yo insistía en el perfume y ella en negarlo y la persecución se
mantenía largo rato para deleite suyo y desesperación de los míos que nunca
alcanzaban su objetivo: las princesas amadas si la cosa iba de buenas o
enemigas si se avecinaba tormenta y lucha. Así nos dábamos paseos por las
habitaciones de la casa con admiradores y princesas de acá para allá sin que
sus destinos se encontrasen salvo raras veces.
Los
juegos de guerra entre príncipes y princesas sucedían a los amorosos, cada
bando en su castillo con su ejército, dispuestos a asediar el castillo
contrario o a enfrentarse en campo abierto.
A
veces, ocurría que el bando contrario se apoderaba en un ataque relámpago de
uno o de mis dos príncipes (representados por los alfiles del juego de ajedrez,
los reyes me parecían demasiado pomposos) y se los llevaba consigo y los
recluía en las oscuras mazmorras de su castillo. Para liberarlos mi ejército
empleaba varios sistemas. Uno era apelar a la magia con alguno de mis soldados
transformado en el mago Merlín, que se volvía invisible y atravesaba con
limpieza los muros de las mazmorras donde permanecían prisioneros mis príncipes
y los liberaba. No siempre las princesas y su ejército se dejaban engañar por
la magia, sino que a veces capturaban también a Merlín y lo encerraban junto
con los príncipes o en una mazmorra aparte para que no aplicase sus trucos de
magia y se liberase a sí mismo y a los príncipes. Otro de los sistemas para
lograr la liberación de los presos consistía en lanzar varios espías en
misiones imposibles, conectados con su base por radio, que escalaban los muros
del castillo por separado en acciones suicidas, y llegaban a la mazmorra y
liberaban a sus señores. Pero los vigilantes del castillo de las princesas se
mantenían atentos y frustraban estos intentos de manera tajante, y los espías
engrosaban el grupo de prisioneros o directamente el de los fallecidos en combate.
Si
todo esto fallaba, siempre me quedaba el recurso de la alfombra voladora, que
transportaba algunos soldados que descendían en paracaídas sobre el castillo o
haciendo rapel, penetraban en la prisión y rescataban a los príncipes. Incluso
este último intento lo abortaban a veces violentamente los soldados de las
princesas e impedían la liberación de los príncipes.
En
ocasiones, mi alfombra voladora con soldados libertadores era contestada por
otra alfombra voladora que surgía de pronto del castillo y atacaba a la mía.
Desde ese momento se libraba una dura batalla en las alturas, con lanzamiento
de misiles, protección de escudos antimisiles y trucos modernos semejantes por
parte de ambos contendientes, que nunca se hubieran entendido en el país de Alí
Babá con su mágica alfombra voladora en la que el héroe se desplazaba a lejanos
confines para liberar a la princesa o acabar con algún monstruo maligno.
Los
combates en tierra también tenían su aquel, con ambos ejércitos dispuestos uno
en posición de cuña, con su infantería y caballería coordinadas, y el otro con
la caballería al ataque por las alas mientras el centro del ejército, compuesto
por su infantería, se sostenía en forma de diamante o de tortuga romana
protegido por sus escudos, con lanzas y espadas dispuestas. A veces, uno u otro
ejército asediaba el castillo contrario, con gran estruendo de la artillería
empleada en derribar las murallas.
Cada
día inventábamos nuevas variantes a los juegos de princesas y príncipes, y mi
niña decidía si las princesas eran guerreras o amorosas, y los príncipes debían
acoplarse a su papel secundario dictado por la directora implacable que
ordenaba cuándo y cómo entraban ellos en escena. Lo que sí permitía mi reina
mora a los príncipes era una gran libertad en los diálogos, porque el guión de
la película con sus diálogos lo escribía en su mayor parte el abuelo sobre la
marcha en cada rodaje.
Con
las mismas fichas de ajedrez que para nuestro juego de las princesas, pasamos a
interpretar otro diferente a imitación de los personajes de Código Lyoko que
Leyre comenzó a degustar los capítulos de la serie en la televisión y en mi
ordenador.
Yo
he visto muchos capítulos de Código Lyoko y advierto de antemano que me vuelvo
loco y no los entiendo. Y eso desde la trama donde todos los personajes poseen
una existencia real como estudiantes y otra diferente como personajes
virtuales, en este caso guerreros que libran combates contra hormigas o arañas
atómicas y artefactos voladores de rara factura.
