miércoles, 16 de junio de 2021

PERLAS DE LA BIBLIOTECA PERSONAL DE BORGES

...POR ELOY MAESTRE

 

El argentino Jorge Luis Borges (1899 – 1986), extraordinario cuentista (El Aleph, Emma Zunz, El inmortal, Hombre de la esquina rosada), poeta y ensayista, fue también un notable editor, apoyando su erudición en su dominio de tres lenguas básicas occidentales: español, inglés y francés.

En una edición exclusiva para Ediciones Orbis de la editorial Hyspamérica, Borges recibió el encargo de seleccionar ochenta obras de la literatura universal que conformasen la llamada Biblioteca Personal.

La atracción de Borges me impulsó a adquirir el primer ejemplar de su Biblioteca en el año 1986 y de ahí en adelante los compré todos. Este es un hecho insólito en mi vida, ya que no siendo nada proclive a las colecciones, adquirí esta por primera y última vez.

La colección contiene gran diversidad de títulos sin tratar de establecer ningún canon, como él mismo advierte en el prólogo general que antecede a todos y cada uno de los volúmenes seleccionados. Un buen número de novelas, libros de cuentos, poesías, ensayos, libros religiosos y filosóficos de culturas de todo el mundo discurren por ella.

La circunstancia favorable a la lectura de dicha colección ha sido la espantosa pandemia, tan aciaga cosechando dolor y muertos como favorable a la introspección, en mi caso derivada hacia la gozosa y abundantísima lectura. Mis prejuicios me vetaron leer la totalidad de la colección, aunque la mayoría hayan desfilado ante mis ojos.

De los ejemplares leídos por primera vez o releídos con gusto y pasión, he tenido el capricho de seleccionar aquellos que en su día o recientemente me causaron hondísimo impacto, duradero en el tiempo. De cada uno de ellos ofreceré breve nota.

 

 

Número 1 de la colección: Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas y La soga al cuello

Dice Borges: “En 1902, Joseph Conrad  (1857 – 1924) publicó en Londres El corazón de las tinieblas, acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado. Este relato es el primero de este volumen. El segundo, La soga al cuello, no es menos trágico. La clave de la historia es un hecho que no revelaremos y que el lector descubrirá gradualmente. En las primeras páginas ya hay indicios.”

 

El corazón de las tinieblas se convirtió en famosísima al llevarla al cine, con Marlon Brando en uno de sus papeles estelares. De La soga al cuello, menos conocida pero hermosa como la primera, quisiera decir dos palabras. Conrad muestra en ella su profundo conocimiento y amor por el mar y el mundo de los navegantes, siéndolo él mismo largos años por los mares de la Tierra. Un capitán de barco encarna el papel principal, personaje inolvidable cuya vida termina trágicamente.

 

 

Obras 10 y 11 de la colección: La piedra lunar, de William Blake.

Dice Borges: “William Blake (1824 – 1889) maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles, pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. La piedra lunar no sólo es inolvidable por su argumento, también lo es por sus vívidos y humanos protagonistas: Betteredge, el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite, el filántropo; Rosanna Spearman, deforme y enamorada; Miss Clack, <la bruja metodista> ; Cuff, el primer detective de la literatura británica”.

 

Impresionante novela de intriga adobada con una historia de amor. Su trama gira alrededor de un fabuloso diamante que da título a la obra y las vicisitudes sobre su posesión, oscilando su acción entre la India de origen y la Inglaterra victoriana.

Una secta religiosa de la misteriosa India persigue el diamante robado, remarcando el atractivo que desde antaño ostenta aquel fabuloso país en el mundo occidental. Desde que fue editada, ocupa un destacado lugar en la literatura universal por la maestría mostrada por su autor. Es un relato extenso que ocupa dos tomitos de la colección.

 

 

Obra 15: Cuentos de Ise, de Ariwara no Narihira

Dice Borges en su prólogo: “Estos cuentos de Ise datan del siglo X; constituyen uno de los más antiguos ejemplos de la prosa japonesa y su tema central es la poesía lírica. Los temas constantes de su poesía han sido la naturaleza, los diversos colores de las estaciones y de los días, las venturas y desventuras del amor”.

“De este o del otro lado del bien y del mal, estas páginas clásicas del Japón ignoran lo moral y lo inmoral. Según el doctor Kato, esta volumen prefigura la famosa historia de Genji”.

 

En mi juventud leí mucha poesía, que lleva décadas abandonada en mi ideario. Algo me hizo leer estos hermosos poemas, bastante incomprensibles pese a las notas. En ellos se desgrana la mentalidad amorosa japonesa antigua y yo quedé fascinado con ellos.

 

 

Obra 17: La Eneida de Virgilio

Virgilio (70 – 19 a. C) escribió La Eneida, donde el héroe Eneas realiza un gran periplo desde la  destrucción de Troya hasta la fundación de Roma. Entre los años 28 y 27 a. C comienza a escribir la obra que le daría mayor fama y que le pondría al frente de las letras universales, la Eneida.

Comenta Borges en el prólogo: “Virgilio se propuso una obra maestra; curiosamente la logró. Digo curiosamente; las obras maestras suelen ser hijas del azar o de la negligencia. De los poetas de la tierra no hay uno solo que haya sido escuchado con tanto amor.”

Dice de un texto clásico:  “Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre. Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.

 

Cuando le llegó el turno a la Eneida, la leí y quedé tan sobrecogido de su hermosura que al terminar de hacerlo recomencé desde el inicio. Este hecho, en mí poco repetido, suele significar que considero magnífica la obra e imperativa su relectura.

El tema lo define Eneas cuando dice a sus compañeros: “Corriendo varias fortunas, atravesando los mayores peligros, nos encaminamos al Lacio, donde los hados nos prometen sosegado asiento; allí deben resucitar los reinos de Troya.”

La diosa Venus, esposa de Júpiter tonante, padre de los dioses y de los hombres, es madre del héroe troyano Eneas, a quien protege constantemente librándole de perecer durante la guerra de Troya y en su huida de la ciudad devastada, ya sea desviando flechas o venablos o cubriéndole con una nube protectora que le convierte en invisible a los enemigos. Los Hados muestran a Eneas su destino en las costas de Italia y la fundación de una ciudad, Roma, dominadora del mundo entero.

La diosa Juno (Hera en la mitología griega), esposa de Júpiter, se muestra contraria a los troyanos y lucha por su destrucción y muerte. Obstaculiza, de distintas maneras y con ayuda de ninfas y dioses menores, el arribo de Eneas a las costas de Italia. Peleas entre dioses y diosas y luchas entre seres humanos o deificados, todo son contiendas en la Eneida.

Los prodigios se suceden. En un torneo convocado por el piadoso Eneas (siempre denominado así por Virgilio), una flecha lanzada por un participante, de pronto cobra vigor inusitado inflamándose y perdiéndose entre las nubes convertida en proyectil mágico.

El último prodigio sucede al final del libro. Eneas recibe una herida en un muslo de una flecha desconocida. El héroe pugna por extraerla sin lograrlo, y brama por continuar la lucha interrumpida contra Turno, héroe de los ítalos, sus enemigos. Venus se apiada de su hijo una vez más y prepara un remedio que le aplica un médico en la herida; de pronto, la herida sana, la flecha sale por sí sola y puede Eneas recomenzar el combate. Acaba por matar a Turno, hecho que concluye la epopeya.

