Natación para mayores de 50
Por
Eloy Maestre Avilés
La Mata 15
de julio, Madrid 30 de noviembre de 2013
ÍNDICE
Prólogo 3
Echarse al agua 4
Primeros años de nadador 14
Abandono del tabaco 26
Dos piscinas 34
Nadar sin estilo 54
Todo seguido 74
Alimentación y salud 78
Pequeños incidentes 101
Caminar por la ciudad 119
Natación en el mar 129
Problemas con el menisco 147
Espalda y natación 160
Autocrítica 171
Prólogo
Yo he
llegado un poco tarde a esto de la natación. No era nadador a los diez años ni
a los veinte ni a los treinta, ni siquiera a los cuarenta. Siendo ya un hombre
maduro me limitaba a chapotear alegremente durante el verano en las piscinas y
en el mar. Mis comienzos como nadador son recientes ya que comencé a nadar con
método a partir de los 50 años y todavía sigo cumplidos los 66. Mi
charlatanería me empujó a escribir mi aventura.
Con este
libro pretendo inducir a los veteranos a practicar este hermoso deporte que
tantos beneficios puede acarrear a su salud. Y ello aunque de inicio no sepan
más que sostenerse precariamente en el agua sin ahogarse como yo mismo.
La
natación, y no lo digo yo sino los expertos, es un deporte magnífico que puede
practicarse a cualquier edad, incluso los mayores de 50, o especialmente ellos,
notarán los efectos benéficos para su salud si se esfuerzan en nadar con método
todo el año.
Ahora acudo
a nadar dos sesiones de una hora cada semana del año a una de las piscinas
municipales próximas a mi casa de Madrid. También nado durante una hora diaria
en la época de mis vacaciones en la playa, afortunadamente cada vez más largas
debido a que ya estoy jubilado y mi mujer también.
Ayer mismo
leí en el periódico la confirmación de la bondad de la natación. Un concertista
de piano de 82 años de edad comentaba que seguía nadando regularmente y que le
permitían hacerlo en una piscina a la vez que entrenaban los chavales de un
club de natación. ” De vez en cuando me pasaba un torpedo humano de 14 años y
yo pensaba si seguiría nadando cuando hubiera cumplido los 80”, afirmaba el
veterano.
Echarse al agua
Tiendo la
vista atrás en un ejercicio opuesto a la nostalgia. El recuerdo me indica el
lugar donde me encontraba cuando me planteé seriamente incorporar la natación a
mi vida: hace catorce o quince años, de ahí el título del libro.
Como tantas
grandes aventuras personales, mi férrea decisión por nadar comenzó de manera
fortuita. El desencadenante de todo fue un pequeño problema en la espalda que
me obligó a visitar al médico, quien me recetó un tratamiento de corrientes.
Cumplí el tratamiento con agrado porque tras cada sesión me recorría la espalda
una agradable sensación de bienestar y de calorcillo interno. Al concluir estas
sesiones pude considerarme momentáneamente curado porque los dolores y
molestias habían cesado por completo.
La chispa
que prendió la bomba de mi sistemática actividad natatoria saltó después,
cuando giré una visita al médico para darle cuenta del resultado favorable del
tratamiento en su conjunto.
Recuerdo de
la doctora, pues era mujer, que tenía más años que yo y era algo gruesa y con
cara de pocos amigos, como si estuviera enfadada o la superasen sus problemas
personales. Entre otras recomendaciones que me transmitió para el futuro hubo
una que me conmovió absolutamente: en adelante debía dar paseítos cortos de
diez o quince minutos y luego descansar. Al momento me dije a mí mismo: ¡y un
cuerno diez minutos!, seguiré dando paseos largos de una hora como hasta la
fecha.
Nada le
comuniqué de mis pensamientos y a cambio realicé en voz alta una afirmación que
buscaba su ratificación: me han dicho que la natación es muy buena para la
espalda. Su respuesta fue un silencio desdeñoso, clamoroso.
Me
considero un hombre educado, pero me dieron ganas de decirle: ¿está usted
sorda?, ¿le parece una tontería eso que dije? Nada hablé en cambio, aunque en
ese mismo momento me propuse nadar de ahí en adelante de forma regular para no
volver a padecer problemas de espalda ni sufrir por ello el desprecio de otros
médicos sordos.
Soy un tipo
orgulloso y los desdenes me duelen especialmente. Pero en ocasiones como esta,
y no es la primera vez que me ocurre en mi vida, soy capaz de encauzar ese
dolor de mi orgullo herido de forma positiva como acicate para realizar
acciones célebres: la última este propósito mío de nadar a toda costa.
Cuando
comenzó esta historia yo era un hombre más o menos sano, que nadaba
exclusivamente en verano en la playa o en piscinas descubiertas, y el resto del
año me limitaba a trabajar y a soñar lo que todo el mundo: la llegada de las
vacaciones del verano para pasear, bañarme, tomar el sol, descansar y ser
felices con la familia y los amigos.
Pero mi
espalda delicada y el desdén de la doctora cambiaron mi vida a favor. Así que
me propuse nadar y compré de inmediato un bono de diez baños para una piscina
municipal cercana a mi domicilio, a la que voy andando y cuyo nombre es Playa
Victoria, que está en una callecita situada muy cerca de la gasolinera que hace
esquina entre Lope de Haro y Bravo Murillo en Madrid.
Mis
comienzos como nadador esforzado que va siempre a su bola, de forma
independiente, fueron horrorosos. Como tantos otros de mi generación de la
posguerra, yo aprendí a nadar torpemente por mi cuenta. Jamás accedí a un
cursillo de natación siendo pequeño y ahora que era mucho más mayor pensé que
tampoco me apuntaría a uno de ellos. Mi orgullo y mi independencia me han
ayudado a salir delante de compromisos y retos en innumerables ocasiones en mi
vida, y esta vez no iba a ser diferente.
En piscina
cubierta y en invierno, como yo comencé, los que no saben nadar apenas o nada
de nada suelen apuntarse a cursillos, el resto nadan por su cuenta con más o
menos velocidad y estilo según cada caso, pero al menos saben nadar.
Y yo, que
soy un tipo raro, lo reconozco, no sabía nadar apenas, sólo flotar, pero ni aún
así me apunté a un cursillo proponiéndome aprender yo solo como en tantas
ocasiones. Y sin encomendarme a Dios ni al diablo como se dice, me eché al agua
sin más. Mis primeras impresiones fueron de pasarlo mal desde la primera
brazada, un sentimiento de ahogo, así de serio.
Playa
Victoria, como la mayoría de las piscinas municipales de Madrid, tiene 25
metros de largo. Pues bien, para que se comprenda mi ineptitud diré que cuando
comencé no era capaz de recorrer un solo largo de un tirón, todo seguido y sin
detenerme. Algo muy sencillo para cualquiera que sepa nadar para mí resultaba
un tormento, algo imposible. Me ahogaba, tragaba agua y debía pararme a mitad
de camino, tosiendo o con el corazón a mil por hora. Mi problema, como el de
todos los principiantes, consistía en que ignoraba la forma de llevar una
respiración regular acompasada a mi braceo, y mi corazón se alborotaba ante el
esfuerzo físico y porque no le llegaba el oxígeno necesario que suministraría
una respiración regular.
Uno le da
muchas vueltas a las cosas cuando lo pasa mal, y a veces me daba por pensar en
el contrapunto a mis pobres esfuerzos natatorios: mis propios hijos que nadaban
como peces, no como el torpe de su padre.
Tengo dos
hijos varones: Eloy y Santiago se llaman, y ambos son excelentes nadadores
porque en el colegio desde muy pequeños les apuntamos a piscina y todas las
semanas durante varios años aprendieron a nadar en ella con profesor. Desde los
ocho o diez años nadan como peces y más adelante incluso se hicieron
socorristas y gracias a ello sacaron su buen dinerillo en los veranos,
especialmente el mayor, Eloy.
El
aprendizaje de su padre fue un caso completamente diferente. Yo avisté el mar
Mediterráneo por primera vez con diez o doce años y quedé maravillado para
siempre, hasta entonces el único baño que practicaba era en la bañera de mi
casa.
Deslumbrado
ante aquella enormidad de agua moviéndose y siempre rugiendo, no sabía lo que
decir, mudo ante tal prodigio, y con la brisa acariciándote con su aliento
salino y húmedo. Las horas pasaban sin sentir sentado frente a él,
contemplándolo admirado.
El mismo
día que alcancé a ver aquella grandeza de agua nos dimos el primer baño mis
hermanos y yo. Tirarme al mar y comenzar a chapotear fue todo uno. Nadaba a lo
perrito con la cabeza fuera y conforme fui soltándome buceaba un poco admirando
el fondo arenoso de la playa del pueblito de Alicante adonde nos llevaron
nuestros padres, con escasos habitantes y unos pocos veraneantes.
Los amigos
y hermanos nadábamos siempre en lugares donde se hacía pie y allí chapoteábamos
y jugábamos. Aprendíamos a nadar un poco sin darnos cuenta, aunque nos faltaba
un modelo, un ejemplo que seguir para haber aprendido mejor, porque ninguno de
nuestros amigos ni conocidos sabía realmente nadar bien.
Recuerdo
aquella época lejana de inicios del turismo, finales de los años 50 del pasado
siglo, cuando en el mar había multitud de peces y se veían incluso en la playa
donde nos bañábamos. Desconocían entonces la peligrosidad de la especie humana,
que sus hijos y nietos aprenderían a temer en breve. En su inocencia, venían a
tocarnos con su boquita en las piernas, imagino que para comprobar si
resultábamos comestibles o no y con ello nos daban unos sustos de aúpa, lo
recuerdo bien.
Los amigos
y yo pescábamos en la orilla con una caña normalita, nada de cañas de lance que
se inventarían después, o al menos de las que no teníamos noticia. Nuestras
cañas, fabricadas de bambú o de caña de cañaveral, llevaban un sencillo sedal
atado del que colgaban varios anzuelos pequeños, acordes con el tamaño de los
pececillos que pretendíamos capturar.
Pescábamos
sobre todo mabres, un pez muy rico de comer, con algunas rayitas longitudinales
espaciadas, algo más oscuras que el resto de las que se pintan en su cuerpo.
También atrapábamos palometas, pero lo hacíamos al curricán, que es mantenerse
siempre en movimiento caminando, a un lado y otro de la playa. A veces cogíamos
10 ó 20, y en alguna ocasión famosa incluso 80 ó 90 pececillos en unas horas,
pero nunca nos volvíamos a casa de vacío.
Antes de
ponernos a pescar buscábamos lombrices en la propia playa, haciendo un hoyo y
extrayéndolas una a una, luego las rebozábamos en arena seca y más tarde iban a
parar a un botecito preparado al efecto, de donde las tomábamos para
insertarlas una a una en los dos o tres anzuelos que usábamos para pescar los
peces.
Al cabo de
varios veranos chapoteando en el mar nuestros progresos natatorios resultaban
muy lentos. Ayudados por la densidad del agua salada aprendimos a hacer el
muerto boca arriba, brazos y piernas extendidos, después de que conseguimos
relajarnos porque si te pones duro vas al fondo de cabeza. Más que nadar
azotábamos el agua, pataleando con los pies fuera y generando mucha espuma y de
estilo no hablemos, ni la palabra conocíamos.
Pasaron
volando mis años de juventud, luego me casé con Pilar y tuvimos dos hermosos
hijos. Mi mujer y yo bastante tarea cumplíamos con sacarlos adelante trabajando
y bregando con ellos, para preocuparme encima de nadar bien.
De la
natación no me acordé durante décadas, pero eso sí, cuando llegaba el verano
chapoteaba con mucho entusiasmo y gran gasto de energía en el mar,
especialmente en el Cantábrico adonde me condujo inevitablemente el destino
tras mi matrimonio con una asturiana, mi querida Pilarina, que todavía se
mantiene a mi lado con amor mutuo al cabo de 39 años de matrimonio, camino de
los 40, que no está nada mal para los tiempos agitados que corren.
Las
primeras veces que avisté el mar Cantábrico fue en Gijón, donde pude observar
detenidamente el comportamiento de los bañistas que me chocó bastante. Mi
primera impresión es que estaban todos locos porque no paraban de dar saltos en
el agua, y de nadar apenas nada de nada, ni siquiera chapotear como yo mismo.
Se lo comenté a Pilar pero ella tampoco supo dar una explicación al fenómeno,
para mí inaudito y extraño, tal vez porque ella siempre vio allí a los bañistas
en el agua como delfines saltarines y su comportamiento le resultaba natural.
Comprendí
el sentido profundo de los saltos en cuanto me introduje en el agua,
inmediatamente. La primera vez que metí los pies para bañarme en el mar
Cantábrico me dolían de frío, y eso que estábamos en verano y lucía el sol.
Calor, lo que se dice calor tampoco hacía mucho en Gijón. La ciudad y su
hermosa playa de San Lorenzo se encontraban azotadas de continuo por un viento
fuerte que ellos llaman Nordeste cuando estaba despejado el día, o
sencillamente lloviendo incluso en verano como algo normal, aunque no lo era
para mí. Mi familia es murciana y yo he nacido en Madrid y en ninguno de los
sitios resulta natural la lluvia en verano, mucho menos en la región de Murcia
donde apenas llueve en todo el año y en primavera y verano luce el sol de
manera ininterrumpida durante cuatro o seis meses seguidos, con alguna tormenta
ocasional si acaso algún día raro.
Pero yo
andaba describiendo mi primer baño en ese mar Cantábrico, para mí completamente
desconocido y ahí sigo. Conforme el agua remojaba mis piernas y tripa yo
confirmaba mi primera impresión de frío intenso en todo el cuerpo. Al cabo de
un rato, después de arrojarme agua por cabeza y espalda, dar infinitos saltitos
para eludir en parte las olas juguetonas que no cesaban de rodar y rodar, me
decidí a chapuzarme completamente en el agua, incluida la cabeza y la sensación
de frío fue tremenda. Si mis pies se quedaban helados al contacto con aquella
agua, ni te digo lo que sufría mi pobre cabeza con la inmersión, entonces con
mucho más pelo que ahora, cuando me he quedado calvorota del todo.
En mis
primeros baños en aquel frío mar Cantábrico descubrí que los bañistas no
estaban locos en su totalidad como supuse al verlos por primera vez, sino
sencillamente helados y aquellos eran sus esfuerzos por entrar en calor. No
había quien nadase en aquella agua, ni mucho menos meter la cabeza un buen rato
y bucear como yo hacía regularmente en mi amado Mediterráneo. De intentarlo, te
dolían todos los pelos de la cabeza de frío, así que inmersiones pocas y
rápidas, eso lo tuve claro desde el principio. Y nada de hacer el muerto que te
exige mantener la mayor parte de la cabeza constantemente dentro del agua.
Había que chapotear animosamente como todo el mundo, y mantener elevado el
gasto de energía para sostener en lo posible el calor corporal que compensara
el frío del agua.
La
hermosísima playa de San Lorenzo en Gijón, que dibuja una gran bahía natural,
cuenta con dos o tres kilómetros lineales de extensión, no sabría decirlo, que
se convierten en muchos más cuando la marea está baja, porque entonces el mar
se retira muchos metros y convierte a la playa en larga y profunda.
La marea
baja era otro fenómeno desconocido para mí, acostumbrado al mar Mediterráneo
donde ese fenómeno no sucede o sólo de forma imperceptible. Allí el mar ocupa
siempre el mismo espacio y cambia de apariencia cuando se produce un levante,
que convierte a la playa en más larga o podría decirse que es la misma playa
sólo que más mojada su orilla. Son los días en que mejor se pasea en aquella
zona, con las sombrillas apartadas de la arena húmeda y sitio de sobra para
caminar, sea cual sea el número de paseantes, en verano siempre numerosos.
El fenómeno
de las mareas que yo contemplaba en Gijón me dejaba perplejo, según me contaron
el mar inquieto siempre se estaba moviendo, hacia arriba o hacia abajo, como un
chiquillo. Cada seis horas había una marea alta y a las seis horas siguientes
una marea baja, todo un misterio para mí acrecentado cuando me enteré que las
mareas eran un influjo de la luna lunera.
Con la
marea baja el mar se retiraba una barbaridad, no unos metros sino casi un
kilómetro, y debías caminar un largo trecho para bañarte desde el lugar en
donde estaban colocadas la sombrilla, la toalla y las sillas y restantes
trastos para incordiar en su transporte a los playeros, como los llaman por
allí. Menos mal que la casa de mis suegros se encontraba al inicio de la calle
Marqués de Casa Valdés, muy cerquita de la Escalerona, que como su nombre
indica es una escalera grande, que da acceso a la playa por sus dos lados desde
el paseo marítimo, que los gijoneses denominan corrientemente como el Muro, un
nombre original cuyo origen puede deberse a la contemplación de la ciudad desde
la playa, y al paredón enorme que protege a la misma de los embates de la mar,
especialmente en invierno, con las mareas altas y el temporal golpeando con sus
olas una y otra vez.
La playa de
Gijón cuenta con un servicio de salvamento y socorrismo muy numeroso que
patrulla constantemente por el borde de la playa en parejas con el apoyo de una
lancha fuera borda desde el agua. Todo ello para evitar que el numeroso público
cometa imprudencias que pongan en peligro su vida. El problema enorme de
vigilar el Cantábrico y todos los mares y océanos con grandes mareas es que
nunca se queda quieta la masa de agua, con lo que la superficie a vigilar varía
de hora en hora. Si los playeros se cuentan por miles dentro y fuera del agua
como sucede en los meses de verano, se comprenderá la enormidad de la tarea que
los socorristas cumplen, siempre pitando a todo el mundo para que salgan del
agua o se muevan hacia zonas menos peligrosas.
El servicio
de vigilancia se completa con un sistema de altavoces que anuncian las
características y nombres de los niños perdidos, decenas cada día en verano.
Por la
cercanía de la casa de mis suegros a la playa, casi siempre nos colocábamos en
las escaleras Cuatro o Cinco, muy próximas a la Escalerona, situada en el
extremo Oeste de la playa y cerca de la iglesia de San Pedro. Dicha Escalerona
cuenta con un sistema de altavoces que se escuchaba perfectamente en nuestra
zona de acampada con sombrillas y toallas. Además de anunciar por ellos los
niños perdidos y el tiempo que se mantenían en el Puesto de Socorro, que
algunos padres parecían olvidados de ellos o sordos porque no los recogían
durante horas, indicaban también con regularidad la temperatura del agua.
Sólo de
escuchar el anuncio me daban escalofríos: ¡Temperatura del agua dieciséis
grados! Y yo pensaba ¡madre mía!, si te cae encima el agua de la ducha a esa
temperatura te quedas helado, así que sumergirte en ella daba miedo.
Durante
aquellos quince o dieciséis años que veraneamos en Gijón, entre 1974 y 1990 más
o menos, nunca escuché por los altavoces que la temperatura del agua ascendiera
por encima de dieciocho grados, que sigue siendo muy fría para mi gusto cuando
se trata de bañarse en ella. O sea, con esa frialdad de nadar nada, chapotear a
lo bestia y dar saltos como todo el mundo sobre las olas de la orilla o
lanzarte contra ellas para entrar en calor.
Allí los
únicos que gozaban de agua calentita eran los niños, los míos y otros que se
apuntaban. Cuando la marea estaba bajando o ya baja del todo, preparábamos unas
pozas mis hijos y yo en donde se encharcaba el agua y se mantenía allí sus
buenos ratos al sol, con lo que se calentaba. Si se une a ello los chapoteos de
los pequeños y sus plácidas meadas, que todo contribuía al calentamiento de la
misma, se entendía que otros niños siempre acabasen tratando de entrar en
nuestros charquitos en donde apenas cabían mis niños, que protestaban por la
invasión y a veces echaban a los otros niños de allí, invasores de su charquito
arduamente preparado por ellos y por su papá.
Mis
antecedentes natatorios en la mar estimo que han quedado suficientemente
explicados tanto en el Mediterráneo como en el Cantábrico, y podríamos
resumirlos diciendo que fueron escasos y torpes. Con ello podemos regresar al
momento en que yo había cumplido de sobra los 50 años, en Madrid, cuando me
decidí a nadar regularmente para tratar de echar a un lado mis problemas de
espalda para siempre, aunque me conformaba, antes y ahora, con que no me diese
más la lata durante los próximos años, sean los que sean.
Primeros años de nadador
Mi
verdadera lucha por nadar a toda costa se mantuvo durante varios años, nada se
consigue sin esfuerzo. Comencé nadando los primeros años veinte o treinta minutos
en casa sesión, aunque ese tiempo no debe computarse íntegro en natación, más
bien podríamos considerarlo como empleado en pelear por nadar y descansando de
cada esfuerzo tiempo y tiempo. Por aquel entonces calculo que ocupaba más
tiempo descansando que nadando.
Para que
cualquiera se percate de mi torpeza, repetiré que no era capaz de nadar un solo
largo completo de aquella piscina de 25 metros de largo. Supongo que el resto
de nadadores se molestaría con mi presencia pero eso no me afectaba, urgido
sólo por respirar y hacer como que nadaba, con agua entrándome y saliéndome por
todos los orificios de mi cuerpo. Bastante tenía yo con mis propios problemas
para plantearme los de los demás.
Estas
piscinas cortas cuentan con seis calles separadas por corcheras, las largas u
olímpicas son de 50 metros de largo y tienen ocho calles. Las seis calles de
las piscinas cortas no son demasiado anchas, en especial porque se usan para ir
y volver en la misma calle, siempre llevando la corchera a la derecha, es decir
circulando por la derecha como los coches.
Un
obstáculo a mitad de camino, un nadador torpe que se detenía como yo a menudo
debía ser un incordio para los que iban y venían, numerosos siempre al estar
ocupadas dos calles e incluso tres a veces para clases, con lo que dejaban sólo
tres o un máximo de cuatro calles para los que nadamos por libre, a nuestro
aire.
La gente
nadaba sobre todo a crol, y algunos a braza y a espalda, a mariposa era casi
imposible hacerlo dada la estrechez de la calle y los elevados conocimientos
que supone, porque a mariposa sólo saben nadar los verdaderos nadadores, una
especie escasa en las piscinas cortas españolas, supongo que las olímpicas o
largas atraen mucho más a los que se consideran a sí mismos como buenos
nadadores. La ventaja en ellas, según tengo oído porque nunca he nadado en
ninguna, radica en el número de calles, que son ocho en vez de seis, y en que
no hay circulación en dos direcciones en cada calle sino sólo en una, por lo
que el espacio es mayor, a lo largo y a lo ancho.
Lejos de
esos monstruos, yo sólo me atrevía a nadar en mis inicios a crol o a braza, y
eso en mi estilo singular que se parece poco al habitualmente reconocido por
esos nombres.
Las
detenciones se producían en mi caso a media piscina y en los extremos, siempre
con el corazón desbocado por el ejercicio, los tragos de agua y las irregulares
bocanadas de aire que llegaban a mis pulmones que protestaban por el incordio.
A veces las bocanadas de aire incluían sin querer algo de agua por el camino
equivocado, y en esos casos me veía obligado a toser y toser hasta conseguir
despejar por completo el tubo respiratorio y que el aire fluyese de nuevo
libremente hacia mis pulmones.
Recuerdo en
la lejanía aquellos tiempos duros, siempre peleando con el agua y empeñado en
tragar aire, con los restantes nadadores que no ponían buena cara ni aceptaban
con gusto mi lucha, que a ellos les causaba molestias sin cuento, como si todo
el mundo que se echase al agua a nadar tuviese la obligación de saber hacerlo
de antemano, que nadie nace aprendido.
Mientras
nadaba torpemente notaba sensaciones extrañas, una de ellas era que avanzaba
más hacia la derecha que hacia la izquierda en cada remada, por la diferencia
de potencia de mi brazo derecho, superior a la del izquierdo, y me iba de lado.
Consciente de mi rareza, corregía a ratos mi lento flotar en el agua
enderezándolo porque el espacio en la calle era muy reducido y el desvío no
resultaba recomendable pensando en los nadadores que compartían mi calle, ya
fuera en mi propia dirección o en la contraria.
Otro
invitado indeseado cuando iba nadando era mi corazón. Aparte del alboroto y
ahogo a que le sometía de cuando en cuando, especialmente cuando nadaba a crol,
que me aceleraba en exceso y él protestaba lanzándose al galope y era preciso
detenerse un rato para coger resuello y que se calmase, notaba en ocasiones una
sensación hidráulica, como de líquido que pasa con problemas de un lugar a
otro. Tal vez escuchaba las válvulas de mi corazón al abrirse al máximo en cada
latido, que me parece muy fuerte como dicen ahora, aunque no imposible. Uno
escucha cosas raras de cuando en cuando, incluso algunas que parecen
imposibles, ¿por qué no va a escuchar su propio corazón?
En cuanto a
los calambres que abundaban en mi juventud cuando nadaba en el mar y resultaban
muy dolorosos, con los dedos de los pies abiertos de forma anormal y estirados
al máximo, especialmente el gordo y el siguiente, en piscina ya de veterano no
solía sufrirlos. Eso no quiere decir que alguno que otro no me agarrase con sus
dedos agudos y lacerase por un momento mis músculos cansados o poco habituados
a tanto esfuerzo. A veces me ocurrió cuando pasaba algunas semanas sin poder
acudir a la piscina, como a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa o de
Navidad, que entre unas cosas y otras transcurrían varias semanas sin
ejercitarme, y a la vuelta a la piscina me daba alguno al encontrarse mis
músculos desentrenados.
Recuerdo
perfectamente una ocasión en que me dio un calambre en el gemelo de la pierna
derecha, que me obligó a detenerme a mitad de piscina y volver hacia el extremo
dando saltitos de puntillas para que se soltara la pierna. Una socorrista
advirtió mi pequeño percance, especialmente notable cuando salí con dificultad
de la piscina, y me preguntó lo que me pasaba aunque le pareciera evidente. Le
comenté que era un calambre y que ya se iba soltando, a lo que argumentó que no
continuara nadando y yo le dije que no pensaba seguir, que por ese día ya tenía
bastante natación.
Alguna que
otra vez me han repetido, aunque llevo ya años sin sufrirlos.
La
frecuencia de acudir a la piscina a pelearme con el agua era de una vez a la
semana cuando podía, no siempre. Tú calculabas el mejor día y alguna
circunstancia de trabajo o de mis tareas familiares lo acababa impidiendo o
sencillamente retrasando la práctica hasta la siguiente semana.
Imagino que
no logré concluir un largo de piscina completo nadando durante muchas semanas,
tal vez meses, incluso años. Conseguir nadar un largo entero sin detenerme
constituyó para mí un hito del que me sentía muy orgulloso, eran solo 25 metros
pero para mí constituía un trabajo ímprobo: como escalar el Mont Blanc en
invierno y por la Cara Norte.
Cuando me
afiancé nadando un largo completo sin interrupciones enojosas me dediqué a
alternar un largo a braza y otro a crol, parando al acabar cualquiera de ellos
en uno de los extremos de la piscina. De momento ni soñaba con lograr dos
largos seguidos.
Mantuve
tenazmente mi impulso inicial por nadar cada semana del año desde que comencé
mis prácticas natatorias, y aunque algunas semanas se escapaban sin nadar yo
seguía a la siguiente sin desmayo, de algo bueno debía servirme ser tan
cabezota, que uno se empecina a menudo en bobadas y tonterías y en otros casos
como el de nadar acierta, confiando en lograr con el tiempo algo importante
para mi salud futura.
Por eso
seguía erre que erre nadando muchas semanas del año. Las sesiones eran al
principio de treinta minutos y luego pasaron a cuarenta y cinco, casi siempre
una sola sesión a la semana, aunque a veces lograba ir dos, lo que supuso otro
logro.
Eso me
costó muchos esfuerzos y tragar mucha agua. Además, el corazón se alborotaba en
exceso y debía parar y recuperar el resuello. Y seguir y seguir maniáticamente.
Nunca me rendí, ni por un momento me pasó por la cabeza dejar de nadar, aunque
nadando lo pasase fatal, pero ya dije que soy un cabezota y no cejé en mi
empeño, ahí creo que radicó mi éxito.
El trasiego
desde un largo seguido a dos, uno a braza y otro o crol, me parece que resultó
infinitamente más sencillo que la etapa anterior, angustiosa y dura.
Mientras
descansaba de mis afanes en un lado de la piscina, yo veía a nadadores que iban
y volvían nadando como si tal cosa sin detenerse nunca y yo los consideraba
poco menos que extraterrestres, seres de otra galaxia para mí lejana e
inalcanzable.
Recuerdo de
aquellos primeros años duros la incomprensión de mis compañeros del trabajo,
que me tomaban el pelo cuando anunciaba que un día próximo me tocaba nadar,
como si yo fuera un potentado que nadase por placer, o un tipo raro, eso sí lo
era y lo sigo siendo, lo reconozco, que se empeñaba por nadar en invierno,
cuando todo el mundo sabe que nadar es cosa sólo del verano y lo hace para
divertirse.
En defensa
de mi postura, yo les comentaba que no iba a la piscina a chapotear y a hacer
el ganso disfrutando como ellos cuando llegaba el buen tiempo y se acercaban
con la familia y los amigos a la piscina, a hacer la bomba salpicando a todo el
mundo o propinarse unos a otros amables o nerviosas aguadillas. Eso es lo que
hacíamos cuando éramos jóvenes y alocados, no ahora ya de mayores, al menos en
mi caso. Les decía que mi empeño por nadar no era sólo por divertirme, tampoco
por sufrir si nos poníamos en el otro extremo, sino un trabajo físico más con
ciertas compensaciones a mis sacrificios presentes y pensando exclusivamente en
los beneficios futuros. Supongo que no lo entendían muy bien pero no hallaba mejor
manera de explicarme.
En casa, a
veces mi esfuerzo natatorio tampoco era del todo comprendido. El obstáculo para
el mismo procedía de sumar a mis tareas laborales otras caseras que he asumido
regularmente con naturalidad como ir a la compra, pasar el aspirador, tender la
ropa o fregar los platos, y por supuesto siempre cuidar de los niños. Mi mujer
ha trabajado toda la vida fuera de casa y las labores hay que repartirlas
aunque mucho me temo que ella siempre ha llevado la peor parte en los trabajos
caseros: preparación de comidas, poner lavadoras, planchar y limpiar, fregar
baños y muchos más ocupan infinitamente más tiempo y esfuerzo de los que yo
cumplía y ella los ha realizado en exclusiva durante el largo tiempo de vida en
común.
Cuando
coincidía el día y la hora escogidos para nadar con alguna tarea del hogar yo
procuraba acelerarla o posponerla unas horas y salvar de ese modo la natación,
para mí fundamental, y ese empeño no era siempre compartido por Pilar que
parecía tomarlo como un capricho mío más. Cualquier casado de larga duración
sabe asumir los pequeños roces inevitables de la vida en pareja. Pero hablando
se entiende la gente y a veces hay que mantenerse firme en tus convicciones,
igual que en muchas otras es preciso ceder. En esta tocaba firmeza y así lo
hice siempre en mi empeño natatorio, acabando Pilar por entender mi posición
como mujer comprensiva que es.
En mi afán
por nadar, donde me mantengo y no lo pienso dejar nunca, hay que irse fijando
pequeñas metas y superarlas poco a poco. Una de ellas fue nadar un largo entero
sin descansar ni ahogarme y otra conseguir una sesión semanal siempre, pasase
lo que pasase, excepto las vacaciones de Navidad y de Semana Santa en que no
podía acceder a una piscina, salvo alguna ocasión en Ricote que bajábamos
algunos de la familia al Balneario de Archena por las fechas cercanas a Navidad
con el agua calentita. Nadar en Semana Santa en la mar resultaba poco menos que
una locura por la frialdad del agua y el constipado asegurado. Algunas veces me
bañé en Semana Santa cuando era más
joven, pero el agua se encontraba demasiado fría en esa ápoca y acabé
desistiendo.
Conseguir
una sesión semanal nadando en la piscina de manera continuada costó lo suyo, y
una vez lograda era preciso mantenerse firme lloviese, nevase o con ventarrón
desagradable. Precisamente los días de peor climatología eran los mejores en la
piscina porque los más veteranos se achantaban un poco y no acudían, pensando
que tal vez se viese perjudicada su salud o por pereza y se quedaban
tranquilamente en casa. Al encontrarnos menos nadadores dentro del agua la
práctica se desarrollaba sin tanto ajetreo y las calles se encontraban menos
pobladas y se nadaba mucho mejor, distendidos y tranquilos, tal vez como premio
a los más aguerridos que seguíamos acudiendo costase lo que costase.
Otro hito
progresivo, que no me lo propuse conscientemente como meta sino que fue
resultando natural, fue extender la práctica natatoria de 30 a 45 minutos, y lo
llevé a cabo de forma gradual. Debe quedar muy claro que ese tiempo no lo
dedicaba a nadar en exclusiva, mejor sería decir que más tiempo me mantenía
descansando que nadando, y con ese tiempo me refiero a la práctica total.
Cuando ya
iba cogiendo soltura y nadando largos se me ocurrió comenzar a contarlos, al
principio en series de dos largos a crol y dos a braza, con detención posterior
y mucho tiempo después ya en series de cuatro largos seguidos en cada estilo.
Sin
concretar en las fechas que no recuerdo, transcurridos largos años desde que
comenzara a nadar en piscina en invierno contaba en cada sesión de mi práctica
un total de cinco series de cuatro largos cada una, veinte largos en total, que
por veinticinco metros suman apenas 500 metros, medio kilómetro. Esto es una
birria para un nadador, lo reconozco, pero yo no era un nadador, sólo un
esforzado chapoteador principiante veterano de cien guerras de la vida.
Si se me
permite salirme del tema por un momento diré algo sobre el término veterano
aplicado a los que superaron los 65 años como yo mismo.
Antes se
llamaba vieja sin problemas a la gente que alcanzaba nuestra edad, sin intento
vejatorio alguno para quien lo decía ni para el receptor del vocablo: te
convertías en viejo como antes eras adulto, adolescente, joven o niño, sin más.
Pero ahora nos hemos vuelto delicados en algunos aspectos del lenguaje y brutos
en muchos más. Ya nadie acepta que le llamen viejo ni aunque tenga 80 ni 90
años cumplidos, lo consideran un insulto.
La verdad
es que somos viejos, nos guste o no la palabra, lo cual no quiere decir caducos
ni nada por el estilo, simplemente estamos en otra edad que es la vejez, como
la niñez y la madurez, es curioso que todos terminen en ez con placidez. Pero
en fin, las modas son las modas y lo mismo que en estos momentos no se me ocurre
llamar viejo a nadie, imagino que el resto de la gente seguirá la norma no
escrita de proscribir el vocablo salvo cuando se desee molestar o insultar a
alguien en concreto.
Olvidada
casi por completo la tontuna de la tercera edad, que antes se les ocurrió a
algunos espabilados, mayor es el término empleado ahora pero tampoco me gusta.
Lingüísticamente hablando mayor es un comparativo y siempre habría que añadir
detrás el segundo término de la comparación. Nadie debería decir de sí mismo,
por ejemplo, yo soy mayor, sino mayor que Pablo, quien todavía no ha cumplido
los 60. O bien yo soy mayor que tú en una conversación entre dos personas.
A cambio de
mayor yo propongo usar el término veterano, que suele reservarse para los
veteranos de cualquier guerra de las que asolan el mundo con terrible
regularidad. Veterano de la vida podría añadirse porque ¿acaso la vida no
contiene numerosas guerras en las que perecen millones de personas cada día? Yo
soy veterano de la vida, o no estaría aquí perorando sobre mis batallitas sino
callado y criando malvas.
Veterano
carece de connotaciones negativas, que nos hemos empeñado en incorporar al
término viejo, de ahí el repudio generalizado de su uso.
Según mi
teoría propia que elaboré un día en un momento de lucidez, sin urgencia alguna,
los que llegamos a esa edad somos viejos activos de los 60 a los 70. Es la
década en la que me encuentro, ya más que mediada, donde muchos somos capaces
de mirar todavía al futuro con los ojos bien abiertos, de elaborar planes y
pelear duramente por llevarlos adelante. Como prueba de ello es este empeño mío
por contar a todos mis compañeros de fatigas algunas de las que yo he sufrido
por convertirme en un nadador veterano, pero nadador al fin.
De los 70 a
los 80, siguiente década que me tocará vivir si es que llego, sólo puedo
imaginarla como un poco o bastante peor que la precedente. Tal vez, ¡ojalá!,
persista en llevar adelante planes de futuro como ahora los poseo de mi
presente: escribir cuentos para mi nieta Leyre, tratar de sostener el impulso
inicial hasta concluir alguno de los esbozos o bocetos de relatos o novelas que
llevo escribiendo con intermitencias y paradas desde mi juventud, que ya ha
llovido, incluso publicarlas ¡supremo goce! como este empeño que me ocupa ahora
mismo del nadador veterano. Y ante todo y sobre todo mantener la ilusión por
disfrutar de la vida, de la compañera de mi vida que es mi amor verdadero, de
los amigos y la familia, de beberte un vaso de vino, dar un buen paseo, pegarte
un baño en el mar, leer un libro hermoso y exprimir la vida gota a gota
mientras se pueda, sin considerarme demasiado sabio porque haya aprendido algo
de la vida y de los humanos, ¡faltaría más!, sería un necio si no hubiese
aprendido nada. Supongo que a esta década los huesos llegarán más cascados y
con ellos el organismo entero, y habrá que sufrir y aguantarse con todo lo malo
que sobrevenga.
Pero lo que
me da auténtico miedo es si logro llegar al final de esta década de los 70,
considerada en conjunto como de vejez cascada. Arribar a los 80 debe ser
tremendo, porque esa década sólo cabe imaginársela como de estar hecho polvo y
vivir sólo para el recuerdo, sin contemplar el futuro, con mínima esperanza. A
los que vivan de 80 en adelante les bastará con pasar el día de hoy sin dolores
y mañana ya veremos cómo se presenta. Podríamos considerarla, mirando a la
historia de España que tiene una con ese nombre en el siglo XIX, como la Década
Ominosa. De los 90 para arriba me niego a pensar, eso es ciencia ficción, a
esos años sólo llega en condiciones de salud aceptables uno de cada millón.