Para
enterarme de algo y que estos recuerdos tuviesen cierto sentido recurrí a
Wikipedia, donde leí más o menos lo siguiente: William-XANA es un personaje
masculino que si es poseído por XANA se vuelve malo y lucha contra los buenos
con su cara de perpetuo enfado y su enorme espada, tan grande como él y negra
como su atuendo.
XANA
es el antagonista de la serie. Carece de forma física. Es un virus múltiple que
puede controlar la electricidad e intenta crear un ejército de robots y arañas
cibernéticas para esclavizar a la humanidad y destruir a sus cinco adversarios:
Ailita, Yumi, Jeremi, Odd y Ulrich, que son los guerreros de Lyoko y
protagonistas.
Leído
esto, mi perplejidad previa aumenta en lugar de desaparecer. Ignoro el concepto
básico: lo que significa carecer de forma física y ser un virus múltiple que
puede controlar la electricidad, y a partir de ahí sigo sin entender nada de
nada.
De
forma que me quedo con los simpáticos personajes, chicos y chicas, lo único
comprensible para mí. Entre los chicos está Ulrich, que es el gafotas y a quien
llaman de broma Einstein por su sabiduría en el manejo de ordenadores y
programas. Se le presenta siempre sentado ante sus ordenadores en los que
teclea a toda leche. Él es quien transporta a los amigos hacia la realidad
virtual en donde luchan contra XANA y sus ejércitos cibernéticos. Ulrich nunca
se transforma en guerrero, estudiante real empeñado en transportar a sus
compañeros a toda velocidad de la realidad a la virtualidad.
Ailita
es una de las chicas, sonriente y luchadora excepcional con sus abanicos que
repelen misiles y bombas enemigos. Jumi es otra chica, también gran luchadora.
De los chicos, Odd tiene un perro Kiwi que esconde dentro de la academia en su
vida real, y al que nunca lleva a luchar en su realidad virtual. Jeremi es otro
personaje masculino que destaca por su belleza y por quien se pirran las
chicas.
Como
me armaba un lío, Leyre siempre llevaba las riendas del juego propio que nos
inventamos basado en Código Lyoko, con una torre como elemento principal del
juego que mi ejército asediaba. Nunca supe quienes eran los malos ni los
buenos. Yo a veces le pedía explicaciones de las luchas y demás, y ella me
censuraba por no enterarme de nada y me explicaba las cosas como se le cuentan
a un niño. Y eso hasta que no surgía el siguiente problema para mí
incomprensible.
A
esto jugábamos días y días mientras la serie se mantuvo en televisión y luego
más tiempo porque seguíamos viendo los capítulos pasados en mi ordenador.
Confieso que nunca me enteré de nada por mi condición escasamente cibernética.
Otro
juego que practicamos con las princesas de ajedrez es el de las Monster High,
personajes inventados por la industria del entretenimiento, en realidad
monstruitos con nombre de mujer cuyos nombres nunca quise aprender. Son
vampiresas que duermen por el día y surcan los aires por la noche dispuestas a
chupar sangre de humanos, su comida única.
Siempre
me chocó que de algo tan asqueroso como la vida de esos monstruos, inexistentes
salvo para el cine y conocidos como vampiros humanos, pudiera lograr la
industria un beneficio basado en el entretenimiento de los niños. Con sus
piernitas y bracitos de palo, las figuras femeninas de esta serie de
personajes, rápidamente convertidos en muñecas para consumo masivo, son un
prodigio de fealdad según yo lo veo, aparte de mantener el ideal nefasto de
escualidez en las chicas, lo que no creo que las ayude en el futuro cuando
crezcan y deseen parecerse a sus mayores, de ficción o en carne y hueso. En mil
representaciones a lo largo de desfiles y revistas de moda se ven estas
modelazas de 1,90 m de altura, exageradamente pintarrajeadas y de 42 kilos de
peso que da grima contemplar sus bracitos descarnados y sus piernas torcidas.
Como
puede deducirse de mi rechazo, a esto casi no jugábamos porque ella asumía
todos los papeles femeninos y yo nunca he sido un admirador entusiasta de tales
figuras esqueléticas y para mi gusto bastante repulsivas.
Los
Reyes Magos de Oriente aportaron un año una tienda de juguete para mi reina
mora que ocupa otro lugar preferente en la habitación azul. El artilugio de
gran tamaño: 1,50 m de alto, 90 cm de su travesaño superior y 60 cm de fondo,
con su tablero de exposición situado a 50 cm del suelo, está fabricado en
madera de color claro que yo barnicé con barniz transparente para darle mayor
belleza y superior resistencia a las manchas y otras agresiones.