 

Nota. Borges elige la traducción de Eugenio de Ochoa, escritor romántico del siglo XIX, poeta, periodista, editor y crítico literario; tradujo del latín la obra completa de Virgilio y del francés numerosas obras. Ignoro si su traducción al español es la mejor de las infinitas existentes, aunque le avale su edición repetida por editoriales españolas y latinoamericanas; a mí me resultó admirable y hermosísima.

 

 

Obra 18: Saga de Egil Skallagrimsson, de Snorri Sturluson

Entre las sagas nórdicas, que cuentan las historias de los héroes vikingos, ocupa un lugar de excepción la de Egil Skallagrimsson. del siglo X. Cuenta las empresas de los vikingos, pueblo guerrero que dominó los países bálticos en su día y llegó en sus correrías hasta las costas de Inglaterra y de Irlanda, aliándose con diferentes reyes, desde su Noruega natal. En los veranos armaban sus naves largas y se dedicaban a saquear y comerciar por las zonas costeras, regresando a sus bases para pasar el invierno tranquilos.

El héroe es un guerrero cruel, también poeta, codicioso y avaro. Cosecha su primera muerte cuando contaba sólo 13 años, de un chico que le había despreciado, por la que su padre debió pagar una compensación económica. Su madre decidió con esta acción que Egil iba a ser un gran guerrero. Poco más tarde pide una nave larga para ir a vikingo en el verano y su padre se la niega. Como venganza, Egil mata al administrador de las fincas paternas, y con ello se reconcilian padre e hijo.

Entre sus numerosas hazañas citaré cuando le montan una emboscada seis guerreros y los mata a todos, luego sufre otro ataque y mata a tres más. Tras varias de sus proezas guerreras realiza poesías, llamadas drapas.

 

 

Obra 23. La cruz azul y otros cuentos, de Gilbert Keith Chesterton.

Del británico Chesterton (1874 – 1936) nos dice Borges en su prólogo que “encontró la salvación en la fe de Roma, de la que afirmó extrañamente que se basa en el sentido común.”

“Este volumen consta de una serie de cuentos que simulan ser policiales y que son mucho más.”

 

La mayoría de los cuentos están protagonizados por el Padre Brown, un curita católico pequeño y de apariencia anodina, que resuelve robos y crímenes sin aspavientos, armas ni violencia alguna, sólo con su lógica clarividente a cuestas.

Leer estos cuentos me produce una sensación gustativa: es como masticar una bamba de nata acompañada de un té de jazmín en una tarde apacible: suave, dulce y tierna. Es una de las escasas lecturas que me produce hambre, siempre de algo dulce, lo cual dice mucho en su favor.

 

 

Obra 28. El Imperio Jesuítico, de Leopoldo Lugones.

El argentino Leopoldo Lugones (1874 – 1938) escribió el Imperio Jesuítico en 1905. Trata sobre el establecimiento en América de la Compañía de Jesús en 1610, con la ayuda de la Corona española, en un territorio enorme de 53.904 km², comprendido en su mayor parte dentro del actual Paraguay, con extensión a zonas de Brasil, Argentina y Uruguay. Los jesuitas edificaron pueblos en lugares adecuados, que rodearon de fosos y líneas de defensa y presidieron con una iglesia. Dentro de ellos mantuvieron esclavizada a la población indígena, obligada a trabajar desde los 5 a los 70 años. Cultivaron productos para su propia alimentación y vestido, como maíz y algodón, y otros para su venta provechosa por parte de los religiosos. Los indígenas nada percibían, aparte de su alimentación y vestido. El experimento duró hasta la expulsión y disolución de la Compañía de Jesús en 1773.

 

Borges dice en su prólogo:

“En 1903, el gobierno argentino le encargó la redacción de esta memoria, que es ahora este libro. Lugones pasó un año en el territorio donde la Compañía de Jesús ejecutó su extraño experimento  de comunismo teocrático.” Y termina así: “Lo que corresponde es la admiración ante un libro verídico, hermosamente escrito, que ilustra un capítulo de interés y singular relevancia en la historia de América.”

 

En la Introducción a la segunda edición de 1981, Roy Bartholomew dice:

“Allí se tiene, como quien dice en miniatura, una historia completa. Aquel fugaz Imperio, quizá soñado por sus autores como una teocracia antigua, con su David y su Salomón, pasó por todas las crisis desde la conquista al fracaso; hizo florecer una política que enredó en su trama a dos naciones, organizó la vida civil en forma como no la veía el mundo desde las más remotas civilizaciones asiáticas; realizó la teocracia en admirable rebelión contra el progreso de los tiempos y de las ideas, conglomeró en sociedad, con imponente esfuerzo, aquel hervidero de tribus cuya dispersión inorgánica parecía inhabilitarlas para toda jerarquía… y ni el estrago de la guerra le faltó para que sus restos conservaran el sello de todas las grandezas humanas, comunicando una especie de épica ternura a aquellos escombros velados por la selva compasiva, cuyos rumores son el último comentario de una catástrofe imperial.”

 

Por encima del hecho en sí, hermoso y extraño, me ha interesado especialmente el Capítulo 1 del libro, de los antecedentes históricos del Reino de España en el tiempo anterior a la conquista del Nuevo Mundo.

Tuvo que ser un extranjero el que mostrase cruda y magistralmente los males que afligieron a España durante los reinados de Carlos V y Felipe II. Muy lejos de los delirios de grandeza que nos trasmitieron de pequeños, grabado a fuego en nuestras conciencias aquello de que “en los dominios del Imperio español no se ponía el sol”, Lugones pone las cosas en su sitio. Su autor no descubre la pólvora, pero sintetiza admirablemente cuanto los historiadores de los siglos XIX y XX han dicho con mayor extensión y profundidad. Este texto breve debía ser lectura obligatoria en las escuelas españolas.

Nunca leímos nada semejante, exacto, ni tan certero, en nuestros tiempos de estudiantes del Ramiro.

 

 

Obra 41. Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon

Edward Gibbon nació en Inglaterra (1737 – 1794). Borges dice en el prólogo, desusadamente largo, mostrando su erudición ante el enorme desglose de datos literarios que Gibbon muestra en su obra magna:

“Es arriesgado atribuir inmortalidad a una obra literaria. Este riesgo se agrava si la obra es de índole histórica y ha sido redactada siglos después de los acontecimientos que estudia”.

“El consenso crítico de Inglaterra y del continente ha prodigado durante doscientos años, el título de clásico a la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, y se sabe que este calificativo incluye la connotación de inmortalidad. Para construir su obra, hubo de compulsar y resumir centenares de textos heterogéneos”.

 

Vaya por delante mi admiración por la obra, cuya lectura resulta ardua por su apabullante erudición, que también es una historia del Cristianismo por su enorme influencia en el final del Imperio Romano. Es obra impresionante que nadie ha osado maltratar ni mejorar desde que salió a la luz.

 

 

Obra 45. Teoría de la clase ociosa, de Thorstein Veblen

Dice Borges en su prólogo: “Hijo de emigrantes noruegos, Thorstein Veblen nació en Wisconsin en 1857 y murió en California en 1929. En este libro, que data de 1899, Veblen descubre y define la clase ociosa, cuyo extraño deber es gastar dinero ostensiblemente”.

“Según Veblen, el auge del golf se debe a la circunstancia de que exige mucho terreno. Su obra es muy vasta. Predicó austeramente la doctrina socialista”.