Pero bueno,
dirá alguno con razón, ¿qué es eso de hablar del futuro cuando nadie lo sabe?,
háblame de ahora, del presente y déjate de tonterías sobre cuando tengas
ochenta años, que igual no llegas ni a setenta.
Es verdad,
la objeción parece justa. Sucede con estas pobres y torpes lucubraciones mías
sobre el desconocido futuro que trato de protegerme del mismo, olvidando que
eso es imposible. Pero yo me mantengo firme explotando mi vena irracional, que
la tengo bien gruesa, llevando mucha sangre en el organismo de acá para allá.
Volvamos a
la natación que es lo importante en estos momentos. Imagino que comencé a
contar los largos para combatir el aburrimiento. Nadar en solitario sin más
compañía que tu corazón, tu cabeza, tus músculos actuando, y siempre pensando
en respirar bien y no tragar agua, patalear según lo previsto y no chocar con
nadie, la verdad es que aburre un poco. Por eso yo aconsejaría a todos los
veteranos que quieran aprender a nadar, a los mayores de 50 por ceñirme al
título de mi obra, que lo hagan siempre en compañía, en un cursillo, y si se
atreven después, cuando se consideren más preparados, sueltos y en forma, lo
intenten de manera solitaria, sin más cortapisas ni metas de las que ellos
mismos se impongan. Si continúo dando consejos siguiendo el dicho: del viejo el
consejo, diré que esta segunda fase de empeño solitario por nadar no la aborden
hasta pasar al menos dos o tres años de pelear en un cursillo con otros
compañeros.
Pero yo me
lancé a nadar por mi cuenta y riesgo sin contar con nadie y así debo continuar
manteniendo mi fiera independencia contra viento y marea, cueste lo que cueste.
La
sensación de aquellos tiempos ya lejanos dista mucho de ser agradable. La
verdad es que aquellas primeras sesiones de natación, o decenas de sesiones,
fueron de trabajo continuo, parones, tragos de agua, gente pasándote en la
piscina por aquí y por allá.
Cuando
nadaba varios largos seguidos esperaba siempre en uno de los bordes por si
llegaba otro nadador cerca a que diera la vuelta sin estorbos y me dejase
también a mí nadar tranquilo sin la molestia por su parte de adelantarme en
medio de la calle. De esa forma podía yo continuar en paz mi lento trasiego de
acá para allá.
Si algo me
sostuvo en aquellos años difíciles fue mi tesón, nunca me rindo y si me
propongo algo aunque me estrelle cuarenta veces sigo adelante por encima de
todo, no soy mañico pero sí cabezón.
Abandono del tabaco
El mismo
tesón que empleé en aprender a nadar por mi cuenta ya siendo un veterano me
sirvió tiempo atrás para quitarme de fumar antes de cumplir los 30 años, que
debía llevar al menos 14 ó 15 años fumando porque empecé muy joven, siempre
negro y nacional, de la península o canario.
Comencé a
fumar tabaco negro con los terribles Celtas cortos, famosos porque si sacabas
una estaca de tabaco se vaciaban por completo, quedándote sin cigarro que
fumar. Esa verdad podía constatarla cualquier fumador de Celtas cortos, como yo
mismo comprobé en varias ocasiones. Aquellos Celtas cortos machacaron mis
pulmones y mi estómago, entonces juveniles, durante mis primeros años de
fumador.
Años
después, con algo más de dinero en los bolsillos aunque fui estudiante sin
ingresos durante demasiados años, siempre sin un duro, me pasé al tabaco
canario, también negro, de diversas marcas cuyos nombres no recuerdo.
Mi última
etapa de fumador de cigarrillos supuso el cambio de marca de tabaco. Entonces
consumí los populares Ducados con filtro, que al principio me daba hipo al
tragarme el humo y luego ya se me pasó la tontería y mi estómago lo soportaba
mal que bien, al final muy mal porque me producía ardor. Luego dejé el tabaco
por completo, pero antes de relatar el proceso contaré algunas anécdotas como
fumador que considero interesantes.
Y hablando
de fumar, en otra época me dio por fumar tabaco negro liado después de que el
padre de mi amigo Moncho, que trabajaba en Tabacalera, me regalase en una
ocasión un paquetón enorme de tabaco negro, Ideales, que se vendían en paquetes
azules y se conocían por su calidad como “caldo de gallina” por lo bueno que
estaba.
Me compré
una petaca para llevarlo cómodamente, de cuero color claro y repujada, imagino
que de piel de cerdo por el color, que acabó bien sobada por el uso. Sólo
mantuve esta práctica por unos meses porque me acabé percatando de que era muy
perjudicial para mi salud. Yo no tenía la precaución, como después observé en
otros fumadores de tabaco liado, de colocar una bolita de algodón a modo de
filtro artesano en el extremo por el que se chupaba el cigarro. Me di cuenta de
la maldad de liar el tabaco porque al poco tiempo de practicar este sistema,
cada mañana cuando me incorporaba en la cama para levantarme comenzaba a toser
y a veces lo hacía desesperadamente a punto de echar los hígados por la boca,
como si no fuera un joven que llevaba pocos años fumando sino un viejo carcamal
toda la vida atado al cigarro maldito.
Lo pensé un
poco y terminé echándole la culpa al polvillo del tabaco que me tragaba al
aspirar y decidí dejarlo antes de que aquello acabase conmigo. Guardé la petaca
en un cajón y acabé por perderla como sucede con tantas cosas convertidas en
inservibles.
El acto de
liar los cigarrillos me gustaba aunque era distraído y laborioso. Costaba
fabricar uno perfecto, redondito y sin arrugas, que todas las personas mayores
realizaban sin problemas, como yo observaba, tras miles de pruebas coronadas
por el éxito.
Mi abuelo
Eloy, sin ir más lejos, liaba sus cigarros con maestría, precisamente de los
Ideales en paquete azul, los mejores. Ideales había también en paquete amarillo
y en paquete verde, ambos de inferior categoría y precio que los azules. Mi
abuelo Eloy fumaba liado, poco y parsimoniosamente, tal vez vivió tantos años
por eso y por su vida al aire libre y con trabajo físico no extenuante.
Hubo un
tiempo diferente en mi vida cuando pasé a fumar tabaco rubio americano, en
concreto Luky Strike, rubio emboquillado, generalmente inaccesible para mi
menguado bolsillo. Duró solamente algunos meses y se debió a mi momentánea
situación ricachona derivada de un regalo monetario inesperado de parte de mi
abuelo Marcelino. El dinero voló con el humo del tabaco rubio y regresé sin
problemas a fumar negro nacional y aquí no ha pasado nada.
Como hombre
inquieto que soy, también mantuve una etapa durante mi vida de fumador de pipa.
El olor del tabaco de pipa me gustaba mucho, sobre todo el holandés, más
perfumado, oloroso y caro que el nacional, por tanto escasamente consumido por
mí mismo y siempre deseado.
Yo veía a
los fumadores de pipa como personas reflexivas y tranquilas, y tal vez con la
pipa quería parecerme a ellas porque yo soy todo lo contrario: atolondrado y
acelerado. Me compré una pipa recta de madera, con la cazoleta de color marrón
claro, muy hermosa y brillante, con el resto del tubo de color negro. Adquirí
un paquete de tabaco de pipa nacional y un atacador o como se llame ese
instrumento que sirve para soltar o empujar el tabaco dentro de la cazoleta y
que ardiese mejor, más lentamente que si se mantuviese suelto, y con ello me
dispuse a fumar en pipa.
Los
verdaderos fumadores de pipa dan caladas muy espaciadas, oí decir que se
celebraba un concurso en Holanda de fumadores de pipa en el que se demoraban
varias horas en consumir unos pocos gramos de tabaco, ganando el concurso quien
más tiempo empleaba en ello sin que se apagase la pipa.
Está de más
decir que los fumadores de pipa nunca se tragan el humo, como tampoco lo hacen
quienes fuman puros, quedando el trago de humo sólo para los de los
cigarrillos, y por ello resultan más perjudicados en su salud quienes los
fuman. Los fumadores de pipa y los de puros mantienen el humo en la boca,
paladeándolo, y luego lo sueltan sin más. Yo nunca fui un auténtico fumador de
pipa sino un aficionado maleta como en tantas cosas, y aunque no me tragase el
humo daba caladas intensas y rápidas, como fumador de cigarrillos previo que
era, por lo que la boca me ardía de tanto humo caliente.
Alguna que
otra vez conseguía ahorrar para comprar un paquete de tabaco holandés, y percibía claramente la enorme diferencia de
calidad con el nacional. Ni con uno ni con otro logré nunca cambiar mi hábito
equivocado de caladas intensas y rápidas. Acabé hartándome de tener la boca
ardiendo y lo dejé como me sucedió con el tabaco de liar, aunque por diferentes
motivos. También perdí la pipa magnífica, que me costó cara, lo recuerdo, igual
que perdí la petaca de piel de cerdo del tabaco de liar.
Puros sólo
fumaba en las bodas y saraos semejantes, con la torpeza a veces de seguir sin
darme cuenta tragándome el humo de ellos, como si fueran cigarrillos, con el
consiguiente mareo desagradable. El resto del tiempo no fumaba puros, en
general muy caros para mi escaso presupuesto. Tampoco me gustaba su sabor, si
vamos al caso, y los fumabas en las bodas un poco empujado por las
circunstancias, que te invitaban y todo el mundo lo hacía, pero yo paladeaba
con poco entusiasmo su humo dotado de un sabor tosco, fuerte, salvaje que nunca
me apeteció mucho.
Y si
hablamos del hábito de fumar, nefasto para la salud, deberemos referirnos a
cuando lo dejé, de mis motivos y del sistema propio para conseguirlo, así por
las bravas.
Llevaba yo
varios años con ardor de estómago que no lograba mitigar de ninguna manera.
Nunca lo achaqué al tabaco aunque ahora creo que ese era el motivo. El ardor lo
consideraba una molestia más, inevitable como los constipados en invierno,
aunque fastidiosa. Yo decía de broma que me había convertido en un dragón y si
me ponían una cerilla delante era capaz de soltar un chorro de fuego por la
boca y se transformaría en un lanzallamas como los que veíamos usar a los
soldados en los tebeos de Hazañas Bélicas que tanto nos gustaban de niños,
inocentes por completo nuestras mentes infantiles de los infinitos horrores,
dolores y muertes que cualquier guerra procura y en especial aquella nefasta,
cruel y sangrienta Segunda Guerra Mundial.
Yo dejé de
fumar poco después de casarme. Mi boda con Pilar fue en 1974, contaba por tanto
27 años, y si había comenzado más o menos a fumar a los 14 ó 15 años, mantuve
ese hábito, que tantas muertes y dolor ha procurado y sigue manteniendo hoy en
día enfermas a millones de personas, a lo largo de doce años más o menos. La
única manera, tal vez, de escapar de ese horror universal sería la prohibición
absoluta de su cultivo, comercialización y consumo, pero también están
prohibidas las drogas y no por eso su consumo cesa, solamente hace más caro el
producto cuantas más trabas se oponen a sus consumidores. Además, hay muchos
intereses económicos en contra y los Estados se llevan miles de millones en
impuestos para decidir prescindir de tal ingreso.
¿Por qué me
quité de fumar? No fue por ningún motivo reflexivo, que cavilase en los males
futuros que a mi salud acarrearía tal costumbre ni nada de eso tan elevado y
lejano, sencillamente me cabreé y lo dejé.
Ocurrió que
una afonía se estaba manteniendo y fastidiándome cerca de dos meses, y no había
forma de combatirla. Un buen día me enfadé y achacándolo al tabaco dije: ¡hasta
aquí hemos llegado! Y dejé de fumar sin más.
Antes de
eso, en una ocasión había intentado un sistema un poco absurdo para dejar de
fumar consistente en fumar sólo a horas preestablecidas. Comencé por un
cigarrillo cada media hora, que era un rollazo la obligación de mirar a todas
horas al reloj para fumar cuando correspondiera, como quien toma pastillas para
cualquier mal. De ahí traté de pasar a un cigarrillo cada hora, siguiente paso
que no di porque me cansé del método absurdo y latoso, y allí quedó todo. Era
un aburrimiento, todo el día pendiente del reloj y del tabaco, que a veces no
te apetecía cuando tocaba fumar y a ratos te apetecía justo cuando no tocaba.
Se fuma por costumbre y al principio también por placer, pero no para sufrir
con ello, por eso este método debía de fallar como así ocurrió.
La ocasión
de dejarlo efectivamente surgió después, con la afonía salvadora y mi mal
genio, que puso en marcha un cabreo fenomenal al que se pegó como una lapa mi
decisión de dejarlo.
No consulté
con nadie ni pedí ayuda a médicos ni a amigos ni familiares, sencillamente dejé
de fumar. Los momentos de ansiedad, de ganas de volver a fumar, los controlaba
y difuminaba bebiendo de continuo vasos de agua y consumiendo abundantes
caramelos y chicles, algo a lo que era muy aficionado por aquella época y que
posteriormente también dejé de lado, pero en su día me sirvieron.
Quitarme de
fumar fue relativamente sencillo para mí por lo cabezota que soy. Cada mañana
me proponía: hoy no fumo, y lo cumplía a rajatabla. Pensando en mi futuro me
propuse también no fumar nunca más en ninguna ocasión, ni en bodas ni en
banquetes, nunca, jamás. Y me mantuve en lo dicho, de lo que me siento muy
orgulloso a la distancia de los años.
Mi impulso
juvenil ayudó sin duda a lograrlo y al hecho de que mi hábito de fumar se
extendiera sólo a doce años, que parece mucho tiempo pero no lo es tanto en la
vida de una persona. Cuando lo dejé estaba fumando ya un paquete diario, a
veces más, de tabaco negro emboquillado.
Desde el
momento de dejarlo y superadas las primeras semanas de ansiedad por la negación
del hábito de fumar durante las que se mantuvo e incluso se acrecentó un tanto,
el ardor de estómago desapareció para siempre (yo digo ahora que no me produce
ardor de estómago ni siquiera comer piedras como los avestruces), con lo que
supe con certeza absoluta que el culpable del mismo era el tabaco y sólo el
tabaco puñetero.
En contra
de la idea generalizada, tampoco engordé cuando dejé el tabaco. Yo afirmaba en
aquel momento de exaltación personal porque había dejado de fumar, y lo sigo
manteniendo, que si hubiera cambiado cada cigarrillo no fumado por un
bocadillo, no cabe duda que habría engordado, pero que los tragos de agua no engordan
ni los chicles, y los caramelos, por muchos que masticase al día, tampoco lo
harían.
Los
primeros años tras mi renuncia absoluta al tabaco me convertí inevitablemente
en un apóstol anti-tabaco, convencido de lo pernicioso del hábito nefasto, y predicaba
las bondades de su abandono entre familiares y amigos, por supuesto sin éxito
alguno. Les decía que era muy fácil dejarlo, sólo con aguantar unas semanas el
problema se habría resuelto. Pero no sería tan sencillo, mirándolo con
perspectiva, cuando muchos como yo lo dejaron alguna o varias veces en su vida
y después volvieron a ello, incluso pasados años y años de dejarlo. Para
abandonarlo tajantemente y para siempre tal vez haya que estar hecho de una
pasta especial y ser un poco bruto como yo y decirme a mí mismo, ni uno más,
nunca más. Luego ya desdeñé mi
apostolado y pensé como dice la canción de mi querido Juan Manuel Serrat: “cada
loco con su tema, contra gustos no hay disputas…”
Debo añadir
otra circunstancia benéfica lograda con el destierro de tan pernicioso hábito y
es que recuperé poco a poco el sentido del olfato, perdido por completo entre
los humos del tabaco. Gracias a ello y a la mejora simultánea del sentido del
gusto, apreciable en cada bocado, saboreé mejor la comida desde entonces hasta
la fecha. Huir del desastre siempre procura sensaciones agradables y
placenteras.
El
sanguinario dictador Francisco Franco, que ensombreció la vida española por
tantos años, firmando sin inmutarse centenares de sentencias de muerte en la
posguerra y casi hasta su muerte, era un astuto conocedor de la condición
humana y en su día afirmó algo sobre los que se quitaban de fumar. En las
memorias escritas por uno de sus familiares, militar como él mismo y que le
ayudó a encumbrarse en el poder durante la Guerra Civil española y que le
nombrasen generalísimo de los rebeldes a la República, un cargo inexistente en
ningún ejército del mundo y creado sólo para él, alertaba Franco sobre una
persona que había dejado de fumar diciendo que era capaz de cualquier cosa.
Como yo, mismamente.
El abandono
del tabaco fue un capítulo resuelto de manera feliz en mi vida y por eso quise
compartirlo con todos. Mi salud ganó con ello unas cuantas arrobas y cuanto
más pienso en ello más arrobado me
siento conmigo mismo, sin duda un tipo peligroso como sentenció aquel monstruo
de maldad.
Dos piscinas
En Madrid
hay numerosas piscinas municipales, pero cercanas a mi casa solamente cuento
con dos: Playa Victoria, ya citada, a un lado de la gasolinera de Bravo Murillo
y la del Triángulo de Oro, casi al final de Bravo Murillo en la acera de la
derecha según subes desde Cuatro Caminos, unos cien metros antes de alcanzar la
Plaza de Castilla.
La más
cercana de las dos a mi casa es Playa Victoria y por tanto en la que más me he
bañado. A ambas voy y vuelvo caminando. A Playa Victoria tardo diez o doce
minutos y hasta la del Triángulo de Oro tardo casi veinte minutos en cada
recorrido, con más esfuerzo a la ida, por encontrarse cuesta arriba, que a la
vuelta. A la vuelta, cansado por la sesión de natación, me viene mejor que sea
cuesta abajo.
A Playa
Victoria fui de seguido muchos años desde que comencé a nadar. La hora escogida
para el comienzo de mis prácticas era alrededor de las doce de la mañana, y los
días variaban a veces entre martes y jueves o viernes según mis obligaciones
laborales previstas, que las imprevistas te tropezabas con ellas de un día para
otro y no había manera de eludirlas: el trabajo es lo primero, había que
plegarse a su mandato sin una queja y dejar la natación para otro día.
Nadaba
siempre entre semana porque los fines de semana los he reservado habitualmente
para otras ocupaciones, sobre todo jugar a la petanca y pasear con Pilar.
Nadaba un día e incluso dos a la semana, aunque algunas se pasaban sin ninguno.
El público
en Playa Victoria era veterano en su mayoría como yo mismo. Hombres y mujeres
peinando canas o nada en absoluto que se empeñaban en mantener la forma física
tanto con independencia y nadando a su bola como yo mismo o en cursillos de
natación que ocupaban buena parte del espacio de la piscina, generalmente de
dos a tres calles de las seis disponibles. Esto lo considerábamos un abuso los
que nadábamos por libre, siempre más numerosos.
En esta
peripecia mía de nadar con más de 50 años nunca he ido a la piscina a cosechar
amigos sino sencillamente a nadar. Pero al acudir siempre a determinadas horas
y en ciertos días no cabe duda que acababan coincidiendo tus horarios con los
de otras personas. Una de ellas era un paisano algo renqueante, con las piernas
combadas como un vaquero y que en una ocasión confesó a otro hombre en el
vestuario, a voces como de costumbre, haber cumplido ya los 83 años, que tal
vez fueran ciertos o quizá aumentados con esa coquetería de los muy veteranos
consistente no en quitarse años sino en añadir algunos más, para que puedan
decir de ellos las personas amables: ¡caramba, yo le echaba menos años, o le
veo muy bien para 83 años! Este hombre, hablando con otro compañero de fatigas
de parecida edad le escuchaba quejarse de la reciente subida del precio del
bono de baño para veteranos y este jovenzuelo de 83 le preguntó:
-
¿Tú les has votado?
Y ante su
respuesta afirmativa concluyó, tajante y cruel:
-
¡Pues jódete!
En los
vestuarios de las piscinas a veces ocurren cosas graciosas. Recuerdo un día un
chico joven de los que andan desnudos de la ducha a su ropa, que hay muchos,
unos se aplican crema hidratante por todo el cuerpo, o colonia, desodorante o
al secarse se abanican con la toalla, especialmente los bajos que deben
tenerlos más ardientes que la mayoría o no precisarían de esa aireación
exagerada. Este chico joven, ni demasiado alto ni musculoso, imagino que
tímido, y recuerdo que los tímidos cometen a veces las mayores audacias y
locuras, se subió desnudo y sin toalla al banco del vestuario más próximo a su
ropa. El banco estaba un poco cojo y al no mantenerse sujeto a la pared de
ninguna forma al subirse el chico de pie sobre él trastabilló y estuvo a punto
de caer al suelo. Se quedó allí de pie un buen rato, expuesto a las miradas
como un San Sebastián aunque sin flechas clavadas por su cuerpo. Carecía de un
aparato viril impresionante de protagonista de película porno que avalase su
exhibición, por lo que los espectadores involuntarios le miramos y nada
dijimos, prudentes ante aquella mínima locura exhibicionista. Luego se bajó del
banco y se vistió tranquilamente, supongo que feliz con su travesura. Tras el
acontecimiento insólito contuve un impulso propio, tan absurdo como su acción,
de haberle espetado: ¡chaval, sólo te falta decir kikirikí! Pero me corté y no
dije nada.
En otra
ocasión, un hombre algo más joven que yo se me acabó insinuando. Mirándolo bien
parece un éxito a mi edad. Este tipo solía nadar en las mismas horas que yo y
coincidíamos a veces en el agua y el vestuario. Nadaba regular, siempre a crol
y con una particularidad que yo calificaría de ventajista y de mirón, porque lo
hacía con tubo y gafas de bucear. Allí no había peces ni fondos hermosos, así
que algo le interesaría mirar. El hecho de utilizar esos aparatos indicaba su
condición alejada de un auténtico nadador. Se detenía bastante seguido, porque
en ocasiones nadábamos casualmente en la misma calle y yo le observaba en sus
idas y venidas. Por las fechas en que le conocí yo nadaba ya todo seguido, sin
paradas.
Un detalle
que observé cuando llegaba nadando a un extremo de la piscina y él descansaba
es que no realizaba estiramientos como resulta habitual entre los nadadores,
sino que se mantenía a veces con los brazos apoyados en el borde de la piscina
y el torso fuera del agua y el resto del cuerpo, con las piernas completamente
abiertas y flexionadas, literalmente pegado a la pared, ignoro si esta era una
señal para algunos de su cofradía.
En los
vestuarios este hombre se mostraba comunicativo y amable con los más jóvenes
que él y cuanto más veteranos menos parecían interesarle, detalle que no
aprecié en la primera ocasión que tropecé con él, no haciendo más caso de su
persona que del resto, sino en sucesivas veces que coincidimos.
Conmigo
también se esforzaba en hablar, pese a no ser yo precisamente joven, y como
viera sobre mi cabeza en la piscina el gorro de baño del balneario de Archena
que uso habitualmente, me preguntó si era murciano para pegar la hebra y me
comentó que conocía Mazarrón y Cartagena de la región de Murcia, situadas ambas
poblaciones bien lejos de Archena, en la otra punta del mapa.
Pero ya y
tras el contacto inicial siempre hablábamos algo, generalmente por iniciativa
suya. En otra ocasión, estando en el agua descansando, me preguntó al pararme
yo porque concluí mi práctica, que cómo nadaba todo seguido y cuántos largos
hacía. Se lo conté y expresó su admiración por la cantidad. Uno no es inmune a
los halagos y me sentí orgulloso.
No recuerdo
si fue ese mismo día u otro, pero salió del agua detrás de mí, por lo que
coincidimos al cambiarnos en el vestuario. Se colocó justo a mi lado mientras
nos cambiábamos de ropa y anduvo mirando con detenimiento aquello que yo
siempre me esfuerzo pudorosamente por esconder y que muestro sólo mientras me
seco.
Suelo
secarme y vestirme de cara a la pared y durante el proceso él se sentó en el
banco desnudo sobre la toalla y quedó así un rato frente a mí exhibiéndose
hasta que yo miré y vi su aparato. Su talla sexual no era nada del otro jueves,
y contemplarlo no me gustó porque nunca me han atraído sexualmente los hombres.
Ignoro si mis partes pudendas le resultaron gratas a la vista, aunque puede que
sí por su propuesta inmediata de que tomásemos una sauna juntos (en el mismo
recinto de la piscina se ofrece aquel servicio) para relajarnos, a lo que me
negué sin más.
Pasadas
algunas semanas continué coincidiendo con este hombre, aunque su interés
inicial por mí pareció decaer mucho desde mi negativa a disfrutar con él de la
ardiente sauna. El hombre dedicaba sus afanes a mantener contactos verbales con
otras personas, que yo le veía siempre hablando con unos y otros. Al cabo de
varios meses dejé de encontrarme con él por completo, e imagino que pasaría a
nadar con su tubo y gafas a otras piscinas, a contemplar bajo el agua otros
cuerpos de hombres más o menos musculosos y bien formados.
Hace unos
años, Playa Victoria emprendió una reforma de sus instalaciones y se mantuvo
varios meses cerrada. Las obras comenzaron en primavera y se alargaron durante
el verano y el otoño, por lo que fue necesario cambiarme de piscina y pasé a
nadar a la del Triángulo de Oro.
Esta
piscina cuenta con tragaluces en el techo y enormes ventanales en los
laterales. Las duchas están pegadas a la esquina derecha según sales del
vestuario y tiene menos espacio alrededor del vaso de la piscina que Playa
Victoria. Me resultaba más luminosa en los días de invierno que esta última, y
aunque hubiese poca luz exterior porque las nubes cubrieran el cielo, la luz
cenital siempre se proyectaba sobre la estancia con alegría desde arriba.
Los
vestuarios de la piscina del Triángulo de Oro presentaban como mayor diferencia
sus bancos de obra, por tanto mucho más firmes y sencillos de lavar con un
fuerte manguerazo, es decir, mucho más higiénicos que los de Playa Victoria. Al
cerrar esta, la del Triángulo aparecía más concurrida porque muchos de los que
antes nos ejercitábamos en aquella, como yo mismo, ahora nos añadíamos a los
habituales saturándola.
Con el
lleno de la piscina, los días que lográbamos mayor holgura eran los que la
climatología se mostraba especialmente adversa: con lluvia, viento fuerte, frío
intenso o nieve. En esos días, los más veteranos, un tanto medrosos y
asustadizos, se retraían y mantenían en sus casas, dejando mayores huecos para
los demás.
Ya en el
invierno, cada cierto tiempo pasaba por delante de Playa Victoria para ver si
estaba abierta, y al cabo de bastantes meses más de los previstos, pues unos
cartelones a la entrada de la misma indicaban el tiempo de ejecución de la obra
incumplido de largo, se abrió de nuevo al público. Y en cuanto lo hizo volví a
ella como mi piscina de referencia.
Las obras
no se apreciaban en cambios visibles ni en los vestuarios ni en la propia
piscina, pero algo debieron hacer al cabo de tantos meses, y con el tiempo me
enteré de que verdaderamente hicieron algo pero mal.
En los vestuarios
se habla generalmente a voces, tal vez por cierta sordera habitual en los
veteranos o sencillamente porque a muchos parece que les gusta gritar aunque el
destinatario de sus voces se encuentre a su lado y oiga bien.
Gritaban
dos de ellos a la manera habitual, para que se enterase el mundo entero, y así
pude conocer que según uno de los gritones las obras se habían hecho mal y que
el Ayuntamiento de Madrid se negaba a recibirlas, es decir a pagarlas, hasta
que la empresa contratada no solucionase ciertos problemas pendientes que
apenas detallaron.
Así me
enteré que emplearon tantos meses para hacer las cosas mal. Tal vez alguna
empresa contrató las obras y luego las subcontrató para ahorrar costes, como
sucede de continuo en España. En el puro terreno de la especulación, puede que
esta subcontrata fuese barata pero deficiente técnicamente o con operarios mal
cualificados y todo saliese manga por hombro.
Que las
obras se hicieron mal lo comprobé apenas dos años después, cuando volvieron las
obras a Playa Victoria, ignoro si para subsanar los errores pasados o para
solventar otros nuevos.
Así que
hube de volver a nadar al Triángulo, que acabará por gustarme pese a su mayor
lejanía de mi casa. Podía ir y volver en Metro desde mi casa por la Línea 1,
que son tres paradas desde la mía de Estrecho: Tetuán, Valdeacederas y Plaza de
Castilla, pero el paseo es mucho más higiénico, y el deporte de la natación se
completa con el paseo enérgico a la ida y más cansado a la vuelta.
Unos meses
después, Playa Victoria, manteniendo el espacio antiguo precioso alrededor de
cuidado césped y arboleda donde tomar el sol, y el añadido posterior de una
flamante pista de pádel, abrió de nuevo sus puertas.
Ahora sí
que pude apreciar cambios importantes que afectaron incluso al vaso de la
piscina, que había contemplado levantado a través de las vidrieras en mis
visitas al lugar durante el tiempo de las obras. Las reformas se apreciaban en
los vestuarios, donde habían desaparecido los bancos del centro del mismo,
quedando sólo los pegados a las paredes con lo que se ganaba mucho espacio
visual. Al salir de los vestuarios hacia la piscina se notaba una gran
amplitud, como si fuera mucho más grande que antes. El cambio, en este caso,
consistía en apartar las taquillas donde guardar la ropa del medio del camino
hacia los laterales de la piscina, a las paredes más próximas, a derecha e
izquierda de la salida de los vestuarios.
Con un
cambio tan aparentemente sencillo, porque el espacio era el mismo sólo que
mejor aprovechado, se conseguía que la vista abarcase la total amplitud de la
piscina, a lo largo y a lo ancho, y el recinto parecía mucho más grande que
antes.
Desde la
puerta de los vestuarios al extremo más próximo del vaso de la piscina habría
unos 12 ó 14 m, aunque no los medí a pasos o lo diría con mayor exactitud. En
la piscina del Triángulo ese espacio se reduce a 4 ó 5 m, es decir menos de la
mitad, casi una tercera parte, y también cuenta con menos espacio en los
laterales.
Pero el
cambio más importante percibido en Playa Victoria afectaba al propio vaso de la
piscina, cuyo fondo había sido elevado en la parte más próxima a los
vestuarios. Situado de pie dentro del
agua cubría poco más de un metro, como observé en mi primer baño tras las
obras. En el lado opuesto se había mantenido la profundidad.
Otro cambio
importante es que la piscina se llenaba hasta el borde, y los aliviaderos se
situaban todo a lo largo del vaso, pero en su exterior. Con la piscina llena
hasta el borde se conseguía una mayor higiene al renovarse el agua con
facilidad. También la salida de la piscina era mucho más sencilla y un simple
impulso de los más atléticos les bastaba para salir. Además, un hipotético
rescate por parte de los socorristas se vería favorecido con esta reforma, como
me advirtió mi hijo Eloy en cuanto le anuncié las reformas. Con la reforma
también deberá emplearse menos agua en llenar la piscina al subir su fondo de
manera considerable, con el ahorro consiguiente.
Yo me
abstengo de salir de un impulso por mis rodillas, que no deben ser flexionadas
en exceso ni soportar dobladas el peso de mi cuerpo. Una la tengo operada del
menisco interno y la otra confío en que no sea necesario operarla nunca, aunque
los médicos me advirtieron que la artritis les afecta a las dos. Cuando termino
mi práctica salgo tranquilamente por las escaleras, situadas a derecha e
izquierda, y todos contentos.
La reforma
imagino que afectará negativamente a los agüistas, término que designa a los
que van a tomar las aguas a los balnearios y que yo aplico a los veteranos que
van a la piscina a remojarse un poco y cotorrear, que son numerosos.
Estos
agüistas se quejan siempre en invierno, encolerizados por todo, de que el agua
de la piscina está fría. Ellos desearían una más cálida para poder chapotear a
su gusto, calentitos y en remojo. Se olvidan, tal vez, de que las piscinas
están concebidas para nadar, y que si el agua se mantuviera demasiado caliente
la práctica de la natación se tornaría penosa o imposible, al resultar
perjudicial para la salud.
Esta
circunstancia se indica claramente en el balneario de Archena en grandes
carteles, en su gran piscina abierta al público todo el año, incluso a los que
no recibimos tratamiento alguno ni residimos en ninguno de los hoteles aledaños
al complejo termal. El aviso, bien visible en la piscina, limita los tiempos de
baño a 30 minutos máximo, porque el agua se encuentra a 26 ó 28º C, no recuerdo
bien, y está caliente, lo que se dice caliente, para nadar.
Que el agua
de piscina estuviera demasiado caliente es lo que desearían los veteranos de
las piscinas de Madrid. Buen número de ellos no van a la piscina a nadar en
exclusiva, sino a remojarse, calentitos, a chapotear, nadar un largo de cuando
en cuando y a contar sus males a sus iguales y escucharles a su turno hacer lo
mismo. Hablan en especial de sus dolencias propias, ya sean reales o
inventadas, de amigos, familiares o conocidos, con el mismo entusiasmo que de
chavales intercambiábamos cromos: con detalle, entusiasmo y gusto.
Como están
enfadados permanentemente en invierno con la temperatura del agua de la piscina
no dejan de protestar y quejarse de ello: a los amigos y conocidos, a los
socorristas de la piscina, a los que vigilan la entrada, a los administrativos
y a todo lo que se menea.
En
numerosas ocasiones les he escuchado protestar airadamente unos a otros y darse
mutuamente la razón:
-
Dicen que está el agua a 22
º, ¡y un cuerno!, está más fría.
-
Que si se ha estropeado el
termostato, ¡pues que lo arreglen!
-
¡A mí no me engañan!
-
¡Como si fuéramos tontos!
-
¡Esto es el colmo!
-
¡Te quedas helado!
-
¡No hay derecho!
Y así por
el estilo hasta decir basta.
La reforma
de la piscina perjudica a los agüistas que solían agruparse, dando saltitos de
cuando en cuando y estirando sus piernas, en el extremo donde no cubría, pero
con el agua tapándoles hasta el pecho, incluso más a los bajitos. Ahora, que el
agua les llegará a la cintura, imagino que se helarán sin hacer nada en
invierno, y no podrán agruparse dos y tres de ellos charla que te charla, y
nadando un largo cada cuarto de hora para mantenerse en forma.
No podrán
hacerlo ahora porque la charla relajada exige estar cómodamente de pie, y en
este extremo se helarían y en el otro algo menos porque cubre y no es tan
agradable charlar debiendo sujetarse con una mano al borde de la piscina,
aunque algunos amiguetes lo sigan haciendo y dificulten el giro a los que nos
echamos a la piscina a nadar, nada de charlar.
Para hablar
se va uno a un café, es lo que yo pienso. En ese detalle radica la diferencia
fundamental entre las dos clases de bañistas: los que sólo nadamos y los que
nadan pero hablan más que nadan, los que yo llamo agüistas. Te molestan con sus
amontonamientos en uno de los dos extremos de la piscina, a veces en los dos
alternativamente. Si te tocan en desgracia varios grupos de amigos charlatanes
en tu misma calle vale más cambiar de calle y dejarlos que sigan charlando a su
bola.
Los que
vamos nadando queremos el camino despejado para poder girar en cada extremo sin
obstáculos, y aunque no demos la mayoría la vuelta olímpica, eso queda para los
jóvenes, sí nos gusta dar un giro de la forma que sea e impulsarnos a continuación
apoyando los pies en la pared. Resulta un incordio que llegues nadando y
encuentres toda la pared ocupada por cuerpos que no se esfuerzan ni un
milímetro por apartarse sino que siguen a lo suyo, y debes detenerte por
completo, apoyar los pies en el suelo y darte la vuelta para seguir nadando, o
bien girar torpemente a lo patito en el agua y continuar.
A quienes
van a remojarse les molesta los que nadamos, en especial todo seguido porque lo
verán como una aberración, estos jóvenes están locos dirán de seguro, e imagino
que cuando vean a un veterano como yo que no se detiene y nada furiosamente a
braza y a crol dirán de mí barbaridades, lo que nunca me ha importado un pito
debo añadir. Pero los que nadamos seguido y los que sólo se remojan estamos
condenados a entendernos y eso hacemos en cada ocasión.
Otra
diferencia entre ambas piscinas afecta al dibujo del suelo de la piscina que
vas contemplando de continuo mientras nadas. Sobre el fondo blanco, el enlosado
del Triángulo de Oro es una tira de color azul más oscuro que el de Playa
Victoria, y corre longitudinalmente de extremo a extremo como las corcheras que
delimitan las calles. Presenta el Triángulo otro enlosado transversal del mismo
color a mitad de piscina que sirve para calcular tu velocidad y la de los
nadadores que comparten tu calle.
En Playa
Victoria, además del gran enlosado longitudinal de lado a lado, existe otro
colocado en forma transversal a seis metros aproximadamente de cada extremo.
Esto sólo indica la proximidad de la pared pero nada más. El enlosado
longitudinal corre paralelo a las corcheras de superficie que delimitan las
calles de natación y debes mantenerlo en cada brazada más o menos a la altura
del hombro izquierdo para ir por la mitad derecha de tu calle. En la pared de
cada extremo presenta un enlosado de color azul oscuro en forma de cruz de
brazos iguales, para que no se estrellen los que van a toda pastilla.
En el
Triángulo de Oro, ambas paredes del extremo del vaso: tanto la más cercana a
los vestuarios como la más alejada, presentan un ancho escalón para que los
nadadores se mantengan cómodamente de pie sujetos al borde, una cortesía del
constructor para con la gente tranquila y poco nadadora, amante de la charla y
de estrechar amistades en bañador.