Se
compone la tienda de un tablero inclinado en donde exponer los productos, que
va cubierto por un toldo rojo. Incluye un apéndice movible, asimismo de madera,
para cerrar la tienda por uno de sus costados. Leyre colocaba su sillita de
anea dentro y podía comenzar la venta de sus productos. Los Reyes fueron generosos
esta vez y también aportaron un peso de balanza, con sus pesitos pequeños de
distintos tamaños, con el que la vendedora podía pesar sus productos. La tienda
incluía una caja registradora de plástico con su cajón para el dinero, monedas
de plástico y minúsculos billetes de papel con distintos valores para efectuar
las compras y cambios.
Sus
mayores decidimos concentrar las ventas de la tienda en el ramo de frutas y
hortalizas, por lo que adquirimos en sucesivas ocasiones varias de ellas en
plástico y colores variados, siempre de pequeño tamaño acorde con la tienda. Su
abuelo pudo aportar al juego varias cajas en miniatura, a escala perfecta de
las cajas reales que contienen los productos en las tiendas de alimentación.
Las conseguí en dos ediciones de una feria de productos hortofrutícolas en
Madrid donde eran regaladas a los visitantes en un stand dedicado a vender
estos productos a productores, mayoristas y minoristas. Llegué a conseguir en
dos ediciones consecutivas más de una docena de cajitas de varios modelos. Unas
con laterales y fondo enrejados de seis colores diferentes: verde claro, azul
oscuro, naranja, negro y amarillo, de 10 cm de largo por 8 cm de ancho y 4 cm
de altura. Otras cajas más estrechas, igualmente enrejadas, de 12 cm de largo por
7 cm de ancho y 5 cm de altura, y unas cajas con tapa transparente abatible de
10 cm de largo por 8 de ancho y 5 cm de alto. Finalmente, conseguí en la misma
feria una sola caja de tamaño muy superior a estas miniaturas que medía 20 x 15
cm y 12 cm de alto, en color azul oscuro, que sirve de contenedor de distintas
frutas. Una caja de cartón de 12 x 7 cm y algunas hueveras en cartón de seis
huevos también sirven para contener los productos. Con todo ello y algunas
bolsas de papel suministradas por la propia tienda, provisto de dinero en papel
y monedas, yo me disponía a comprar y mi niña a venderme todo tipo de productos
cuando llegaba la ocasión.
Leyre
abría la tienda y yo me avenía a comprar. La compra habitual comenzaba con la
entrega de dinero ficticio por su parte y una bolsa para contener lo adquirido.
Saludaba con un ¡buenos días o buenas tardes!, según la hora de la compra, y
debía añadir, sin entenderlo nunca y por su expresa indicación el término por
ella tan querido de hermana para quien no las tiene por ser hija única. De esa
manera, el saludo se convertía en ¡Buenos días, hermana!, después ya podía
comprar.
De
los géneros expuestos yo pedía por piezas o al peso: medio kilo o un kilo. En
cada compra preguntaba el precio y ella lo indicaba a boleo con muchos fallos:
las peras a cinco o diez euros y cosas así. Ella tomaba lo requerido y lo
pesaba en su pesito, añadía o quitaba alguna pesa cuando no se ajustaba a lo
colocado en el otro platillo de la balanza. Cuando decidía que el peso estaba
bien me entregaba las naranjas, por ejemplo, y yo las guardaba en la bolsa. La
compra seguía con otros productos hortofrutícolas como cerezas, mandarinas,
peras, manzanas, plátanos, rábanos, patatas y un largo catálogo. Cada compra la
marcaba en la caja registradora, de plástico en vivos colores, dotada de luces,
sonido y un pequeño micrófono por el que hablaba seriamente la vendedora con su
boca cerca, además de su llave de plástico color gris para el cajón del dinero.
Había que demorar la compra en cada ocasión adquiriendo multitud de productos
para alargar su felicidad. Ella se metía en su papel y no permitía la mínima
broma con su tarea de vendedora.
Yo
acumulaba las compras para su disfrute y al llegar el momento de calcular el
precio total de la compra nos armábamos inevitablemente un lío. Yo lo
solventaba como sucede en la vida real cuando las cuentas no salen en un puesto
del mercado, que se vuelven a pesar todos los productos y se anotan en la
memoria de la balanza, de la que nosotros carecíamos, y al final todo sale como
es debido. Ella no sabía sumar ni mucho menos multiplicar y adjudicaba precios
soñados a las cantidades servidas y daba un precio total que yo pagaba y ella
me devolvía, sin atender a la exactitud del cambio por su desconocimiento de
cifras y letras.