 

Veblen elaboró una teoría económica y sociológica a comienzos del siglo XX que no ha perdido un ápice de vigencia y se mantiene en la actualidad como uno de los monumentos escritos imperecederos. Que el consumo innecesario y ostentoso en todo tipo de bienes muebles e inmuebles, carruajes, lacayos, fiestas, defina una clase social sigue siendo irrebatible.

 

 

Obra 46. Pedro Páramo, de Juan Rulfo

Leí Pedro Páramo por primera vez en mis lejanos años de Universidad. En Periodismo nos dio clase de literatura una profesora de la que recuerdo incluso su nombre (cosa insólita en un desmemoriado como yo). Se llamaba Marta Portal que nos abrió los ojos a la literatura mexicana amada intensamente por ella. De ese modo leí el volumen de cuentos El llano en llamas, también de Juan Rulfo, releído infinidad de veces. Otros títulos fundamentales de ese siglo en México, especialmente de la Revolución de 1914 a 1920, fueron: Los de abajo de Mariano Azuela, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, La muerte de Artemio Cruz y otros títulos de Carlos Fuentes, y El laberinto de la soledad de Octavio Paz, libro fundamental para penetrar en la forma de ser del pueblo mexicano.

Ahora he vuelto a tropezar con Pedro Páramo, incluido en la Biblioteca Personal de Borges, y por supuesto la he releído con gusto. Esta novela de pequeña extensión y Cien años de soledad de García Márquez son, para mi gusto, los dos extraordinarios monumentos de la novelística americana de habla española del siglo XX, llamado el bbom latinoamericano, cuyo influjo se mantiene en el tiempo.

En Pedro Páramo se entreveran voces de muertos y vivos, en un mundo vacío lleno de sombras, donde no sucede nada y todo llama a un pasado desconocido, apenas entrevisto por personajes que desfilan ante los ojos del lector, cada uno con su pena y su dolor a cuestas. ¿Están todos muertos?, ¿nadie hace caso de nadie ni quiere a otro que a sí mismo?

 

 

Obra 48. Los rojos Redmayne, de Eden Philpotts.

Eden Philpotts, un inglés de finales del siglo XIX, “era de evidente origen hebreo y nació en la India” dice Borges. Según el prologista, Los rojos Redmayne puede encuadrarse entre las novelas policiales y sigue diciendo: Me ha tocado en suerte el examen, no siempre laborioso, de centenares de novelas policíacas.”

 

Es una novela extraordinaria que por medios ordinarios, pero ocultos, nos lleva de una sorpresa y un asesinato a otro. El amor matiza la hermosa trama.

De no proponerlo Borges, nunca me habría atraído una novela con ese título improbable y de autor desconocido. Lo agradezco a su memoria y a su genio erudito, que habla, como de pasada y sin darle importancia, de centenares de novelas leídas.

 

 

Obra 52. Relatos, de Rudyard Kipling.

Borges apunta en su prólogo: “No hay uno solo de los cuentos de este volumen que no sea, a mi parecer, una breve y suficiente obra maestra. Los primeros son ilusoriamente sencillos, los últimos, deliberadamente ambiguos y complejos. No son mejores, son distintos.”

“A lo largo de mi larga vida habré leído y releído un centenar de veces las piezas elegidas aquí.”

 

Famosísimo como novelista y poeta, Kipling muestra su faceta más desconocida como autor de relatos magníficos, que Borges nos descubre en este libro con ocho de los suyos.

Imagino que para Borges resultaría extremadamente placentero, como gran cuentista que era, escoger ocho de Kipling para incluir en su Biblioteca Personal. Dentro de ella, incluye varios libros de relatos que también llama cuentos, lo que indica su indiferencia por el vocablo elegido.

Yo mantengo mi amor antiguo por los relatos cortos de estilo realista, que prefiero llamar cuentos, sin más, un título hoy en desuso.

De los escogidos para este volumen, recordaré siempre uno de la guerra de los bóers en Sudáfrica, titulado Una guerra de sahibs, y El ojo de Alá, ambientado en la Edad Media.

 

 

Obras 59 y 60. Las mil y una noches. Anónimo.

Incluyo esta novela entre las perlas halladas en la colección, pese a que todos recordamos haber  leído o escuchado algunos de los famosísimos cuentos que incluye como Aladino y la lámpara maravillosa, los Viajes de Simbad el marino o Alí Babá y los Cuarenta Ladrones. Como conjunto de cuentos maravillosos yo nunca lo había leído, y por eso la incluyo aquí.

En el prólogo de la obra Borges apunta:

“El libro es una serie de sueños, cuidadosamente soñados. Pese a su inagotable variedad, la obra no es caótica; la rigen simetrías que nos recuerdan las simetrías de un tapiz. En sus narraciones predomina el número tres.”

Y continúa diciendo: “No he incurrido en la moderna pedantería de elegir la versión más fiel; he buscado la más grata de todas, la del orientalista y numismático Antoine Galland, que, a partir del año 1704, reveló las Noches a Europa. Acentuó lo mágico de la obra, abrevió sus demoras y lentitudes y omitió lo escabroso. Los siglos pasan y la gente sigue escuchando la voz de Shahrázád.”

Borges incluye en su Historia de la eternidad un ensayo sobre los Traductores de las Mil y una noches. Allí dice:

“Antoine Galland publicó doce primorosos volúmenes entre 1707 y 1717, doce volúmenes innumerablemente leídos y que pasaron a diversos idiomas, incluso al industaní y el árabe.

Palabra por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más embustera y más débil, pero fue la mejor leída. Quienes intimaron con ella, conocieron la felicidad y el asombro.

Galland era un arabista francés que trajo de Estambul un ejemplar arábigo de las Noches y un maronita suplementario, de memoria no menos inspirada que la de Shahrázád. A ese oscuro asesor  – de cuyo nombre no quiero olvidarme, y dicen que es Hanna –  debemos ciertos cuentos fundamentales que el original no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta ladrones, el del príncipe Ahmed y el hada Peri Banú, el de Abulhasán el dormido despierto, el de la aventura nocturna de Harún Arrashid, el de las hermanas envidiosas de la hermana menor.

Basta la sola enumeración de esos nombres para evidenciar que Galland establece un canon, incorporando historias que hará indispensables el tiempo y que los traductores venideros – sus enemigos – no se atreverán a omitir.”

 

 

Obra 65: Crítica literaria, de Paul Groussac.

Paul Groussac nació en Toulouse en 1848. A los 18 años emigró a Argentina donde desempeñó distintas tareas de enseñanza. Fue director de la Biblioteca Nacional, cargo que desempeñó desde 1885 hasta su muerte en 1929.

“En su carrera abunda la polémica, género literario que ejerció con la requerida acritud. Fue un crítico, un historiador y, sobre todas las cosas, un estilista.”

“Acaso la designación de <crítica> se adaptara menos que la de <historia literaria> a la serie dedicada al Romanticismo francés, y quizá también a las páginas consagradas a los grandes escritores con que este libro principia y termina.”

 

Jamás pensé que leería un libro sobre crítica literaria, un tanto alérgico como soy a los ensayos, en general, y a los literarios en particular; pero aquí me tienen, admirando este libro de un francés afincado en Argentina. En concreto, quedé subyugado por las conferencias pronunciadas por el autor en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires en 1920 sobre el romanticismo francés. Su conocimiento profundo del tema y la forma didáctica en que lo desgrana para su audiencia de estudiantes universitarios me hizo sentir uno más de ellos, aprendiendo enormemente lo que de mi tiempos de estudiante del Ramiro sólo retengo algunos autores como Víctor Hugo y Dumas. Mi incompleta cultura quedó ampliada con esta lectura.