En esta misma
piscina, el cálculo de la velocidad de los restantes nadadores, que resulta
básico para los adelantamientos, es más fácil por la banda central de enlosado
azul oscuro.
Los
adelantamientos son molestos pero necesarios en la mayoría de las ocasiones,
porque pensar en nadar tú solo en la calle es pensar en bobadas, al ser tantos
los usuarios. Puedes quedarte solo un momento porque se hayan salido otros
nadadores, pero al poco otros se echan al agua o se cambian de las calles
adyacentes que pudieran estar más concurridas que la tuya en esos momentos.
Suponiendo
que haya tres o cuatro nadadores en tu calle, lo habitual, en seguida ves a los
que debes pasar al ir más lentos que tú y los que te adelantarán por ser más
rápidos. A los más lentos hay que pasarlos lo más rápidamente posible, como en
las carreteras de doble dirección pero con menos peligro. En la piscina no
suelen producirse choques, y si los hay son incruentos, saldados con una
disculpa del infractor, el que no está en ese momento en su carril, y poco más.
Aunque vaya
nadando a braza en ese largo y a quien deba adelantar sea muy lento, siempre
recurro al crol que es un estilo más rápido con mucha diferencia. Adelanto y
luego sigo nadando a braza.
Con la raya
de baldosines azul oscuro a media piscina del Triángulo te da tiempo a calcular
perfectamente la velocidad relativa, es decir, tu velocidad respecto al resto.
Con los que nadan más rápido no suele haber problemas, en cualquier caso el
problema será suyo. Si voy nadando a braza, al llegar a uno de los extremos
miro por si alguien llega rápido, generalmente nadando a crol, y le dejo pasar
esperándome, con lo que el cruce resulta sencillo y cómodo, natural.
Pero a los
que van más lentos que tú, que desean como cualquiera contar con todo el ancho
de la calle para nadar cómodamente, suele molestarles los adelantamientos
cuando eso parece natural, tanto en el caso de que tú seas más rápido como si
eres más lento. A media piscina, y gracias a la banda azul oscura, ya sabes los
que tienes delante y detrás en cada momento, los que te adelantarán y a quienes
deberás hacerlo tú.
Los
adelantamientos tienen otra virtud porque rompen con la monotonía de nadar y
nadar sin pausa y contando los largos, mi práctica habitual. En mi caso, los
adelantamientos resultan molestos por dos detalles cruciales: mi miopía y el
empañamiento de las gafas de natación. Para la miopía, combinada ahora desde
que cumplí los 50 años más o menos con la vista cansada propia de la edad, no
hay solución, porque no soy partidario de que los médicos me metan mano y
supriman mi miopía con láser u otras historias, que además nunca sabes si la
operación será definitiva o te reaparecerá la miopía de nuevo al cabo de
algunos años. Soy miope y así me quedo, para bien y para mal. Tampoco me gustan
las lentillas, ni blandas ni duras y jamás las he usado. Lo que en otros es
coquetería por suprimir las gafas y que se vean sus hermosos ojos, en mí la
coquetería consiste en considerar que con gafas tengo aspecto de intelectual,
lo que nunca he sido y desconozco exactamente lo que tal palabra, un poco
sobada por el uso, significa. Pero me siento bien cuando me veo en el espejo
con gafas de intelectual.
El
empañamiento continuo de mis gafas procede quizás de que nunca me detengo y el
sudor se acumula en ellas formando vapor de agua y las empaña, dificultando
mucho más mi ya escasa visión.
Resumiendo,
cada vez que debo adelantar ignoro si quienes me acompañan en la calle han
pasado ya en dirección contraria o los llevo detrás, si debo mirar y alzar la
cabeza fuera del agua por completo, muchas veces veo mal y otras no veo nada.
Cuando debo adelantar miro a veces por dentro del agua porque veo mejor que
desde fuera. Fallos siempre hay y en ocasiones te decides a adelantar y te ves
apurado porque otro llega en tu dirección y debes acelerar o hacer un regate
entre dos cuerpos. En el peor de los casos puede que no calcules la velocidad
del que viene en distinta dirección o sencillamente que no lo veas, y te topas
literalmente con él. Entonces no te queda otra que disculparte, echarte a un
lado y dejarle pasar. En ocasiones, esto da lugar a pequeños incidentes que
relataré en otro capítulo.
Aunque
percibas mayor amplitud y sea más cómodo para nadar, a la larga no me gusta
nadar en solitario por una calle vacía porque me asalta, como en aquella
película famosa de mis años mozos: “la soledad del corredor de fondo”, en este
caso nadador de fondo porque eso es lo que practico sin darme cuenta: la
natación de fondo, porque de velocidad nada de nada.
Yo nunca he
sido un verdadero nadador y no caliento los músculos antes de echarme al agua,
mi rutina en la piscina es diferente y lo único que trato antes de meterme al
agua es de enfriar mi cuerpo para adecuarlo a la temperatura del agua. Para
ello, después de la ducha me siento al borde de la piscina con pies y piernas
dentro del agua, me arrojo un poco de ella por la nuca, espalda y tripa, me
coloco parsimoniosa y cuidadosamente los tapones en los oídos y acabo dejándome
caer dentro de ella.
A
propósito, parece pertinente decir algo sobre los tapones para los oídos.
Cuando yo era joven y no usaba tapones el agua entraba de forma natural en mis
oídos y salía también al dormir de lado. Recuerdo en la playa durante la siesta
el momento mágico en que el agua discurría oído afuera con un gustirrinín que
conseguía despertarme y todo, como un orgasmo auditivo. Después comenzó a
entrar el agua y a no salir, y eso varias veces produciéndome dolor. Mis oídos
tienen una conformación especialmente estrecha y ampliamente productora de
cera, es decir grasa solidificada. Varias veces he debido acudir al médico a
que me extraiga los tapones de cera que se me forman en los oídos, la última
hace dos o tres años tan solo.
Estando en
la mili nos llevaron en una ocasión a la galería de tiro a pegar tiros a unos
blancos colocados enfrente. Como eran tan brutos, no nos proporcionaron cascos
para proteger los oídos de la reverberación sonora de los disparos y el
estruendo era tremendo. La primera vez lo soportamos mejor que peor, pero la
segunda, que nos anunciaron la misma ración de tiros y ruidos, me llevé algo de
algodón y preparé unos tapones que introduje en mis oídos, con lo que logré
paliar considerablemente el ruido brutal producido por tantos disparos de forma
simultánea. Al acabar la práctica me quité los tapones y asunto solucionado.
Pasó un
tiempo y yo iba notando que tenía la mejilla derecha como acorchada y al cabo
no oía nada por ese oído. Acudí al médico, en la propia mili, y me estuvo
mirando el oído derecho y al fin me extrajo un tapón enorme y compacto formado
por una parte del algodón que había quedado dentro inadvertidamente y la cera
que yo había producido para recubrirlo y hacerlo más firme. Al quitármelo noté
un alivio enorme y volví a oír tan bien como de costumbre.
Otro
pequeño episodio de taponamiento o más bien de eliminación dichosa de un tapón,
me sucedió una de las primeras veces que fui a nadar a la piscina en invierno,
hace ya más de quince años. Para nadar usaba ya regularmente tapones y en este
caso eran de cera que se amoldan mejor al canal del oído que otros usados
posteriormente de silicona.
Al salir de
la piscina tras uno de mis primeros baños invernales y sacarme los tapones de
los oídos, de uno de ellos colgaba un largo apéndice, de tal vez 4 ó 5 cm de
largo, de un tremendo tapón de cera propia que salió adherido al tapón de cera
externo que yo introduje. El tapón interno ostentaba varios colores: marrón
claro en la parte más exterior, que se iba tornando más oscuro hasta lo más
profundo que era de un tono marrón caoba, casi negro. ¡Para que luego digan que
la natación no es beneficiosa para la salud!
En otra
ocasión, hace cinco o seis años, sentí molestias dolorosas en los oídos, con
pitidos variados e intermitentes que se mantenían a lo largo del día,
desaparecían y se acentuaban de pronto sin motivo, y fue necesario acudir al
otorrino que me recetó un remedio que me fue bien y los ruidos y dolores
desaparecieron. También me recomendó para el futuro una solución a la excesiva
acumulación de mi producción de cera en los oídos. Consistía tal remedio casero
en depositar cuidadosamente aceite de oliva en uno de mis oídos, colocado
tumbado de lado en la cama, llenando hasta el borde el conducto auditivo. A
continuación se mantenía durante un buen rato la postura sin moverse para que
el aceite penetrase profundamente. Después era preciso colocar un gran tapón de
algodón que contuviese el aceite y vuelto del otro lado aplicar la misma
operación en el otro conducto auditivo. Pasado otro buen rato, debía taparse
este oído con algodón y reanudar mis tareas con ambos tapados, retirándolos
después.
Debo decir
en honor de la verdad que pasaron varios años sin hacer caso de las
recomendaciones del médico. Me chocaba mucho que el aceite, una grasa líquida,
pudiera prevenir los problemas de la cera, una grasa sólida, en mis oídos.
Hasta que un día me dije: ¿por qué no pruebas?, te lo ha mandado un médico, mal
no te va a hacer y tal vez mejores con ello. Probé, funcionó y hasta hoy que
sigo con la práctica.
La
recomendación del galeno indicaba que la operación debía repetirse cada mes,
así que el primer día de cada mes sin falta, o uno de los primeros si me
despisto el día uno, pido a Pilar que me haga el favor de depositar una porción
mínima de aceite de oliva suave, no virgen, en cada uno de mis conductos
auditivos, y ella accede con gusto.
Para ello
utilizamos una jarrita pequeña, monísima, de porcelana cuyo destino principal
es ser llenada de crema para añadir al café. La jarrita cuenta con un pequeño
labio para que el vertido sea preciso y cuando llega el momento yo la lleno en
un tercio de aceite y preparo dos bolas de algodón, me quito las gafas, entrego
la jarrita a Pilar y me sitúo en posición en la cama, de lado y siempre de
través, para que le resulte más cómodo administrarme el antídoto a la cera
excesiva acumulada en mi oído interno.
Ella vierte
el aceite con cuidado en el oído para que llene a rebosar el conducto y me
quedo allí, tranquilo y esperando los ruidillos graciosos que el aceite produce
al filtrarse por mi conducto hacia su interior. Mientras espero su entrada,
abro al máximo la boca repetidas veces para que el conducto aumente. Los
ruidillos producidos por la intrusión del aceite son divertidos y difíciles de
describir y se magnifican por la proximidad absoluta al sistema auditivo que
los capta. Son como pequeños cataclismos de andar por casa que percibo yo solo.
Pasado un rato de reposo con un oído lleno recurro de nuevo a Pilar y tapándome
el inundado con una bola de algodón me vuelvo del otro costado y recibo otra
cantidad mínima repitiendo la operación. Tras unos minutos me incorporo de la
cama, tapo el oído correspondiente y sigo con mis tareas momentáneamente sordo.
Pasado un tiempo prudencial destapo ambos oídos y la sensación es de limpieza
absoluta y de percibir los sonidos con la mayor nitidez, como cuando contemplas
los edificios y los árboles recién estrenados a través del aire lavado tras una
lluvia torrencial
Cada mes
repetimos la operación con el aceite y me va bien. El doctor tenía razón y la
condición cerúlea de mis oídos ha mejorado en grado sumo con la práctica. Es
curioso que los tapones de grasa se diluyan en más grasa.
Esta
costumbre del aceite vertido no supone olvidarse de los bastoncitos de algodón
que siempre he utilizado en los oídos con cuidado de no hacerme daño. Pasados
unos días de la administración de aceite, suelo aplicarme los bastoncitos en
ambos conductos y en ocasiones han cosechado cantidades interesantes de cera
que no quedó disuelta con el aceite pero se reblandeció facilitando su
extracción posterior.
Y hablando
de tapones debo contar otro pequeño incidente sucedido hace ocho o diez años.
En mi ya larga convivencia con los tapones para los oídos he usado durante
mucho tiempo los de cera, que amasas la bolita entre los dedos y luego se
amolda muy bien a tus conductos auditivos. Con el tiempo y el uso, la cera del
tapón pierde su maleabilidad, se endurece y cada vez tapona peor. Su amalgama
con el sudor y la grasa corporal acaba consiguiendo que huelan mal los tapones.
Por ello, pasado un tiempo hay que reemplazarlos por otros nuevos de los que
contiene la caja.
En
ocasiones he comprado y usado tapones de silicona, más duros y algo menos
moldeables que los de cera, pero igualmente efectivos. La mayor dureza exige
moldearlos entre tus dedos largo rato y formar una punta gruesa que debes
empujar en tu conducto para que lo tapone bien.
El
problema, según he comprobado tras docenas de usos, no está en la sencilla
inserción del tapón sino en su correcta extracción. La tendencia natural es
extraerlos girando en exceso el dedo y concluir usando la uña, que puede cortar
el tapón involuntariamente dejando un fragmento dentro.
Eso me
sucedió un año, recuerdo que era verano y hacía calor, y al salir del agua en
la piscina me extraje los tapones y noté que un fragmento de ellos quedó dentro
de mi oído izquierdo. Al forzar la posible extracción con la yema del dedo no
hice sino introducirlo más, y allí se quedó, taponando el conducto.
En cuanto
llegué a casa y dejé la ropa de baño me acerqué al ambulatorio, a dos pasos de
mi casa, y me miraron y decidieron que con unas simples pinzas, pues no
contaban con otro material, era imposible extraer aquel taponcito de mi oído,
aconsejándome que fuera a Urgencias de La Paz, mi hospital público de
referencia, donde me lo extraerían sin problemas.
Así que
tomé mi coche y me planté en La Paz de inmediato, mostré mi tarjeta sanitaria y
escucharon mi problema en la ventanilla de admisión, de allí me mandaron a los
médicos de recepción, donde conté mi problema y me asignaron a otorrinolaringología,
la especialidad de nombre más largo de medicina, hasta el punto que se conoce a
sus especialistas como otorrinos por abreviar un poco. Pasado breve tiempo para
tratarse de La Paz, cuyas urgencias siempre están muy concurridas y debido tal vez
a los escasos pacientes de mi especialidad, me atendieron con rapidez.
Me miraron
y remiraron dos doctoras jóvenes a quienes conté mis cuitas, y luego me
aplicaron un aparato mecánico, como un pequeño berbiquí, que produjo un sonido
raro en mi oído, y al cabo pinchó mi taponcito y lo extrajo. Ellas lo miraron y
dijeron ya está, solucionado. Me recomendaron que tuviera más cuidado en el
futuro. Yo les di las gracias y nada respondí por la obviedad de la respuesta:
decenas de usos de tapones sin problemas me avalaban, pero como dice el dicho:
“por un perro que mataste, mataperros te llamaron”. Como si habitualmente no
tuviera cuidado.
Nadar sin estilo
Dije antes
que yo nadaba a dos estilos: braza y crol, cayendo una vez más en mis típicas
exageraciones. En realidad no nado a ningún estilo porque carezco de él, quiero
decir con ello que mi forma de nadar se aproxima lejanamente a lo que la
generalidad de las personas denomina nadar a crol y a braza, sin que ninguno de
mis dos estilos chapuceros se parezca apenas al que los nadadores conocen y
practican con dichos nombres. Por eso debo tratar de explicar ahora mismo lo
que yo entiendo por crol y por braza, mis dos estilos, peculiares ambos.
Comencemos
por la braza. La patada de braza consiste aproximadamente en empujar el agua
con las plantas de los pies a la vez que se abren al máximo las piernas en
horizontal al suelo y luego se cierran con fuerza en el siguiente movimiento de
impulso. Los brazos van al pecho juntos, se extienden al máximo al frente y
vuelven hacia atrás dando una brazada larga o dos cortas recogiéndose de nuevo
al pecho. La cabeza mira al frente y se introduce en el agua pero no en su
totalidad, tomando el aire por la boca, inspirándolo, y soltando el aire por la
nariz, espirándolo. Este es el estilo ortodoxo, el que practican los buenos
nadadores.
De los
cuatro estilos de natación: crol, mariposa, espalda y braza, este último es el
más lento porque a la fuerza que imprimen los músculos de todo el cuerpo hay
que añadir el deslizamiento en el agua, en este estilo más difícil que en los
restantes.
Intentaré
ahora explicar mi estilo al modo de la braza, es complicado pero no queda más
remedio. Ignoro la forma en que llevo las piernas porque no me las veo, pero
seguro que resulta incorrecta y tal vez chocante para los verdaderos nadadores.
Las abro más o menos, y luego realizo un suave balanceo de las piernas arriba y
abajo con el que me impulso, no puedo detallar más. En mis continuas
observaciones de los nadadores que saben y me adelantan sin problemas a braza
puedo asegurar que así no nado yo, ni las piernas ni los brazos van como ellos.
Quien
piense que me invento los movimientos observados en otros bajo el agua tiene
razón, yo los entreveo apenas en los que saben nadar, pero mi miopía no ayuda
mucho a la observación, ni tampoco el vaho del sudor que dificulta la visión
con gafas de nadar, imprescindibles en cualquier piscina cubierta para proteger
los ojos del cloro y de otros productos añadidos al agua para mantener su
salubridad. La velocidad a que se producen los movimientos de los otros
nadadores dificulta la percepción correcta de los mismos. Pero aunque los viese
bien y a cámara lenta creo que no sería capaz de reproducirlos sin ayuda de un
profesor, y como yo no busco ayuda de nadie imagino que nunca aprenderé de
veras.
En cuanto a
mi brazada de braza se aproxima algo más a la ortodoxia porque mis manos van al
pecho donde se juntan, estiro los brazos al máximo al frente con las palmas
unidas y los vuelvo hacia atrás para impulsarme recogiéndolos luego sobre el
pecho.
De mis
confusas explicaciones se deducirá que a braza nado lentamente o avanzo poco
que equivale a lo mismo. Pese a ello, me he empeñado en mantener desde el
principio los mismos largos nadados a braza que a crol. En el momento presente
nado cuatro largos seguidos a braza y otros cuatro a crol, y así hasta el final
de mi práctica.
Creo que es
sano ejercitar distintos grupos musculares, lo que se consigue con los
diferentes estilos de natación. Si supiera y tuviese espacio me gustaría nadar
a los cuatro estilos, con lo que el ejercicio resultaría mucho más armonioso,
aunque es imposible en mi caso ya que no sé nada de mariposa ni mucho menos de
espalda ni pienso aprender. Con cada estilo se ejercitan diferentes grupos
musculares, un concepto que aprendí de un amigo que practicaba el culturismo.
Los culturistas son personas que se machacan en el gimnasio o en su casa,
incluso en la calle, en un parquecito cerca de casa los he visto ahora que la
crisis aprieta tanto, en lugar de ir a un gimnasio cercano que ha debido de
cerrar, y se ejercitan para lograr un bello cuerpo musculoso y acabar luciendo
desarrollados pectorales y bíceps enormes cuando llega el buen tiempo y todo el
mundo, ellos los primeros para exhibirse, se pasea en camiseta. A veces se
pasan de ejercicio y lo que consiguen son desarrollos espectaculares, casi
monstruosos de su musculatura, especialmente del tren superior: brazos, pecho y
espalda.
Los modelos
masculinos, sin ir más lejos, son todos culturistas y presentan bellos cuerpos
moldeados día a día en el gimnasio, con pectorales muy marcados, fuertes
dorsales y bíceps tremendos. De ese modo podemos admirarlos cientos de veces
con el torso desnudo enseñando cachas en televisión, cine y carteles en las
calles, luciendo publicidad de colonias, ropa interior y toda clase de cosas.
Los
culturistas se depilan el cuerpo en su totalidad y cuidan mucho su piel
añadiendo aceites que resalten sus músculos e ingiriendo complejos vitamínicos
y otros productos lícitos e ilícitos para que la musculatura engrose y se
muestre tensa y dura como el acero.
En resumen,
existen distintos grupos musculares en el cuerpo humano, con eso me basta.
Piernas, brazos y tronco trabajan de distinta manera según cada estilo de natación
y es bueno combinarlos para que el ejercicio en su conjunto resulte más
completo. Yo lo hago con dos de ellos.
Volviendo a
los estilos de natación, toca ahora hablar del nado libre o crol, o lo que es
lo mismo, de mi estilo peculiar que se parece lejanamente a lo que todo el
mundo entiende por crol.
La mayor
divergencia que presento respecto al estilo clásico de crol radica en el
movimiento que realizo de pies y piernas. Los que saben nadar llevan las
piernas extendidas sin doblar las rodillas y mueven los pies continuamente con
suave balanceo de arriba abajo. Yo en cambio muevo las piernas a tijera, es
decir un poco de lado y llevando una casi contra la otra. A pesar de mi
especial modo de nadar a crol percibo que me impulso bastante y nunca se me ha
ocurrido tratar de cambiarlo a una manera más ortodoxa. Cada uno es cada uno y
K2 es una piragua, como dicen los asturianos, aunque ellos lo pronuncien a su
modo, algo así como “caún ye caún y cadós ye una piragua”.
Los brazos
los llevo mejor que las piernas, los extiendo al máximo de forma completa y
alternativamente delante de mi cabeza. Tomo siempre el aire por la derecha, con
el brazo izquierdo extendido al máximo. Respiro una vez cada dos brazadas,
cuando en el estilo clásico se dan cuatro brazadas, dos de cada brazo, antes de
volver a respirar.
Siempre
tomo el aire por la boca y lo suelto por la nariz.
Los dedos
de las manos deben ir férreamente unidos formando lo más parecido a una pala:
el gordo unido a la palma y el resto entre sí. Observo demasiados malos
nadadores, veteranos como yo mismo, nadando con los dedos de las manos
abiertos, con lo que el esfuerzo en cada brazada es mucho menor al empujar
apenas el agua con ellas, pero también el avance no es el adecuado ni los
músculos trabajan cuanto deben. En sentido estricto, esas son manos perezosas y
vagas, no disciplinadas. Cuesta trabajo mantener unidos los dedos en cada
remada, porque el agua se opone tenazmente a ser penetrada, pero merece la pena
el esfuerzo por el avance y la mejora muscular de manos y brazos, fácilmente
observable.
El gorro en
las piscinas municipales es obligatorio para evitar que los desagües se
atasquen con tanto pelo desprendido de las cabezas. Las gafas, en cambio, son
optativas aunque la mayoría las usamos porque así podemos llevar los ojos
abiertos en todo momento sin que les perjudique ni moleste el cloro que mezclan
en el agua por motivos higiénicos y sanitarios.
Alguna vez
he leído en los avisos de la piscina, aunque generalmente ni los miro, que
estaban añadiendo al agua más sal o alguna cantidad de sal, y disminuyendo a la
vez la cantidad de cloro. Imagino que el motivo de ello es que la sal marina
contenida en el agua de mar resulta un magnífico antiséptico natural que
algunos usamos regularmente para enjuagarnos la boca todas las noches después
de lavarnos los dientes. De ese modo la limpieza de la boca es más elevada y
completa, eliminamos el mal olor debido a las partículas de comida que
fermentan entre los dientes y en fin, todo son beneficios a un precio cero,
olvidados de tantos productos maravillosos que venden en las farmacias para que
nos enjuaguemos con ellos.
Acostumbro
recoger una buena botella de agua, si puede ser de cinco litros mejor, siempre
que vuelvo de la playa a Madrid, y aquí la uso todas las noches para enjuagues
y gargarismos, que benefician al organismo humano. La recomiendo vivamente a
todos. Primero me lavo los dientes con cepillo y pasta dentífrica y luego me enjuago. Cuando se acaba el agua
de mar añado un buen puñado de sal marina al agua del grifo, la agito bien y
prosigo el tratamiento grato e indoloro con ella.
De nuevo en
la piscina municipal, es cierto que el agua sabía un poco a sal, luego era
verdadero el anuncio. Su sabor no era tan intenso como la del mar, ni mucho
menos, que allí la pruebo todos los días y me enjuago con ella abundantemente,
pero algo salada sí que estaba.
Entre las
obligaciones de quienes nadamos en las piscinas municipales se encuentra la de
ducharse cada vez antes de meterse en el agua, imagino que por motivos
higiénicos que yo discutía interiormente. Tal vez por ese motivo no hacía caso
alguno de la obligación y al principio me metía al agua sin ducharme
previamente.
Uno de los
días en que iba a introducirme en el agua sin más, desdeñando las duchas que
pasé al lado sin mirarlas en dirección al vaso de la piscina, cuando me
encontraba al borde la misma con mi cuerpo seco por completo una socorrista me
abordó y dijo:
-
Caballero, hay que ducharse antes de entrar en la piscina.
No me gustó
que me llamase la atención, ni tampoco que me llamase caballero al carecer de
caballo, porque imagino que eso no le gusta a nadie, aunque accedí a su
petición, volví y me duché, llegando después al vaso de la piscina y sentándome
en el borde con pies y piernas dentro del agua para acostumbrar mi cuerpo a la
diferente temperatura del agua respecto a la mía como suelo proceder
habitualmente.
En ese
momento, ya cómodamente sentado y con los pies a remojo, pensé una posible
réplica que nunca pronuncié, en el sentido de que yo me duchaba todos los días
por la mañana después de desayunar, hacer uso del fabuloso trono de Roca y
lavarme los dientes, por lo que la obligación de ducharme nuevamente antes de
entrar en la piscina parecía completamente inútil y fuera de lugar. Mi posible
réplica seguía así: pero suponiendo, caso contrario, de que yo fuese un guarro
que nunca se lavase y mantuviera sobre su piel una buena capa de mugre, el
hecho de remojarme unos segundos en la ducha con agua clara tampoco supondría
un beneficio apreciable ni habría mejorado jamás mi condición guarra. Pero en
fin, las normas son las normas y están para ser cumplidas, así que no dije nada
y me duché delante de ella.
Desde ese
día me remojo cada vez antes de entrar en la piscina y creo que es beneficioso
para el cuerpo. Sea verano o invierno, la temperatura corporal nunca coincide
con la del agua y el cuerpo se ajusta con la ducha a la impresión posterior que
le viene encima al sumergirse en el agua.
A propósito
de meterse en el agua de golpe, cosa que nunca he hecho y mucho menos tirarme
de cabeza, debo realizar un inciso sobre un suceso de mi juventud, cuando
contaba con tres amigos de mi edad que ya eran médicos. Nos pusimos de acuerdo
para ir a bañarnos a una piscina descubierta de un pueblo de la sierra de
Madrid en verano y a pasar el día. Con el agua muy fría desde su origen
montañoso y mantenida fría por la renovación constante, mis amigos me
explicaron al acabar de comer que el corte de digestión después de la comida
sencillamente no existía, era una paparrucha.
Dijeron que
el nombre real era “muerte blanca” y se producía por una diferencia grande
entre la temperatura corporal y la del agua, pudiendo provocar la muerte del
bañista.
Esa
historia que nuestros mayores insuflaron con fuerza en nuestras cabecitas locas
de que no podíamos bañarnos hasta que transcurrieran tres horas desde el fin de
la comida para hacer la digestión era falsa. Mis amigos dijeron que bastaba con
enfriar progresivamente el cuerpo metiendo los pies en el agua, arrojando un
poco en la cabeza, cuello, pecho espalda y tripa, y eso por un buen rato, y
luego te podías bañar sin problemas, hubieras comido o no.
La “muerte
blanca” nada tenía que ver con la comida, reiteraron mis amigos médicos, y se
podía producir incluso con la tripa vacía, así que después de una comilona
bastaba con enfriarse lentamente, y lo repitieron ante mi cara de incredulidad
mientras realizaban esos mismos actos antes de introducirse por completo en el
agua y disfrutar en ella, tan fresquitos, mientras yo me asaba en el borde de
la piscina, preso de mis dudas.
Tantos años
con la familia dándonos la matraca a todos los hermanos y amigos con el rollo
de las tres horas después de comer antes de poderte bañar habían creado en mí y
en los chicos de mi época una convicción muy firme. Y las convicciones no se
derriban en un minuto, por mucho que tu cabeza se empeñe en racionalizar y
procesar aquella nueva información como verdadera y falso todo lo anterior. La
prueba de que no se ahogaban por corte de digestión la tenía allí delante de
mis ojos: mis amigos que se divertían y refrescaban en el agua, burlándose de
las supersticiones de un palurdo de pueblo como yo, que aunque hubiera nacido
en Madrid en ese momento me sentía de ese modo: torpe y bruto
Ignoro el
tiempo que me mantuve allí como un pasmarote sin atreverme a entrar en la
piscina, pero al cabo me decidí y sentándome al borde de la piscina con los
pies dentro del agua hice como ellos: refrescarme la nuca, la cabeza, la tripa,
la espalda, con aquella agua helada pero tan agradable como no se puede
imaginar, dado el calor reinante a aquellas horas. Acabé bañándome con alegría
y sin problema alguno con mis amigos, que me salvaron ese día de mi ignorancia
supina.
Desde
entonces, esté donde esté, en la piscina o en el mar, me introduzco en el
líquido elemento con mucho cuidado y enfriándome progresivamente un buen rato.
A la vez y
como complemento me he convertido en un abanderado, en un apóstol de la “muerte
blanca”, quien predica la buena nueva en la montaña y en el mar, aunque mi voz
sea otra que clama en el desierto sin que nadie haga caso y me consideren
generalmente un chiflado, aunque tranquilo. El problema es que las ideas que se
agarran de pequeños en nuestra cabeza con fuertes raíces resultan muy
complicadas o casi imposibles de erradicar, sean o no verdaderas, justas o
adecuadas. El interesado, yo lo hice, debe intentar arrancarlas y en su mayoría
no se esfuerzan en absoluto por lograrlo, sabedores de que se dicen en la vida
muchas tonterías y una más, como esa historia de la muerte blanca, no importa
ni le hacen caso.
Uno de los
actos que la inmensa mayoría de las mujeres realizan correctamente de modo
instintivo es el de introducirse en el agua. Desconocedoras en su mayoría de la
verdad revelada de la “muerte blanca”, actúan de manera correcta. Todos sus
aspavientos, grititos y pequeños saltos, que pudieran considerarse como ridículos
o tontos, son sencillamente geniales. Ellas cuentan con una sabiduría innata y
los hombres deberíamos aprender algo de las mujeres, por naturaleza más sabias
y apegadas a la tierra y a las verdades eternas que nosotros. Ellas son quienes
dan a luz, quienes crean una pequeña vida y luego la amamantan, luchan porque
crezca y se haga grande, sólo con eso la Naturaleza está de su lado y nos
llevan a los hombres muchos kilómetros de ventaja, tanta que nunca podremos
alcanzarlas.
Volviendo
de nuevo a la piscina, antes sin ducha previa y ahora siempre con ella, aparte
de la ducha yo nunca me meto en el agua de golpe, ni en la piscina ni en el
mar.
Este
conocimiento fantástico, esta revelación maravillosa que permite a cualquiera
bañarse en todo tiempo con las debidas precauciones ya citadas, se la debo a
mis amigos médicos: Marcelo Goicochea, José Antonio Cabranes y Jesús Cacho, que
al cabo de los años les he perdido la pista por completo. La vida, como sucede
a menudo, da vueltas a cada uno por su lado, separando para siempre las
amistades de juventud más firmes. Quiero dejar aquí mi recuerdo agradecido para
ellos y mi dolor por la pérdida involuntaria de su compañía.
Muchos años
después, ya felizmente casado y con mis dos guapos hijos creciendo, dando
guerra y haciéndonos felices a su madre y a mí, tuve ocasión de comprobar la
veracidad de la “muerte blanca” en Asturias, y en concreto en Villaviciosa, en
el cuerpo de una persona conocida.
El agua del
Cantábrico está condenadamente fría como ya dije, y mucho más hace treinta
años. El influjo del cambio climático, que cada año calienta un poco más el
agua de las playas españolas, es un fenómeno notable en cualquier playa y
especialmente en las norteñas.
La playa de
Villaviciosa se encuentra en Rodiles, una bahía abierta y hermosísima en la que
disfrutábamos y nos bañábamos miles de lugareños, turistas españoles y
extranjeros. Contaba a un lado y detrás de la playa con un extenso bosque de
eucaliptos ya grandes que proporcionaban sombra y donde muchas familias se
solazaban pasando el día entero, comiendo y disfrutando del buen tiempo cuando
teníamos la fortuna de que hiciese sol y no lloviese.
La ría de
Villaviciosa, que entra hasta el pueblo situado a diez kilómetros en el
interior, penetra por una esquina de la playa de Rodiles y corre encauzada por
fuertes muros que evitan que sus orillas se desmoronen por influjo de las
mareas continuas y de la fuerza de la corriente.
La ría deja
numerosas playitas interiores en la marea baja que también frecuentábamos, en especial
la de Misiego, situada en la margen izquierda de la ría mirando desde el mar.
Allí el muro se acaba y se abre una gran ensenada, que deviene en hermosa playa
de fina arena cuando la marea está baja.
A esta
playa de Misiego se accede por dos vías: una procede de la carretera que da
acceso a la playa de Rodiles, que continúa a la izquierda bordeando un
montecillo y luego el panorama se abre en un llano donde se levantan varias
casas de veraneantes. La carretera termina en un lugar donde hay un chigre grande
con bancos corridos y mesas en un
espacio con techado que protege del sol y de la lluvia donde se puede comer y
tomar bebidas, entre ellas su gustosa sidra natural, el mejor diurético del
mundo según un médico. Allí comienza la playa de Misiego, digamos que su ramal
Norte.
Otro acceso
a la misma playa se produce en una carretera sin señalizar, una caleya que
llaman allí, situado justo antes de una fuente a orilla de la carretera y
después de pasar el pueblín de El Olivar. El problema de esa caleya, por su
estrechez un camino de una sola dirección, es que nunca sabías cuando entrabas
en él si lo conseguirías completar sin tropezar con otro coche de frente. En el
camino no cabían dos coches y al no existir apenas escapes para que uno de los
dos coches enfrentados pudiera orillarse mientras el otro pasaba, era preciso
casi siempre que uno de los dos diese marcha atrás un tiempo hasta encontrar un
ensanche y que el problema se resolviese. Pero ¿cuál de los dos debía
retroceder marcha atrás? En principio debía hacerlo el más hábil o quien
recordase más cercano el escape, aunque no siempre era sencillo el acuerdo. Ir
marcha atrás no supone problema para un conductor hábil, pero esos no abundan
ni en general casi nadie está acostumbrado a conducir marcha atrás, por muchos
años de conductor ni miles de kilómetros que lleve en su capazo.
Andar
marcha atrás por una carretera estrecha, con bastantes curvas y cargado hasta
los topes con los trastos de la playa: sillas o tumbonas, sombrillas, bolsas
grandes con toallas, la comida y bebida y una caterva de niños vociferantes
ansiosos por llegar y divertirse libres en la playa, odiando el coche donde
siempre pasaban demasiado tiempo para su gusto, no era fácil.
En una
ocasión en que otro conductor y yo mismo nos manteníamos sin movernos en
nuestros coches enfrentados, esperando que el otro diese marcha atrás y
solventase el problema sin esfuerzo alguno de nuestra parte, tuve una idea y me
bajé del coche andando y llegando al otro coche con una moneda en la mano, le propuse
al otro conductor que quien perdiese daría marcha atrás. Al otro conductor le
hizo gracia el juego, lancé la moneda y gané yo, el otro conductor refunfuñando
dio marcha atrás y yo le seguí de frente, a paso tortuga, hasta que pudo
apartarse a un lado y me dejó pasar.
Por aquel
caminito llegabas a una playa tranquila, sin ola alguna, donde el agua subía o
bajaba según la marea dejando mucha o poca playa. Era una playa magnífica para
familias con hijos pequeños, que se podían controlar con una mirada y sin
riesgo de perderlos en la inmensidad de playas como la de Rodiles o la de San
Lorenzo de Gijón. Allí nos bañábamos tan ricamente pequeños y grandes,
construíamos nuestros castillos en la arena, hacíamos flanes y otras
figurillas. Los niños jugaban incansables y los mayores nos soleábamos a modo.
A esta parte de la playa podríamos llamarla, aunque me lo estoy inventando
ahora mismo, como Misiego Sur. Ambas playas de Misiego se comunicaban por un
caminito estrecho hecho sobre un segundo muro de contención, más pequeño que el
enorme que encauzaba la gran ría.
El muro
izquierdo de la ría que comenzaba en el mar y terminaba en Misiego Norte estaba
roto a unos cien metros del inicio del mismo y allí se produjo el suceso que
casi culmina en tragedia.
En el lugar
se bañaba la gente en una playita minúscula donde el agua nunca cubría ni con
la marea alta, cuando la ría se llenaba de agua de mar. Nos contaron que un
hombre mayor conocido de la familia de Pilar estuvo comiendo abundantemente y
luego echó una siesta a la sombra de los eucaliptos de la zona. Después decidió
refrescarse con un baño. El lugar elegido fue esta pequeña playita donde apenas
cubría medio metro de agua, por lo que el hombre incluso se sentó en el suelo,
sumergiéndose por completo menos la cabeza que estaba fuera. Y entonces sucedió
lo imprevisto: el hombre comenzó a sentirse mal, pero muy mal, como si se
ahogase, y allí mismo, sin poderse mover, comenzó a pedir socorro a grandes
voces. Había gente alrededor por ser un lugar muy concurrido, y más al tratarse
de un domingo de verano en una playa hasta los topes de gente, pero nadie creyó
que necesitase ayuda en un lugar donde el agua no cubría, ni mucho menos que
allí se pudiera ahogar una persona. Pero el hombre seguía gritando angustiado y
al cabo le hicieron caso y le sacaron del agua, con lo que le salvaron la vida.
Sin saberlo, estuvo a punto de perecer de “muerte blanca”, que mis amigos
médicos me enseñaron a prevenir.
La
diferencia entre la temperatura corporal del sujeto en cuestión, tal vez 37º C
si se encontraba muy acalorado, y la del agua en aquel lugar, para mí
desconocida pero que oscilaría entre 17 y 19º
C era brutal, casi 20º de diferencia y ese choque térmico fue el que
estuvo a punto de provocarle la muerte.