Pasado
un tiempo se le ocurrió incorporar a la tienda un mosaico pintado en papel que
representaba en dibujos coloridos varias de las frutas y hortalizas disponibles
en su tienda con un precio asignado a continuación, curiosamente siempre de
cinco o siete euros, sus números favoritos a lo que se ve. Incluía dibujos
detallados de sandías, melones, berenjenas, tomates, plátanos, lechugas,
patatas y demás, y en conjunto formaba un atractivo conjunto publicitario para
llamar la atención de los compradores hacia los productos expuestos en la
tienda. El cartel lo colgó de los bastidores laterales que sostenían la tienda
y quedaba en el centro, bien a la vista de cualquier comprador o curioso.
Siempre
que Leyre ha recibido alguna visita de su talla en la habitación azul han
terminado jugando a las compras en la tienda. Yo lo he hecho en multitud de
ocasiones, en el papel de comprador porque mi niña nunca me dejó invertir los
papeles y que ella comprase mientras yo vendía.
Casi
se me olvidaba un juego más que mi niña practicaba en la habitación azul, en
concreto en su gran cama de matrimonio de 2 x 2 m. El juego consistía en saltar
sobre la cama y lo practica desde que fue capaz de ponerse en pie y caminar
sola, es decir hace mucho. Lo único exigido por los abuelos para practicar su
deporte de saltar en la cama era la ausencia de calzado, y entonces, ya fuese
el tiempo frío o templado, ella saltaba y saltaba en calcetines o con los pies
desnudos todo el tiempo que sus abuelos lo permitían. A menor peso menor
sufrimiento de la cama. Llegaba un momento en que alguno de los abuelos se
cansaba de escuchar el traqueteo de la cama y pedía que parase, con lo cual
ella seguía media hora más hasta que se reiteraba la orden que le entraba por
un oído y le salía por el otro.
La
única forma de detenerla porque no atendía a palabras, en especial cuando era
muy pequeña, consistía para el abuelo en tomarla presa como yo decía, es decir
abrazarla y no soltarla o bien en tomarla como un barrilete a la cadera y
sacarla de la habitación mientras pataleaba enfadada.
Durante
años, mi niña ha disfrutado con saltos y saltos en la inmensa cama que ha
tenido la fortuna de disponer para sus juegos. Yo la he contemplado con gusto
largos ratos, pero siempre su placer era superior al mío y terminaba por
cansarme tanto traqueteo en la cama, que pese a su exiguo peso se quejaba
amargamente del trato sufrido.
En
los veranos en la playa con los abuelos, Leyre ha practicado en repetidas
ocasiones el mismo placer de saltos en la cama casera en las camas elásticas,
donde tantos niños grandes y pequeños saltan y saltan, realizan acrobacias,
efectúan giros hacia delante y hacia atrás con plena alegría y satisfacción.
En
los juegos en general y cuando mis hijos eran pequeños y se ponían pesados y
pesados, yo les decía que estaban acabando con mi impaciencia, porque paciencia
tenía poca. Ahora, entre treinta y cuarenta años después, que las cifras me
marean un poco, mucho más cascado y con peor genio, me sucede lo propio con mi
nieta querida que acaba abusando de mi impaciencia.
Aunque
apenas transcurrieron poco más de siete años desde su nacimiento cuando
comienzo a escribir estas líneas es como si lleváramos juntos media vida con nuestra
niña, tal es la intensidad y extensión de nuestras vivencias. Acepto que el
amor de los abuelos nunca podrá superar al de los padres porque eso es
imposible, pero nadie se atreverá a poner en duda la hondura y profundidad del
nuestro.
El
orgullo de estos abuelos concretos es que Leyre jamás ha querido abandonar
nuestra casa de buen grado, siendo motivo de broncas con sus padres y en el
fondo alegría de sus abuelos porque así sabemos que aquí y con nosotros ha sido
feliz, feliz.
¡Ay!,
mi niña se ha hecho grande y ya no juega conmigo.