Un breve ensayo sobre uno de los héroes de la independencia argentina, de nombre Mariano Moreno, donde critica acerbamente la aparición de un libro sobre el prócer, me resultó maravilloso.

Groussac afirma tajante: “Tengo que cumplir una vez más con el deber de hablar la verdad, siempre difícil de decir y oír, y tanto más displicente cuanto más fundada.”

 

Han sido 14 las obras referenciadas en 16 volúmenes, poco más de un 17 por 100 del total de la Biblioteca Personal de Borges.  

lunes, 12 de abril de 2021

ILÍADA, ODISEA Y ENEIDA

...Por ELOY MAESTRE

 

(Ensayo anónimo, por temor a represalias docentes, dirigido a sus compañeros por alumno aventajado de los clásicos grecolatinos y amante del cachondeo. Se transmitió por un wasap de amigos, y uno de ellos lo imprimió para guardarlo).

 

He pensado escribir algo conectando los dos grandes poemas épicos atribuidos a Homero, el poeta griego: Ilíada y Odisea, y la Eneida, que escribió siglos después el poeta romano Virgilio.

Lo haré a mi estilo, sin inhibiciones aunque con rigor histórico, y espero que os guste.

 

Antes de entrar en materia, convendría decir unas palabras sobre el Olimpo de los dioses, cuyas intervenciones serán decisivas en las obras citadas.

En el Olimpo vivían los dioses, a quienes los griegos antiguos veneraban. Los dioses más altos, los top ten como si dijéramos, los encabezaba Zeus, dios de los cielos, de los dioses y de los humanos, el más poderoso. Le siguen sus hermanos: Poseidón, dios de los mares, que desata tormentas y mata con el rayo, y Hades, dios de las tinieblas y del Infierno, de todo lo que está bajo tierra. El segundo escalón de los más poderosos lo componen Hera, casada con Zeus; Atenea y Apolo, hijos de Zeus.

Entre los dioses menores se encuentra Hefesto, herrero divino que fabrica las armaduras, armas y escudos que portan los héroes como Aquiles. Tetis es la madre de Aquiles, por lo que este es divino como su diosa madre. Venus es la madre de Eneas, diosa del amor. Artemisa es hermana gemela de Apolo, más conocida por su nombre romano Diana, es la diosa cazadora.

Eolo es el dios guardián de los vientos, que mantenía encerrados en una cueva: Bóreas, Noto, Céfiro y Euro (qué curioso, como nuestra moneda europea). Además, los accidentes y fenómenos naturales eran considerados dioses. El Océano era otro dios y el río Escamandro, asimismo. Las ninfas andaban de acá para allá en todos los líos, y entre ellas destacaba Iris, mensajera de los dioses, principalmente de Zeus y Hera.

Los dioses y diosas bajaban a la tierra cuando se les ocurría, y se acostaban con unas y otros, logrando hijos también deificados. Los dioses disputan entre ellos, aunque nunca llegan a las manos porque Zeus se impone a todos con gran autoridad. Intervienen en las guerras apoyando descaradamente a héroes o a pueblos enteros. Hera favorece a los aqueos o atridas, y Atenea a los teucros o tebanos. Aquiles resulta amparado por Hera y los héroes tebanos: Eneas y sobre todo Héctor, se ven protegidos por Atenea.

Durante la guerra de Troya relatada en la Ilíada y escrita por Homero antes que la Odisea, dioses y diosas apoyan a los contendientes, a capricho y por rachas, primero a unos y luego a otros. Generalmente lo hacen a espaldas de Zeus, cabreado cuando se entera de las decisiones ajenas porque prefiere la neutralidad: que los humanos se maten alegremente entre ellos sin intervención de los dioses.

 

 

 

Ilíada. La Ilíada comienza mal: Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles. El protagonista encolerizado, mal asunto, aquí van a rodar cabezas. Y acaba peor: mueren casi todos los actores principales y miles de secundarios. Además de eso, no hay historias de amor y no es una novela, imposible llevarla al cine. Aquiles, el de los pies ligeros, es hijo de la diosa Tetis, de los pies de plata.

La historia es conocida: el rey Menelao, enfadado por el rapto de su esposa Helena a manos de Paris, y su posterior viaje a Troya, consigue movilizar, con la ayuda de su hermano Agamenón, rey de reyes, grandes contingentes de guerreros y entre ambos montan el lío de Troya, una de las bonitas guerras a que tan aficionados fueron los griegos en tiempos antiguos, consiguiendo asolar su territorio con tala brutal de árboles y diezmar terriblemente su población, con los resultados nefastos futuros para el país.

Ulises idea fabricar un caballo enorme y llenarlo de guerreros, confiando que los troyanos lo introduzcan en su ciudad, y a la vez aparentan una retirada de la flota aquea. Los troyanos celebran la retirada emborrachándose y los guerreros salen del caballo, matan a los vigilantes y abren las puertas al resto de sus compañeros, lo que acarrea la destrucción de la ciudad y la muerte de sus enemigos.

Entre el tráfago incesante de combates individuales, con abundante casquería: desparrame de vísceras, sesos y sangre de los muertos que salpican a los héroes, brotan en la Ilíada imágenes prodigiosas. Janto, uno de los caballos del carro de Aquiles, al que una diosa dotó de voz humana, profetiza en un alarde la muerte de su dueño. Los caballos de Patroclo lloran la muerte de su héroe.

La acción final se desencadena a partir de la muerte de Patroclo a manos de Héctor. En ese momento, Aquiles, campeón de los aqueos, sitiadores de Troya, se encontraba descansando en su tienda mientras a su alrededor todos combatían. Patroclo, su amigo íntimo, con quien compartía tienda, le pide permiso, puesto que él no luchaba, para vestir su armadura y utilizar sus armas. Con todo ello, lucha Patroclo y aunque vence a muchos enemigos cae ante los pies de Héctor, que le despoja de armadura y armas, pero no logra llevarse el cadáver que los aqueos defienden.

Esta muerte enciende la cólera de Aquiles. Su madre Tetis, viéndole desarmado, vuela a encargar a Hefesto la confección de una armadura, armas y escudo para su hijo, que las fabrica con rapidez y belleza. Una vez armado, Aquiles vuelve a la lucha. Para mostrar su poder y apoyo, la diosa Atenea, de ojos de lechuza, cubrió su cabeza con una nube de oro y de ella hizo brotar brillante llama. Aquiles lanza un fabuloso grito, oído por todos en la gran batalla, y luego tres gritos enormes más que llenan de espanto a los enemigos.

Aquiles está protegido, además de por su diosa madre, por las diosas Atenea y Hera. Con ese bagaje, no parece extraño que sea el héroe principal y último en morir.

La obra está repleta de prodigios. El río Escamandro recrimina en voz alta a Aquiles la cantidad de muertos que arroja a sus aguas, sin poder desaguar al mar su caudal; como Aquiles no le hiciera caso y siguiera matando gente, Escamandro se cabrea y trata de ahogarlo sin conseguirlo.