En la
naturaleza encontramos más ejemplos de muerte como consecuencia de un choque
térmico, una alteración brusca de la temperatura de un cuerpo vivo que puede
acabar con él. En este caso se trata de los naranjos, árboles fuertes que
precisan de un clima templado para desarrollarse y dar su fruto. Son frutales
insólitos que maduran sus frutos, las hermosas naranjas que hacen honor a su
nombre con su bello color inconfundible, en pleno invierno en España.
Las
primeras naranjas nacionales aparecen en el mercado en Noviembre, pero son
frutos tempranos, generalmente verdes y de sabor ácido, que se presentan al
público, ávido de ellas, con excesiva prontitud para aprovechar el tirón de su
irrupción coloreada entre los consumidores de zumos y de naranjas enteras.
En
Valencia, cuna de la naranja en nuestro país y principal productor, saben
perfectamente cómo tratarla y es corriente utilizarla como regalo de Navidad,
es decir a finales de Diciembre, en forma de cajas de naranjas recién
recolectadas y enviadas a los amigos, familiares y como regalo de empresa.
Las
naranjas se encuentran en su plenitud en manos del consumidor en los meses de
Enero y Febrero, cuando yo siempre digo que no hay naranjas malas, e incluso en
Marzo y Abril según las distintas variedades.
Hay una variedad
de naranjas obtenida en los institutos de investigación valencianos y
denominada Valencia late, es decir Valencia tardía, cuya cosecha se coloca en
el mercado en Junio. Esta y la variedad Navelina son las más tardías.
El aprecio
de los consumidores por las distintas variedades de naranjas cambia con el
tiempo. Cuando yo era joven las naranjas eran más apreciadas cuanto más gordas
y entre ellas las más consumidas eran las Washington, que se pronunciaba como
Guasintón, o más en breve por Guasi, supongo que el nombre procederá de la
capital de Estados Unidos.
Otra de las
variedades, casi desaparecida del mercado para mi dolor porque yo las apreciaba
mucho, es el de las naranjas sanguinas, llamadas así por el color de su zumo,
rojo sangre. Eran las naranjas más extraordinarias de zumo, con un sabor
penetrante, dulce e intenso. Las comíamos preparando zumo en un vaso o de otra
forma más curiosa y original. De pequeños, mis hermanos y yo amasábamos la
naranja con la mano sobre una superficie lisa como una mesa, generalmente eran
naranjas pequeñas, y cuando la notábamos blanda, casi convertida la naranja en
puro zumo, cortábamos el pezón con cuidado con una navajica o un cuchillo de
punta afilada, extrayéndolo. Luego, con el orificio creado en nuestra boca apretábamos la naranja y chupábamos el
zumo hasta la última gota. Ni que decir tiene que al ser las naranjas pequeñas
y nuestro placer extremado, consumíamos siempre varias de esa manera en la
misma sentada. No recuerdo que con una sola o dos nos conformásemos nunca.
El problema
de las naranjas sanguinas es que han desaparecido prácticamente del mercado,
tal vez no son demasiado productivos los naranjos de esta variedad, y cuando
las encuentras por casualidad en las tiendas se han convertido en un producto
para ricos no apto para consumo en grandes cantidades como sucede si preparas
diariamente varios vasos de zumo con ellas, como sucedía en mi casa hace
tiempo.
Mi mujer y
mis hijos se pirraban por el zumo de naranja, siempre y cuando se lo dieras ya
preparado, ellos nunca parecían dispuestos a soportar el engorro de cortar las
naranjas en dos y luego presionar sobre el exprimidor, de vidrio o plástico,
girando la mano hacia un lado y otro. Los modernos exprimidores eléctricos
entonces no existían.
Si Valencia
es la reina de las naranjas, Murcia lo es de los limones y mi familia es
murciana, por lo que siempre hemos tenido limones propios en la mesa, incluso
hoy, con mis padres ya fallecidos, los hermanos y yo mismo poseemos fincas con
limones para vender y para nuestro consumo.
Desde que
tengo uso de razón los limones han estado siempre presentes en mi vida como
aliño de sopas y pescados, incluso en la carne lo añadían muchos familiares
como mi abuelo Eloy, y de condimento principal en la mayonesa, que sin él no
sale buena, y mucho peor si se le sustituye por vinagre, cuando pierde toda su
gracia.
Hay una
variedad de limones que en Murcia llaman “rodrejos” la cosecha más tardía,
gordos y con la parte interior de la corteza de color blanco muy gruesa en comparación
con los limones llamados “de cosecha”, los que se venden en su mayoría al
público, más pequeños y que llaman “meseros”.
Estos
limones rodrejos son menos ácidos que los otros y los hemos comido innumerables
veces en la familia a tajadas, mojándolas ligeramente en sal, que mataba su
acidez, o rebozándolas intensamente en azúcar, que variaba su sabor
convirtiéndolo en golosina.
Pero los
limones se han consumido principalmente en nuestra familia como en tantas
murcianas imagino, en forma de zumo. La limonada sólo precisa el zumo colado de
varios limones, agua fresca y azúcar a voluntad, en cantidades apreciables para
diluir el intenso sabor ácido del limón. Puestos todos los ingredientes en una
jarra sólo falta revolver y revolver para que el azúcar se diluya bien y probar
con una cuchara grande, una y otra vez hasta que su sabor te convenza. Con tres
o cuatro limones se pueden preparar dos litros de zumo.
Cuando mis
hijos eran pequeños, el mayor éxito de las fiestas que organizábamos en nuestra
casa por motivo de sus cumpleaños consistía en las limonadas fabulosas que
preparaba su padre, yo mismo.
Al estar
destinadas a consumo infantil nunca podían mantener un sabor excesivo a limón,
sino más bien suave y bastante azucarado. No me gustaba antes, ni ahora al cabo
de los años, añadir hielos a la limonada aunque hiciera calor para que
estuviera más fría, porque desvirtúa el sabor por completo. Yo siempre he
preparado las limonadas a ojo, sin pesar cantidades en relación con los litros
preparados. Yo echaba primero el zumo de tres o cuatro limones y vertía encima
agua fresca, después añadía generosamente azúcar y revolvía el contenido con
una cuchara grande una y otra vez, hasta que el azúcar se disolvía bien.
Entonces la probaba y corregía su sabor de agua y de azúcar, nunca de limón del
que incluía siempre el suficiente.
Después de
rectificar y revolver al máximo un buen rato probaba otra vez y si tampoco me
convencía repetía la misma operación. Cuando estaba completamente de mi gusto
lo dejaba reposar en la nevera para que se mantuviera fresco.
¿Qué
hubiera sucedido si hubiese añadido hielos a la mezcla? Que alcanzado el punto
óptimo, los hielos hubieran aguado la mezcla al derretirse y variado el sabor
original. Por eso nunca los usaba.
A mis hijos
y sus amiguitos les encantaba la limonada que yo preparaba. El motivo era
sencillo: nunca en su vida habían probado nada igual, ni en su casa ni fuera de
ella. Y no volverían a probarlo mientras que no volviesen a mi casa, estaba
seguro, con ocasión de un nuevo cumpleaños. El éxito de la empresa era de tal
calibre en nuestro ambiente familiar que yo siempre calculaba una jarra de
limonada suplementaria para su consumo en la nevera.
La jarra
principal debía contener un vaso grande para cada invitado y otro para cada uno
de mis hijos, es decir un cuarto de litro más o menos por persona. Ocho
invitados más mis dos hijos eran diez cuartos de litro, es decir dos litros y
medio, luego preparaba tres litros. La jarra suplementaria contenía algo menos,
digamos que en este caso con dos litros bastaría. Si alguno quería repetir, con
ello teníamos bastante. Varios lo hacían siempre, quedando mi satisfacción y
orgullo colmados.
No es de
extrañar que les gustase, ya que ninguno en su vida había probado nada
semejante. Acostumbrados a ingerir limonadas industriales con un contenido a
limón, según las etiquetas, inferior al 1 por 100 en la bebida más popular, y
de apenas el 3 por 100 en la competencia, el pálido reflejo de dichas bebidas
con mi limonada natural 100 por 100 les impulsaba hacia ella con entusiasmo. Ni
que decir tiene que yo disfrutaba enormemente con la sencilla preparación de mi
limonada murciana y posteriormente con su consumo gozoso por los niños: propios
y ajenos. Yo la he tomado en grandes cantidades en mi infancia y juventud hasta
que comprobé que me producía estreñimiento, mi mal persistente, y dejé de
beberla para siempre.
Pensando en
la hermosura de los limones me viene ahora a la cabeza un fragmento del poema a
Antoñito el Camborio, del Romancero gitano de Federico García Lorca que dice
así:
“y a la
mitad del camino
cortó
limones redondos
y los fue
tirando al agua
hasta que
la puso de oro”
Pero bueno,
de las naranjas paso a los limones y vuelvo a las naranjas, y en concreto al
árbol del naranjo que una diferencia brusca de temperatura puede producirle la muerte, como a los
humanos con la “muerte blanca”.
Esta
información se la debo a mi gran amigo, Moncho Alba, con el que compartí clases
en el Instituto de Enseñanza Media Ramiro de Maeztu de Madrid durante varios
años, y fuera de las aulas asistimos a cines, y compartimos juegos y
diversiones en los años gozosos de nuestra infancia y adolescencia. Moncho
estudió Peritaje agrícola y en su primer trabajo, ganada su plaza por
oposición, se ubicó en un pueblo de Valencia donde creó una hermosa familia y
desarrolló su trabajo dedicando sus esfuerzos a los agricultores, muchos de
ellos cosecheros de naranjas.
Me contó
Moncho en una ocasión que los cultivadores valencianos de naranjos temían
especialmente las heladas invernales, principalmente en enero y febrero. Los
días fríos con noches despejadas y sin nubes a la vista resultaban
especialmente temibles porque la cruel helada acechaba como un enemigo mortal.
Decía que
las naranjas podían resistir, mejor o peor, temperaturas de varios grados bajo
cero, no así el árbol. El choque brusco de temperatura entre el frío extremo de
la noche y el calor del sol recibido inmediatamente después, al amanecer, podía
provocar la muerte de los naranjos.
A las
naranjas, con toda o parte de su cosecha en el árbol, les podía afectar la
helada, pero eso era siempre el problema menor, en el peor de los casos se
perdería una parte o la cosecha entera y nada más. El auténtico problema lo
constituían los árboles, que si morían había que arrancarlos y plantar otros
nuevos y esperar varios años sin producir, con los tremendos gastos que eso
suponía para el cultivador, privado además durante ese tiempo de sus ingresos.
Para evitar
que el árbol se helase los agricultores instalaban quemadores entre los
naranjos cuando se preveían heladas, que producían humo en abundancia con el
que protegían los árboles al amanecer creando una niebla artificial. De ese
modo, cuando el sol salía el calentamiento de los árboles era gradual y no se
morían por el choque térmico.
Así que
humanos y vegetales compartimos algunos aspectos importantes de nuestra vida.
En los
periódicos se sigue hablando de corte de digestión como motivo de muertes,
especialmente en verano, pero es una forma de hablar comprensible para todos
que designa la “muerte blanca” como la llaman los médicos, que en esto de
muertes entienden un rato, es su negocio. Recuerden los lectores que el corte
de digestión no existe y que podrán bañarse en cualquier momento y cualquier
día del año siempre que previamente hayan enfriado bien su cuerpo y modificado
su temperatura corporal adecuándola a la del líquido donde van a sumergirse.
En
televisiones, periódicos y otros medios de comunicación aparecen cada año
personas que se bañan en pleno invierno, en países fríos, rompiendo previamente
la capa de hielo donde se sumergen. No se sabe de nadie que haya muerto en el
intento. Por descontado que los baños en dichas condiciones extremas son
necesariamente breves, y que los bañistas deben ser personas sanas y robustas,
pues se somete al cuerpo a esfuerzos enormes, principalmente al corazón, pero
los hay que repiten cada año y les parece sanísimo, e incluso bañan a los niños
pequeños que salen del agua tan tranquilos, coloradotes y hermosos.
Pero
volvamos de nuevo a la piscina donde nos encontrábamos, con la ducha previa al
baño que acabé aceptando y una ducha posterior al baño, costumbre que adopté
después y cuyos motivos ya indicaré.
Todo
seguido
Cuando
comencé a nadar y no aguantaba siquiera un largo sin descansar, apenas 25 m,
nunca pude imaginar que llegaría un día en que fuera capaz de nadar todo
seguido sin detenerme ni un segundo, como los campeones. Pero ese prodigio
terminó siendo verdad y me he propuesto explicarlo a todos para que cada lector
lo consiga si lo desea: Si yo puedo cualquiera puede.
Ya dije que
al cabo de los años de práctica mi logro era recorrer cuatro largos en total:
dos a braza y dos a crol y me detenía después. Lo que no advertí es que me
constipaba con cada sesión de baño. Soy bastante calvo, mi escaso pelo canoso
se sitúa encima de las orejas y un poco hacia la parte trasera de mi cabeza,
dejando una frente despejada al máximo por delante y por detrás.
Siempre que
me detenía tras los cuatro largos impuestos como norma me daban ganas de hacer
pis. Y no es que yo tuviera especiales problemas de próstata, como tantos
veteranos varones, cuando ando por la calle no siento la necesidad perentoria y
urgente de mear cuatro gotas cada diez minutos, como a otros ocurre que debe
ser un tormento y un compromiso enorme en una ciudad poblada como Madrid de
donde han desaparecido casi por completo los urinarios públicos gratuitos de
los parques, por motivos que sólo el Ayuntamiento conoce.
Si en el
agua de la piscina me daban ganas de mear cada cuatro largos era sencillamente
porque me enfriaba. Prueba de ello es que no precisaba salir del agua y mear
cuatro gotitas, y en cuanto me echaba de nuevo a nadar la urgencia de la
micción desaparecía por sí sola.
Pero lo
cierto es que siempre me constipaba en cada sesión de natación. Una vez en
casa, los estornudos eran continuos y moqueaba mucho un día o dos, lo que
resulta bien molesto, y la noche posterior a mi sesión natatoria solía dormir
con la nariz completamente atascada. Tal vez mis defensas resultaban escasas y
la agresión del agua me afectaba excesivamente. En conjunto y aunque procuraba
no hacer caso de ello, el fenómeno resultaba bastante fastidioso.
Tras
docenas de constipados leves, porque a los dos o tres días desaparecían las
molestias, se me ocurrió comentar esta circunstancia a mi hermano Luis, gran
deportista toda su vida y nadador consumado, que sigue practicando en piscinas
municipales todo el año como yo mismo.
El asunto
le sorprendió mucho y lo achacó de inmediato al cloro del agua, que me
estuviera produciendo una pequeña alergia temporal y el resultado fuesen los
mismos síntomas del resfriado.
Anduve un
tiempo dándole vueltas, royendo esa idea nueva, y al cabo pensé que podría
tener razón y para despojarme del cloro en cuanto era posible desde ese día y
para siempre me aplico otra buena ducha al terminar mi sesión de natación para
tratar de eliminar el cloro de mi piel. De ese modo parezco un fanático de la
ducha los días en que me toca natación, no sólo todas las mañanas en mi casa
sino una antes de entrar en la piscina y otra al salir. Debo ser de las
personas más limpias del mundo. O a lo mejor resulta que mi abuelo Eloy tenía
razón cuando opinaba que yo era un guarro porque necesitaba lavarme tanto.
Comenté
también a mi hijo Eloy la circunstancia de mis inoportunos constipados en cada
sesión. Mi hijo, buen nadador como ya dije desde su infancia, se quedó
pensativo y pronunció la frase que habría de cambiar para siempre mi condición
de nadador veterano. Tras la evidencia: Eso es que te enfrías, abrió el
interrogante definitivo: ¿Por qué no pruebas a nadar todo seguido, sin parar?
Yo quedé
abrumado con la sentencia, incapaz de aceptar de momento tal disparate. Creo
que balbuceé alguna respuesta inconexa, pero él siguió insistiendo y argumentó
su idea: Sólo tienes que nadar a tu ritmo, igual que caminas. Cuando andas vas
a tu aire, ¿verdad? nadie te mete prisa, pues lo mismo debes hacer nadando.
Basta coger un ritmo, el tuyo, y mantenerlo.
Durante
algunos días me entretuve rumiando la idea, como el que chupa un caramelo sin
morderlo, hasta que llegué de nuevo un día a la piscina a nadar. Estaba
decidido a intentar lo que en principio parecía una gran hazaña, desorbitada
para mis menguadas fuerzas, a nadar todo seguido como me aconsejó mi hijo.
La
maravilla del caso es que funcionó a la primera para mi gran sorpresa. Me
introduje en el agua y nadé mis primeros cuatro largos, pero en vez de
detenerme seguí otros cuatro más, siempre dos a braza seguidos de dos a crol.
Emocionado de mi éxito continué con otros cuatro y luego cuatro más, y así
hasta que llegué a mi tope diario, que entonces no recuerdo donde se
encontraba. Luego me detuve por primera vez, feliz y contento, olvidado de las
ganas de mear que antes me asaltaban de continuo.
Tras unas
respiraciones intensas agarrado al borde de la piscina, una vez despojado de
las gafas que acaban molestando al llevarlas tan ceñidas para que el agua no
penetre y con las que suelo concluir mi práctica natatoria, me salí del agua.
Mientras me secaba quedé convencido del todo de que mi éxito era cierto: ¡lo
había logrado a la primera! No me puse a dar saltos de alegría y a gritar en el
vestuario porque me hubieran considerado loco y ya hay demasiados sueltos por
el mundo, pero estuve en un tris de lo contento que me sentía.
Desde ese
día magnífico ya nunca he dejado la costumbre de nadar todo seguido, sea cual
fuera la distancia recorrida, a mi aire pero sin detenerme ni un momento. Lo
que antes consideraba prodigioso observando a otros nadadores, imposible de
realizar en mi caso y ni siquiera de pensar en ello, ahora lo había logrado yo
mismo.
Mientras
volvía a casa, regocijado, pensaba que en apariencia yo era el mismo veterano
de ayer, apenas un día más viejo, pero aquel hecho me cambió la vida. Desde ese
preciso momento al concluir mi primera nadada todo seguido me consideré a mí
mismo nadador, veterano pero nadador. Antes sólo era aspirante a nadador,
chapoteador con poco estilo y nada más. Ahora me había convertido en nadador
con mi esfuerzo sostenido. Una diferencia relevante que me llenaba de orgullo.
Alimentación y salud
Si la buena
salud se refuerza con el deporte, no cabe duda que la correcta alimentación
juega en ello un papel decisivo.
En cuanto
al consumo de agua, que hoy día se considera importante para la salud con
alguna controversia sobre la cantidad diaria a beber, entre dos y tres litros
por persona se estima conveniente, yo diré que bebo bastante pero sin
obsesionarme. Y siempre del grifo porque el agua de Madrid, aparte de la
maravilla de no poseer sabor alguno por bajar directa desde la sierra de
Guadarrama sobre cauces de granito, cuenta con más controles sanitarios que
cualquier agua embotellada, que vete a saber de donde saldrá, miles de litros y
litros con algún control esporádico. Incluso una gran compañía mundial de
refrescos se atrevió a intentar embotellar y poner en el mercado agua del
grifo, que le salía barata, supuestamente enriquecida, no se sabe sin con oro o
con qué narices. Por suerte su empeño fue frenado por las autoridades
sanitarias, hartas de camelos de las compañías para ganar dinero estafando a la
gente incauta.
Jamás he
salido a la calle ni saldré con una botellita de agua pequeña ni grande para
consumir. Los que beben agua en la calle me dan la impresión de que hacen
ostentación de su propia salud, como diciendo al mundo entero: fijaos lo sano
que estoy que bebo agua en cantidad. Es decir, me resulta desagradable
contemplar beber agua por la calle, o cualquier otra bebida, igual que comer.
Creo, porque soy un antiguo, que el sitio de comer y beber es el propio
domicilio o un local de comidas o bebidas. Pensar en comer por la calle para no
perder el tiempo me resulta una aberración que he oído practican en abundancia
los yanquis. Aquí en España le damos mucha importancia a la comida y su bebida,
que deben ingerirse sentados y reposando.
Comenzó a
preocuparme el consumo propio de agua hace muchos años, cuando mis críos eran
pequeños. Sufrí en varias ocasiones episodios molestos de arenillas en un
riñón, expulsadas finalmente con escozor en la uretra. En uno de los episodios,
más molestos que el resto con fuertes dolores en la parte baja de la espalda me
propuse una idea simple: beber agua sin tener sed y cada vez que desaguase
rellenar el cuerpo nuevamente con agua. De esa manera y desde entonces, mis
visitas al baño son frecuentes todos los días, pero las arenillas no han vuelto
a aparecer nunca más, en especial porque yo nunca bebo un sorbo de agua, menos
por la noche en la cama si me despierto. Cuando bebo agua de día siempre tomo
un vaso entero cada vez y al final suman unos cuantos diarios. Nunca los cuento
pero pueden alcanzar los seis u ocho diarios, repartidos entre mañana y tarde.
El truco está en no esperar a tener mucha sed para beber agua y en tomarla con
normalidad en cualquier momento.
También hay
personas que nunca beben agua, en su vida, aunque parezca una exageración o un
imposible. Yo conocí a una de ellas, un panadero en cuya panadería compraba el
pan en un lugar cercano a uno de mis trabajos. A la hora del bocadillo me
acercaba por allí y adquiría siempre una barra de pan, la popular pistola que llamamos
en Madrid, y con el embutido que llevaba de casa, tomaba media barra y la abría
por medio y con el embutido montaba un buen bocadillo que ingería con gusto
como siempre he hecho en mi vida. Eso de que los bocadillos engordan es una
bobada, tragarse a diario un bollo industrial: donut, cruasán, y no digamos los
churros o porras, engorda mucho más.
Un día de
septiembre, tras un año muy seco, comencé a percibir en el agua del grifo un
sabor extraño porque el agua de Madrid afortunadamente no sabe a nada, notaba
en el agua demasiado cloro para mi gusto.
El panadero
era un hombre muy veterano a quien un buen día comenté lo mala que sabía el
agua, y su respuesta fue que no la cataba, yo le insistí un poco, incrédulo, y
me reiteró que él toda su vida sólo bebía vino y cerveza, nada de agua. Me dejó
perplejo pero le creí, no había razón alguna para que me mintiera.
Mis bebidas
son las tradicionales porque ya dije que soy un clásico: agua, vino y cerveza.
Bebo vino en las comidas y a la hora del aperitivo, ya sea en solitario los
días de diario o con los amigotes cuando voy a jugar a la petanca. Entre
aperitivo y comida tomo poco más de un vaso diario, y con los amigotes tres o
cuatro chatos. Me gusta el vino blanco y el tinto, aunque en invierno bebo preferentemente
vino tinto, que me calienta las tripas más que el blanco. El blanco, al tomarlo
fresquito entra mejor cuando hace calor, en primavera y verano.
De los
grandes blancos que hay en España: el jerez, manzanilla y moriles de Andalucía,
algunos buenos vinos de Valencia y Alicante, los grandes vinos del Penedés de
Cataluña, los gallegos con los albariños y ribeiros, el mejor para mi gusto es
el de Rueda, de Valladolid, de uva verdejo. Es una uva única en España, que da
unos vinos con sabor ligeramente frutal y un punto áspero, inigualable. Los
cosecheros de Rueda han tenido la precaución desde sus inicios de contener
mucho los precios de venta, lo que ayuda a su enorme difusión nacional e
internacional.
Con los
vinos blancos en nuestro país hemos sufrido años atrás la plaga de que todos,
por narices, deberían ser afrutados, cuando la mayoría de las uvas que producen
mostos blancos no dan sabor a fruta. Yo decía, de broma, que a todos los
blancos les añadían sabor a piña, para el niño y la niña. Ahora, parece que
poco a poco los cosecheros van recuperando la cordura y permiten que cada uva
se exprese tal y como es, sin añadirle esencias extrañas al mosto. En conjunto,
todos los amantes del vino hemos ganado con el cambio.
Con los
blancos se ha pasado de la idea antigua de que debían consumirse jóvenes sin
excepción, del año o se estropeaban, a crear blancos con crianza, demostrando
que en madera los buenos vinos blancos mejoran como los tintos. La mejor prueba
del éxito de los vinos blancos es que cada vez se consumen más, aunque el
consumo del vino en conjunto caiga año tras año en España, peleando siempre por
incrementar la exportación de vino embotellado, no los graneles de siempre.
El tinto es
la locura de los amantes del vino en nuestro país. Hay personas que nunca,
jamás, beben vino blanco, ni en verano ni en invierno, sencillamente les
repugna. Entre los amantes del vino tinto hay dos grandes facciones en España:
los de Rioja y los de Ribera de Duero. Unos aficionados no pueden tragar a los
otros ni a sus vinos y cada cual aduce que los vinos odiados están ácidos, así
en conjunto, lo cual es falso como todo el mundo entiende. El Rioja llegó antes
en nuestro país a la carrera por los grandes vinos tintos y cuando Riberas
conocidos no había más que el mítico Vega Sicilia, se podían contar una
veintena de Riojas de grandísima calidad.
Yo no bebo
habitualmente grandes vinos, ni blancos ni tintos porque el bolsillo no me lo
permite, pero alguno sí que he bebido. Soy más de Rioja y el motivo principal
es una experiencia que tuve con uno de sus grandes vinos. En una ocasión me
regalaron una caja de tres botellas de una bodega hasta entonces desconocida
por mí y que luego supe apreciar. Se llamaba La Rioja Alta S.A. Abrimos la
primera botella y era un buen vino pero sabía demasiado a madera. Pensé que en
la botella mejoraría y la segunda esperó dos años para abrirse. Pasado ese
tiempo el vino resultó sencillamente espléndido, con una finura extraordinaria.
Así que la tercera botella, visto lo visto, esperó otros dos años y en una gran
ocasión de comida familiar la abrimos, imaginando que sería magnífico el vino.
No encuentro palabras para alabar como se merece aquel vino que se mantuvo más
de cuatro años en mi poder sin abrir. Si su hermano bebido con placer dos años
atrás ya me pareció espléndido, aquel resultó grandioso, de echarse a llorar de
alegría o a dar saltos, en fin hacer algo desorbitado que marcase mi gozo
infinito.
Después de
beber las botellas de La Rioja Alta S.A. y por mis visitas profesionales a
aquella zona he sabido que es uno de los grandes Riojas de siempre, que se
mantiene años y años sin merma alguna, al contrario, redondeando su sabor
conforme madura en botella.
Respecto a
si los vinos mejoran eternamente en botella hay mucho que hablar. Hay
restaurantes que por principio no ofrecen vinos con más de diez años, porque a
veces, como decía un amigo mío, experto y gran catador, muchos vinos añejos en
las botellas están sencillamente muertos.
De los
vinos dulces el mejor para mí es el portugués de Oporto, un vino que los
entendidos ni siquiera lo consideran vino porque no está hecho exclusivamente
con mosto de uva sino que le añaden aguardiente. El motivo de ello es
histórico: para que aguantase la travesía en barco desde Portugal a Gran
Bretaña, el gran consumidor de vinos de Oporto desde hace al menos tres siglos,
cuando los británicos eran la mayor potencia económica y política del mundo, y
la clase alta podía pagarse estos vinos extraordinarios y en general de elevado
precio por la prolongada reserva en barricas que precisa. La travesía en barco
de Portugal a Gran Bretaña era siempre agitada y los vinos se estropeaban.
Pensaron varios métodos para evitarlo y al final lo lograron añadiendo aguardiente,
con lo que sus vinos llegaban en buenas condiciones para los fieles
consumidores británicos y por eso los llaman vinos fortificados.
Hay Oporto
blanco y tinto, aunque el blanco es inferior y lo consideran un poco
despectivamente como un vino de aperitivo. Son vinos de alta graduación,
alrededor de 18º. Yo he visitado Oporto en varias ocasiones por motivos de
trabajo y la primera vez fui invitado por una multinacional del papel que
concedía unos premios de envase y embalaje en aquella ciudad, a la que acudimos
invitados numerosos periodistas de prensa técnica del mundo entero. En la gran
cena de gala nos sirvieron un vino realmente sublime. Pero como en las mesas no
aparecieron las botellas para mirar sus etiquetas sino frascos de vidrio
transparentes y con ancha boca, los llamados decantadores, que permiten a los
grandes vinos de varios años oxigenarse y liberar sus sabores y aromas llegando
en plenitud a la boca de los bebedores, no me enteré del año que era ni de la
bodega. Sólo nos dijeron que era un vino de siete años, que allí era
considerado casi joven dados los elevados tiempos de mantenimiento en barrica
que se estilan por la zona.
También nos
dijeron que era un vino “vintage”, un término que se utiliza en la actualidad
para cosas diversas que nada tienen que ver con el vino. Así se dice que unos
muebles son vintage, ropa vintage y muchos más. Quieren decir que es ropa
hermosa y de otras épocas, y con los muebles sucede lo mismo. Vintage se ha
convertido en un término moderno que lo mismo sirve para un roto que para un
descosido.
Me enteré
de la bodega de donde procedía ese vino maravilloso porque la invitación a los
premios incluía una visita a las bodegas Taylor´s, donde degustamos algunos de
sus afamados vinos y desde entonces quedé prendado de ellos para siempre.
Taylor´s se
fundó en 1692, apenas 321 añitos de nada en 2013. Sus orígenes, como su nombre
indica, son británicos, una familia que se estableció en la zona y todavía
mantiene la propiedad de la bodega y de sus viñas, situadas como las restantes
de Oporto en la escarpada zona del Alto Duero. Desde tan lejana fecha elaboran
estos vinos sensacionales. No sé si son los mejores vinos de Oporto porque no
he bebido apenas los de otras bodegas famosas como Sandeman, pero mi opinión es
que son buenísimos.
En
sucesivas ocasiones que he regresado a Oporto por motivos de trabajo he
procurado dejar unas horas libres para visitar de nuevo esta bodega. En una de
las ocasiones, en pleno invierno, salí por la mañana bien abrigado y con una
gabardina pero sin paraguas, siempre un engorro cuando has de trabajar y
transportarlo de acá para allá. Después de la mañana de trabajo, a la tarde
decidí girar una nueva visita a Taylor´s.
La bodega
se encuentra como las restantes de Oporto no en la propia ciudad sino en Vila
Nova de Gaia, el pueblo situado enfrente, en la ribera izquierda del Duero.
Pasé andando el maravilloso puente de hierro Luiz I, construido a finales del
siglo XIX por Teófilo Seyrig, discípulo de Eiffel, el que erigió la Tour Eiffel
de París mundialmente famosa.
El puente
Luiz I presenta un gran arco metálico elevado con un tablero superior por donde
circula actualmente el Metro de Oporto, que discurre a veces en superficie y
otras soterrado, y un segundo tablero, cercano al agua, por donde circula el
tráfico rodado además de los peatones, que también pueden caminar por el
tablero superior.
Mientras lo
cruzaba iba percibiendo como el tiempo se cerraba en agua, por lo que apreté el
paso pero sin lograr mi propósito. A mitad de camino a la bodega, en una
callecita que penetraba cuesta arriba hacia el pueblo, junto al lugar de
exhibición de los vinos Sandeman, que en España se publicitaron muchos años en
cartelones cercanos a las carreteras como El hombre de la capa por la figura
negra que preside su marca, me cayó encima una verdadera catarata de agua y yo
sin un lugar donde protegerme, entre vallas de viviendas y de bodegas.
Así que
llegué a Taylor´s, con la gabardina y la gorra empapadas por completo. Por
suerte iba de traje y corbata, lo que indicaba mi posible buen nivel económico
y tal vez por ello el recibimiento resultó espectacular. Ante mi petición de
información sobre su vino me respondieron las chicas de recepción ofreciéndome
como acostumbran una copa de vino blanco y otra de tinto, y una butaca donde
reposar y desde la que observar un vídeo sobre los vinos de Oporto en general y
los suyos en particular. El vídeo era de agradecer, pero mucho más su vino, una
maravilla que paladeé con gusto y me calentó el cuerpo por completo a la vez
que me secaba.
Tras el
reposo de más de media hora y la ingesta morosa y amorosa de los dos vinos,
primero el blanco y luego el riquísimo tinto, pasé al lugar donde vendían sus
vinos y solicité uno de siete años, imaginando que tal vez tuvieran disponible
el que nos ofrecieron años atrás en la cena de gala de la entrega de premios.
Me contestaron sorprendidas las vendedoras que no tenían vinos de siete años, y
me mostraron la oferta de vinos Tawny (leonado: de color pardo o rubio rojizo
como el del león), o sea ligeros, de pocos años, y después otros de mayor
envejecimiento, con etiquetas de 10, 20 y 30 años, aparte de vinos vintage de
años determinados y precio muy superior. Entonces certifiqué que el vino
paladeado con ocasión de los premios fue un vintage, quién sabe de qué año ni
de qué quinta, de las que la bodega posee varias.
Compré dos
botellas de 10 años y añadí un capricho más, que como todos los caprichos
resultó decididamente caro. Era un vino envasado en botella de 35 cl, no la
botella habitual de 75 cl, que además de ser la botella más pequeña era mucho
más cara que las de tamaño normal, al menos que la de 10 años, que las de 20 y
30 años eran de superior precio como correspondía al mayor tiempo de
envejecimiento en barrica.
En una
ocasión posterior también acudí a mi bodega amada y compré otras botellas de 10
años. Nunca he probado su vino más añejo, aunque supongo que será maravilloso,
visto lo visto con el de 10 años.
Dentro de
los vinos de Oporto, vintage designa específicamente alguna cosecha de algún
pago concreto, llamada quinta por ellos, que ha salido extraordinaria de sabor
y aroma. Las grandes bodegas elaboran sus vinos separando los pagos de donde
proceden las uvas, y de ellos algunos resultan mejor que otros en la misma
cosecha por la orientación del terreno, por el terreno mismo o cien matices que
diferencian los vinos. Cuando una bodega cree que un vino de los suyos ha
resultado extraordinario y lo quiere calificar de vintage, antes tiene que
pedir permiso al Consejo Regulador del vino de Oporto y sólo después de que
este cate los caldos y apruebe la denominación pasa a considerarse oficialmente
vintage, con lo que su precio se eleva radicalmente.
Desaparecido
con dolor en mi casa el vino dulce de los abuelos de Ricote que consumíamos
todo el año, mi preferido con gran diferencia entre los vinos dulces españoles
es el elaborado con uvas pasas Pedro Jiménez, que muchas bodegas andaluzas lo
tienen entre sus elegidos y con ellas elaboran vinos extraordinarios.
La cerveza
queda para el verano, cuando los grandes calores, aunque siempre me parece
demasiado fría recién extraída de la nevera, incluso si la temperatura ambiente
es alta. Yo conozco amigos que si toman una lata de cerveza en verano y no se
la soplan a toda velocidad, lo último que les queda lo tiran porque dicen que
sabe mal, y exagerando la nota afirman convencidos que sabe a meados de burro,
cuando no creo que nadie haya bebido meados de burro para compararlos con la
cerveza caliente. Nunca tomo la cerveza de barril en bares con la copa
congelada como acostumbran a servirla, ni mucho menos en invierno, en alguna
rara ocasión en que bebo cerveza en bares pido expresamente que la copa en que
la sirven sea del tiempo, no congelada.
En cuanto a
licores, ingiero alguna copita de aguardiente de hierbas por la noche, cuando
juego con Pilar a juegos de mesa, pero no siempre, de uvas a peras. Me gusta el
ron y el anís dulce por la golosina; el whisky, que antes me sabía a madera,
ahora me parece bien a ratos. Nunca he tomado coñac porque me da ardor de
estómago.
Otro de los
motivos de mi buena salud es que he tenido la fortuna de comer en casa a lo
largo de toda mi vida. Los trabajos que he desempeñado mantenían horarios de
jornada completa, de ocho de la mañana a tres y media de la tarde, y podía
volver a casa a comer. Aunque hubiera épocas en que debía seguir trabajando por
la tarde, las horas extras inevitables de las que nadie se ha librado y me
llevase comida preparada de casa o recurriera a los bocadillos que tanto acaban
cansando si se repiten, lo predominante eran las comidas en casa.
Comer en
casa es una fortuna que no tiene precio para tu estómago, que acaba
agradeciéndolo con toda su alma dejándote tranquilo, como si no existiera, lo
mejor que puede pedírsele a un órgano. La cocina casera te garantiza comidas de
tu gusto en primer lugar, ni mejores ni peores que otras, sencillamente a las
que estás acostumbrado. De todos los órganos del cuerpo, el estómago es el más
conservador, el más apegado a las costumbres: te levantas, desayunas a la misma
hora, comes a la misma hora y lo mismo en la cena, con un sueño regular de al
menos siete horas, mejor ocho. Y el estómago encantado de la vida con todo
ello. Comiendo en casa te aseguras la calidad y también la cantidad en la comida,
que tampoco deben ser las raciones excesivas, ni todo fritangas, ni variar
brutalmente de un día para otro sin deterioro de tu salud.
Pilar es
una excelente cocinera, sublime en algunos casos como en su tortilla de
patatas, famosa en el mundo entero. Hace poco, nuestra nieta Leyre aprendió la
palabra característica de labios de su padre que le encanta enseñarle palabras
largas. Ante las preguntas de su padre dijo que la característica de su abuelo
Eloy era su gorra y de la abuela Pilar su tortilla de patatas.
Pilar nunca
ha dudado en tomar recetas de periódicos y revistas y preparar luego ricas
comiditas para sus incondicionales: mis hijos y yo mismo. Los platos conocidos
sencillamente los borda. Al ser asturiana hace honor a su tierra y por eso
prepara una fabada magnífica y un arroz con leche inolvidable, aunque más que
arroz con leche debería llamarse crema de arroz con leche, que luego requema
por encima el azúcar con un hierro al rojo vivo y queda de exposición. Los
platos de pescado, en especial el bonito, también los eleva a lo sublime.