FIN
Primera crítica
Uno
tiene sus contactos y entre ellos se encuentra el director de un periodiquillo
de barrio a quien hablé de mi relato y prometió publicar una crítica del mismo
en su próximo número, crítica que podría incluir si quisiera en mi propio
libro. Yo mostré mi extrañeza ante el asunto, porque no veía la forma de que
leyese el libro cuando ya estuviera editado en donde se incluyera la crítica
del mismo al final. Me dijo que eso no era problema y bastaría con que le
pasase las galeradas del libro y sobre ellas trabajaría su crítico.
Dado
que yo pensaba editar de mi bolsillo una corta tirada del libro en una imprenta
de un amiguete del barrio en formato de octavo y sin excesivos gastos, más que
nada para regalar a la familia y a unos pocos amigos escogidos ya que mis
pretensiones no iban más allá, no vi inconveniente de hacerlo como me propuso.
En
fin, ahí va la crítica:
Crítica
Me
han encargado que realice la crítica de un texto escrito por un abuelete que
ejerce como tal, ¡puaj! Trataré de hacerlo porque quien manda manda, que si no
ya te diría yo adonde largaba este libro de una patada.
Ya
el título general no me gusta: Cosas de abuelos, menuda memez. Me suena algo
así como a tontunas de viejunos. Las tontunas me repelen cuando estoy sobrio,
trabajando como ahora; en cuanto a los viejunos no molan ni los míos, imagina
los ajenos.
Los
títulos de los dos relatos que componen el libro son igualmente despreciables.
Gajes del oficio es el primero de ellos, que más parece algo referido a un
obrero que a un abuelo. Mi reina mora se titula el segundo relato, un título
estúpido que el autor ha debido soñar en alguno de sus delirios etílicos.
En
el primer relato, el jodido abuelete cuenta su mínimo accidente y lo que le
ocurre en Urgencias de La Paz. Y digo yo: ¿cómo pudo captar tantos detalles de
personas si estaba medio ciego, entre brumas lacrimales según confiesa?, ¿tomó
notas para luego reproducirlo por escrito?, ¿no volvería otro día para apuntar
lo que le viniera en gana ya con el ojo en condiciones?
Para
mí que se lo inventa todo. Si me apuras no le dañó el ojo su nieto, ni siquiera
tiene nietos y por tanto no es abuelo ni tal vez nunca haya pisado las
Urgencias de un gran hospital público (por cierto, qué manía con lo público la
de este sujeto, ni que fuera funcionario o socialista). Lo único seguro es que
el autor es un vejestorio, eso se nota enseguida en su escritura.
¿Qué
cómo lo percibo?, muy fácil. Basta con ver la manera en que se regodea en el
uso de términos poco usados o definitivamente obsoletos y como muestra vayan
unas cuantas perlas: “De consuno”, “rechiflas”, “mentecato”, “subterfugios y
añagazas” o “loas y ditirambos”. ¿Quién diría hoy eso entre los colegas? Vamos,
es de chiste malo, no lo entiende ni su padre, aunque como el autor es tan viejales
no tendrá padre, je, je, je.
El
primer relato es plano y sin gracia alguna y el segundo, diferente en
estructura y ritmo al primero, carece igualmente de ingenio. Este segundo
relato va dedicado a una supuesta nieta y a los juegos que ambos practican y
disfrutan. ¿Merecen unos torpes juegos tantas palabras ociosas?, yo creo que
no.
Algo
debe decirse del estilo aunque brille por su ausencia. El presunto abuelo se
limita a empalmar frases largas, con comas o sin ellas, a boleo, al buen tuntún
y sin un proyecto viable.
Para
terminar diré que este relato es una bobada sí o sí, que el vejete no logra
entusiasmarte para nada, y que técnicamente no es un escritor, sólo aprendiz y
de los malos, acumulador de palabras sin sentido. En resumen: un mentecato como
él afirma de otros.
Creo
haber vapuleado bastante a este pájaro como se merece. En general los viejos me
rallan, piensan que lo saben todo y nos miran a los jóvenes con cara de
suficiencia.
He
completado con la lengua fuera las dos páginas justas de crítica impuestas por
el jefe y espero haber sido lo bastante duro con este anciano pasmado, caduco y
retablo.
Nota
final
Yo
creía que este director era mi amigo, ahora no estoy tan seguro. Con espíritu
deportivo incluyo esta crítica negativa tal cual me llegó pese a sus
descalificaciones personales ajenas al texto, y así se cumple lo hablado entre
el director y yo de que gracias a él nunca podrá decirse que mi libro no ha
cosechado ni una puñetera crítica, bastante puñetera por cierto.
Gracias
por la crítica, cabronazo.
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