Hasta en tres ocasiones, su diosa tutelar salva a Héctor de perecer a manos de Aquiles ocultándolo con una nube. Lo mismo sucede a Eneas, en otro enfrentamiento con el mismo: “Posidón, el batidor del suelo, a Eneas levantó del suelo y le dio impulso, saltando por encima de numerosas filas de adalides. Con ello, le libra de la muerte pues se encontraba frente a Aquiles, superior en fuerza y más querido de los dioses.”

Héctor, tras eliminar a docenas de aqueos y a punto de quemar sus naves y acabar con todos ellos, muere a manos de Aquiles en el último combate individual de la obra. Es un combate tramposo, como tantos otros. Después de que los tiros de ambos resultasen desviados, Hera pone inmediatamente en la mano de Aquiles su lanza concediéndole ventaja decisiva. Héctor, despojado de su lanza, ataca con su espada desnuda y es fácil presa de Aquiles que le hiere y mata desde lejos con la suya.

 

Lo califican de poema épico, pero más parece una tragedia. Paso por alto la infinidad de muertos, que uno u otro de los contendientes destacados envían al Hades, con su nombre, genealogía y patria de donde proceden, y fijándonos tan sólo en los destacados anoto los siguientes:

 

Príamo, padre de Héctor y de Paris, muerto en su palacio de Troya.

Paris. El guaperas que seduce a Helena.

Patroclo, a manos de Héctor.

Áyax, aqueo, por su propia mano.

Héctor, a manos de Aquiles.

Aquiles. En la obra se anuncia su muerte, que no se produce durante el relato sino poco después, a manos de Paris. Este le hiere con saeta en el talón, su único punto vulnerable. Para la medicina queda su nombre en el tendón de Aquiles, situado en el talón.

Agamenón. Rey de reyes. Cuando volvió de Troya fue asesinado por su mujer Clitemnestra y su amante, Egisto.

Deifobo, casado con Helena tras la muerte de Paris, es asesinado por Menelao acompañado de Ulises.

Ulises es uno de los pocos supervivientes, cuyo largo periplo de vuelta a casa daría origen a la Odisea; otro es Eneas, salvado por la diosa huyendo de la Troya incendiada para protagonizar la Eneida.

 

 

Odisea. Que un gran guerrero, Ulises u Odiseo, de los que luchan en primera línea abatiendo constantemente enemigos, sea a la vez “portentoso en ardides”, como proclama una y otra vez Homero, es seguro que causaría admiración entre los oyentes de la epopeya, que en sus inicios y antes de ser escrita fue, como la Ilíada, un poema épico oral, para relatarlo a la gente en fiestas y plazas públicas.

Ulises ya demostró sus habilidades en el cerco de Troya, suya fue al idea del famoso caballo que los troyanos introdujeron en la ciudad para su perdición. Ulises figuraba entre los guerreros escondidos en el caballo, que pudieron perecer pasto de las llamas de haber prevalecido esa opinión entre los troyanos, pero no fue así.

 

Visto desde la perspectiva actual, la anécdota principal de esta novela resultaría absurda y desproporcionada por el tiempo empleado: Odiseo pasa once años guerreando en la lejana Troya y luego ocupa nueve más en un viaje tormentoso antes de regresar a su casa, su Ítaca amada. Penélope, su mujer, le espera veinte añitos, vamos, ni de coña.

Tanta fidelidad de ambos abrumaría hoy a cualquiera. Pero no hablamos de algo que sucede ahora, sino de hechos o sueños concebidos por un poeta griego llamado Homero en el siglo VIII a.C., es decir, hace la friolera de dos mil novecientos años, una pasada.

 

Comienza la Odisea con la exhortación de la diosa Atenea, la de ojos de lechuza, a Telémaco, hijo de Penélope y Odiseo, para que emprenda un viaje y busque noticias de su padre desaparecido, tratando de confirmar si todavía vive o ha muerto. Telémaco cuenta públicamente su intención en el ágora y todos se ríen de él, ya que por su juventud consideran imposible que reúna tripulación ni sea capaz de fletar un barco. Recibe de nuevo la ayuda de la diosa y consigue ponerse en marcha buscando a su padre.

Los pretendientes instan a Penélope a elegir entre ellos a uno. Ella los elude por un tiempo aduciendo que debe tejer una tela que sirva de mortaja para su suegro Laertes. Su estratagema para no acabar nunca su tarea consistía en deshacer de noche lo que tejía de día. Así consigue mantenerles en vilo durante tres años, pero al cuarto una sirvienta advierte de la treta a los pretendientes. Estos se lo cuentan a Penélope que debe acabar de tejer la tela prodigiosa. Y luego consigue aguantarlos hasta nueve años en total, fecha en la que regresa su marido y acaba con todos.

El panorama de los pretendientes de Penélope, mujer de Odiseo, cifrados nada menos que en ciento ocho, empeñados todos en conseguir su mano, es nefasto. Penélope dice: “Ellos vienen día tras día a nuestro palacio, nos degüellan los bueyes, las ovejas y las pingües cabras, celebran espléndidos festines, beben el vino locamente y así se consumen muchas de las cosas, porque no tenemos un hombre como Odiseo que fuera capaz de librar a nuestra casa de la ruina”. 

Odiseo recala con su barco en una isla y observa el ganado que alguien mantenía lustroso. Sus compañeros le animan a tomar algunas reses y largarse zumbando pero él, en una completa metedura de pata, dice que esperará la llegada del dueño y le reclamará la hospitalidad debida. El gigante Cíclope de un solo ojo desdeña la hospitalidad y se va comiendo a sus compañeros ante los ojos aterrorizados de Odiseo y de los restantes, presos como él en una cueva. Entonces, el héroe cavila calentar un gran madero afilando su extremo mediante el fuego y anima a sus compañeros para que claven entre todos el ariete en el ojo del Cíclope mientras duerme. Para conseguirlo, invita repetidamente a vino al gigante, este bebe, se emborracha y se echa la siesta, entre todos empujan la estaca contra su ojo y le ciegan, consiguiendo de esa forma escapar de sus garras. Después huyen en su nave.

Otra de sus aventuras es que la ninfa Circe le retiene a su lado tres años en su palacio, ofreciéndole la inmortalidad y permanecer a su lado para siempre, a lo que Odiseo se niega repetidamente. Hasta que el héroe no cuenta el mensaje recibido por los dioses de que debe continuar su viaje, la ninfa no cede.

Los dioses son buenos incluso guiando a sus preferidos ayudándoles a seguir una derrota precisa y a salvar los grandes peligros futuros. Ante la petición de ayuda de Odiseo, la diosa le comenta que pasarán ante las Sirenas, cuyo canto seduce a quienes las oyen e impide continuar su viaje. Debe taponar con cera los oídos de sus compañeros y si él quiere escucharlas que lo aten al mástil de la nave y si les pidiera que lo desaten, que le aten más fuertemente. De ese modo, consiguen salvar tan melodioso escollo.

Una vez ante su casa, en el final del viaje, Odiseo cavila la forma de presentarse ante la turba de los pretendientes de su mujer, que abarrotan su palacio y se comen sus bienes, porque desea matarlos a todos.

Su diosa protectora Atenea, de ojos de lechuza, le convierte en un viejo pordiosero que pide limosna en la población donde Penélope le espera en su palacio. Una vez dentro del mismo, soporta las vejaciones de alguno de los pretendientes y con la ayuda de su hijo Telémaco, ante el que se descubre, y de unos pocos fieles sirvientes, logra acabar con todos.