En cuanto a
los platos nuevos, su secreto es la meticulosidad para seguir estrictamente las
indicaciones de los ingredientes de la receta y la manera de prepararlos,
tiempos de cocción y demás.
Como prueba
de ello daré un detalle de la receta del gazpacho andaluz, que según uno de
nuestros cocineros de fama mundial constituye “la mejor sopa fría del mundo”.
Hay que ver, tantos años tomándolo con gusto y nunca pensé que se tratase de
una sopa fría, lo que hace el no saber. Esta receta que posee Pilar y sigue a
rajatabla entre todas las cantidades incluye una medida: 8 cm de pepino, que
ella mide con su metro en cada ocasión, y no le añade medio ni un pepino
entero, salvo que mida exactamente 8 cm.
El gazpacho
andaluz le sale estupendo con dicha receta, pero donde alcanza la excelsitud de
su maestría culinaria es con el salmorejo cordobés, asimismo una sopa fría que
suele consumirse en tiempo cálido aunque pueda prepararse en cualquier época
del año.
El
salmorejo incluye necesariamente pan candeal, remojado del día de antes con
tomate natural en trozos, lo consumimos en casa varias veces al año y siempre
con gusto. En su preparación se conjugan la experiencia y su amor por Córdoba,
que influye favorablemente en la excelencia del resultado. En Córdoba estudió
Pilar su carrera de Magisterio y desde entonces ama la ciudad y el carácter
amable y pausado de sus habitantes. Al cabo de tanto tiempo sigue manteniendo
la amistad de su mejor amiga y compañera: Cristina, y de una de sus profesoras:
Doña Carmen, que lo fue siendo muy joven y por ello sigue viva y continúa
escribiendo poesía, su gran pasión, y prosigue sus estudios cervantinos.
El caso
contrario a comer siempre en casa es el de algunos amigos cuyo trabajo les exigió
alimentarse permanentemente en la fábrica, por lo que padecen alto colesterol y
otros males achacables a su mala alimentación continuada. Los comistrajos que
puedan ingerirse regularmente en el comedor de una fábrica nunca podrán
compararse con los del propio hogar.
Gozar de
buena salud exige una serie de condicionantes: buenos fundamentos físicos
previos, ser cuidadoso con la comida y la bebida, no ingerir cantidades
excesivas de comida ni de bebidas alcohólicas, y especialmente tener suerte. La
suerte influye en todo, también en los buenos hábitos alimenticios, lo que
supone comer siempre en casa.
Pilar ha
trabajado toda la vida fuera de casa, concluyendo su brillante ejercicio
profesional en Telefónica. Pero este hecho de trabajar fuera, que le impidió
preparar las comidas en el momento anterior a su consumo debiéndolas dejar
dispuestas la noche anterior, no mermaba la calidad de sus excelentes guisos,
que siempre fueron gustosos y nutritivos.
Y hablando
de comida diré que el plato que para mi gusto define mejor la cocina
mediterránea no es la paella, pese a sus méritos indudables, sino la humilde
ensalada, reina de la cocina. Esa ensalada tan despreciada por los
restaurantes, que la sirven de continuo sobre fuentes en trozos descomunales de
todos sus ingredientes: lechuga, tomate, cebolla y otros, como para ser
consumida por gigantes de bocas monstruosas, y además sin aliñar y en fuentes
repletas donde una vez añadido el aliño por los comensales no es posible
revolver sus ingredientes. Con todo ello nunca se logra fuera de casa una
ensalada rica y en condiciones, eso sin descontar la necesidad previa de
trocear en menudo los ingredientes como para ser consumidos por la especie
humana.
Para mi
gusto, la ensalada casera debe incluir necesariamente tres ingredientes
básicos: lechuga, tomate y cebolla, cada uno de un color: verde, rojo y blanco,
respectivamente, cuyo conjunto armoniza mucho. Prefiero la lechuga grande y
alargada a la que arranco varias hojas según los comensales, elimino las zonas
dañadas y la parte dura de las pencas que da un sabor amargo y lavo hoja a hoja
bajo el grifo. Luego de lavadas, las estrujo entre mis manos para extraerles el
agua.
Mi mujer y
Ana, que no tienen ni idea de ensaladas, han adoptado un maravilloso artilugio
de plástico de enorme tamaño (que llena una balda de armario él solo) donde se
introducen las hojas de lechuga y con una cuerdecita se hacen girar para que
suelten el agua. Al final lo consiguen pero con el fallo de que las hojas
quedan mareadas de tanta vuelta y destilan un odio soterrado hacia el cocinero
por someterlas a semejante tortura, y ya se sabe que el odio es amargo y como
consecuencia saben mal. Yo las estrujo cariñosamente, dado mi amor verdadero, y
ellas me corresponden entregando su mejor sabor. Después de lavadas, las hojas
se trocean de forma que resulten comestibles de inmediato, es decir en
fragmentos ni demasiado grandes ni liliputienses, un término medio a la medida
humana.
Con el
tomate procederemos a lavarlo, uno o varios, ni verdes ni demasiado maduros,
según su tamaño y el número de los comensales, también bajo el grifo. Si tiene
alguna parte dañada o simplemente con su superficie fea a la vista debemos
suprimirla porque el placer de los comensales no sería completo sin la
excelente presentación, imprescindible en la buena cocina.
Cortar los
tomates en trozos adecuados para su grata ingesta exige un cuchillo bien
afilado, la pulpa del tomate y su piel son muy tiernas y el filo extremado del
cuchillo se revela fundamental para el adecuado troceamiento. En numerosas
ocasiones al preparar la ensalada he debido detenerme y afilar previamente el
cuchillo usado porque al partir un tomate se percibe su necesidad.
Cortado el
tomate en porciones adecuadas, suprimiendo por supuesto su corona incomestible
que en muchos restaurantes se incluye de forma ignominiosa como símbolo de su
desprecio generalizado hacia la ensalada, se pasa a incluir la cebolla o
cebolleta.
La lechuga
carece del sabor que aportan a la ensalada tomates y cebolla o cebolleta. Los
tomates deben ser escogidos con cuidado y encontrarse en sazón, rechazando los
ejemplares idénticos de tamaño y con sabor a madera, que no maduran ni se
estropean, siempre iguales, tan bellos a la vista cuanto insípidos de sabor.
La cebolleta es mucho más suave y conveniente
para los comensales que no aman el sabor fuerte de la cebolla, ligeramente
picante, como contrapunto al sabor suave y dulce de lechuga y tomate. Troceada
la cebolla o cebolleta, podemos concluir la ensalada básica, aliñarla y servirla
de inmediato, porque es un plato que no admite espera en lo que se parece a la
paella, porque de hacerlo quedaría deslavazada la lechuga y su buen sabor y
presencia empeoran con el tiempo transcurrido desde su preparación.
La ensalada
básica admite añadidos múltiples. Los más corrientes son olivas, atún o bonito
de lata, remolacha, alcaparras, zanahoria, pepino, pimiento verde y muchos más.
Además de sabor, los añadidos aportan color: naranja de la zanahoria, verde
blanquecino del pepino, verde intenso de las alcaparras y claro de los
pimientos, y rojo sangre de la remolacha
(de repente y por virtud de la mágica remolacha, mi cocina se convierte en una
película de suspense con su asesino y su muerto a puñaladas, cuando al
guardarla en la nevera se deslizan del plato unas gotas al suelo, rastro dejado
por el cuchillo del asesino. Ahora sólo queda buscar al muerto que no debe
andar lejos, tal vez en la nevera troceado en porciones para su posterior
ingesta canibalesca. ¡Da mucho miedo abrir la nevera!).
Tras añadir
todos los componentes de la ensalada, el aliño resulta determinante. La sal
debe ser fina y marina por sus propiedades y sabor. El vinagre, siempre de
vino, preferiblemente tinto. El vinagre de vino de Jerez procura un sabor
magnífico y el balsámico de Módena matiza espectacularmente cualquier ensalada.
El aceite debe ser necesariamente de oliva, virgen o extra virgen. No entro en
honduras sobre si el aceite de oliva extra virgen de la variedad arbequina es
mejor para las ensaladas que el de picual,
y no hablemos de marcas ni de almazaras concretas conocidas de un círculo
restringido, eso queda para los exquisitos, para mí con que sea aceite de oliva
virgen es suficiente. La idea básica es que sin aceite de oliva virgen la
ensalada no existiría
En cuanto a
las cantidades del aliño soy partidario de sazonar bien, generosidad en el
aceite y apenas unos chorritos de vinagre. El vinagre imprime carácter a las
ensaladas, pero si su cantidad resulta excesiva predomina de tal modo que
satura el gusto y enfada (como un gritón en una reunión) y la ensalada sólo
sabe a vinagre, estropeando la armonía necesaria de sabores.
Es
absolutamente necesario según mi criterio preparar la ensalada en un bol grande
o fuente honda, aunque luego se sirva a la mesa en fuentes planas, debido a la
imprescindible agitación del conjunto para que se amalgamen los sabores. Una
vez incluidos los ingredientes del aliño hay que revolver bien con un tenedor y
probar. Tras la primera prueba yo casi siempre preciso corregir: un poco más de
sal, una pizca de aceite, y luego toca probar de nuevo.
No soy un
buen cocinero, de hecho no soy cocinero ni bueno ni malo, solamente pinche de
cocina, el que friega los platos. Por eso no me importa probar y probar la
ensalada hasta que la encuentro inmejorable de sabor. Pilar se pone nerviosa
cuando me ve en la cocina probando una y otra vez la ensalada, ya a punto de
servir la comida y con hambre atrasada, ignorando lo que yo disfruto con las
numerosas probaturas y dejando a un lado que para ella sean innecesarias.
Yo
considero a la ensalada un perfecto plato comunitario para degustarlo entre
todos colocado en el centro de la mesa, como las gachasmigas murcianas o la
paella. Esta última la hemos compartido Pilar y yo en un restaurante con
nuestros queridos primos murcianos: Sebastián y Eloíco, y del primo Andrés,
para mí más que un hermano, también murciano como ellos pero residente en
Madrid, dos pisos encima de nuestra casa, con quien he convivido toda mi niñez
y parte de la juventud. Andrés residió luego durante años en Barcelona por
motivos de trabajo y ahora lleva largos años en Murcia capital y después en
Elche, Alicante, apurando su vida laboral como magistrado de justicia.
Comer
juntos une mucho, pero hacerlo del mismo plato, fuente, sartén o paellera, une
mucho más. La proximidad es fundamental en una comida grata, con la familia o
los buenos amigos, y comer varios del mismo recipiente te obliga a mantener una
exquisita cortesía y a tomar los alimentos exclusivamente de tu lado.
La ensalada
es un fijo en mi casa que comemos casi todos los días del año. Acompañando a la
carne o al pescado, a un cocido o unas lentejas, con todo casa bien y no hay
nada como la ensalada para conseguir la felicidad en la comida, que de eso se
trata cuando nos sentamos a comer, no se nos olvide. Comemos para ser felices,
por encima de que haya que alimentarse para poder seguir viviendo. Dicen que
hay que comer para vivir y no vivir para comer. Estoy de acuerdo, pero sin
llegar a la glotonería no cabe olvidarse del disfrute de comer, tal vez el
mayor placer en la vida de una persona porque se extiende desde la niñez hasta
la veteranía más provecta. En ese placer permanente ocupa un lugar de honor la
maravillosa y sencilla ensalada, cumbre de la cocina mediterránea, ¡un chute de
vitaminas!
En tiempos
de mi madre, nos contaba que comían la ensalada como postre, al final de la
comida y siempre de forma comunitaria: una fuente de la que pinchaban todos
cada bocado.
Yendo
siglos atrás en la historia, en tiempos de hambre como revela Quevedo en su
Buscón, incluso se consideraba a la ensalada como plato principal. En un
episodio muy gracioso en una fonda, cuando el hijo de un noble que iba a
estudiar a Alcalá de Henares con su mayordomo y otros servidores como el propio
Buscón, piden de comer al mesonero y a la mesa se van sumando sin que nadie les
invite varios estudiantones gorronazos, un cura, dos mujercillas, entre todos
dan cuenta de una “razonable ensalada”, con abundante pan, y sólo dejan para el
mandante y sus servidores unos tronchos, imagino que de lechuga.
Yo no soy
el único en preparar ensaladas en la familia, por descontado, mi hermana Rosa
prefiere la de naranja y apio, muy rica, y Pilar en verano prepara algunas
exóticas, entre las que destaca una de pollo desmigado, naranja, manzana, uvas
pasas y piñones, y otras que incluyen piña y hortalizas variadas.
¡Ah! se me
olvidaba un pequeño detalle. Uno de los placeres gustativos de imposible
realización fuera de casa consiste en mojar el caldo de la ensalada con sopas
de pan. En el caldo está la esencia de la ensalada y absorber dicha esencia con
la ayuda del pan es un manjar reservado al hogar, dulce hogar, donde la
urbanidad cuenta menos que en público. Por respeto a los demás, los barcos,
como se conoce a los trozos de pan arrojados al recipiente o comidos pinchando
con el tenedor o una navajica como se hacía en Ricote, quedan relegados al
último momento, cuando todos se han saciado de comida y los forofos de la
ensalada aguardamos pacientes para lanzarnos armados de nuestras sopas de pan a
mojar en su caldo y no dejar ni una gota sin beberla o absorber su esencia. Mi
querida nuera Ana suele acompañarme cada vez en este placer inefable casero de
sopar ensalada.
De mis
tiempos jóvenes recuerdo una cancioncilla a propósito de esto que decía:
Si pica el
caldo
de la
ensalá
pique o no
pique
tragatelá
Dejando a
un lado la falta de concordancia entre el sujeto en masculino y el verbo con el
pronombre en femenino por motivos de rima, supongo que este fragmento formaría parte
de una cancioncilla más extensa, pero del resto no me acuerdo.
Incluyo
ahora otro episodio de mi alimentación insuficiente o pobre que repercutió
desfavorablemente en mi salud con la aparición de sabañones, que debo consignar
como curiosidad y sucedió cuando hice la mili con 21 años
Yo andaba
entonces por la Universidad peleando en mi intento, que al final resultó
fallido, por llevar adelante mis estudios de Económicas, en un edificio que
llamábamos Galerías Castañeda por la similitud del mismo con los grandes
almacenes Galerías Preciados, situados entre Callao y Sol. De esa forma alguien
unió la idea del edificio: alto, estrecho y acristalado, con la de Castañeda,
catedrático de Teoría Económica, entonces el coco de la carrera. El edificio
acogía en su momento también a los estudiantes de Políticas, que luego
marcharon a otra ubicación.
En
Económicas andaba metido en política o lo que entonces se entendía por ello,
luchando con mis compañeros por implantar la democracia que hoy consideramos
natural pero no entonces, que sufríamos una dictadura sin libertad de
expresión, ni de reunión, ni de manifestación, ni de prensa. En concreto salí
elegido subdelegado de mi curso en primero de Económicas, del Sindicato
Democrático de Estudiantes de la Universidad de Madrid, cuyas siglas eran
SDEUM, y apuntado directamente por ello
en la lista roja del Régimen.
Cuando
solicité una prórroga para no incorporarme de inmediato a la mili por mis
estudios, que entonces se concedía con facilidad a los estudiantes universitarios,
resultó rechazada de inmediato y fui obligado a servir a la Patria sin más
dilaciones.
El
campamento lo sufrí en Colmenar Viejo como otros miles de reclutas de la época,
y el destino que me correspondió después fue el ATP 12, Artillería Autopropulsada
12, situada en un cerro justo al lado de la División Acorazada Brunete, en la
carretera de Colmenar Viejo, muy cerca de donde ahora se levanta la Universidad
Autónoma de Madrid, donde acabaron estudiando mis hijos Eloy y Santiago sus
carreras de Historia y Biología respectivamente. En el ATP 12 me correspondió
la Brigada de Ingenieros, compuesta por Zapadores y Transmisiones, y en
concreto fui dirigido hacia esta última compañía, que hablábamos por radio y
esas cosas.
Allí la
alimentación era deficiente y un punto caótica, muy mala por abreviar. Los
desayunos consistían en un chusco de pan y un aguachirle raro, que jamás debió
entrever la leche ni el cacao en su composición y de color marrón oscuro, ni
chocolate ni café sino algo indefinible cuya única virtud era que te lo servían
hirviendo por lo que calentaba las tripas.
Recuerdo
con disgusto de aquella infame cocina de rancho haber comido cerdo sin capar,
con un sabor terrible a jabalí. En otra ocasión tragamos de primer plato callos
con patatas y de segundo patatas con carne, algo muy variado como puede
imaginarse.
Al estar
marcado por mi condición de peligroso izquierdista no me concedieron ninguno de
los beneficios habituales para los que vivíamos en Madrid, del que sólo nos
separaba un trayecto de autobús hasta la Plaza de Castilla: ni pase pernocta ni
pase de estudios ni nada de nada. Me chupé allí prácticamente todos los días
con sus noches de guardias e imaginarias incontables, que fueron muchos al cabo
de once meses, que unidos a los tres de campamento sumaron los catorce que me
correspondió sufrir en la mili.
Cuando
algún día raro me permitían acercarme a casa volvía con provisiones, como los
demás compañeros, que consumíamos en meriendas comunitarias en la cantina del
cuartel. Asistir al comedor era obligatorio en el desayuno y en las comidas
pero no en las cenas, por eso lo que hacíamos algunos era una merienda-cena y
no íbamos a cenar al comedor.
Las
meriendas transcurrían entre amigos, que compartíamos las viandas recibidas en
casa y nos contábamos nuestras aventuras y desventuras previas y lo pasábamos
bien.
De bebida
siempre tomábamos lo que se llamaba entonces “el cubata del obrero” consistente
en una botella de vino blanco, del que se bebía una parte, y luego se añadía
una botella pequeña, entonces no las había grandes, de Pepsi-Cola, no Coca-Cola
que nos parecía demasiado dulce y que no ligaba bien con el vino. El brebaje se
agitaba en la botella y después lo bebíamos con una cañita que alguno de los
amiguetes colocaba allí tras confeccionarla a mano recordando sus costumbres
del pueblo, para no aplicar la boca al gollete de la botella al ser común para
todos. De ese cubata caían unas cuantas botellas diarias, que nos volvían algo
más alegres, nunca borrachos, y con ellas y la charla amena pasábamos las
tardes.
En el lugar
hacía frío, especialmente en invierno pues está situado en las estribaciones de
la sierra de Guadarrama y cuando corre el aire sutil de la sierra pega el frío
de verdad. Para combatirlo sólo contábamos con el traje de faena, compuesto por
unos pantalones de algodón fino, con el tiempo profusamente remendados con mi
torpeza habitual, dotados de muchos
bolsillos, eso sí, y una chaquetilla de lona gruesa debajo de la cual iba el
jersey, la camisa y la camiseta, todo de escasa entidad, a lo que se añadía la
gorra obligada. En resumen, que pasábamos mucho frío en cuanto había que
realizar cualquier actividad en el exterior.
Una mala
noche me despertaron recios picores en los nudillos y en los codos, y desde
entonces me sucedió lo mismo casi todas las noches, molestándome a conciencia.
Miré los nudillos de día y estaban colorados, me rascaba con las manos y los
chupaba y mordía con cuidado en la vigilia, pero los picores nunca
desaparecían. Lo comenté a los compañeros de fatigas y decretaron de inmediato
que aquello eran sabañones, que muchos habían sufrido en su vida en alguna
ocasión.
Me
encontraba fastidiado con aquella dolencia inexplicable, un día tras otro,
hasta que tuve una intuición, una idea genial y no es porque lo diga yo. Pensé,
sin motivo alguno que lo sustentase, que mis males se debían a la mala
alimentación.
Estuve
cavilando la forma de corregirlo, y lo único que se me ocurrió y que yo tenía a
mano para mejorar mi alimentación era la leche de vaca. Dicho y hecho, una
buena tarde cuando los amigos pedían su primera botella de vino y la Pepsi-Cola
para fabricar el brebaje de marras, yo me acerqué al mostrador de la cantina y
solicité del camarero un litro de leche, ni más ni menos.
Y me planté
en la mesa comunitaria con mi botella de leche abierta y un vaso, provocando el
estupor de mis compañeros. Las bromas y el cachondeo posteriores a mi costa
fueron tremendos, pero no me importó en absoluto, yo a lo mío. Comimos lo de
siempre, algo de embutido con pan: chorizo, queso, cabeza de jabalí, mortadela,
salchichón, sobrasada, etc. y yo dejé de beber el cubata indicado y a cambio me
metí vaso a vaso, parsimoniosamente, la botella entera de leche entre pecho y
espalda.
Al día
siguiente, abandonado el cubata para siempre, me bebí otro litro en la
merienda, y así todos los días hasta que me licenciaron. En menos de un mes
desaparecieron por completo los sabañones y nunca en la vida volvieron a
molestarme con sus picores exagerados. Con su desaparición logré de nuevo
dormir de un tirón como hice siempre en mi juventud.
El alivio
de mi pequeña tortura nocturna por la ingesta continuada de leche demostró que
yo tenía razón porque seguía haciendo frío, al que mis compañeros echaban la
culpa exclusiva de la aparición de los sabañones, pero nunca más me
incordiaron. Hasta el final de la mili continué tomando un litro de leche
diario porque la alimentación allí no mejoraba ni a tiros y mi salud podría
resentirse por otro lado. Esta experiencia favorable reafirmó en mí la idea de
la bondad de la leche como un alimento fundamental, tanto para los niños como
para adultos y veteranos.
En la mili
tenía un amigo en mi brigada de Ingenieros, casado, sastre de profesión y cuyo
nombre he olvidado, que también sufría de sabañones. Le comenté que mi ingesta
de un litro de leche diario los había eliminado pero no me hizo caso, tal vez
ni siquiera creyó que fuera verdad, aferrado a la idea de que el culpable único
fuera el frío. Según mi impresión personal, el frío es necesario para que
broten los sabañones, que sólo aparecen en invierno, pero debe combinarse con
una insuficiente alimentación para que aparezcan. Yo los vencí bebiendo litros
y litros de leche, uno que es muy original.
Porque se vea
el nivel de disfrute que alcancé en la mili diré que mi pesadilla recurrente
durante muchos años después de sufrirla consistía en la recepción en mis sueños
de un escrito donde se indicaba que debía cumplir otro año más de mili,
alegando en cada caso motivos diversos y terribles: una guerra, revueltas
populares, etc. En mis sueños protestaba, alarmado, aduciendo motivos de edad y
de que ya había hecho la mili sin resultado alguno. Por suerte, la pesadilla
nunca incluía detalles concretos en forma de rostros de uniformados odiados por
mí ni nada semejante, pero no me libré de ella en mucho tiempo.
Pequeños incidentes
Superada la
etapa en que mi empeño por nadar se saldaba con no ahogarme, paso a relatar
ahora algunos de los pequeños incidentes que me han sucedido en las piscinas y
estimo merecedores de un capítulo
aparte.
La mayoría
de ellos se producen en los adelantamientos: tuyos o de los demás, producto de
la saturación de las calles y de la diferente velocidad de los nadadores.
Uno muy
notable sucedió hace años, cuando un señor más iracundo que yo al cruzarme
nadando con él me agarró por la pierna obligando a detenerme. Le pregunté
sencillamente: ¿qué pasa?, y me respondió airadamente que le estaba
molestando porque en dos ocasiones previas no le había permitido adelantar con
comodidad. Yo le contesté que por eso no debía enfadarse, que yo mismo me veía
obligado a detenerme ante el nado premioso de una señora con la que
compartíamos calle, y no se me ocurría pararla ni echarla una bronca por ello.
El hombre
pareció calmarse un tanto con mis palabras a las que no replicó, sería de mi
edad o un poco más mayor. En varias ocasiones que coincidimos en la misma calle
se cambió a otra cuando yo me eché a nadar, rehuyéndome, lo que le agradecí mentalmente,
no me apetecía mucho compartir espacio con un broncas de aquel calibre.
En otra
ocasión, una señora se empeñaba en nadar por medio de la calle, como si los
demás no existiéramos o fuera toda para ella, esto resultaba molesto cuando te
cruzabas con ella de frente por el posible choque de los brazos y mucho más
cuando tratabas de adelantarla, pues no era nada rápida nadando. Con la
circulación por la derecha, como en las carreteras españolas, los
adelantamientos deben hacerse por la izquierda. Pues bien, con esta mujer no
había forma de adelantarla por la izquierda porque cubría esta parte más que la
derecha en su nado premioso y abusón de espacio. Así que opté por pasarla por
la derecha, y por supuesto a crol para realizarlo a la máxima velocidad que mi
motorcito permitía. Nos cruzamos más veces y ella erre que erre: circulando por
medio de la calle.
De nuevo me
encontré, varios largos después, ante la tesitura de adelantarla y debí
llevarlo a cabo otra vez por la derecha, en el espacio justo entre ella y la
corchera. Varias vueltas después la señora me detuvo y me llamó la atención por
mis adelantamientos que no la gustaban, me dijo. Yo repuse que tampoco a mí me
gustaba que ella nadase por medio de la calle como si no hubiera nadie más, que
allí se circulaba por la derecha siempre pegados a la corchera al ser la calle
de dos direcciones, y que si la había adelantado por la derecha probaba que
ella iba por el medio, caso contrario no hubiera cabido mi cuerpo entre el suyo
y la corchera.
No le debieron
convencer mis argumentos, igual ni siquiera me escuchó parapetada en su idea, y
eso de circular por la derecha le sonó a chino. Lo digo porque persistió en su
actitud de nadar por el centro de la calle y yo en la mía de adelantarla por la
derecha, y así hasta que se marchó y ya pude nadar más tranquilo. De haber
insistido yo hubiera hecho lo mismo, a cabezón no hay quien me gane.
Algunos
años atrás iba yo nadando tranquilamente a crol cuando observé en uno de los
extremos de la piscina a una señora de espaldas, cogida al borde dando saltitos
sumergiéndose y haciendo respiraciones, algo corriente entre la veteranía
predominante, así que llegué junto a ella y me impulsé en la pared con los dos
pies y en el momento de salir noté que había golpeado con algo con mi pie
derecho. No le di importancia, otras veces percibo pequeños golpes, dados o
recibidos con manos y pies, y no pasa nada. Pero a la señora le molestó, debí
hacerle daño sin darme cuenta al salir, y a la siguiente vuelta me esperó y me
detuvo llamándome la atención porque le había propinado una patada tremenda en
la cabeza. Me disculpé aduciendo que la había visto dando saltitos y que
imaginaba que seguiría con ellos, no pensé que se le ocurriría salir en el
momento justo de hacer yo mi giro. No debí convencerla porque siguió allí,
rezongando mientras yo seguía nadando.
En
ocasiones he tropezado con otras personas más puñeteras, de las que te tiran
patadas intencionadas al pasar a tu lado, o se dan una voltereta en el agua
estando próximo a ellas con la intención de darte sin querer aposta una patada
en la cabeza, tal vez por algún adelantamiento previo mío que no les gustó. En
una ocasión, un hombre y una mujer, veteranos como el que suscribe, se
encontraban charlando en mitad de la piscina ocupando casi las dos calles y sin
dejar pasar a los nadadores. Pasé una vez con dificultad a su lado y a la
siguiente vuelta me detuve y les llamé la atención sobre que no era el sitio
más indicado para charlas, indicándoles que ambos extremos de la piscina
parecían mucho más convenientes para no interrumpir la natación de los demás.
El hombre respondió grosera y airadamente que él pagaba su bono como todo el
mundo y que charlaba donde le daba la gana. Ante argumento tan contundente y
bruto opté por callar y seguir nadando. Pero el hombre me anduvo molestando
deliberadamente desde ese instante, ya que sin apartarse del centro, cada vez
que yo llegaba nadando se interponía y me hacía pararme. Acabé un poco hasta
las narices del sujeto, y en contra de mi costumbre me cambié de calle, porque
pelear con él no me hubiera gustado, nunca lo he hecho y menos a mis años.
Espero que disfrutase mucho con mi abandono de la calle común que suponía su
pequeña victoria. Los pequeños incidentes se producen casi siempre con los
demás nadadores y a veces basta un solo nadador
puñetero para meterte en problemas.
Hay otros
problemas propios como tragar agua en lugar de aire, lo que los pulmones no
agradecen. Con la abundancia de nadadores el agua se mueve mucho, en especial
con aquellas personas que más que nadar apalean el agua. Muchas de ellas son
musculosas, con musculatura abundante trabajada en el gimnasio, especialmente
hombres. Cuando se tiran al agua se nota en seguida que no son nadadores.
Salpican con las manos y sobre todo con los pies, deslizándose mal por el agua,
como a empellones de su ruidosa y recia musculatura, con la cabeza demasiado
fuera del agua siempre y el torso erguido en lugar de tendido. Nada que ver con
los verdaderos nadadores, jóvenes en su mayoría como los mazas de gimnasio,
pero con musculatura más lisa y longilínea: cintura estrecha, torso amplio y
hombros, brazos y piernas fuertes.
En general
se percibe a los nadadores porque suelen calentar músculos antes de lanzarse al
agua, y cuando lo hacen son auténticos torpedos que te dan lijadas a crol y
también a braza, porque a espalda nadan pocos y ninguno a mariposa, al precisar
el ancho entero de la calle para ellos solos, lo que nunca sucede en estas
piscinas urbanas de 25 metros tan superpobladas.
Cuando a
los socorristas se les ocurre poner en una calle el cartelito de Nado rápido,
los auténticos nadadores se ven favorecidos porque allí sólo suelen nadar los
que van a toda pastilla, aunque algún petardo se meta por medio. Yo a veces he
asumido sin querer el papel de petardo y algún joven nadador me acabó
advirtiendo de la circunstancia de mi nado premioso, especialmente a braza,
parapetado en mi convicción de nado-seguido y decidí aceptar su sugerencia y
cambiar de calle, desde entonces evito nadar en una calle si la señalizan así.
También a
veces colocan otro cartelito de Nado lento, y muchos veteranos parsimoniosos y
lentorros se echan allí y todo va un poco mejor. Lo que yo me pregunto es si la
colocación de dichos carteles depende del humor del socorrista o socorristas de
turno, y por qué no lo hacen sistemáticamente si con ello consiguen que todo
fluya más armoniosamente.
En cierta
ocasión le comenté a un socorrista que deberían organizar un poco el tráfico,
como los policías en las carreteras, colocando los más lentos en unas calles y
los más rápidos en otras, porque ese día no había carteles indicadores de Nado
rápido ni de Nado lento y los echaba de menos. Me contestó que esa no era su
tarea y yo repuse: o sea que ustedes están sólo por si se ahoga alguien, sin
contestación de su parte.
De los
incidentes nimios con uno mismo el principal consiste en tragar agua cuando vas
a respirar. Si es un trago limpio y llega a tu estómago no pasa nada, el agua
incluye cloro y otros componentes pero no es veneno, el problema viene si
quieres respirar y lo que encuentras es agua.
Hace años me
sucedió algo así, tragué agua en vez de aire y tuve que detenerme a mitad de
piscina y toser y toser. Venía una señora nadando en dirección contraria cuando
yo estaba de pie a media piscina tosiendo y luchando por respirar y se me
ocurrió, no sé por qué, decirle una palabra que por supuesto no entendió entre
un tosido y otro, y sin brotarme la voz de la garganta. Yo quería decirle: ¡una
piscina, me he tragado una piscina!, pero no me salía esa palabra ni ninguna
otra. Al final la señora siguió nadando y yo recuperé poco a poco el resuello y
pude continuar mi práctica.
No hace
mucho volvió a ocurrirme lo mismo nadando a crol, que al girar la cabeza para
respirar, en mi caso siempre hacia la derecha, parece casi imposible que una
olita penetre en tu boca, pues así lo hizo la condenada, justo a tiempo. Tuve
que detenerme sin más y ponerme a toser como un loco para liberar el tubo
respiratorio de la mínima cantidad de agua que lo obstruía y así, nadando un
poco y tosiendo más, llegué a un extremo de la piscina y me detuve agarrado al
borde. Allí seguí tosiendo y cogiendo resuello, me quité las gafas y pude ver
un poco mejor. Mientras me recuperaba distinguí a lo lejos, pese a mi miopía, a
un socorrista que me miraba atentamente y me hacía gestos interrogativos con
los pulgares alzados al modo yanqui, sobre si todo iba bien. No le respondí de
esa manera ni de ninguna otra, esos gestos resultan extraños a mi cultura y
nunca los uso por más que los haya visto en infinidad de ocasiones en cine y en
televisión.
A veces los
incidentes resultan dolorosos sobre todo si una mano tuya choca con otra de un
nadador de frente, lanzadas ambas con fuerza hacia delante. Esto sucede más
veces de las deseadas, con la izquierda contra la suya si es de tu mismo carril
y con la derecha si es del carril lateral. Mientras espero a enfriarme en el
borde la piscina antes de comenzar a nadar observo a veces a determinados malos
nadadores en mi calle que bracean mucho hacia los lados y me digo: ¡cuidado!,
ahí puedes tener un problema cuando te cruces con ellos.
Al ser las
calles tan estrechas para nadadores que se cruzan de continuo, hay que
mantenerse siempre en tu estrecho espacio para que te puedan adelantar, llegado
el caso, o que quien viene de frente no roce o golpee con su mano izquierda la
tuya. Si llega a producirse el choque resulta bastante doloroso, porque son dos
brazos lanzados con fuerza hacia delante y el toque te deja la muñeca o la mano
doloridas por un rato.
Aunque
resulte increíble, también pueden producirse pequeños choques por encima de la
corchera, en este caso de tu mano derecha contra la de otro nadador en
diferente calle. Sin darte cuenta, a veces das una brazada demasiado cercana a
la corchera elevándola sobre ella y si llega a coincidir esta circunstancia con
la misma en otro nadador de diferente calle, el choque se produce y el golpe
resulta muy doloroso.
Como
detalle gracioso contaré uno observado en los primeros tiempos de mi empeño
natatorio. En ocasiones tropezaba con un señor con pinta de muy pero que muy
veterano, flaco, requeteflaco y con escueto bañador, que se alegraba la
vida de forma insólita haciendo el pino
en el extremo más próximo a los vestuarios, por donde solemos entrar casi todos
al agua. En cada ocasión que alguien entraba en el agua en su calle o alguna
adyacente, en lugar de decirle hola le saludaba haciendo el pino. Se exhibía un
poco sumergiendo su desmedrada figura con un bañador negro y posando sus manos
en el suelo alzaba las piernas descarnadas con los pies fuera del agua por un momento.
Al
principio me pareció la actitud de un loco, aunque pensándolo bien, en
sucesivas ocasiones llegué a la conclusión de que era como un niño gastando
travesuras, viejo pero con corazón de niño, siempre dispuestos a jugar. Al cabo
del tiempo dejé de verle y le eché de menos. Esto sucedía siempre en Playa
Victoria, lo recuerdo bien.
Hace menos
de un mes me sucedió otro pequeño incidente que debo reseñar, del que fui
responsable absoluto, en la piscina del Triángulo de Oro.
Me
encontraba nadando a crol y otro nadador delante de mí lo hacía a espalda, con
gran estruendo de manos y pies contra el agua, a un ritmo más lento que el mío
por lo que me dispuse a adelantarle. Lo hice incrementando mi velocidad y
cuando ya le había sobrepasado me tropecé con otro nadador de frente, por lo
que debí meterme rápidamente en mi derecha para dejarle pasar. Pero una vez en
el carril de la derecha tropecé literalmente con una señora que nadaba
pausadamente lo que me obligó a detenerme, emparedado por la izquierda, por
delante y por detrás por nadadores.
Quien
nadaba detrás de mí no se percató del amontonamiento ni del parón al hacerlo de
espaldas y siguió nadando. Yo debí permanecer quieto por completo, de pie en el
agua hasta que el problema se solventase por sí solo, pero seguí nadando y noté
que mi talón derecho chocaba con algo aunque no le di mayor importancia. Luego,
cuando me alejé nadando escuché pese a mis tapones en los oídos que el hombre
gritaba desaforadamente: ¡me ha dado una patada en la cabeza! Yo seguía nadando
y él gritando lo mismo como si le hubiera matado. Al final me detuve en un
extremo de la piscina y le pedí disculpas a lo lejos y a gritos como él. Aquel
nadador paraba cada poco tiempo y en una de sus paradas cuando pasé a su lado
me detuve, me quité las gafas y me disculpé de nuevo, aunque él seguía
enfurruñado. Lo dejé porque más no podía hacer.
De mis
primeros años de natación en la veteranía recuerdo otra anécdota simpática,
cuando un empleado de la piscina, a quien no conocía de nada, ni siquiera era
el encargado de visar los bonos a la entrada, me espetó un día en los
vestuarios, así de repente: ¡usted!, ¿cuántos años tiene? Yo le respondí un
poco cabreado: ¡quince!, ¿no se me nota?
Ante mi
respuesta airada pasó a explicarse un poco mejor: Lo digo porque si tiene más
de 65 años hay un bono que le sale más económico el baño. Le di las gracias y
quedamos tan amigos.
En este
recuento mínimo de pequeños incidentes en la piscina no podían faltar varias
jornadas natatorias sin ninguno de ellos, lo más corriente en mi práctica donde
lo extraño es que suceda algo remarcable.
En una de
ellas muy reciente recorrí nada menos que cuarenta largos sin más compañía que
una señora gordita y lenta, con el gorro blanco y el bañador negro completo,
previsiblemente madura por sus movimientos acompasados y un tanto torpes.