 

 

Eneida. Canto al héroe que de Troya lanzado a Italia vino, es el inicio.

Juno mantiene la expedición de Eneas varios años de un lado para otro, sin dejarle que alcance las costas del Lacio, también llamada Italia adonde los hados le vaticinaron llegaría.

Entre sus estratagemas para perjudicar a Eneas, Juno se acerca a la Eolia, donde reinaba  Eolo en su espaciosa cueva sobre los revoltosos vientos y las sonoras tempestades. La diosa le promete una ninfa hermosísima y Eolo deja libres los vientos, que se lanzan contra la flotilla de Eneas destruyéndola, haciendo pedazos la nave de Eneas. Neptuno percibe la tempestad desatada a sus espaldas y llama al orden a Eolo, con lo que aquella cesa y los barcos restantes pueden enderezar el rumbo a las costas de la Libia. El piadoso Eneas pide ayuda a su madre, la diosa Venus, porque no sabe donde han arribado sus barcos. Ella se lo dice y ya quedan más tranquilos.

El primer prodigio se produce al contemplar Eneas dentro de un templo, como en una película, el final de la guerra de Troya, con sus protagonistas, también se ve a sí mismo mezclado con los príncipes aquivos. Llega al templo la hermosísima Dido con una numerosa comitiva. Tras una exhortación del anciano Ilioneo pidiendo hospitalidad, la reina Dido acoge con benevolencia la expedición y les ofrece quedarse en sus reinos.

Al fuerte Acates y al padre Eneas mantenía la diosa ocultos en una nube, pero de pronto se abrió y apareció Eneas “resplandeciente en medio de una viva luz, semejante y apostura a un dios”. Pasmóse la sidonia Dido con la aparición. Y la diosa, juguetona, decide que Cupido inflame a Dido de amor por Eneas.

Conseguido esto, pide Dido a Eneas que le relate la guerra de Troya, lo que este hace con gusto y detalle. Comienza por la captura de un espía que había enviado Ulises para engañarles con la treta del caballo de madera y contar su huida de Troya, incendiada y destruida. Eneas pide ayuda a Júpiter y éste hace que “retumbe el estampido de un trueno y recorrió el espacio, deslizándose del cielo, en medio de las tinieblas, una luminosa estrella, señalándonos el camino a seguir”. En su huida mantiene a su hijo Iulo y lleva sobre sus hombros a su padre Anquises, aunque pierde de vista a su esposa Creusa y ya no la volvió a ver.

Pero los hados imponen a Eneas su marcha inmediata y este obedece. Embarcados en sus naves, Dido las observa alejarse y clama por el abandono de su amor; desesperada, se quita la vida.

El héroe continúa su periplo y arriba al fin a las costas de Italia, donde es recibido bien en apariencia, pero su diosa enemiga provoca la guerra y hasta que no acaba no consigue Eneas su propósito.

“Luego que Turno levantó en el alcázar de Laurento el pendón de la guerra y retumbaron con ronco estruendo las bocinas, luego que aguijó a la lid sus bravos caballos y sus armas, conturbáronse de súbito los ánimos; al mismo tiempo todo el Lacio se conjuró en tumultuario alboroto, y la impetuosa juventud prorrumpe en fieros clamores.”

Ya está el lío formado: habrá guerra. La Eneida es toda una novela porque comienza mal, con una huida y la pérdida de la mujer, y acaba bien, con la salvación del héroe y la conclusión de la guerra, antes de conseguir fundar Roma. Un nuevo augurio se lo predice así, dictado por el dios Tíber:

“No desistas ni te dé gran cuidado de esta guerra; ya para ti han acabado los grandes afanes, ya han calmado las iras de los dioses… pasados en seguida treinta años, Ascanio (su hijo) edificará la ciudad de Alba, cuyo preclaro nombre recordará el encuentro de que te he hablado”.

jueves, 18 de febrero de 2021

COMENTARIOS DE LA GUERRA DE LAS GALIAS

...POR ELOY MAESTRE

 

Los Reyes Magos de 2021, año en que tal vez conozcamos el fin de la horrorosa pandemia que acongoja al mundo entero, me han traído como regalo el libro, que yo pedí respetuosamente a sus Majestades en mi carta, sobre la guerra de las Galias de Julio César.

Julio César, el gran general y político romano, produjo un libro admirable titulado Comentarios de la guerra de las Galias, en donde discurre sobre sus campañas en ese territorio enorme que comprendía la actual Francia, Bélgica, y partes de Suiza, de Países Bajos y de Alemania.

Que César comente a la posteridad sus hazañas guerreras tiene el peligro de ofrecer una versión amable y tal vez mendaz, pero al no contar con otros testimonios históricos para contrastar sus datos, deberemos creerlos en principio. Julio César exhibe un estilo seco y limpio de historiador, admirado a lo largo de los siglos por multitud de lectores.

Debe valorarse este formidable testimonio de primera mano de una conquista fabulosa que engrandeció enormemente a Roma, añadiendo un gran territorio y conjurando a la vez, al menos por un tiempo, la amenaza constante que los bárbaros germanos ofrecían a la estabilidad del imperio. En dos ocasiones cree necesario César pasar el Rin para dar una lección a las belicosas tribus germanas, con un despliegue fabuloso de la ingeniería militar legionaria. El paso a la isla de Britania constituye otra de sus expediciones militares exitosas. 

El traductor nos previene de que la marcha normal de las legiones es de 25 km diarios, con todos sus pertrechos; la marcha rápida, a veces exigida por las maniobras militares, ignoramos a cuanto ascendía. Tras cualquier marcha, se fortificaba el campamento con fosos y torres de defensa, con lo que se añadía este esfuerzo al del desplazamiento.

Los ingenieros militares consiguieron proezas como construir un puente de madera sobre el caudaloso Rin en dos ocasiones, detallando César la forma de hacerlo. De esa forma, las tropas pasaron  al otro lado del Rin sobre buen firme. En los asedios y los campamentos de mayor enjundia donde pasaban los inviernos, los ingenieros descollaron por sus construcciones defensivas. También lo hicieron construyendo plataformas de ataque para los asedios de plazas fuertes enemigas.

Una legión estaba formada en aquella época entre 3.000 y 5.000 soldados de infantería pesada, algunos cientos de caballeros y tropas auxiliares de honderos, arqueros e infantería ligera.

En esta guerra de las Galias, César dispuso como máximo de diez legiones, pero la mayoría de las veces se contentaba con menos. Su manejo de la guerra fue ejemplar, con magníficos ayudantes que dirigían legiones a los que cita expresamente. Los mayores elogios van hacia Galba, Cicerón y Labieno. Luchó siempre contra fuerzas muy superiores en número. 

 

Nota sobre edición y traducción.

Mi edición es la sexta de la Colección Austral de Espasa-Calpe de 1957; esa mítica colección que tantos excelentes libros de bolsillo nos ha proporcionado al cabo de nuestra historia. 

Al traductor José Goya y Munian, que dio a la Imprenta Real en 1798 con su nombre los Comentarios de la guerra de las Galias, le reputa de plagiario de varias obras Menéndez Pelayo. En concreto, esta de los Comentarios se atribuye a José Petisco, jesuita y helenista, traductor de Cicerón y de Virgilio y de la Vulgata al castellano.

Sea quien fuere el traductor, el logro me parece magnífico.

 

Libro primero

César vence a los helvecios, que al mando de Ariovisto pretendían sojuzgar toda la Galia. El contingente militar que manejó César en esta guerra fue de seis legiones, compuestas en su mayoría de infantería pesada, una pequeña parte de infantería ligera y auxiliares, y unos centenares de caballeros. Si cada legión la componían 5.000 soldados, contó con treinta mil hombres y pocos miles de caballeros en total.

Entretanto, con la legión que tenía consigo y con los soldados que llegaban de la provincia, desde el lago Leman, que se ceba del Ródano hasta el monte Jura, que separa los secuanos de los helvecios, tira un vallado, a manera de muro, de diecinueve millas en largo, dieciséis pies en alto, y su foso correspondiente; pone guardias de trecho en trecho, y guarnece los reductos para rechazar más fácilmente a los enemigos, caso que por fuerza intentasen el tránsito.

Después de esta acción, a fin de poder dar alcance a las demás tropas enemigas, dispone echar un puente sobre el Arar, y por él conduce su ejército a la otra parte. Los helvecios, espantados de su repentino arribo, viendo ejecutado por él en un día el pasaje del río, que apenas y con sumo trabajo pudieron ellos en veinte, despáchanle una embajada.

Al día siguiente alzan los reales de aquel puesto. Hace lo propio César, enviando delante la caballería, compuesta de cuatro mil hombres que había juntado en toda la provincia, en los eduos y los confederados de éstos, para que observasen hacia dónde marchaban los enemigos.

 

Libro segundo

También Labieno le aseguraba por cartas que todos los belgas (los cuales, según dijimos, hacen la tercera parte de la Galia) se conjuraban contra el pueblo romano, dándose mutuos rehenes.

César, en fuerza de estas noticias y cartas, alistó dos nuevas legiones en la Galia Cisalpina, y a la entrada del verano envió por conductor de ellas a lo interior de la Galia al legado Quinto Pedio. Él, luego que comenzó a crecer la hierba, vino al ejército.

Ya que tuvo certeza por sus espías y por los remenses cómo unidos los belgas venían todos contra él, y que estaban cerca, se anticipó con su ejército a pasar el río Aisne, donde remata el territorio remense, y allí fijó sus reales, cuyo costado, de una banda, quedaba defendido con esta postura por las márgenes del río, las espaldas a cubierto del enemigo, y seguro el camino desde Reims y las otras ciudades para el transporte de bastimentos.

 Hecho esto, y dejadas en los reales las dos legiones recién alistadas, para poder emplearlas como refuerzo en caso de necesidad, puso las otras seis delante de ellos en orden de batalla. Los enemigos, asimismo, fuera de los suyos tenían ordenada su gente.

César exige 600 rehenes, llevaba consigo seis legiones. Derrota a los nervios y los vencidos se rinden. De 600 senadores quedaban solos tres, y de sesenta mil combatientes apenas llegaban a quinientos. Luego vence César a los aduátucos.

 Pacificada la Galia toda, se mandaron en Roma, tras las cartas de César, fiestas solemnes por quince días.

 

Libro tercero

Galba es enviado con la duodécima legión. Lucha contra sioneses y veragros. Ellos son 30.000 y Galba les vence, matando a una tercera parte. Se retira victorioso, pasando a sus cuarteles de invierno.

Considerando que casi todos los galos son amigos de novedades, fáciles y ligeros en suscitar guerras, y que todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre, antes que otras naciones se ligasen con los rebeldes, acordó dividir en varios trozos su ejército, distribuyéndolos por las provincias.

Los galos son tan briosos y arrojados para emprender guerras como afeminados y mal sufridos en las desgracias.

Una sola cosa, prevenida de antemano, nos hizo muy al caso, y fueron ciertas hoces bien afiladas, caladas en varapalos a manera de guadañas murales. Enganchadas estas una vez en las cuerdas con que ataban las antenas a los mástiles, remando de boga, hacían pedazos el cordaje, con lo cual caían de su peso las vergas; por manera que consistiendo toda la ventaja de la marina galicana en velas y jarcias, perdidas éstas, por lo mismo, quedaban inservibles las naves.

César vence en batalla naval. Sabino envía a un desertor que anuncia su miedo y el de sus soldados. De ese modo logra que los bárbaros le ataquen y las tropas romanas consiguen masacrarlos. Dos victorias casi simultáneas aunque alejadas.

A la vez, Publio Craso lucha en Aquitania. En la batalla, de 50.000 enemigos apenas deja vivos la cuarta parte.

 

Libro cuarto

César, recelando de la ligereza de los galos, que son inconstantes en sus resoluciones, y por lo común noveleros, acordó de no confiarles nada.

Es la nación de los suevos la más populosa y guerrera de toda la Germania.

El número de los enemigos a los que vencieron, no bajaba de 430.000, muchos de ellos ahogados en el Rin, que no consiguieron cruzar, azuzados por los romanos.

Los bárbaros contestaron a César que el imperio romano terminaba en el Rin, y si él se daba por agraviado de que los germanos contra su voluntad pasasen a la Galia, ¿con qué razón pretendía extender su imperio y jurisdicción más allá del Rin?

César estaba resuelto a pasar el Rin. Sus ingenieros construyen un puente magnífico: concluida toda la obra a los diez días que se comenzó a juntar el material, pasa el ejército.

César, gastados solos dieciocho días al otro lado del Rin, pareciéndole haberse granjeado bastante reputación y provecho, dio la vuelta a la Galia y deshizo el puente.

César se dispone a visitar la isla de Bretaña.

Aprestadas y reunidas cerca de ochenta naves de transporte, que a su parecer bastaban para el embarco de dos legiones, lo que le quedaba de galeras repartió entre el cuestor, legados y prefectos. Desembarcan y tras algunas escaramuzas se asientan en la isla.

Los bárbaros despacharon mensajeros a todas partes ponderando el corto número de nuestros soldados y poniendo delante la buena ocasión que se les ofrecía de hacerse ricos con los despojos y asegurar su libertad para siempre si lograban desalojar a los romanos.

César, aprovechándose del bueno tiempo, levó poco después de media noche, y arribó con todas las naves al continente. Dispuso en los belgas cuarteles de invierno para todas las legiones. No más que dos ciudades de Bretaña enviaron acá sus rehenes; las demás no hicieron caso. Por estas hazañas, y en vista de las cartas de César, decretó el Senado veinte días de solemnes fiestas en acción de gracias.

 

Libro quinto

La república de Tréveris (la ciudad del mismo nombre está hoy en Alemania y consta como la de fundación más antigua del país) es, sin comparación, la más poderosa de la Galia en caballería; tiene numerosa infantería, y es bañada del Rin, como arriba declaramos.

Llegó César con las legiones al puerto de Icio. Juntóse aquí la caballería de toda la Galia, compuesta de cuatro mil hombres, y la gente más granada de todas las ciudades, de que César tenía deliberado dejar en la Galia muy pocos, de fidelidad bien probada, y llevarse consigo los demás como prenda, recelándose en su ausencia de algún levantamiento en la Galia.

Dejando a Labieno en el continente con tres legiones y dos mil caballos encargados de la defensa de los puertos él, con cinco legiones y otros dos mil caballos, al poner del sol se hizo a la vela.

En estas maniobras empleó casi diez días, no cesando los soldados en el trabajo ni aun por la noche.