En la
vuelta 41 irrumpieron nada menos que tres nadadores más en mi calle, hasta ese
momento sumida en el mar de la tranquilidad. Uno de ellos era un estupendo
nadador conocido por coincidir varias veces con él, con bañador negro ajustado,
joven, con largas piernas y brazos que nada preferiblemente a crol pero también
a braza. En ambos estilos es muy rápido y me sobrepasa sin problemas, como le
conozco siempre le espero en uno de los extremos de la piscina cuando voy
nadando a braza y si viene cerca, a crol no espero a nadie, que me pasen si son
más rápidos.
Los otros
dos nadadores eran una mujer y otro chico joven y alto, también con bañador
negro pero mucho más lento que el ya descrito, al que suelo pasar siempre
cuando yo nado a crol y él a braza, también soy más rápido que él nadando ambos
a crol.
Cinco en
una calle comienzan a ser multitud y el nadador más rápido de los dos chicos
optó por cambiar de calle porque dejé de verlo de repente y me quedé con los
otros más lentos. Al cabo, la señora con la que inicié mi sesión también salió
del agua y seguimos el chico, la otra señora y yo hasta el fin de mi práctica.
Hay un
pequeño detalle, más que un incidente un incordio constante, que me ocurre en
cada sesión de natación. Con tantas respiraciones profundas como exige la
natación es necesario que el tubo respiratorio no sufra la mínima oclusión ni
merma de su capacidad. Antes de alcanzar el ecuador de mi práctica actual, es
decir antes de los 32 largos, las flemas comienzan a molestarme en la garganta
y debo realizar esfuerzos por liberarme de ellas. Reprimo el deseo de escupir
con ganas en el agua para librarme de ellas al considerarlo una guarrada,
aunque no se notaría con tanto trasiego de agua y nadadores para acá y para
allá. A cambio, mi pequeña solución, porque no me apetece salir del agua y
llegar a los váteres y escupir allí, consiste en darme uno o dos buenos tragos
de agua y así con ella van al estómago mis flemas, y ya puedo seguir nadando
hasta completar mi tasa diaria.
Hace dos
días, en este otoño dorado madrileño que constituye siempre su mejor estación,
me eché al agua un martes en Playa Victoria con tres personas nadando en mi
calle. Las clases de natación ocupaban sólo dos calles, algo extraño porque
últimamente siempre toman tres para ellos, un abuso ante el cual claman airados
de continuo mis compañeros veteranos de fatigas y yo mismo. Está bien que las
clases ocupen dos calles, pero somos muchos más los que nadamos o chapoteamos a
nuestro aire, por lo que conceder el mismo espacio: tres calles, a diez que
toman clases frente a cuarenta que nadan a su bola es una injusticia
manifiesta.
Decía que
en esta ocasión concreta las calles disponibles para el nado libre eran cuatro,
lo que de entrada me pareció fenomenal. Numerando las calles de izquierda a
derecha según sales del vestuario, yo suelo nadar en la tres o la cuatro, dado
que en la uno y la dos generalmente chapotean los más torpes o más lentos. La
cinco y la seis suelen apropiárselas para clases, y a veces también la cuatro.
En esta ocasión escogí la cuatro donde había tres nadadores y conmigo serían
cuatro. La calle tres estaba mucho más llena.
Comencé mi
práctica a braza como acostumbro y cuando terminé el primer largo y me volví
para el segundo no descubrí a nadie en mi calle, parecía que se hubieran
evaporado de repente. Continué hasta completar mi segundo largo a braza,
fiándome poco de mi escasa vista, con los cristales de las gafas de nuevo
empañados por el vapor, el sudor o lo que sea. Al completar el segundo largo y
comprobar que nadie se cruzaba conmigo ni había tampoco nadie delante ni
descansando en el extremo, concluí que me habían dejado magníficamente solo en
mi calle y aunque fuera por un momento disfruté con ello en mis largos tercero
y cuarto a braza.
Comencé el
quinto a crol pensando que pronto gozaría de compañía en mi calle, bien de
nadadores que se incorporaban al agua o bien de otros que nadaban más apretados
en calles adyacentes y al observar mi soledad decidirían acompañarme para
practicar de forma más holgada nuestro deporte.
Pasé mis
largos siete y ocho, completando los cuatro a crol, y luego seguí con otros
cuatro de braza, y así hasta el veinte completamente solo en mi calle, cuando
un hombre con el bañador a cuadritos rojos se cruzó conmigo. De los nadadores
próximos sólo distingo los bañadores y gorros, y un poco la figura y sus
habilidades nadando, porque como nunca me detengo ni me quito las gafas ni alzo
la cabeza como no sea para adelantar, no les veo bien ni me fijo en ellos salvo
bajo el agua y los identifico principalmente por el bañador.
Al cruzarse
conmigo el hombre del bañador a cuadritos comprobé que era algo lento, y en dos
vueltas más, cuando me tocaba a crol le pasé nadando sin problemas. Seguimos
así Pelé y Melé sin otra compañía, gustosamente, hasta que se cumplió la vuelta
cuarenta y dos, una maravilla de compañía escasa. Yo nadaba más rápido que él a
braza y mucho más rápido a crol. Él nadaba solo a crol sin detenerse y
despacio, por lo que de cuando en cuando debía pasarle.
Llegados a
la vuelta cuarenta y dos, que cubro actualmente en cuarenta minutos, las tornas
cambiaron y se echaron al agua sucesivamente tres cachalotes jóvenes, que me
pasaron zumbando los tres en mis largos a braza.
Por suerte,
el hombre de bañador a cuadros rojos se marchó, tal vez acabada su jornada o de
camino a otra calle donde no le achuchasen tantos nadadores rápidos. Yo me
mantuve en la calle cuatro y si en mis largos a braza sufría con tranquilidad
una lijada tras otra de aquellos cachalotes esforzados y si me pillaban cerca
de uno de los extremos me detenía para que pasasen con mayor comodidad, en mis
largos a crol les mantenía el ritmo sin problema, e incluso a uno de ellos de
bañador negro ceñido, le habría superado cuando nadaba a braza porque su
velocidad era inferior que la mía a crol. Si no lo hice, prudentemente, fue por
evitar líos en mi adelantamiento con los otros dos jóvenes que nadaban a toda
pastilla y que apenas distinguía a lo lejos en la calle como de costumbre.
Durante
veintidós largos compartí con ellos la calle, desde mi largo cuarenta y dos al
sesenta y cuatro que actualmente constituye mi tope. En ese tiempo comprobé con
satisfacción que dos de los tres se detenían de cuando en cuando en uno de los
extremos para descansar: el del bañador negro y otro de bañador blanco con
dibujos verdes, y solamente uno mantenía su ritmo incesante sin detenerse y
siempre a crol. La mayoría de los que nadan todo seguido, con mi honrosa
excepción, lo hacen exclusivamente a crol como vengo observando hace tiempo.
Cuando fui
a nadar esta mañana, ya en septiembre de 2013 y en Playa Victoria, pude
observar un fenómeno insólito hasta el momento para mí. Se trataba de dos
mujeres bañistas que charlaban como cotorras alternativamente en uno y otro de
los extremos de la piscina en donde se detenían a cada largo y seguían su cháchara
sin parar.
Se dirá que
esto no tiene nada de raro y es cierto, ver a dos mujeres u hombres charlando
por los codos en el agua de una piscina es habitual, incluso que hablen las dos
personas a la vez sin escucharse una a la otra, sólo pendientes cada una de
soltar su rollo infinito. Pero que estas dos mujeres siguieran hablando
mientras nadaban ya parece demasiada charla y entra en el terreno de lo
fantástico. Nadaban de un lado a otro y mientras tanto seguían dale que dale a
la lengua. Poco nadarían, diría el otro, y tendría razón. Nadaban de una forma
cómica, sosteniéndose en el agua una de espaldas y otra de frente sin perderse
la cara ni por un momento, y contándose detalles interesantísimos e
impostergables a lo que se ve. De esa manera extraña, moviéndose apenas de un
extremo a otro de la piscina, continuaban su amena charla sin meter ni una sola
vez la cabeza bajo el agua ni importarles un pito ese rollo de la natación.
En una de
las vueltas y revueltas, con ellas dos y yo solos en la calle, llegaron al
extremo de nadar ambas en paralelo en la misma dirección y ocupando todo el
espacio disponible charlando sin parar mientras lo hacían. Cuando llegué
nadando al punto donde se encontraban tuvieron la amabilidad de dejarme mi
parte de calle libre, por lo que pude continuar nadando sin obstáculos. A la
vuelta de mi largo, que iba a crol y por lo tanto bastante rápido, como una
centella diría yo, me las encontré de nuevo a mitad de recorrido en paralelo y
una se movió y me dejó el camino libre.
Eso sí que
era pasión por hablar y hablar. Tal vez eran viejas amigas y no se habían visto
en una temporada y era mucho lo que debían contarse. A mí me dejaron la imagen
imborrable de dos personas nadando y hablando, que parece imposible, pero ellas
me demostraron cuan equivocado estaba.
El mismo
día, ya en el vestuario, escuché a un veterano decirle a otro que él iba todos
los días temprano a la piscina, donde llegaba a las 11 de la mañana y terminaba
su jornada a la una de la tarde. Dos horas, pensé yo, es imposible que
practicase deporte todo ese tiempo con la tira de años a cuestas, por lo que su
ocupación incluirá probablemente tomas amables de sol en el espacio anexo a la
piscina con césped y árboles. Allí acostumbran asolearse muchos veteranos en
primavera, verano y otoño, incluso en invierno si hace un buen día. Su jornada
mañanera incluirá algo de piscina y bastante charla. Es una forma mejor que
muchas otras de pasar la mañana haciendo su poquito de deporte para mantenerse
en forma.
La jornada
de dos horas, le explicó a su amigo, concluía tomando un vinito con los amigos
en un bar llamado La plazuela, situado muy cerca de la piscina, donde como
aperitivo te daban una barra de pan, no sé si lo dijo en sentido figurado o
real, que hoy día se les ocurren multitud de estratagemas en los negocios para
atraer clientes. El informante añadió a continuación que con dos vinitos o
cañas que tomases ya habías comido, quedando implícito que se debía a la
enormidad de las tapas que servían en dicho establecimiento.
Uno va
logrando sin querer una culturilla escuchando a los demás en el vestuario de la
piscina. Así te enteras de los restaurantes donde se come bien y mal de las
cercanías, siempre con el dinero tasado, que en esto coincidimos todos los
jubilados, muy pocos millonarios como se sabe.
El amigo
del informante pasó a contarle un tropiezo con otro veterano conocido de ambos
a quien llamaban en broma “El mudo” por lo mucho que hablaba, que era
insoportable según coincidieron, y lo mejor parecía huir de él en cuanto le
veías o te reventaba charla que charla, sin parar.
Y sobre el
tema de hablar se me ocurre que el mayor negocio del mundo es el teléfono y
desde que este es móvil y se puede llevar a cualquier parte mucho más. Eso le
permite a la gente darle a la húmeda como dicen los castizos madrileños sin
tasa, a todas horas y en todos los lugares, ya sea andando, en el metro o
autobús, siempre cumpliendo necesidades perentorias con la charla, como
informar a otro del punto exacto donde te encuentras, en la esquina de tal y
tal calle, y que ya voy para allá. Con ello, algunas empresas de comunicaciones
y docenas de ejecutivos se cubren literalmente de oro.
Charlar ha
sido a lo largo de la historia una forma divertida y agradable de pasar el
rato, ya sea gastando bromas, quejándose de infortunios en el trabajo, con la
mujer o los hijos, despellejando cuidadosamente a los vecinos, amigos y
familiares, arreglando el mundo, pergeñando una magnífica selección nacional de
fútbol sin ser entrenadores o soltando tonterías o barbaridades sin cuento. El
hecho de hablar, de comunicarse, define a la especie humana. Hasta hace pocos
años, hablar sin tasa no costaba un céntimo, bastaba con tener alguien delante,
incluso aunque no te escuchara, para soltar el trapo y hablar y hablar. Quien
estaba enfrente podía ser persona tranquila y oidora amable, como si te
atendiera, o bien charlatana como tú y que no parase mientes en nada de lo que
dijeras, atenta sólo a soltar su perorata más o menos estúpida o intrascendente
que la tuya.
Pero los
inventores de los teléfonos móviles, que en unos años han logrado venderlos en
el mundo entero a precio asequible para todos los bolsillos, consiguieron que
pareciera necesario contar cada persona al menos con uno de ellos y hablar y
hablar y hablar convirtiendo en millonarias a las empresas que gestionan la
telefonía móvil. Sólo Telefónica, gracias a su dominio anterior como
detentadora del monopolio de teléfonos en España, creo que cuenta en nuestro
país con 50 millones de móviles, más que habitantes somos en la actualidad, por
lo que tocamos a más de uno por persona. Otra persona debe tener el mío, porque
yo paso de eso.
Me resisto
a esta moda y ni he tenido ni tendré un teléfono móvil. En mi casa cada cual
cuenta con el suyo: mi mujer, mis dos hijos y mis dos nueras, pero yo me
resisto porque con cinco móviles para seis personas digo yo que es suficiente.
Mi nieta Leyre no tiene porque es muy pequeña.
Sigo
poseyendo el teléfono fijo de toda la vida y con él me comunico, además del
correo electrónico, una novedad que me parece interesante desde su aparición
por la instantaneidad que procura. Internet me parece formidable para la
comunicación vertiginosa y mucho menos para la información sobre temas variados
por su exceso.
Si me pongo
a mirar en la bola mágica que predice el futuro, creo que los teléfonos móviles
acarrearán en una sola generación la caída del mito del ascenso permanente de
la esperanza de vida. Es decir, por su culpa y uso generalizado no seremos
todos cada día un poco más viejos sino que palmaremos antes.
Igual que
el mito de que la Bolsa subiría y subiría cada día más sin bajar nunca, como el
precio de los pisos y del crecimiento económico creciente año tras año se
tornaron falsos, como demuestra la última crisis económica mundial que
padecemos desde hace años, que nos llevará veinte o treinta años hacia atrás,
con pérdida en el camino de algunos grandes logros sociales ostentados con
orgullo por buena parte de los países occidentales incluido el nuestro, como
enseñanza y sanidad públicas gratuitas y universales, medicinas gratis para
tratamientos hospitalarios, enfermedades crónicas y jubilados, y muchas otras
más ya casi olvidadas que sustentaban la conocida como sociedad del bienestar
de la que nos debemos ir olvidando porque según los que mandan sale muy cara. Y
yo digo, si sale cara que suban los impuestos, en especial a los ricachones y a
las empresas, los que tienen más dinero y con los que el fisco se muestra más
complaciente y les saca menos del bolsillo, otra injusticia de las que hay
ciento, sólo machacando a las clases media y obrera, las más numerosas y
castigadas.
Si el
crecimiento económico no puede ser siempre creciente, tampoco la esperanza
media de vida crecerá desde los niveles actuales hasta 100 ó 120 años en el
futuro.
El teléfono
móvil, con la carga enorme de estrés que conlleva su uso continuado, día y
noche todos los días del año, sin reparar en fiestas ni compromisos de ninguna
clase, logrará rebajar dicha esperanza de vida en varios años en una sola
generación. Lo que pueda lograr como agresión constante a la salud humana en
varias generaciones lo ignoro, aunque temo que su influjo perverso en la salud
resulte enorme a la larga. Yo no lo veré, pero mi pronóstico queda en pie.
Muchas
personas se autolimitan el descanso de móviles y otros aparatos a escasas horas
nocturnas lo que consigue incrementar el estrés de la población mundial, y este
incremento se pagará, tarde o temprano, en la disminución de los años de vida.
Que el
estrés mata lo saben los médicos y también los pacientes y hasta los sanos.
Mata en forma de accidentes de circulación y cardiovasculares, producto del
deterioro de la circulación sanguínea, en incremento de cánceres y mil formas
más con que el organismo protesta contra la ansiedad persistente.
¿Por qué
viven más los habitantes de zonas rurales que los de ciudades? La respuesta
parece evidente. En las zonas rurales la alimentación es más sana en general
aunque pueda resultar menos variada, el ambiente está infinitamente menos
contaminado de ruido y de polución, y el ejercicio físico continuado, no
extenuante, mantiene al cuerpo en buena forma física. Y por encima de todo no
existen agobios de tiempo. No hay un tiempo marcado para realizar cada tarea y
la palabra estrés no se incluye en su diccionario, por suerte para ellos.
Que más del
60 por 100 de la población mundial vaya a residir dentro de sólo veinte años en
ciudades, como aseguran recientes informaciones, es otro indicio claro de que
la esperanza media de vida caerá en picado en el futuro.
Lo dicho, a
la larga los teléfonos móviles resultarán tóxicos para la población. Por eso y
por otras causas yo no los uso y pienso mantenerme en mis trece hasta la
muerte, aunque esté menos o peor comunicado que el resto del mundo. Hace
treinta años vivíamos tan ricamente sin teléfonos móviles y a la fecha algunos
lo seguimos haciendo. Paso de ese invento maravilloso que fomenta el chisme y
el cotorreo hasta niveles estratosféricos.
Caminar por la ciudad
Los bípedos
humanos caminamos desde niños para desplazarnos de forma natural durante toda
nuestra vida si carecemos de impedimentos físicos que lo dificulten. En
principio, por tanto, es un deporte que se practica sin que uno se dé cuenta,
pero no pasa a serlo de verdad hasta que la persona llega a plantearse que
caminar con alegría, con ritmo, es bueno para la salud y se propone hacerlo
bien, a conciencia y con regularidad. Lo de caminar con ritmo tiene su
importancia porque sin él no estaremos practicando deporte sino paseando.
¿Acaso es malo pasear?, preguntará alguien con razón; yo no puedo afirmar tal
cosa, pero en todo hay categorías: pasear es bueno, pasear con ritmo es mejor,
y pasear con ritmo y regularidad, preferiblemente todos los días, resulta óptimo.
El paseo
panorámico, que practico cuando Pilar viene conmigo a pasear, es el que a ella
le gusta y consiste en ir mirando cosas, distraída, con detenciones esporádicas
y algo de charla de cuando en cuando porque si no se aburre. Y por supuesto
nada de ritmo vivo, eso no es para ella, ni le gusta ni está dispuesta a
esforzarse demasiado andando.
El paseo
panorámico no es igual que mirar escaparates, otro de los deportes preferidos
de muchas mujeres que Pilar no practica en exceso cuando voy con ella porque
sabe que me repugna, aunque siempre prefiera en el paseo urbano las calles más
comerciales, que exhiben en sus escaparates variadas prendas de vestir y
objetos de necesaria, casi imprescindible compra inmediata.
Caminar con
ritmo sólo puede hacerlo uno en solitario, por la sencilla razón de que nunca
van a coincidir los ritmos de dos personas, y por tanto mejor ir solo. Yendo
solo, con ropa cómoda en invierno y verano y calzado adecuado, braceas a tu
aire sin ningún obstáculo y sin forzar en exceso. No puedes ni debes agobiarte
y exigir demasiado a tu corazón y a tus piernas, porque si lo haces nunca
podrás llevar la respiración rítmicamente adecuada a tus condiciones físicas.
Si cada dos por tres necesitas tomar aire suplementario porque con la respiración
de cada paso no es suficiente es que lo estás haciendo mal.
El tiempo
empleado en realizar las caminatas con ritmo varía de persona a persona, según
su resistencia y su forma física. Si has sido siempre deportista, como algunos
amigos míos veteranos, puedes llegar a hora y media o dos horas diarias,
incluso más. En mi caso concreto, la práctica oscila entre 50 minutos y una
hora diaria que algunos considerarán excesivo y otros demasiado poco, pero creo
que es lo justo y adecuado para mí.
Desde mi
casa me he marcado dos itinerarios: uno al Norte y otro al Sur, y los alterno
con mis dos sesiones de natación semanales, en las que ya camino hasta la
piscina de ida y vuelta a casa por lo que no salgo a caminar esos días.
El
recorrido del Norte transcurre por la calle Infanta Mercedes en dirección a
Plaza de Castilla, bordea la piscina del Triángulo de Oro, Capitán Haya y Plaza
de Castilla, que cruzo en dirección a Pío XII y abandono para girar a la
derecha en una calle cuyo nombre nunca recuerdo. Sigo bordeando el parque del
Canal de Isabel II y continúo por Padre Damián, paso por el lateral del estadio
de fútbol Santiago Bernabéu, propiedad del Real Madrid y donde juega
habitualmente. Cruzo el Paseo de la Castellana y paso al lado del Palacio de
Congresos, coronado por el maravilloso y colorido mural de Miró ya en mi calle.
Finalmente adquiero el periódico y el pan siempre, y si es preciso realizo
otras compras menudas, sobre todo comestibles en comercios de proximidad.
Después arribo a casa, sudado como un pollo pero feliz, e inicio mis tareas
escritoras del día, tras la meada e ingesta del vaso de agua correspondientes.
El paseo al
Sur transcurre por Comandante Zorita, cruce de Raimundo Fernández Villaverde,
sigo por Ponzano hasta girar a la izquierda por Santa Engracia, alcanzando al
cabo la Glorieta de Iglesias. Nuevo giro a la izquierda para llegar a Alonso
Cano que sigo hasta el final en mi calle, la Avenida del General Perón, el que
fuera presidente de la República Argentina largos años del siglo XX, un
generalote a quien sucedió en la presidencia su segunda mujer, Isabelita Perón,
antigua chica de cabaré como la primera, la inefable Evita, trágicamente muerta
en olor de multitudes y de la que tanto se ha escrito como abogada de los
pobres y desheredados.
Ya en
nuestros días, Nestor Kirchner se presentó a las elecciones para la presidencia
de Argentina y las ganó, y una vez muerto, su mujer, Cristina Kirchner le
sucedió en el cargo que sigue ostentando en octubre de 2013. Es curioso en un
régimen considerado formalmente como república ese amor casi monárquico
mostrado por ciertas dinastías por perpetuarse en el poder.
Yo siempre
me he considerado un tipo raro porque no sudaba apenas, hasta que me decidí por
caminar a ritmo todos los días de la semana que no ocupase en jugar a la
petanca, que suelo practicar los sábados en la mañana, ni en un paseo
panorámico con Pilar de acompañante los domingos ni en ir a nadar. En total son
tres días a la semana los que ocupo en pasear. En estos días camino a toda
mecha y sudo bastante, ya sea invierno o verano. Pudiera ocurrir que en
invierno sudase más pese al frío, o precisamente por él que me obliga a salir
abrigado y luego cuando rompes a sudar y no hay quien te pare casi toda la ropa
te sobra.
Cuando
estoy a punto de dar por terminado este boceto del veterano nadador es invierno
y salgo a dar mi paseo enérgico entre las ocho y media y las nueve de la
mañana. En este tiempo hace frío, de 2 a 5º C pero me abrigo y me lanzo al
paseo. No me pongo el abrigo de plumas porque voy a hacer deporte y si lo hago
sudo en exceso y lo paso mal. La nariz y las manos se me quedan heladas, y
moqueo cada poco, por lo que he de pensar en llevar abundantes pañuelos de
papel desechables para enjugar la moquita. El sistema de algunos deportistas de
sonarse las narices al aire me parece sencillamente repugnante y nunca lo
practico, eso es más de campo que de ciudad. Pese a ser invierno sudo lo mío
pero no me importa porque es lo natural. Gasto dos pañuelos por sesión. Llego a
casa siempre cansado pero feliz por el esfuerzo.
Una pequeña
molestia que me sucede de continuo consiste en que se me sueltan los cordones
de los zapatos en cada paseo. Yo siempre he usado zapatos con cordones, pienso
que si los llevara sin ellos el pie iría más suelto y caminaría peor, por no
hablar del riesgo de sufrir dolorosos esguinces de tobillo a nada que el
terreno variase o pisara mal.
En el
pasado, mis tobillos temblequeantes han sido causa de accidentes dolorosos
saldados con esguinces, debido a mis tobillos frágiles por culpa de unos
tendones excesivamente laxos. Correr por terrenos accidentados, lo que en su
juventud cada persona ha hecho muchas veces, se ha saldado en mi caso a veces
con dolorosos esguinces con hinchazón y derrames en la zona y obligado descanso
aplicando hielo y potingues variados. He sufrido varios esguinces en ambos
tobillos a lo largo de mi vida y Pilar se ha llevado más de un susto al ir
caminando conmigo por la calle tranquilamente y de pronto, sin motivo aparente,
uno de mis tobillos cedía y yo caía momentáneamente recuperándome de inmediato
sin daño alguno.
Por
fortuna, desde que llevo instalado en la veteranía, más de diez años como
mínimo, esos pequeños accidentes no me suceden. Yo lo achaco al endurecimiento
de mis tendones por la edad, por eso digo a veces que lo único que mejora con
la edad son los tendones laxos, que se endurecen inevitablemente y pasan a
serlo un poco menos, mejorando infinitamente su condición respecto a cuando el
individuo era joven.
La vida
está hecha de pequeños detalles y quisiera apuntar aquí a uno de ellos, que
consiste en subir y bajar siempre las escaleras de mi casa andando. En las tres
casas donde he vivido en Madrid, una sola durante mi vida de soltero en
Francisco Silvela y dos de casado ambas en General Perón, ha coincidido que era
un segundo piso. De joven recuerdo subir en ascensor y bajar siempre dando
saltos, los hermanos, amigos y yo mismo, que abarcaban de un descansillo al
otro apoyándonos en el pasamanos, con gran escándalo y cabreo de los vecinos ni
tan jóvenes ni tan alocados como nosotros.
Ya como
hombre maduro abandoné los saltos, pero comencé a subir y bajar las escaleras
andando porque era muy sano, al constituir un gran ejercicio para las rodillas.
Salvo que suba muy cargado de la compra siempre asciendo las escaleras, que en
este momento son 41 escalones, andando y pisando los escalones de puntillas,
nada de apoyar la planta del pie entera, y bajar por descontado que lo hago
andando. Son varias veces al día y muchas al año, lo que constituye un gran
ejercicio que no se debe desdeñar.
Cuando
regreso de mis paseos enérgicos y de la natación también subo las escaleras
andando pese a encontrarme cansado, y las rodillas sé que me lo agradecen.
En
primavera y verano, con camisa y pantalón cortos y siempre por la sombra, rompo
a sudar a los 20 minutos más o menos, y ya continúo hasta finalizar el paseo
realizando las compras nimias diarias y llegar a casa, donde descanso, me
relajo y escribo, una tarea reservada a las mañanas en que me encuentro más
despejado, con la mente abierta y sin contaminar por noticia alguna, política
ni deportiva ni de ninguna otra clase.
Por las
mañanas nunca escucho las noticias por la radio, ni miro la tele ni veo
Internet por el ordenador. Para escribir, por escasa y torpe que resulte mi
cosecha diaria de palabras, preciso silencio y ausencia de estímulos
exteriores. Sólo de esa manera puedo pensar hacia dentro, lo que equivale a una
búsqueda incesante en mi almacén de palabras y conceptos que sirvan de la
manera más precisa a lo que en esos momentos se cocina en mi cacerola
escasamente cubierta: este relato del nadador veterano.
En la escritura
como en mis lecturas siempre llevo adelante varios proyectos, aunque uno sea el
prioritario y al que dedico más tiempo y esfuerzos.
El proyecto
de ahora mismo, en esta mañana de verano esplendorosa en la playa con el mar
esmeralda al alcance de la mano, con sus olitas apacibles, como domesticadas
para que los veraneantes gocen de él saltándolas y dando gritos de alegría,
zambulléndose y chapoteando, consiste en preparar un boceto del relato de un
hombre que apenas sabía nadar pero pese a ello se lanzó a la piscina, es decir
yo mismo.
Mientras me
esfuerzo en escribir a mano y con boli sobre hojas cuadriculadas, los niños en
la playa y también algunos mayores bucean con gafas y tubo, incluso utilizan
aletas los más lanzados, entrando al agua torpemente de frente y alzando mucho
las piernas con los pies enfundados en las aletas, en lugar de hacerlo
caminando de espaldas al agua y arrastrando los pies hasta que puedes lanzarte
a nadar de frente como hacen los que saben.
Los torpes
nadan con gafas y aletas incluso con fondo de arena y apenas un metro de
profundidad, donde antaño pululaban los pececillos y ahora no queda ni uno solo
como muestra de que nuestro querido mar Mediterráneo siguiese vivo.
El proyecto
de ahora mismo, que se me va la olla ante tamaña hermosura, consiste en ver si
soy capaz de escribir un mínimo de 150 páginas una vez pasadas a ordenador, a
doble espacio y cuerpo 12, que es lo habitual en mí. Las razones de esa
cantidad son claras: es el mínimo para que un libro tenga suficiente entidad
para poder ser editado algún día. Eso si alguna editorial decide que uno de sus
lectores profesionales emplee su tiempo, siempre precioso y costoso, en leer
este cúmulo de experiencias de un veterano del 47, una cosecha espléndida, y
valorarlo positivamente, que si no le gusta lo arrojarán a la papelera,
hastiados tal vez porque un mentecato más, en este caso yo mismo, les haga
perder su tiempo con papelotes mal escritos que nunca serán editados.
El lector
común apresurado pensará, con toda razón, que escribir bien no consiste en
juntar palabras, dejar caer un montón de comas como si lloviera, colocar verbos
inanes y sobados de la peor manera posible y de todos conocidos, como haber,
tener, hacer y unos pocos más, con los que se pueden fabricar cientos de frases
perfectamente prescindibles.
El oficio
de escribir, incluida la ilusión por escribir de los aficionados como lo que
esto suscribe, es harto complejo, endiabladamente difícil si se me permite
decirlo, tanto si se trata de relatos de ficción, los más numerosos y arduos,
como si el intento transcurre por derroteros más llanos, que no simples:
escribir relatos de hechos verídicos, conocidos o vividos de primera mano por
el autor.
Se trata de
interesar con hechos nada relevantes, nimios, mínimos, que cualquiera de mis futuros lectores sea capaz de sentir y
entender como propios. Los personajes no resultan raros ni insólitos, ni llaman
la atención por la calle perorando sobre el próximo fin del mundo, con un
sombrero verde de copa en la cabeza ni zapatones ni vestimenta de payaso para
llamar la atención. Tampoco el ambiente en que se desarrollan los hechos, por
llamarlos de alguna forma, y la trama inexistente resultan especialmente
atractivos ni novedosos ni únicos. Los personajes no viven en los fabulosos
mares del Sur, ni gozan de aventuras en la Antártida helada, ni en un mundo
inventado poblado de gnomos y ninfas del bosque, ni malviven en el 2080, ni
mucho menos coleccionan cadáveres de sus víctimas o corazones traspasados de
sus amoríos como quien junta sellos raros.
El
personaje protagonista de mi historia es un hombre como tantos otros, veterano
de mil batallas de la vida que ha ido sorteando con no poco esfuerzo y gran
fortuna, con más batallas perdidas que ganadas, pero con el orgullo del
superviviente que nadie le puede arrebatar. No es tonto del todo aunque a veces
lo parezca, ni tan listo como se cree a la menor ocasión. Su cultura
universitaria resulta superior a la media, pero su cultura vital parece
claramente inferior a la de sus congéneres y compañeros de fatigas de parecida
edad que debieron trabajar desde niños y no tuvieron más escuela que la de la
calle y las duras tareas laborales. Él se mantuvo protegido en el ambiente
familiar y disfrutó de escuelas, del Instituto y luego de la Universidad, donde
adquirió una cultura consistente, reafirmó sus valores morales, dio rienda
suelta a sus ansias de libertad y democracia pagando su precio por ello y logró
salir vivo como tantos compatriotas de una dictadura opresiva y feroz que sembró
de muertos y exilados la guerra y la posguerra, y de famélicos empobrecidos la
vida española durante los 36 años siguientes a la culminación de la Guerra
Civil, cuando el dictador crudelísimo tuvo a bien morirse en su cama como un
bendito a punto de ser santificado (su hermana lo propuso seriamente), para
alegría de muchos y desesperación de sus seguidores que tal vez le creyeron
eterno.
Volviendo a
la idea de caminar con energía diré que dicha actividad nada tiene que ver con
la natación que indica el título de este relato, pero sí con la condición
física del sujeto en cuestión, que mejora con cualquier tipo de práctica
atlética y con unas prácticas retroalimentando a las otras: cuanto más camino
más ganas tengo de nadar y viceversa.
Uno nunca
se plantea grandes cosas cuando se lanza alegremente a andar y decide hacerlo
todos los días que pueda. Yo caminaba de cuando en cuando desde hace mucho
tiempo, pero el impulso definitivo me lo di yo mismo tras superar un terrible
herpes zoster que me azotó los meses de junio y julio y la primera quincena de
agosto del año 2012, precisamente en el año de mi jubilación, cuya fecha
exacta, el 10 de julio, me pilló con el virus maldito enseñoreándose de mi
cuerpo y haciéndome padecer como ninguna otra enfermedad o dolencia lo ha
conseguido en mi vida. Todo ello lo he relatado en detalle en un libro
anterior.
Mi sobrina
Andrea, que es médico, me comentó una vez superado el mismo que el virus del
herpes zoster se come directamente los nervios, y de ahí los dolores que
provoca tan continuados, atormentadores, tenebrosos, casi enloquecedores a
ratos, que te origina sufrimientos indecibles de día, pero especialmente de
noche, cuando como dice el tango famoso: “el músculo duerme, la ambición
descansa.”
Superar el
maldito herpes zoster me reafirmó en mi idea previa de que era preciso mantener
la salud como principal activo en lo que me restase de vida, ya fueran dos
meses, dos años o catorce, que eso nadie lo sabe.
Con mis 66
tacos a cuestas, disfruto la enorme fortuna de no padecer enfermedades ni por
tanto precisar medicamentos para nada. Igual puedo consumir un café que un vaso
de vino, un dulce que una copita de aguardiente, una fabada que un plato de
callos. Eso no quiere decir que deba abusar en mi ingesta de ningún producto
dada mi edad, pero yo solo me impongo las limitaciones pertinentes por mi
juicio, curtido en mil pequeñas batallas personales. No sufro exceso de
colesterol ni la tensión alta ni baja, mi corazón anda bien y me siento feliz y
sano. Tocaremos madera para que esto dure lo más posible.
Natación en el mar
El
contrapunto lógico y complementario a mi natación en piscina lo representa la
natación en el mar que me ocupa cada verano, especialmente en mi amado
Mediterráneo. Lo descubrí con diez u once años, a finales de la década de los
años 50 del siglo pasado, cuando mis padres nos llevaron a veranear alquilando
una casita en la playa de un pueblín minúsculo al Sur de Alicante llamado La
Mata, en realidad una pedanía de Torrevieja.
Recuerdo mi deslumbramiento al avistar el mar por
primera vez, sentarme en la playa y contemplarlo: tan ancho, tan hondo, tan
hermoso. Quedé impresionado de su vastedad, de su rugido constante y de que
nunca permaneciera quieto. En aquella etapa de mi niñez yo era un chico
sensible, un tanto ensimismado y melancólico, y la grandeza del mar me dejaba
silencioso y extasiado cuando me sentaba a contemplarlo. Desde la lejanía de
los años, esas son mis primeras impresiones confusas y duraderas.
Aprendí a
nadar y a bucear yo solito en el mar. Al principio a braza y cuando veías a los
amigos nadar a crol pues también intentabas imitarlos y poco a poco lo ibas
consiguiendo.
La
excelente temperatura del agua del Mediterráneo en verano te permite alargar el
baño por horas y rápidamente logramos amigos con los que nos bañábamos de día y
de noche, especialmente cuando lucía la luna llena, tonteando, salpicándonos y
nadando a lo perrito o de cualquier manera.
Por largos
años, mis padres mantuvieron la costumbre de alquilar una casa en el pueblito,
que por entonces no tendría más allá de 20 ó 30 casas: la Calle Mayor, la Calle
Alta y tres o cuatro cortas transversales. Las casas no tenían agua corriente.
Una de las casas donde estuvimos más años se llamaba La Purísima, cuyo
propietario era el Tío Mellizo, un pescador que poseía un barco grande del
mismo nombre que la casa, varado en la arena de la playa que un día vimos
remolcar hacia su desguace, y una barca pequeña, con su vela latina, en la que
en una ocasión su dueño me llevó a dar una vuelta inolvidable por el mar a la
caída de la tarde, llegamos hasta el Cabo Cervera, que separa La Mata de
Torrevieja, y volvimos. El Tío Mellizo además de gran pescador era un excelente
cocinero y preparaba un arroz al caldero mítico, que cocinaba gratis para la
familia de veraneantes que lo demandase con la sencilla exigencia de dos
gavillas de sarmientos de vid para su cocción y arroz de Calasparra. En la
casa, cuyo comedor adornaba sus paredes con grandes fotografías de los
antepasados del propietario y de su mujer, había un pozo de agua, salada como
el mar, que sólo servía para enfriar las sandías y las bebidas en verano y lavarnos
los pies de la arena de la playa. Un hombre llamado Romanín pasaba por las
casas vendiendo agua potable de un pozo suyo, en una cuba colocada sobre un
carro del que tiraba una mula. Según tus necesidades te servía dos o tres
medidas de agua potable, dura y con mucho sabor, y había que economizarla y
usarla por entero para beber.
De esa
forma continuamos visitando el mar todos los veranos diez o quince años
seguidos. Luego pasaron los años sin sentir y se encadenaron mis estudios, la
mili, el primer trabajo y mi boda con una asturiana, mi querida Pilarina, que
al cabo de 39 años cumplidos de casados, que no está mal, sigue felizmente a mi
lado y en su día me llevó al Cantábrico en el verano. Primero a Gijón, donde
vivían sus padres y con quienes compartíamos casa, y luego a Villaviciosa de
donde procedía su padre, un pueblo precioso con el mar a 10 kilómetros. Allí
alquilábamos una vivienda, ya con nuestros dos chicos dando guerra, y ese
trasiego por el Norte me ocupó quince veranos más o menos.