Tras la victoria, Ambiórix subleva a los suyos y cercan la legión mandada por Cicerón, le piden que se rinda y este contesta: no ser costumbre del pueblo romano recibir condiciones del enemigo armado. Si dejan las armas, podrán servirse de su mediación y enviar embajadores a César; que, según es de benigno, espera lograrán lo que pidieren.

César se entera del cerco y manda sus legiones a socorrer a los sitiados. Los bárbaros avistan la ayuda y levantan el cerco, volviéndose contra César con sesenta mil hombres. César tiene sólo 7.000 y se enfrenta a ellos. Cercados en sus reales, César manda una salida a la caballería y matan a muchos.

Labieno se mantiene en sus reales, fortificado. Los bárbaros, mandados por Induciomaro alardean ante el fortín. Labieno esconde su caballería y luego hace una salida por dos puertas pillando desprevenido al enemigo. Había ordenado que todos buscasen a Induciomaro y lo matasen. La caballería vuelve con la cabeza de Induciomaro traída en triunfo a los reales.

Con esta noticia, todas las tropas armadas de eburones y nervios se disipan, y después de este suceso logró César tener más sosegada la Galia.

 

Libro Sexto

César pide ayuda a Roma y consigue tres legiones más.

Sin esperar al fin del invierno, a la frente de cuatro legiones las más inmediatas, entra por tierras de los nervios y toma gran cantidad de ganados y personas y los obligó a entregarse y darle rehenes.

Labieno invernaba con una sola legión. Los enemigos se agruparon contra él. Con el río Mosa por medio, Labieno no quería pasarlo por batirles, pero hace circular la noticia de que se iba a retirar. Advertidos por sus espías los bárbaros cruzan el río y se sitúan en “paraje donde no pueden revolverse” según palabras de Labieno. Sus tropas, que parecían huir, se vuelven contra el enemigo y lo baten, destruyéndolo.

César decide pasar el Rin por dos razones: la primera porque los germanos habían enviado ayuda a los trevirenses; la segunda porque Ambiórix no hayase acogida en sus tierras. Manda tirar un puente poco más arriba del sitio por donde la otra vez transportó el ejército.

De los germanos dice: Los robos hechos en territorio ajeno no se tienen por reprensibles, antes los cohonestan con decir que sirven para ejercicio de la juventud y destierro del ocio.

Ambiórix escapa huyendo tras un ataque romano.

En la repartición del ejército da orden a Tito Labieno de marchar con tres legiones hacia las costas del Océano confinantes con los menapios. Envía con otras tantas a Cayo Trebonio a talar la región adyacente de los aduátucos; él, con las tres restantes, determina ir en busca de Ambiórix, que, según le decían, se había retirado hacia el Escalda con algunos caballos, donde se junta este río con el Mosa al remate de la selva Arduena.

César alojó dos legiones para aquel invierno en tierra de Tréveris, dos en Langres, las otras seis en Sens.

 

Libro séptimo

César estaba en Roma mientras Vercingetórix reúne un gran ejército contra él.

César, corriendo a todo correr, entra en Viena cuando menos lo aguardaban los suyos. Encontrándose allí con la caballería descansada, dirigida mucho antes a esta ciudad, sin parar día y noche, por los confines de los eduos marcha a los de Langres, donde invernaban las legiones; para prevenir con la presteza cualquier trama, si también los eduos, por amor de su libertad, intentasen urdirla.

Los galos, siendo, como son, gente por extremo mañosa y habilísima para imitar y practicar las invenciones de otros, con mil artificios eludían el valor singular de nuestros soldados.

César sitia Avarico. Baste decir que de unas cuarenta mil personas se salvaron apenas ochocientas, que al primer ruido de asalto, echando a huir, se refugiaron en el campo de Vercingetórix.

Tras una derrota, César convocando a todos, reprendió la temeridad y desenfreno de los soldados  “que por su capricho resolvieron hasta dónde se había de avanzar o lo que se debía hacer, sin haber obedecido el toque de retirada ni podido ser contenidos por los tribunos y legados”.

 

Entonces Labieno, viendo tan mudado el teatro, conoció bien ser preciso seguir otro plan muy diverso del que antes se había propuesto. Ya no pensaba en conquistar ni en provocar al enemigo a la batalla, sino en como retirarse con sus ejército sin pérdida a Agendico, puesto que por un lado le amenazaban los beoveses, famosísimos en la Galia por su valor, y en el otro le aguardaba Calogeno con mano armada. Demás que un río caudulosísimo cerraba el paso de las legiones al cuartel general donde estaban los bagajes. A vista de tantos tropiezos, el único recurso era encomendarse a sus bríos. (Labieno mandaba cuatro legiones).

César pide ayuda a Germania, en las naciones con las que años atrás había sentado paces, pidiéndoles soldados de a caballo con los peones ligeros, hechos a pelear entre ellos.

Los germanos le prestan ayuda y luchan, unidos, contra la enorme hueste recolectada por Vercingetórix, el jefe galo. Todos, con todo su corazón y con todas sus fuerzas, se armaban para esta guerra en que se contaban ocho mil caballos y cerca de doscientos cincuenta mil infantes...Alborozados todos y llenos de confianza, van camino de Alesia.

Despachan diputados a César. Mándales entregar las armas y las cabezas de partido. Él puso su pabellón en un baluarte delante los reales. Aquí se le presentan los generales. Vercingetórix es entregado. Arrojan a sus pies las armas. Reservando los eduos y arveranos, a fin de valerse de ellos para recobrar sus estados, de los demás cautivos da uno a cada soldado, a título de despojo.

 

Libro octavo. Escrito por Aulo Hircio.

Dice el autor de sí mismo: Más cuando voy recogiendo todas las razones de ser puesto en paralelo con César, caigo en este mismo delito de arrogancia de pensar que a juicio de algunos pueda yo ser comparado con él. Adiós.

César, a vista de la constancia con que los soldados habían tolerado grandes trabajos, siguiéndole con tan buen deseo en tiempo de hielos por caminos muy trabajosos y con unos fríos intolerables, prometió regalarlos con doscientos sestercios a cada uno y dos mil denarios a los centuriones, con título de presa, y enviadas las legiones a sus cuarteles, se volvió a Bibracte a los cuarenta días de haber salido.

César volvió a sacar de los cuarteles de invierno a la legión undécima, escribió a Cayo Fabio que se fuese acercando a Soissons con las dos que tenía, y envió a pedir a Labieno una de las que estaban a su mando. De esta manera, cuanto lo permitía la inmediación de los cuarteles y el presupuesto de la guerra, repartía el cargo de ella alternativamente a las legiones, sin descansar él en ningún tiempo.

César mandó fortalecer sus reales con un muro de doce pies y a proporción de esta altura fabricar un parapeto. Asimismo, que se hiciesen dos fosos de quince pies de profundidad, tan anchos por arriba como por abajo; que se levantasen varias torres de tres altos, unidos con puentes y galerías, cuyas frentes se fortaleciesen con un parapeto de zarzos, para que fuese rechazado el enemigo por dos órdenes de defensores: uno, que disparase sus flechas de más lejos, y con mayor atrevimiento desde las galerías cuanto estaba más seguro en la altura, y el otro, más cercano al enemigo, en la trinchera, se cubriese con los puentes de sus flechas; y a todas las entradas hizo poner puertas y torres muy altas.

César pensó hacer con éstos un ejemplar castigo que contuviese a los demás. Y así, mandó cortar las manos a todos cuantos habían tomado las armas, concediéndoles la vida para que fuese más notorio el castigo de los malvados.