Ya dije que
en el Cantábrico no hay manera de nadar como no seas de por allí y tengas el
cuero duro, acostumbrado a la frialdad de sus aguas. Yo chapoteaba a mi aire,
pero a la dificultad de nadar por mis escasas habilidades y la frialdad del
agua se unía el nerviosismo de los socorristas, siempre atentos y pitando
continuamente para orientar a los bañistas y prevenir accidentes. Con la marea
caprichosa siempre subiendo o bajando controlar a todos los bañistas de una
playa tan grande como la de San Lorenzo de Gijón resultará una tarea ímproba,
lo admito. Los numerosos socorristas, siempre en pareja como la Guardia Civil
de antaño por las carreteras, se mantenían atentos y en movimiento perpetuo.
Aparte de marcar con banderas rojas las zonas prohibidas al baño aunque ondease
bandera verde, marcaban también las zonas reservadas para surfistas, ahora muy
numerosos pero sospecho que en aquellos años 70 eran más bien escasos. La
solución para todo el que se desmandaba era atizarles pitazos con un silbato, y
a todo el que nadaba un poco más adentro de lo normal le aplicaban la misma
dosis de pito. A mí no me pitaron nunca. Aparte de no bañarme en zonas
prohibidas nunca me adentraba en el mar. No sabía más que sostenerme en el agua
y me daba miedo su frialdad porque pensaba, tal vez sin motivo, que con esa
temperatura tan fría podría darme un calambre en cualquier momento, siempre
dolorosos. Peligro no sufría en cualquier caso, al tener la precaución de no
nadar apenas en zonas donde el agua me cubriese por completo.
Tras el
largo paréntesis veraniego del Cantábrico, un año volvimos a mi amado
Mediterráneo. Por varios años alquilamos durante el verano una casita pegada al
mar en un paraje llamado Playa Flamenca, situado al lado de La Zenia, al sur de
Torrevieja. Allí seguimos disfrutando de la placidez y agradable temperatura
del agua del mar, y gozamos de la compañía de mi primo Sebastián y de su mujer
Mari Jose, con sus tres chicos, varones como los nuestros: Jorge, Jaime y
Rubén, tan cariñosos y agradables como sus padres. Por estar junto a ellos
volvimos a aquellos parajes y con ellos disfrutamos muchos buenos ratos y
largos baños en la playa.
En Playa
Flamenca, pegada a La Zenia con la que compartía playa, pasamos unos veranos
gozando de la placidez y agradable temperatura del mar Mediterráneo.
Poco
después, una carambola del destino puso en nuestras manos de forma inesperada
varios millones de pesetas con los que pensamos de inmediato comprar algo,
aunque no sabíamos el qué.
Visitamos
de nuevo La Mata al cabo de no sé cuantos años y estaba cambiada, por
descontado, aunque sus magníficas playas se mantenían, como el paraje protegido
de las salinas de La Mata, al Oeste, del otro lado de la carretera que unía
Cartagena con Alicante por la costa. Allí estaba prohibido edificar, igual que
en la pinada entre La Mata y Guardamar del Segura, el pueblo situado al Norte
donde desemboca el río Segura, que riega la huerta murciana y parte de la
alicantina en su curso bajo, que se conoce como Vega Baja del Segura con
Orihuela como principal ciudad, antaño murciana. Tampoco era posible edificar
en una inmensa finca propiedad de las Salinas de La Mata, o sea del Estado,
llamada Finca del Molino de Agua, situada al Sur, en dirección a Torrevieja. De
ese modo, La Mata se encontraba, ayer y ahora, en una especie de isla protegida
de los desmanes urbanísticos por los tres costados, y a su frente el mar. Todo
ello preservaba el espacio vital, físico del pueblo y de sus habitantes, y
logró evitar hasta hoy la aparición de moles monstruosas pegadas al mar, como
ha ocurrido en sitios tan cercanos como Alicante capital, Benidorm y la
extensión infinita de chalés adosados en los terrenos yermos de Torrevieja,
nuestra ciudad de referencia, que ha crecido hasta superar ya los 100.000
habitantes y hace años su alcalde dijo públicamente que nada de Crecimiento
Cero, es decir, que aspiraba a seguir creciendo y llegar a emular a Benidorm,
el ejemplo a seguir según él. El horror de la urbanización monstruosa de
Torrevieja nos toca de cerca aunque no alcanza este rincón recoleto y magnífico
nuestro, encerrado entre playas enormes, salinas y pinada.
Bueno,
decía que mi playa y entorno maravilloso de La Mata los conocía desde niño y
para mí no constituían una novedad, pero Pilar era un poco nueva aunque también
lo conocía de visitarla algunos años. Animados a buscar un refugio playero allí
mismo nos pusimos a buscar un sitio donde comprar un apartamento. A sus
encantos naturales, aquel lugar unía que se practicaba la petanca, mi deporte
con el que vengo disfrutando casi treinta años.
La casa de
nuestros sueños debía estar en el casco histórico del pueblo, bien pequeño,
para que en cualquier época del año tuviésemos cerca los servicios básicos:
panadería, alimentación, farmacia, el único banco del pueblo, accesorios de
playa y todo a cien, carnicería, pescadería, cafeterías y restaurantes.
Concluimos lógicamente que esos requisitos sólo los cumplían las viviendas de
la Plaza donde se ubica la iglesia, y la Calle Mayor, que además podrían unir a
ello las bellas vistas al mar.
Miramos
primero un bloque nuevo situado encima de la playa, demasiado encima para
nuestro gusto, por lo que albergamos serias dudas sobre si estaría inmerso en
la Ley de Costas por su cercanía al mar y pudieran declarar ilegal su construcción
en cualquier momento. Además, los apartamentos eran demasiado caros. En el
edificio de cuatro alturas más ático, las viviendas que miraban al mar costaban
ocho millones de pesetas los apartamentos de dos dormitorios de la primera
planta, nueve los de la segunda, diez los de la tercera y once los de la
cuarta. Los áticos como de costumbre eran mucho más caros por las vistas y las
terrazas enormes, aunque siempre son los más afectados por las inclemencias del
tiempo al no estar protegidos por otros pisos. Total, que no nos convencieron y
los desechamos.
Pasamos
luego a mirar otro edificio situado en la Calle Mayor, asimismo de nueva
construcción y justo a espaldas del anterior bloque de viviendas, que le comía
todas las vistas y la brisa refrescante. La vivienda en sí nos pareció bien
salvo el detalle de la cocina americana, con acceso directo al salón, que no
nos gustó mucho porque aunque exista extractor de humos al cocinar te llena el
salón de olor a comida quieras o no. En el precio tampoco nos pusimos de
acuerdo, pese a que el constructor era amigo mío desde mi juventud, y aún así
me trató como a cualquier desconocido despistado que buscase adquirir un
apartamento.
Al final
fuimos a dar con otro edificio nuevo por completo, erigido frente a la playa
con la plaza enlosada por medio, con palmeras y bancos. Es decir, si nos
decidíamos por alguno de los apartamentos que daban al mar teníamos asegurado
en el futuro que nadie iba a poder levantar un edificio delante del nuestro
porque la plaza pública con la iglesia a un lado es sagrada.
Miramos y
remiramos apartamentos en este edificio, casi todos vacíos, y desechamos de
inmediato los de la parte trasera orientados a Poniente, pese a que costaban la
mitad justo que los orientados al mar y a Levante. El motivo es que el calor en
ellos resultaría insoportable en verano, con el sol dándoles de manera
inclemente toda la tarde sin obstáculo alguno y sin brisa que los refrescase.
Los que nos gustaban orientados al mar tampoco resultaban baratos, pero nos
atrevimos a comprar uno de dos dormitorios y una plaza de garaje en los sótanos
del propio edificio con entrada por la calle trasera.
Nos gustaba
el tercero, pero al final acabamos en el cuarto que sólo tenía encima un ático
precioso, enorme, pero demasiado caro para nuestro presupuesto.
El
apartamento es una maravilla, está frente al mar y si madrugas a las siete de
la mañana en verano puedes ver desde el dormitorio principal como la enorme
naranja emerge del mar dejando caer las gotitas de agua derivadas de su
inmersión. Una terracita con balaustrada que mantengo impecablemente pintada de
blanco brillante constituye nuestra habitación preferida en verano. En ella
comemos y cenamos y pasamos el día disfrutando de las bellas vistas y de la
suave brisa marina, que al tratarse de un cuarto piso siempre sopla ligera o
furiosamente en los levantes. El sol pega de lleno en la terraza de mi casa
hasta las dos de la tarde, las doce solares, y a partir de ese momento
disfrutamos de sombra agradable hasta el día siguiente.
Contemplar
el mar desde lo alto es un espectáculo fascinante. Ahora mismo cuando escribo a
las diez y veinte de la mañana el sol cabrillea con millones de puntos
luminosos que juegan con las olas revelando sus secretos ocultos a los
minúsculos ojos infinitos de sus habitantes.
A mediodía,
con el sol en alto, lo surcan numerosos caminos, aunque como dice el maestro
Serrat: “caminante no hay caminos, sino estelas en la mar” y si el agua está
transparente como en los días de bonanza, hoy mismo es uno de ellos, se
distinguen a la perfección sobre el fondo arenoso predominante las manchas azul
oscuro de los macizos de algas. El verde esmeralda del agua más próxima se
transforma en azul claro y vira hacia el añil del lejano horizonte. Al menos
tres colores, con sus matices, pueden diferenciarse claramente en el mar. A la
tarde, con el sol en retirada el espectáculo es otro, igualmente bello.
En fin, uno
pasaría feliz todo el día mirando al mar sin mover un dedo, pero eso deberá
esperar a que me vuelva mucho más mayor y me abandonen las fuerzas, de momento
me reclaman demasiadas tareas como esta misma de escribir, y no se me ocurre
entregarme a la contemplación enamorada y la inacción. Tiempo habrá para todo,
incluso para no hacer nada y dejar que el tiempo corra hasta mi extinción.
Hoy observo
un ancho camino brotando de unos bloques de piedra tallados y sumergidos en el
mar casi por completo, conocidos por los mayores del lugar como muelle ya que
antaño atracaban aquí barcos de pesca y hay vestigios de un puerto fenicio, lo
que avala su antigüedad. Ahora, los bloques parecen simples piedras grandes que
baten las olas y acabarán por desaparecer para siempre bajo ellas. El camino
del mar se extiende a cincuenta metros de la orilla en paralelo a la playa, de
norte a sur. ¿Qué mano trazó ese camino?, ¿lo seguirán los peces en su trasiego
incesante?, ¿quedarán todavía peces en esta playa y el ancho mar con fondo
arenoso donde no pueden esconderse de los afanosos pescadores que lo aran con
sus redes desde los barcos de arrastre? El camino es amplio, cabrían al menos
cuatro caminantes por él, y se bifurca en dos desde la boya situada frente a
casa. El camino es inagotable como el mar. Otra mano invisible lo borrará
anulando la que antes lo trazó. El espectador asombrado admira extasiado su
hermosura indescriptible dispuesto a contarlo a los demás.
Y aquí
seguimos desde entonces Pilar y yo, felices y contentos, y los chicos cuando
vienen, que ahora apenas nos visitan, ya los dos felizmente casados y con otros
compromisos. Ambos nos remojamos con gusto en esta agua templadita que tan bien
resulta para nuestra gastada osamenta.
Ya como
veterano retomé en la playa una práctica de nuestra juventud consistente en
saludar cada mañana al mar dándome un baño nada más tirarme de la cama y antes
de desayunar. Al vivir pegados al mar, antaño los hermanos cambiábamos el
pijama por un bañador, nos poníamos las chanclas, agarrábamos una toalla y
restregándonos los ojos para quitar las legañas del sueño nos encaminábamos a
la playa y nos metíamos al mar de cabeza y sin pensarlo dos veces. Y eso todos
los días. Luego volvíamos a casa y zampábamos como leones el desayuno.
Ahora que
soy veterano he reanudado esta costumbre magnífica y salutífera del baño
matutino y me siento muy bien practicando la natación tempranera.
Pilar y yo
no trasnochamos, ni en Madrid ni en la playa, y a las doce o como mucho a las
doce y media solemos estar en la cama. En la playa me despierto hacia las ocho
si antes no lo hice por culpa del calor o de mi vejiga repleta. Hacia las ocho
me levanto, calzo el bañador y las chanclas, tomo los tapones para los oídos y
la toalla, cojo las llaves de casa y al agua.
Si el mar
está tranquilo suelo nadar media hora en total, repartida entre diez o quince
minutos internándome en él y otros tantos saliendo. Al ser tan temprano y en
ausencia de viento, la escasa brisa se produce de la costa hacia el mar, al ser
superior la temperatura de la tierra que la del agua, según me explicó un amigo
que entiende de esto. Por eso al regresar de mar adentro la brisa me da en la
cara y me refresca agradablemente.
Si está
malo o muy malo, con levante, mar de fondo o algo parecido, me empeño en nadar
en paralelo a la playa, con un metro de agua de profundidad como máximo. Las
corrientes laterales en esta playa nuestra se producen siempre de sur a norte,
por lo que nado siempre con fuerza hacia el sur, contra corriente, y luego me
dejo llevar haciendo el muerto hasta que recupero la posición de partida, luego
nado de nuevo hacia el sur y vuelvo a hacer el muerto, y así hasta que me canso
y me salgo.
Desde hace
años existen balizas para marcar el espacio destinado al baño y separarlo del
dedicado a las embarcaciones. Su uso es obligatorio en nuestras costas desde
que años atrás se sucedieron varios accidentes cuando se mezclaban bañistas y
motos de agua, ese invento rompe-columnas que consigue velocidades elevadas
merced a su diseño estilizado para facilitar su deslizamiento sobre el agua y
que se las distingue por sus saltos continuados.
Cuando
volvimos a La Mata después de comprar nuestro maravilloso apartamento cara al
mar no existían las balizas y cada uno nadaba o pilotaba lanchas, barcas o
motos de agua por donde le parecía bien. Yo tenía la costumbre, que mantengo
actualmente, de internarme en el mar directamente hasta donde se me ocurría, en
dirección a la orilla opuesta de África o de Oriente Medio, no sabría decirlo.
Eso siempre que el mar estuviera tranquilo, que si bramaba y se removía yo me
mantenía prudentemente en su orilla limitándome al remojo y a llenarme de arena
por todas partes, dando saltitos para esquivar las olas como sucedía de
continuo en el Cantábrico.
Pero en los
días buenos y tranquilos yo nadaba a mi bola, especialmente a esta hora
temprana en que nadie me molestaba, y me sentía feliz en el agua igual que
ahora.
En la
actualidad, veinte años después de arribar nuevamente con gran felicidad a
estas costas levantinas para quedarnos en ellas como propietarios de un
apartamento, sigo dándome los baños mañaneros de media hora antes del desayuno
y de cualquier otra actividad.
En este
tiempo ya contamos con balizas que delimitan las zonas de baño, que según un
amigo socorrista se sitúan a 250 m de la playa, y me interno por las mañanas en
el mar hasta superarlas. Esto es posible por la hora temprana en que me baño
porque los socorristas se instalan más tarde en sus sillas elevadas de madera,
sus oteros salvadores, quizás a las diez de la mañana aunque no estoy seguro y
de estar ellos me lo impedirían.
Por las
mañanas nado entre dos balizas, una situada justo enfrente de mi casa y la otra
a su izquierda según me interno hacia adentro, distanciadas ambas posiblemente
otros 250 m entre sí, aunque a tanto no llegaba la sapiencia de mi amigo
socorrista y no sé medirlo así a ojo de buen cubero. Las sobrepaso y el punto
adonde llego nadando es aquel en que distingo, mirando hacia Guardamar, al
norte de La Mata, un hotel grandón pegado a la playa por detrás del extremo
rocoso donde se sitúa la entrada de agua del canal de las salinas.
Estas
salinas se extienden a 30 m bajo el nivel del mar y el agua llega a ellas por
simple gravedad, una vez abierto el canal desde el mar a principios del siglo
XX, según observé en unas fotos de la época colgadas en las paredes de un
restaurante de los trabajos de construcción. Las citadas salinas forman parte
del complejo de salinas de La Mata – Torrevieja. Las de La Mata sirven como
primera decantación y de ahí pasan a las de Torrevieja por un canal abierto
entre ambas, de donde se extrae la sal de las salinas de Torrevieja, famosa en
el mundo entero por su calidad, de la que en su puerto se cargan barcos
completos con destino a lugares tan lejanos como Japón. Tras un largo proceso
de mecanización, recientemente se obtuvieron en un solo año un millón de
toneladas de sal, lo que constituyó un récord, según me dijo un amigo
petanquero que trabajaba en ellas.
A mi grato
baño mañanero, saludable y solitario, de media hora de duración, sucede otro
similar hacia la doce y media o la una de la tarde, cuando bajamos a la playa
Pilar y yo a la hora de los grandes bochornos. Siempre he dicho que si fuéramos
listos a nivel colectivo nunca bajaríamos en masa a la playa entre las doce y
las cuatro de la tarde, horas de máxima insolación, por el peligro de los rayos
de sol, más nocivos cuanto mayor es la verticalidad en que inciden sobre la
piel y con el aumento del agujero de la capa de ozono y otros desastres
climatológicos. Pero la costumbre es la costumbre y si no vas a la playa entre
esas horas eres un raro y no te relacionas con nadie, así que hay que amoldarse
y estar en la playa, aunque te mantengas constantemente bajo la sombrilla y
sólo tomes el sol cuando te bañas como nosotros acostumbramos.
Ni de joven
se me ocurría torrarme al sol descaradamente tumbado en la playa sobre una
toalla, achicharrarme vuelta y vuelta como una hamburguesa a fuego lento, y
ahora de veterano no voy a cometer eso que yo considero una estupidez por los
peligros que conlleva para tu piel, aunque la reboces maniáticamente en crema a
todas horas.
En este
segundo baño llego nadando desde la playita pequeña donde colocamos nuestra
sombrilla y en la que nos hemos bañado toda la vida, hasta la boya situada no
frente a esta playa sino frente a mi casa, situada a la derecha, y siempre sin
sobrepasarla. Los socorristas, uno en cada playa, vigilan constantemente y
además a esa hora pasan motos náuticas de las boyas hacia mar adentro a toda
pastilla, dando saltos y desplazando agua, y no quiero líos de ninguna clase.
Si el baño
mañanero lo calculo en 800 m entre ida y vuelta, el de mediodía será un poco
más largo, aunque no mucho más porque empleo el mismo tiempo de media hora en
él.
En el baño
de mediodía suelo nadar a la ida siempre de espaldas, porque el mar nunca está
como una tabla a esas horas y suele soplar brisa de lebeche, un viento del
sureste que levanta olitas dificultando la toma cómoda de aire, indispensable
para la natación, pero muy agradable al refrescar el ambiente cuando reposas
sentado en la playa.
Debo
explicar que mi forma de nadar de espaldas es tan peculiar e inventada como las
conocidas pretenciosamente en piscina como crol y braza. A espalda se nada
alzando al máximo sobre el agua alternativamente un brazo y el otro y
recogiéndolos hasta llegar al costado, mientras que las piernas y pies
completamente estirados baten el agua sin cesar igual que a crol. Yo no hago
nada de eso. Las piernas trabajan de forma parecida a la braza, abiertas en su
totalidad y luego cerradas. En cuanto a los brazos, a veces los saco del agua y
a veces no. Cuando no los saco me limito a empujar el agua desde la vertical
del cuerpo hasta los costados y cuando los saco del agua son los dos a la vez,
nada de uno y otro alternativamente, con lo que la natación no es armónica sino
un poco a saltos, pero no sé hacerlo de otra manera..
Nadando de
espaldas elimino todos los problemas de respiración debidos a las olitas, que
me obligarían a levantar en exceso la cabeza del agua por no tragar agua si
nadase a crol y las olas molestas en los ojos, porque en el mar nunca nado con
gafas. Cuando llego a la boya realizo una larga inmersión para refrescar la
cabeza, echo una meadita si se me olvidó hacerlo al comienzo del baño sacando
el pinganillo fuera para evitar que el bañador se pudra como sucedía en nuestra
juventud, y practico un rato el muerto de espaldas a las olas y al viento por
descansar. Luego emprendo el camino de vuelta que realizo en su totalidad a
crol y de una sola tirada como a la ida, hasta la mismísima playa donde descansamos
a la sombra de la sombrilla. Cuando llego frente a ella me detengo y ya
haciendo pie realizo unas cuantas respiraciones profundas, otro poco el muerto
porque nada relaja más que hacer el muerto en el agua de mar, y me salgo, me
seco y descanso.
Los años no
me han dado velocidad nadando, que nunca tuve porque de joven no sabía nadar ni
la mitad que ahora, pero sí me han otorgado resistencia, siempre necesaria
cuando se trata de nadar y de cualquier otro ejercicio físico.
Cada baño
en el mar es una delicia con el agua templada de esta zona, que no en vano la
han bautizado como Costa Cálida, y no solo porque caliente mucho el sol en ella
sino por la calidez de sus aguas. La temperatura del agua según los periódicos
oscila entre 22 y 24º C en verano, un caldo agradable donde sumergirse. La
temperatura exterior no suele sobrepasar los 31 ó 32º C en plena canícula, en
los días de calor extremo, y pese a estar pegados al mar la humedad relativa no
debe ser excesivamente alta, aunque ignoro las cifras habituales. Tengo oído
que en Valencia, por ejemplo, disfrutan de un calor veraniego similar al
nuestro, pero se combina con elevada humedad haciendo más molesto el ambiente y
la vida. En nuestro caso, la proximidad al mar nos regala una brisa casi
constante, sea de lebeche, agradable y del sureste, o de levante, más fuerte y
contante, del noreste. Este último viento a veces se transforma en temporal y
suele estropear el mar y producir olas e impedir casi el baño salvo a los
forofos como yo. Sea un viento u otro, casi siempre en esta playa nuestra corre
la brisa, lo que equivale a tiempo agradable.
El baño de
la mañana por lo que supone de despertar del cuerpo y el suave ejercicio
natatorio, similar al de un paseo enérgico por la playa o un suave trotecillo
como practican decenas de personas a la misma hora en que yo me sumerjo en el
mar, estimula y refresca el cuerpo. Siempre hay corrientes en el mar, suaves
aunque en el exterior no corra la brisa, es decir con calma chicha, que
transportan el agua más fresca de acá para allá de manera incesante. Esos
cambios de temperatura los detecta el cuerpo con agrado mientras vas nadando y
te asombras de estar vivo y te sientes magníficamente bien.
El baño de
mediodía, con superior calor ambiental al encontrarse el sol en su cenit,
incide directamente sobre mi calva pelada. Es un baño que resulta también
placentero y mucho más agradable meterse en el agua a esa hora para refrescarse
dado el calor ambiental que por la mañana. A mediodía nunca dan ganas de
salirse del agua. Este baño coincide con el de la mayoría de la gente, por lo
que la orilla del mar se encuentra muy poblada de animosos chapoteadores con un
metro de agua de profundidad, ya que la mayoría no sabe nadar y se mantiene
obligadamente con los pies en el suelo.
Aunque el
mar esté calmado y el agua transparente, es difícil que se mantenga así en la
orilla con tantas piernas removiendo la arena, pero en cuanto te internas
apenas veinte metros ya no hay nadie o te cruzas esporádicamente con algún
nadador aislado y si el agua está transparente puedes gozar con su
contemplación.
En mis
baños de vez en cuando tomo unos buches de agua que escupo a continuación. El
agua de mar es un antiséptico fantástico, mejor y más natural que todos esos
inventos para enjuagarse la boca con que los laboratorios farmacéuticos sacan
los cuartos a tanta gente. Teniendo tan a la mano, a la boca debiera decirse,
un recurso fabuloso y abundantísimo como el agua de mar, o en su defecto agua
del grifo a la que se añade un puñado de sal marina y sirve lo mismo, no se
entiende que tantas personas gasten el dinero en bobadas.
Hace
algunos años adopté la costumbre que mantengo al presente de llenar una botella
grande de cinco litros de agua cuando me despido con lágrimas de mi amado mar
Mediterráneo y llevarla conmigo a la gran ciudad donde me espera el otoño,
invierno y primavera, y si no volvemos en la Semana Santa debo esperar al
verano para bañarme de nuevo en sus aguas saladas al paladar y dulces por todos
los conceptos.
Por las
noches y en Madrid, después de frotarme bien los dientes por todos lados con el
cepillo y su pasta dental, tomo un buche de agua de mar y hago gárgaras con él
y me enjuago la boca justo antes de acostarme. Es maravillosa para prevenir el
mal aliento y limpiar encías, garganta, boca y dientes. Yo no ronco, pero creo
que sirve también para evitarlo en quienes roncan. Cuando acabo mi provisión de
agua de mar relleno el botellón con agua del grifo y le añado un puñadito de
sal marina, la otra no sirve para casi nada, lo agito bien y continúo cada
noche con mis enjuagues magníficos.
Caminar a
la orilla del mar es otro de los placeres de amplio disfrute en la playa. Con
ello demuestro una vez más que amo todo lo que el mar produce, desde los peces
a la brisa, dejando a un lado el agua para sumergirme, enjuagar la boca y nadar
en ella.
La brisa
marina en verano no suele ser demasiado fuerte, si acaso cuando hace levante
y hay que sujetarse bien el sombrero de
paja o calarse la gorra con fuerza en la cabeza para evitar perderla. Yo llevo
siempre cubierto mi cráneo por miedo a sufrir una insolación, ya que mi
alopecia lo ha descubierto casi por completo.
En la playa
paseamos con un gorro de tela, y últimamente con un sombrero de paja de ala
ancha, como los segadores de antaño. La paja resulta ideal porque la brisa se
introduce por su trenzado y refresca la cabeza, que es el motivo principal de
llevarla cubierta. De esa manera nos lanzamos a pasear Pilar y yo en bañador o
con una ligera camiseta en verano por la orilla del mar.
Preferimos
dirigirnos hacia Guardamar por la playa de la Estación, por su largo recorrido
de más de siete kilómetros hasta el pueblo, y la escasa afluencia de bañistas,
salvo en la zona más próxima a La Mata y a las entradas que han practicado
atravesando la pinada desde las urbanizaciones que bordean la carretera
cruzando las dunas con tablones de madera y pasarelas del mismo material.
El paseo
resulta más placentero los días posteriores a un levante, o incluso con el
levante azotando aunque la brisa moleste un tanto. Los días siguientes a este
fenómeno, que ensancha la playa y obliga a los bañistas a retroceder con sus
sillas y sombrillas en busca de la arena seca, son los mejores sin duda para
caminar. Pilar y yo llegamos generalmente hasta la punta de los pescadores, una
punta rocosa que interrumpe la playa de arena fina donde a veces se sitúan los
pescadores, libres allí por las rocas de la presencia de bañistas, que podrían
molestar a los escasos peces y evitar que picasen en sus cebos y fueran pescados
por ellos. Al menos habrá dos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en
este paseo.
Allí
descansamos sentados en las dunas de fina arena en continuo movimiento que
festonean la playa hasta Guardamar del Segura, donde desemboca dicho río, y
luego nos volvemos a nuestra casita. Yo me remojo casi siempre a la vuelta para
refrescarme y porque bañarme en el mar me chifla, y Pilar me espera mientras
transcurre mi corto baño.
El paseo en
dirección al Cabo Cervera, es decir hacia Torrevieja, hacia el Sur, lo
practicamos menos dada la masificación de la playa en sus tres kilómetros, que
la gente mete las sombrillas casi en las propias olitas y hay tanto personal
entrando y saliendo del agua y jugando o paseando en la orilla que caminar con
tranquilidad resulta imposible, es como si te encontrases en la Gran Vía
madrileña, y eso no nos gusta en la playa, que visitamos para estar tranquilos
y no sufrir aglomeraciones de gente como en Madrid.
Los paseos
por la playa, mojándote los pies en verano y evitando el agua en invierno por
lo fría que se encuentra, son una maravilla, con la brisa del mar acariciando
tu cuerpo y silbando en tus orejas el ronroneo constante de este viejo amigo,
gruñón y peligroso a veces, pero suave y tierno las más.
Los paseos
no siempre se realizan pisando arena de la playa, también hay otro magnífico
hacia el Sur por la Finca del Molino de Agua, un paseo que se practica sobre
tablones de madera y que fue construido por el Ministerio de Medio Ambiente a
principios del siglo XXI, tras destruir la carretera al borde de la playa que
construyeron anteriormente desde La Mata hasta el Cabo Cervera. Este paseo
bordea la playa y a ratos se interna en la finca dotada de vegetación escasa,
costera, que en Semana Santa y primavera ofrece hermosas flores a la
contemplación de los paseantes, y en su interior cuenta con pinos frondosos en
las vaguadas y torturados en terreno libre, rastreros, con los troncos
retorcidos y tumbados sobre la arena por efecto del viento constante. La finca
pertenece a las salinas y por lo tanto al Estado español.
Los paseos
por la zona más costera se realizan en verano, y también hay otra zona que yo
llamo el paseo de invierno, en esta misma finca, más protegida del aire y
soleada, por lo que la frecuentamos en invierno y especialmente en la Semana
Santa en los días más agitados y ventosos. En invierno casi nunca aparecemos
por La Mata, pero cuando hemos ido alguna vez rara siempre paseamos por allí.
Otro lugar
frecuentado en los paseos es la zona sur de las Salinas de La Mata, adonde se
llega atravesando la carretera de Alicante a Cartagena por la costa, que ahora
hay un paso subterráneo y se realiza con comodidad y antes cruzarla era jugarse
el pellejo, con el tráfico enorme que soporta esta carretera de millares de
coches en todo tiempo.
El paseo
por las cercanías de las salinas es muy bonito porque se encuentra bordeado de
grandes eucaliptos en la zona citada. Es zona de avistamiento de aves que
encuentran en las salinas su alimento, y hay puestos de observación de madera
para contemplarlas sin molestarlas.
El paseo
hacia la derecha bordeando las salinas está completamente descubierto por lo
que no se aconseja en verano cuando los grandes calores. Al estar bajo el nivel
del mar, es decir en una gran hondonada, la brisa no llega y el calor resulta
muy acusado pese a la cercanía del mar. El paseo circunvala por completo las
salinas, aunque yo nunca lo he completado. Hay ciclistas que se aventuran por
él, y también algunos caballistas. La mayoría lo recorremos a pie.
Problemas con el menisco
Uno de mis
escasos achaques físicos, y puesto que de salud se trata hay que contarlo todo,
es el menisco interno de mi rodilla derecha, que resultó dañado de forma
imprevista en ocasión amable en su conjunto y dolorosa en mi rodilla recordada
a la perfección.
Toda la
familia habíamos viajado a Alemania hace diez años con ocasión de la boda de
nuestro sobrino Frank, hijo de Sigfried
y de Eleny, hermana de Pilar. La feliz novia, de nombre Úrsula, es
ferviente católica como toda su familia y la boda se celebró por ello en un
templo católico cercano a su vivienda.
El día
previsto nos emperejilamos: Pilar, Eloy, Ana, Santiago y yo mismo y acudimos
felices a la celebración, primero a la ceremonia del matrimonio civil y luego a
la del religioso. A la puerta del Registro Civil nos esperaba un grupo de
amigos de la novia con instrumentos musicales que entonaron unas cancioncillas
en su honor. Tras las afectuosas palabras de acogida de los funcionarios,
firmaron los novios y los de la pequeña comitiva hicimos fotos y nos marchamos
La
recepción a las puertas de la iglesia fue más calurosa todavía, con los
numerosos invitados bulliciosos, alegres y empingorotados alrededor de los
futuros contrayentes. Un grupo de niños muy pequeños engalanados para la
ocasión, procedentes de la guardería en donde la novia trabajaba y dirigidos
por sus cuidadoras, cantaron canciones que a todos gustaron.
La
delegación asturiana, compuesta por nuestra familia, Paco el primo de Pilar y
Eduardo, que trabajaba con las tías de mi mujer en Los Viñones, Villaviciosa,
nos pusimos muy serios y entonamos el “Asturias patria querida” con regular
afinación porque comenzamos muy alto. No como los borrachos acostumbran cantar,
por descontado, a gritos y desafinando, sino muy en serio y con el detalle que
sólo los asturianos respetan siempre de decir: Quien estuviera en Asturias en
todas las ocasiones. La canción es conocida por la mayoría de los españoles,
pero generalmente dicen: en algunas ocasiones, y están errados, el original
puntualiza: en todas las ocasiones, o sea siempre en Asturias. Otra
particularidad asturiana es decir en otra estrofa: tengo de subir al árbol, y
no el más corriente y usado: tengo que subir al árbol. Las dos formas son
correctas gramaticalmente, pero entre la corrección y la asturianía hay que
optar por esta última. No debimos cantar tan mal porque los alemanes en su
conjunto nos aplaudieron amablemente a la terminación de la canción.
Una vez
dentro de la iglesia, la boda transcurría por sus cauces habituales, de modo
solemne y tumultuoso, con niños correteando por aquí y por allá y emperrados en
llorar de por crear un ambiente festivo y familiar.
No suelo
visitar últimamente las iglesias ni mucho menos arrodillarme, pero en aquella
ocasión se me ocurrió hacerlo en un momento dado, no sé por qué. Fue apoyar el
peso del cuerpo en mis rodillas y la derecha cedió, produciéndome un dolor
breve pero agudísimo que me hizo vencerme de lado, siendo sujetado por mi hijo
Santiago que me flanqueaba, quien me ayudó a enderezarme y de inmediato me
senté.
La boda
continuó, los novios se desposaron e intercambiaron, enternecidos y sonrientes,
felices por la ocasión, anillos y promesas de amor eterno: hasta que la muerte
los separe, según fórmula mil veces repetida y otras tantas incumplida por
desgracia para ellos. Yo me mantuve sentado el resto de la boda o de pie
tratando de verles intercambiar anillos y besos, y la rodilla no volvió a
molestarme.
Tras la
boda hubo gran banquete iniciado con sopa jugosa seguida de amplia profusión de
carnes, hasta cinco diferentes conté, y finalizando como postre con una
barbaridad de tartas caseras, cocinadas por familiares, vecinos y amigos para
los novios como detalle de agradable convivencia digno del pequeño pueblo donde viven. Tras la comilona se decretó baile
hasta las tantas de la madrugada. Allí estuvimos mi rodilla y yo participando
del jolgorio con la familia, felices y dichosos, saltando y bailando como el
primero rodeado del clan asturiano sin que ella se resintiese en ningún momento
por el mínimo accidente de la iglesia.
Volvimos a
Madrid y transcurrieron tres largos años hasta que la rodilla volvió a dar
señales de vida, que en cuestiones de salud es un mal detalle, lo bueno es no
sentir nada nunca. Yo suelo dormir sobre un costado, preferiblemente el
izquierdo, con lo que la rodilla derecha descansa en su cara interna sobre el
colchón. Como empezase a molestarme la rodilla ante mi persistencia en esta
postura hube de cambiar y dormir sobre el costado derecho, dejando la cara
interna de mi rodilla derecha al aire. La nueva postura adoptada no aseguraba
ausencia de dolor o de molestias dolorosas para ser más exactos, algo que no te
hace chillar pero te punzaba de cuando en cuando impidiendo un sueño tranquilo.
Precisamente
ese sueño tranquilo ha sido uno de mis principales bienes a lo largo de mi
vida. Al no sufrir enfermedades he logrado conciliar el sueño reparador todas
las noches, con alguna mínima excepción, siete u ocho horas de un tirón hasta
finales de mi década de los cincuenta. Con la rodilla dándome la lata eso ya no
fue posible en adelante. Cualquier mínimo movimiento durante el sueño
contrariaba a mi rodilla delicada y me
producía pinchazos dolorosos que me despertaban y conseguían desvelarme a
veces. Tras el obligado cambio de postura buscando un alivio duradero, este
tardaba en llegar. Estiraba la pierna derecha, tensaba los músculos de la
rodilla empujando con los dedos sobre el borde del colchón, bebía un sorbo de
agua del vaso que me acompaña en la mesilla desde hace tiempo y a veces nada
surtía efecto. La molestia persistía y con ella volaba mi sueño hacia lejanos
lugares.
La tortura
se mantuvo al menos un año hasta que harto de ella acudí al médico de la
sanidad pública a contarle mis cuitas. Me atendió mi médico de cabecera, que
ahora llaman de familia aunque yo prefiera su acepción antigua, más hermosa e
íntima, pero es verdad que ahora nadie te atiende en la cabecera de tu cama
como antaño. Este me envió al especialista que me recetó varias pruebas en mi
rodilla para evaluar mis males y obtuve fecha para ellas meses después.
Visitado de nuevo el traumatólogo con las pruebas en la mano me envió al
cirujano para la operación de mi menisco interno de la rodilla derecha, dañada
en aquel nefasto acto de arrodillarme en la boda de Frank.
El
anestesista de cirugía recetó nuevas pruebas de las que salí airoso, y en
entrevista previa a la operación la doctora consideró que yo era un hombre
sano, lo que me hizo feliz. Pero más feliz hubiera sido de no tener que pasar
por las manos de un cirujano.
Bueno, la
operación se produjo meses después, con algún ligero susto personal debido al
sistema de asignación de pacientes a los hospitales públicos de Madrid, que han
tenido tanto éxito por su manera singular de realizar los cálculos del tiempo
transcurrido en espera de los pacientes para operar, lo que se conoce por
listas de espera. Este éxito rotundo se traduce en la expulsión del Sistema
Nacional de Salud, que marca unos métodos iguales en toda España que fueron
despreciados en el caso de Madrid por los políticos sabelotodo. De ese modo
fingen en sus estadísticas que las listas de espera son más breves de lo que en
realidad son, pero no engañan ni a los tontos, aunque ellos imagino que lo son
y se sienten orgullosos de tal ardid estúpido.
Me operaron
y todo salió bien. Mi despertar tras la operación, con anestesia epidural, fue
lento porque debo ser muy sensible a los calmantes que por fortuna no he tomado
en mi vida, ni siquiera cuando me dolía la rodilla, y mis 81 kilos de peso
exigieron al anestesista una dosis fuerte que alargó mi sueño varias horas.
Me desperté
al fin gradualmente y cuando logré enfocar con la mirada desprovista de gafas
de mis ojos miopes y astigmáticos, que de todo tienen los pobres menos cataratas
que todavía me respetan, distinguí a dos enfermeras que me animaron a que
hiciese pis de inmediato, supongo que para eliminar la anestesia por la orina.
Si no lograba mear amenazaron con insertarme una cánula o como se llame eso y
me harían mear a la fuerza. Respondí articulando despacio y mal con la lengua
estropajosa y les pedí una cuña, recuerdo el detalle, olvidando que las cuñas
las usan las mujeres, o tal vez por el hecho de que en los hospitales no he
ejercido en general de paciente sino de acompañante, tanto de mi mujer como de
mi hermana Rosa, que la habían operado en el mismo centro sanitario de un
juanete no hacía mucho, y ellas las usan. Las enfermeras me trajeron el chisme
que usan los hombres, como se llame, que tiene un orificio grueso donde los
hombres colocamos el extremo de nuestro aparato genitourinario y podemos
descargar cómodamente la vejiga. Comencé a mear con suavidad y sin apenas notar
el pis cuando salía ni poder acelerar la evacuación de mi vejiga. Siempre he
sido de chorrito pequeño, finito como el de un niño, y ahora continuaba de la
misma manera pero más insensible.
Las
enfermeras me animaban sentadas a unos metros de distancia y yo les refería,
con la lengua torpe por la anestesia, mis lentos progresos en la evacuación de
la orina. Al cabo del tiempo observé que el receptáculo de ancha boca se iba
llenando y finalmente les anuncié que estaba casi lleno y debían traerme otro
para reemplazarlo y seguir meando hasta la eternidad.
Acudieron
solícitas con otro envase vacío y retiraron el lleno, pero mi perplejidad llegó
al máximo cuando no fui capaz de frenar la micción entre un envase y otro
porque mi cabeza no encontraba el músculo para accionarlo, tal vez brutalmente
anestesiado. Así que me meé un poco en la sábana, y advertidas por mí de la
circunstancia las enfermeras debieron considerarla normal porque nada comentaron
ni me llamaron guarro ni cochino por mearme en la cama como un niño. Se
limitaron a cambiarme hábilmente entre las dos la sábana con un volteo lateral
fabuloso. Limpio y seco de nuevo pude continuar satisfecho mi suave acto de
miccionar hasta que lo consideré terminado. A su conclusión, el músculo perdido
pareció volver a obedecerme y lo contraje y solté con éxito para comprobar que
las últimas gotitas de mi abundantísima orina habían sido expelidas con éxito.
Las
enfermeras retiraron el segundo envase medio lleno y se mostraron contentas con
mi actuación, aunque sin llegar al aplauso. Como premio a mi larga meada
suprimieron el goteo y anunciaron que me darían algo de beber y de comer en
breve. Ya en la habitación me sirvieron un zumo y algo de comer. Después de
dormir sedado durante una noche pude volver a mi casa a la mañana siguiente.
El único
consejo que me dieron, cuando pasé consulta y una vez retirados los puntos, fue
que debía fortalecer el cuádriceps, un músculo que sostiene la rodilla con
cuatro inserciones. Yo lo ignoro todo de medicina, pero conozco la existencia
de un bíceps en la pierna y otro en el antebrazo que son dos músculos
paralelos, y también hay un tríceps no sé dónde, por lo que el cuádriceps debe
significar cuatro de lo que sea.
La forma de
ejercitar el cuádriceps resulta sencilla. Consiste en sentarse con la espalda
erguida y bien pegada al respaldo, extender la pierna por completo
horizontalmente al suelo y realizar suaves movimientos sin doblar la rodilla
alzando y bajando la misma durante un rato cada día.
El problema
de realizar ejercicios diarios, por mínimos que sean, consiste en adquirir una
rutina, un hábito, ya sea antes o después del desayuno, por la mañana o por la
tarde, y en mi caso un día lo logré. Pensé ejercitarme al encender el
ordenador, que es viejo como yo y tarda un rato en cargar los programas y
mostrarse completamente disponible para trabajar con él. Desde el momento en
que le doy a la clavija pego la espalda a mi silla de trabajo, pongo recta la
pierna derecha horizontalmente al suelo y la muevo arriba y abajo sin doblar la
rodilla, contando los leves movimientos y resoplando con fuerza por el esfuerzo
que supone.
De esta
manera cuento hasta cien, que no quiere decir cien segundos porque en ese caso
el contaje mental debía ser: ciento uno, ciento dos, ciento tres, y así hasta
ciento noventa y nueve. Esto lo aprendí en baloncesto por los segundos que se
puede mantener un jugador en la zona contraria quieto sin que le piten falta,
llamada precisamente zona.
El caso es
que cuento hasta cien, ocupe el tiempo que ocupe, con mi pierna derecha y luego
paso a la pierna izquierda que la pobre también merece mis cuidados y las
rodillas son hermanas, gemela su artritis y lo que le pase a una lo sufrirá
tarde o temprano la otra, unidos sus destinos hasta la muerte.
Tras los
cien movimientos de la pierna izquierda regreso a la derecha, la más necesitada
de apoyo físico y moral, y colecciono otros cien movimientos hasta que termino
mi gimnasia que podría llamarse de ordenador con absoluta propiedad. Casi todos
los días trabajo con el ordenador en dos sesiones de mañana y tarde, por lo que
los ejercicios se repiten con exactitud diaria.
En las
primeras sesiones de mi práctica deportiva por el fortalecimiento de mis rodillas,
me costaba mucho esfuerzo llegar a los cien movimientos, resoplando cada poco
por el esfuerzo; pasado un tiempo notaba que el tono de la musculatura mejoraba
y con ello el ejercicio se volvía más llevadero. Ahora, años después, creo que
podría contar hasta quinientos, ¡qué digo quinientos, incluso mil! sin
descansar ni una miajita, pero a tanto no llego, me basta con pensar que podría
conseguirlos para sentirme mejor.
Ha pasado
más tiempo y me he cansado de contar al hacer ejercicios para mejorar las
rodillas, ahora me impongo minutos, dos en cada pierna, y repetición en la
derecha con la que comienzo como de costumbre. Seis minutos de reloj en tres
tandas de dos minutos cada una parecen una minucia, pero invito a cualquiera
con la rodilla sana a intentarlo y luego me cuentan si es una bobada o cansa lo
suyo.
Mis
problemas de rodilla no cesaron por completo como yo añoraba en mis noches de
vigilia, y sufrieron una segunda parte, ya se sabe el dicho cuya procedencia
ignoro de que “nunca segundas partes fueron buenas”. Esta tampoco lo fue porque
acabó con una segunda operación en mi rodilla dañada.
El menisco
me lo operaron la primera vez a finales de enero de 2004 y en febrero me dieron
el alta porque todo marchaba bien. Ese año, la Semana Santa correspondió a
mediados del mes de Abril, y como otros muchos años aprovechamos las pequeñas
vacaciones, que en mi caso y dada mi particular situación laboral sin necesidad
de fichar diariamente me permitía alargarlas hasta totalizar siete u ocho días
de asueto, lo que la inmensidad de la población laboralmente activa no suele
conseguir salvo que recurra a días de vacaciones o a los populares “moscosos”
de los funcionarios. Las aprovechamos, digo, para desplazarnos a nuestra
querida mansión de La Mata frente al mar, para disfrutar allí de la delicia del
sol y de la brisa marina, porque en esas fechas el agua suele mantenerse
demasiado fría para un baño sosegado, e incluso acelerado. Siempre hay algunos
nórdicos, de España o de Europa, acostumbrados a la frialdad del agua que se
bañan pese a todo, pero cuando metes los pies en ella y se quedan helados
desistes de inmediato del baño, ya habrá tiempo en verano. Como mucho me dedico
a lanzar piedras planas sobre la superficie del agua si el mar está calmado y
sin olas, deporte en que soy un fenómeno, no es por nada, y consigo a veces
marcas increíbles con catorce y quince saltos de la piedrita. En fin, ya se ve
que no tengo abuela, la última con quien conviví, mi abuela Rosario, murió hace
bastantes años y desde entonces debo alabarme yo solo por animarme. Cuando ella
vivía lo hacía de maravilla, y de cualquiera de sus nietos contaba auténticas
proezas, monstruosas e increíbles incluso para el homenajeado.
En La Mata
practico la petanca con los amigos y como el alta del médico estaba en mi
bolsillo, tomé un día las bolas alegremente y me acerqué por los campos donde
solemos jugar.
Una de las
posturas favoritas de los arrimadores, que yo lo soy desde que me inicié en el
deporte, consiste en agacharse brutalmente con los talones apoyados en las
nalgas y el peso del cuerpo soportado sobre las puntas de los pies en
equilibrio. Eso supone una torsión enorme de las rodillas, que suelen aguantar
bien si están sanas, lo que no era mi caso. Sin mirar a mi reciente operación ni
haber sido advertido por los médicos de lo inoportuno y negativo de tal
movimiento, me agaché de esa forma y de nuevo sentí un vivo dolor en la rodilla
derecha, no tan intenso como en la iglesia cuando la boda pero notable. De
inmediato me puse de pie pero el daño estaba hecho.
Una vez en
casa estiré la pierna y me palpé la zona que aún ostentaba una pequeña cicatriz
de la reciente operación quirúrgica y noté bajo la piel como un bultito suelto
muy pequeño, digamos de 2 ó 3 mm, que podía tomarlo entre mis dedos. Supuse que
se trataría de un trozo de hueso o de cartílago que se había desprendido con mi
último esfuerzo absurdo y de inmediato temí lo peor: una nueva operación,
además por mi culpa, que soy un borrico. Después de abofetearme un poco sin
hacerme daño, pensé que lo primero era volver al médico que me operó en Madrid
y contarle mis nuevas cuitas.
A nuestro
regreso a la capital pedí una cita con el mismo y me vieron y les conté toda la
historia, con la esperanza de que el daño no fuera importante y que con una
sencilla incisión, con anestesia local para extraer el corpúsculo suelto,
solventasen la papeleta para siempre.
Debo decir
que si agachándome brutalmente para petanquear metí la pata hasta el fondo, en
lo de la leve operación futura acerté de pleno, y los médicos palparon el
cuerpecillo suelto de mi rodilla donde yo les indiqué y me dieron una nueva
fecha para extraerlo con anestesia local, al no existir posteriores daños en la
rodilla según corroboraron diversas pruebas clínicas renovadas que me mandaron
realizar.
Extraído el
cuerpecillo sin problemas el mes de enero siguiente, justo un año después de la
primera operación, me he propuesto para los restos no agacharme nunca
brutalmente, ni mucho menos arrodillarme en el suelo, ni en la iglesia ni en
ningún lado. Mi rodilla derecha, dañada y operada, debe preservarse para evitar
problemas futuros y la izquierda para no verme en la obligación de pasar de
nuevo por el quirófano, que no es cosa de gusto aunque no te enteres de nada
mientras te operan.
Pasado el
tiempo, continúo ejercitando mis amados cuádriceps de ambas piernas, que
fortalecen y sostienen las rodillas tanto mejor cuanto más fuertes y entrenados
se encuentren. Como antes de la operación pero con mayor motivo, sigo subiendo
siempre las escaleras andando hasta mi casa, que vivo en un segundo, lo cual
creo que es un ejercicio estupendo para las rodillas, aunque el corazón se
acelere un tanto por el esfuerzo.
En una
reunión con los compañeros del Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid, donde
estudié todo el bachillerato, encontré a un compañero, delgado y atlético, que
me estuvo contando de sus abundantes afanes deportivos que incluían escalada en
el monte, y caminatas amplias diarias, tanto en el monte como en la ciudad de
varias horas de duración. Supongo que yo sacaría el tema de los meniscos y de
mi operación y él dijo que los suyos no estaban precisamente bien, pero que no
pensaba acudir al médico y se contentaba con fortalecer los cuádriceps. Esto me
reafirmó en mi idea de seguir haciendo lo propio en mi caso, porque estaba en
la buena senda.
Algo bueno
se derivó de mis operaciones en la rodilla y es que me realizaron previamente
análisis de sangre en los que la anestesista primero y yo mismo después
comprobamos mi buen estado general. También me tomaron la tensión: doce de
máximo y ocho de mínima, estupenda.
El análisis
de sangre arrojó buenos resultados en glóbulos rojos, creo que 5,4 millones,
que yo estimo bueno porque uno de mis hermanos, de nombre José Ramón, atleta y
gran donante altruista de sangre toda su vida,
mantiene más de seis millones desde su juventud y eso, según me comentó,
lo consideran los médicos como una gran cifra. Yo no supero dicha cifra pero me
acerco, lo que quiere decir que al menos resulta estupen, aunque no alcance a
estupenda. También los glóbulos blancos, el otro componente principal de la
sangre, alcanzaban niveles normales, aunque no recuerdo la cifra.
De resultas
de mi condición de nadador veterano se me ocurrió hace tiempo tomarme de vez en
cuando las pulsaciones en reposo, no correctamente como creo que aconsejan los
médicos nada más levantarte de la cama por las mañanas, sino cuando se me
ocurre o me acuerdo, y llevo sentado cómodamente horas en mi mesa de trabajo:
leyendo, ante mi ordenador o mis hojas en blanco pensando lo que escribir a
continuación, siempre a mano con mi pluma Parker y mi tinta negra.
En los
primeros años de mi iniciación como nadador, mis pulsaciones en reposo, que las
anoté por algún sitio y luego aparecieron cuando me propuse relatar mis
experiencias, oscilaban entre 68 y 70 por minuto. Pero conforme avanzaban los
años, en mi larga década de nadador veterano, las pulsaciones iban bajando, lo
que significaba que mi corazón se fortalecía y con menos latidos enviaba el caudal
de sangre necesario para que las células de mi cuerpo viviesen.
De ese modo
fui anotando descensos, pequeños pero continuados, de mis pulsaciones por
minuto, que tampoco llevo un control exhaustivo y maniático del asunto. Es
posible que la ausencia de normas a la hora de tomarme el pulso en momentos del
día determinados consiga variar los resultados, aunque lo dudo. Nunca me he
tomado las pulsaciones por la mañana, porque tras el paseo intenso y no digamos
los días que toca natación, los resultados quedarían enormemente alterados.
Mi toma de
pulsaciones suele darse por las tardes, después de comer y fregar los
cacharros, limpiar la cocina y pasar la fregona por el suelo después de barrer,
algunas de mis tareas caseras diarias. Luego me pongo a leer, a escribir o a
corregir alguno de mis proyectos en marcha, y en ese plazo, si me acuerdo, tomo
mis pulsaciones. Con pequeñas oscilaciones arriba o abajo, estas fueron pasando
de 68 y 70 a 64 y 65 continuadamente. De ahí en otro tiempo indeterminado
pasaron a 60 manteniéndose en ese ámbito los últimos dos años. Si alguna vez he
anotado 58 imagino que carece de importancia, además tampoco soy un fenómeno en
la toma del pulso y por asegurarme siempre la alargo hasta un minuto entero, no
15 segundos como imagino que ocupan en ello los médicos dotados de mucha mayor
precisión que yo.
La pregunta
clave brota de inmediato: ¿Son 60 pulsaciones por minuto en reposo una buena
cifra para un veterano de 66 años? Modestamente creo que sí, aunque ya indiqué
repetidas veces mi ignorancia en el asunto y que no tengo abuela.
Recuerdo
las hazañas del gran ciclista Induráin, que en sus buenos años cuando ganaba
todas las carreras importantes por etapas en que competía, Tour de Francia,
Vuelta a España y algún que otro Giro de Italia. Yo quedaba asombrado cuando
leía que daba 45 pulsaciones en reposo y pensaba, este tío tiene el corazón de
un caballo: bum, bum, bum. Él era un deportista de élite y yo un simple
admirador suyo por televisión de sus gestas deportivas.
Mi
intención al consignar la cifra citada de 60 pulsaciones en reposo tomadas por
la tarde es que los lectores comparen con las suyas y me corrijan si me
equivoco en cuanto a que esto indica bien a las claras la salud del individuo
que se toma el pulso.
Espalda y natación
Un sentimiento
muy positivo y reconfortante se deriva de mi postulación como nadador veterano:
la mejoría consistente de mi espalda.
Todavía no
he hablado de mis miedos por una espalda frágil y lo haré ahora mismo. Los
antecedentes familiares obraban en mi contra: mi padre sufrió a lo largo de su
vida dos fatigosas operaciones por hernias discales, una cuando yo era un niño
y la otra ya de más mayor. En la primera de las operaciones hace mucho tiempo,
durante mi niñez en Madrid, los métodos quirúrgicos resultaban anticuados y el
postoperatorio cruel. Para entenderlo baste decir que tras la operación mi
padre fue mantenido boca arriba sobre un lecho de yeso sin moverse durante un
mes. Mi madre retiró las contraventanas de madera de nuestra casa de Madrid e
improvisó un lecho duro sobre el somier de su cama de matrimonio para que el
descanso paterno se realizara obligadamente sobre superficie dura y lisa,
además de horizontal al suelo. Su segunda operación se produjo años después y
el postoperatorio no fue tan penoso como en la primera. Estas dos operaciones
las realizaron traumatólogos según me contaron.
Dando un
salto en el tiempo de cincuenta años, una de mis primas hermanas de Ricote, de
nombre Mari Carmen e hija de mi tía Amparo, hermana de mi padre, sufrió una operación
de hernia discal, pero con la fortuna para ella de que los procedimientos
quirúrgicos habían mejorado radicalmente: los neurocirujanos operaban ahora las
hernias con distinto método y el postoperatorio se agilizaba enormemente para
conseguir la pronta recuperación de los enfermos, a quienes mandaban caminar al
cabo de sólo tres o cuatro días de operados, nada de permanecer un mes
inmovilizados. Su recuperación me resultó pasmosa, pero mi padre no tuvo esa
suerte.
Con tales
antecedentes familiares, unidos a mi trabajo sedentario continuado y a mis
gustos y aficiones igualmente sedentes: leer y escribir, mi horizonte vital
auguraba oscuros nubarrones respecto al futuro de mi espalda.
Mi espalda
dolida fue la causante de mi empeño natatorio, consolidado al cabo de años de
dura tarea, y lo mejor que puede decirse hoy de mi espalda es que no la siento.
Eso supone que funciona perfectamente y que la natación y la marcha rápida
caminando, además de mi práctica del deporte de la petanca, resultan todos ellos
adecuados y la fortalecen.
Aparte de
en la cama, donde más tiempo ha pasado toda su vida un currante como yo es ante
su mesa de trabajo, en casa o fuera, dadas las características de los mismos.
Sentarse bien en el trabajo durante la juventud y la madurez es fundamental
para lograr una espalda sana cuando llegue la veteranía a tocar a tu puerta. En
ese sentido creo que lo he hecho bien toda mi vida porque nunca he tenido dudas
de la postura correcta que debo adoptar ante mi mesa de trabajo: con la espalda
erguida como las secretarias.
Cuando yo
joven que diría el poeta, asistí a clases de mecanografía en una academia para
prepararme cara a mi futuro laboral. Allí la mayoría eran chicas y todas se
sentaban bien erguidas ante la máquina de escribir, aquellos armatostes
mecánicos que debíamos aporrear con fuerza y tacto a la vez, con interminables
ejercicios para todos los dedos de cada mano, no mirando nunca al teclado sino
al texto, hasta conseguir unos ejercicios limpios y sin errores. Dado mi
carácter desordenado nunca conseguí mi propósito de escribir con rapidez y
limpieza, sin errores, aunque escribo con todos los dedos de ambas manos y sin
mirar apenas al teclado.
Para las
buenas mecanógrafas, el respaldo de las butacas, sillas o sillones de trabajo
sobra. La espalda permanentemente erguida no precisa apoyo de ninguna clase. Al
principio la postura cansa, pero si la mantienes férreamente los músculos de la
espalda se fortalecen y te resulta la postura más cómoda siempre que estés
sentado ante una mesa.
Las sillas
de trabajo, según yo lo veo, nunca deberían contar con brazos, que de usarse
favorecen la postura incorrecta de la espalda, curvada y fastidiada para
siempre.
La peor
postura posible sentado consiste en cruzar un pierna sobre la otra, entonces la
curvatura de la espalda será pronunciada y de mantenerse provocará problemas en
el futuro al sujeto, eso con certeza.
Algunas
veces en mis trabajos he comentado el asunto con compañeros. En concreto
conviví varios años, tocándose mi mesa y la suya, con un compañero llamado
Enrique, gran persona, que me ahumaba a conciencia como los pescadores para
curar abadejos en el frío Norte dada su condición de fumador empedernido. Ambos
escuchábamos con gusto durante nuestras largas jornadas de trabajo en su casete
la música de los Beatles, pasión de tantos, y con menos placer por mi parte las
canciones de Paul McCartney, integrante del grupo que continuó su carrera en
solitario muchos años, que siempre me ha parecido un merengue como cantante.
Enrique era
periodista como yo y muchas veces se sentaba con una pierna a caballo de la
otra y su espalda curvada, y aunque yo trataba de corregirle de palabra nunca
me hacía caso. Yo siempre he elegido mi silla de trabajo sin brazos, en eso he
acertado plenamente.
Sigo
observando y lo haré hasta mi muerte las precauciones elementales para que la
espalda aguante el tirón: no coger pesos grandes, agacharme siempre flexionando
las rodillas y dormir de lado apoyando la rodilla contraria al costado sobre el
que se descansa en el colchón. Es decir, si duermes sobre el costado izquierdo,
la pierna derecha debe flexionarse y apoyarse en el colchón por encima de la
otra y si duermes sobre el costado derecho la pierna izquierda debe hacer lo
propio.
Cuando te
mantienes de pie largas horas, que en mi caso solamente sucede cuando juego a
la petanca, es conveniente mantener alzado un pie respecto al otro porque así
la columna se estabiliza y no sufre como si los dos pies estuvieran posados en
el suelo a la misma altura. Gracias a que practico la petanca últimamente en
pista, con los bordes elevados por maderas para que las bolas no salten al
lanzarlas con fuerza, cuando no me toca jugar me mantengo mirando atentamente
la partida con un pie alzado apoyado en el borde. Esto y la postura del cuerpo
al dormir, siempre de costado, lo aprendí en un folleto prestado por Pilar con
texto y dibujos explicativos obra de una sociedad por la mejora de la columna o
algo así, donde se incluía lo de no alzar excesivos pesos y agacharte
flexionando las rodillas, que los médicos nada me dijeron al respecto.
Con unas
cosas y otras, afortunadamente tengo casi olvidados los antiguos pequeños
sustos mañaneros debidos a mi espalda, cuando los músculos mantienen poca
tensión debido al descanso previo. A veces te brotaba una punzada dolorosa en
algún lugar indeterminado de tu espalda, que a lo largo de la mañana solía
desaparecer con el movimiento que calentaba los músculos.
También
volaron, espero que para no volver, los lumbagos, especialmente molestos y muy
dolorosos en ocasiones. En el pasado, a veces te asaltaban y quedabas rígido
como un poste, y te sentabas y levantabas con miedo y dolor hecho un siete,
especialmente levantarse de la cama o de una silla o sillón resultaba duro.
Sucedía que incluso en la cama te encontrabas mal. Era preciso acudir al médico
y tragarte pócimas relajantes para que el dolor desapareciera al cabo de varios
días. Había compañeros en el trabajo, tal vez debido al estrés, en quienes se
cebaban los lumbagos que les duraban semanas.
A propósito
de ello, recuerdo ahora con una sonrisa uno de mis lumbagos que me incordió
hace mucho tiempo en Villaviciosa de Asturias, mientras veraneábamos siendo los
chavales pequeños. Supongo que lo atrapé en mis repetidos baños en las frías
aguas del Cantábrico durante unos días en los que la temperatura exterior
resultó magnífica y los prolongué en exceso.
Todos los
días debíamos ir obligatoriamente la familia completa a la playa, salvo
catástrofe en forma de lluvia continuada, y eso hacíamos cogiendo el coche y
acudiendo a Rodiles o preferentemente a Misiego. Con mi lumbago a cuestas,
aquellos días debía doblarme para introducirme en el coche convertido en un
palo rígido y conducir a la playa para que mis chicos y Pilar me dejasen en paz
y disfrutasen de la arena, del sol y del agua. Por su culpa me introducía mal
en el coche y salía de él peor, aunque eso no importaba si mis hijos eran
felices. Lo malo era entrar y salir, una vez sentado al volante la dolencia
resultaba más llevadera.
Así pasaron
algunos días fastidiado y en una de esas noches sucedió algo gracioso. Estando
dormido me atacó un calambre en el bíceps de una de mis piernas, lo que se
conoce vulgarmente por “subirse la bola”, un espasmo que resulta bastante
doloroso y les ocurre mucho a las embarazadas, al menos a la mía le pasaba de
continuo en sus embarazos. La solución consiste en estirar al máximo la pierna
desde el talón y masajearse con la mano el músculo para que vuelva a su
condición normal.
Esa noche
lo intenté, pero al tratar de incorporarme en la cama no pude lograrlo debido
al lumbago que impedía la torsión de mi tronco y que mi mano llegase a la
pierna estirada. Entonces, ante lo chusco de la situación me eché a reír y
pensé: ¡estoy hecho una mierda!, mientras me aplicaba masaje con el talón del
otro pie hasta que desapareció el calambre. Me dijeron que era bueno comer
plátanos de cuando en cuando para evitar estos dolorosos calambres, no sé si
porque contienen potasio o magnesio, y desde entonces procuro comer al menos
dos o tres a la semana.
Lumbagos y
pinchazos en la espalda han desaparecido por fortuna y con mi esfuerzo, de ahí
mi contento actual, feliz como una perdiz, así me siento.
Mi espalda
evolucionó positivamente en el agua al cabo de años de natación. En los
comienzos la notaba un tanto rígida y dura, pesada como yo mismo. Al final de
mi práctica de natación la percibía como un bloque de cemento, no con dolor
sino con una sensación de pesadez en la parte inferior de la misma.
Durante
varios años de nadador percibía un
estiramiento placentero de mi columna en el momento de iniciar el largo de
piscina número veintiuno de mi práctica, el primero de una serie de cuatro a
crol. En ese largo era como si mi espalda se estirase, como si la columna
vertebral hubiera estado un poco encogida hasta la vuelta veinte y de pronto
desaparecieran como por ensalmo los grilletes que atenazaban sus músculos,
mínimos pero potentes, situados entre las vértebras y alrededor de ellas.
Al cabo del
tiempo esa sensación placentera desapareció y en la actualidad me siento casi
bien desde el primer largo, y sin observar variaciones apreciables entre el
largo diez y el cuarenta. Por referirme al final de mi práctica, los cuatro
últimos largos, del sesenta y uno al sesenta y cuatro, los realizo a crol y
durante ellos noto una sensación de pujanza, como ayer mismo, cuando me
impulsaba con vigor en cada remada.
Otro
detalle de mi actual momento natatorio es que cada vez produzco menos ruido y
levanto menos olitas cuando nado, especialmente a crol, un estilo en el que me
noto particularmente fuerte y en forma. Eso indica que me deslizo mejor cada
día, aunque siga sin tener ni idea de los estilos de natación.
Cuando
comencé a nadar siempre luchaba contra la desagradable impresión de que me
ahogaba al nadar a crol, de que me faltaba el aire, obligándome a detenerme
muchas veces en medio de la piscina, tal vez por el mayor gasto energético o de
oxígeno que precisaba en cada remada o que mi corazón no daba para más. Mi
sensación antigua era de que a crol me aceleraba mucho y que a braza descansaba
del brutal ejercicio anterior, me oxigenaba mejor, de ahí la bondad de alternar
ambas prácticas.
Todavía no
he contado cómo se sienten mis músculos ante el esfuerzo de nadar y creo que ha
llegado el momento.
Cuando nado
a braza percibo con claridad pasados unos cuantos largos, que se me cargan
mucho los músculos del cuello como resultado del movimiento de los brazos y de
la posición del cuello, un tanto rígida en mi caso. Entre estos músculos del
cuello debe encontrarse mi preferido por su magnífico nombre:
esternocleidomastoideo, ahí es nada, 22 letras.
Nadando a
crol los músculos de la espalda funcionan a todo tren, de ahí la percepción
posterior de mis manos ávidas y palpadoras antes de la ducha morosa en casa:
que ha desaparecido de ella cualquier atisbo de grasa.
El
desarrollo de mi musculatura que yo creía imposible o poco probable por mi edad
cuando me metí en este rollo de la natación resulta palpable. Mis pectorales
han mejorado claramente con la natación, se han desarrollado y endurecido,
especialmente con la braza que los obliga a trabajar más. En cuanto a la
espalda, yo destacaría el desarrollo de mis dorsales, situados justo detrás y
debajo de los sobacos, cuyo borde puedo palpar de arriba abajo claramente con
mi mano izquierda el dorsal derecho y
con la derecha el dorsal izquierdo, y antes resultaba impensable.
Los bíceps
de mis piernas han mejorado y engrosado con las caminatas y la natación, y
percibo claramente su mayor dureza y abultamiento cuando los contraigo.
Creo que
sería incapaz de soportar la práctica de una sesión completa nadando a braza,
por la excesiva carga exigida a mi cuello debida a la incorrección de mis
movimientos que me siento incapaz de mejorar. Al cambiar de braza a crol noto
un relajamiento placentero de esos músculos y la mayor carga de los de la
espalda que pongo a trabajar al máximo. Constato, asimismo, mayor dureza y
consistencia en mis glúteos. Las piernas siempre las he tenido fuertes y no se
quejan aunque las someta a grandes esfuerzos.
Al
principio de nadar no sentía un buen
ritmo de mi corazón y de mis piernas hasta que los músculos se calentaban, y esto
lo percibía entre los largos 17 al 24 más o menos, ahora me encuentro bien
desde el principio. Termino mi hora de natación no esprintando como los
campeones pero notándome bien, dominador, orgulloso y exultante, nada agotado
como sucedía el año pasado sin ir más lejos, cuando realizaba 80 largos
seguidos, que estimé excesivos cuando comprobé que la práctica se alargaba
hasta hora y cuarto, y por eso bajé a 64, realizados en una hora más o menos.
Esta
reducción se debió a que caí en la cuenta de que no se trataba de prepararse
para unas Olimpíadas, ni siquiera de veteranos, que también compiten como me
enteré hace poco en el periódico de una señora de casi 80 años que se había
retirado finalmente de las competiciones después de cosechar montones de copas como
veterana, porque se percató, dolida, de que los contrincantes se le iban
muriendo poco a poco.
Mi única
intención era y es mantenerme en forma, y para eso con 64 largos bastan, aunque
en el futuro tal vez alargue mi práctica a tres sesiones a la semana en lugar
de las dos actuales, no sé, el tiempo lo dirá.
Creo que ya
dije que alcancé durante varios años a nadar 80 largos por sesión, es decir
2.000 metros porque la piscina es de 25 metros, lo que supone una buena
cantidad para mis 65 años ya que eso fue el año pasado. Yo creía que los nadaba
en una hora toda seguida esforzándome minuto a minuto, pero como cada vez uso
menos el reloj que es un engorro y me molesta en la muñeca cuando sudo al
llevar una correa de cuero y nunca absorbe el sudor que tu cuerpo genera en una
buena caminata esforzada de las mías y se queda pegada a la piel y es
desagradable, pues no me entero.
Nunca he
soportado las correas metálicas en los relojes ni tampoco las de plástico. Por
eso, al carecer en la actualidad de tareas laborales remuneradas, excluyendo
naturalmente esta exigencia propia por escribir a diario, el reloj se mantiene
en la mesa de mi despacho días y días sin apenas tocarlo, mudo recordatorio de
que el tiempo es breve para mí y debo esforzarme hasta el límite si quiero ver
publicado algún día un escrito con mi firma. Esa es la idea, la diana que debo
alcanzar con mi flecha y a veces me agobio si no cumplo las pequeñas tareas que
me voy proponiendo a diario.
Como no
suelo llevar reloj cuando voy a nadar no me enteraba del tiempo transcurrido
dentro de la piscina nadando, descontado el trasiego de casa a la piscina y el
cambio de ropa, ducha y demás. Y aunque alguna rara ocasión llevase el reloj
puesto en la muñeca tampoco me fijaba en la hora justo cuando dejaba la ropa en
la taquilla de la piscina, ya en bañador, para introducirme en la pileta de
baño, ni tampoco al salir, todo mojado y con la urgencia de mear al cabo de una
hora o más de hacer ejercicio, que es como si el cuerpo igual que suda por
fuera se estrujase un poco hacia adentro y vertiese más líquido en su vejiga
urinaria y la llenase hasta los bordes cuando nadabas.
Las palizas
que me daba nadando 80 largos eran considerables, aunque cada vez las aguantaba
mejor al encontrarme en forma. Conforme nadaba me iba sintiendo mejor y al cabo
de quince o veinte largos notaba que los músculos entraban en el máximo de su
tonicidad y así hasta el final de la práctica, a la que llegaba un tanto
derrotado. Yo no realizo gimnasia previa para calentar como veo a los
verdaderos nadadores al borde de la piscina, que nunca se echan al agua así en
frío, por las buenas, sin calentar los músculos para no lesionarse. Sería mejor
hacer como ellos y calentar un poco antes de meterme en el agua, pero no lo
tengo por costumbre y no lo considero absolutamente necesario, aunque tal vez
fuese conveniente para la salud del cuerpo.
Más
interesante que la meta adonde nunca se llega, con la sola meta verdadera igual
para todos, lo que importa es el camino. El mío de la natación no ha sido
sencillo, pero ha valido la pena. Superarse uno a sí mismo es el mayor logro
posible y yo me siento estupendamente desde que nado de forma regular. Mi
aspiración no es vivir eternamente, ni siquiera cien años aunque quien sabe. Lo
que intento es vivir sano hasta que me toque palmar, y entonces adiós.
Con mis
últimos largos a crol, del sesenta y uno al sesenta y cuatro, suelo completar
felizmente mi jornada en la piscina. Realizada una sencilla multiplicación por
veinticinco me salen 1.600 metros, lo que no está nada mal para un veterano de
66 tacos, y si se multiplica por dos salen 3.200 metros a la semana.
En resumen,
me considero un fenómeno canoso y calvo, impulsivo, cabezota, orgulloso, miope
y peleón, tontorrón que dice mi nieta Leyre con cariño. Ese soy yo: Eloy
Maestre Avilés, para servirles.
Si yo he
sido capaz de tirarme al agua una y otra vez a nadar sin saber nada de
natación, y he salido victorioso por simple cabezonería cualquiera puede
lograrlo ¡Ánimo, veteranos, la piscina os espera!
FIN
Autocrítica
Ya en mi
relato anterior sobre el herpes que me atacó en el verano del 2012 y del que
escribí a continuación un libro, incluí una autocrítica para demostrar que yo
también puedo criticarme a mí mismo sin resultar presuntuoso ni excesivamente
complaciente. Lo que sigue se me ha ocurrido al acabar este relato del veterano
nadador y lo juzgo pertinente, por eso insisto en criticarme con suavidad.
Tiempo
atrás acuñé una frase elocuente y definitiva que quiero repetir ahora porque va
como de molde: yo no escribo lo que quiero sino lo que me dicta mi numen
juguetón (¿verdad que lo de numen es genial?, no lo entiendo ni yo mismo).
Para tratar
de explicarme diré que uno comienza a escribir un relato con una idea básica,
en este caso de un nadador veterano que cuenta sus alegrías y sus trabajos para
acceder a la condición de deportista, y el personaje se apodera del relato y
evoluciona ante los ojos asombrados del autor de forma curiosa y placentera.
El escritor
puede creer en algún momento de soberbia que controla absolutamente cuanto
escribe, hasta que el personaje se alza ante él y dicta los caminos que
recorrerá llevando de la mano al escritor alucinado por vericuetos
desconocidos.
Si esto es
así en relatos verídicos como el actual, resulta mucho más palpable en relatos
de ficción donde cualquier cosa es posible y las sorpresas abundan. En este
sentido, he leído a menudo de escritores afamados que amanecían ilusionados por
ponerse a trabajar para ver por dónde les llevaban sus personajes en esa
ocasión.
Este libro
de mi pasado reciente se ha visto enriquecido con aportaciones de vivencias
personales mucho más antiguas, de mi niñez, juventud y madurez. Sin intención
alguna ha rolado de Norte a Sur hasta semejar una autobiografía, con mis
padres, abuelos, hermanos, primos y amigos en danza. Y la maravillosa familia
que hemos criado Pilar y yo asimismo muy presente junto con nuestros paisajes
amados. También la alimentación del sujeto ha aparecido para quedarse, aunque
su relación con la salud no merezca insistencia alguna.
El escritor
se desnuda cuando escribe y venciendo mi pudor yo también lo hice en esta
ocasión. Desnudo ante el espejo suelo contemplarme un instante cada día antes
de ducharme y pese a los estragos indudables de los años me admiro y me veo bien,
será que me miro con buenos ojos.
Como en
toda autobiografía que se precie en esta he sido benevolente conmigo mismo,
resaltando mis virtudes y ocultando mis vicios secretos. Hay que ofrecer al
mundo siempre la faz más hermosa, es lo natural.
Decía el maestro
Hitchcock que lo principal de las películas es que todas acaben bien y yo
añadiría, con independencia de los episodios truculentos que sucedan en el
transcurso de las mismas.
En el fondo
pienso como él y lo demuestro en este relato del nadador veterano hablando bien
de casi todo el mundo. Eso consigue que te quieran los demás, en el fondo lo
que ansiamos cuantos nos esforzamos en el ancho mundo por encadenar una palabra
tras otra en este duro y maravilloso oficio de escribir sin el cual no sabría
vivir.
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