domingo, 3 de enero de 2021

RÁPIDO, INDOLORO Y CIVILIZADO

 ... POR ILDEFONSO ARENAS


Me han despedido.

Ayer, nada más subir de desayunar. Por eso estoy aquí, en el SMAC. Llegué muy temprano, tal y como me dijeron en la compañía, para que me atendieran hoy, que no me de­­jaran para otro día. Una cola muy larga. Yo era de las primeras. Siempre fui puntual, desde pequeña. Por las mon­jas, debió ser. Nos educaban bien, con más cariño que firmeza. La vida de ahí fue­ra no es co­mo la de aquí, nos decían. Y tanto que no. Fui donde me señaló una seño­rita muy antipática, una ventanilla con un cartel que ponía 'con avenencia'. Ahí me tocó esperar cer­ca de media hora, pues los obligados a ser puntuales somos nosotros, los des­pedidos. Los funcionarios, no. Ellos llegan cuando quie­ren. Al fin, serían las nueve y diez, me vi fren­te a un se­ñor que ni me miró, ni tampoco dijo buenos días. Le tendí mi carta de despido, y mi deman­­da. Las dos me las habían hecho en la compañía. Todo en regla, todo en orden. Yo también.

            -¿Habrá avenencia? ¿Está segura? –contesté que sí, que ya estábamos de acuerdo-. Querrá conciliar hoy, supongo. Bien, pues... a la una, despacho número trece. ¿Llama usted a su em­pre­sa, o prefiere que lo hagamos nosotros? Sí, claro. Mejor si lo hace usted. Muy bien, pues aquí tie­ne –me tendía, selladas, las co­pias de la carta y la demanda-. El siguiente, por favor.

            Ya estaba. Rápido, indoloro y civilizado, como dice cada dos por tres el malnacido del Des­piderman. No hará falta que les explique por qué le llamamos así, ¿verdad? Debería decir le llamábamos. Ya no estoy en la compañía, ya no formo parte de ella, no soy una empleada. Una empleada ejemplar, no les quepa duda. Tampoco les cabe a ellos, pero les da igual. Sobro.

            Veinticinco años en la casa. En Navidad me dieron el reloj del cuarto de si­glo. Qué diferencia con otros tiempos. A Rosa, la de nóminas, que los cumplió hace tres, le rega­laron un Bau­me & Mercier, de oro. Una preciosidad. Mal, muy mal deben estar las cosas, porque a mí me tocó un Swatch de plástico legítimo. Un síntoma, uno más de los mu­chos que perci­bía­mos, aunque ya sa­ben eso de la rana, que si se mete una en una olla llena de agua fría, y ésta se pone a calentar, pero despacio, muy despacio, la pobre rana se cuece sin darse cuen­­­ta de que la están co­cien­do. A no­so­tros nos pasaba lo mismo. Nos cocían, pero no quería­mos dar­­nos por enterados. No que­ría­mos saberlo. Sobre todo, los más antiguos. Co­mo yo. A nosotros no nos pa­sa­rá, lleva­mos aquí to­­da la vida, despedirnos les saldrá muy caro, no tendrán tan mala entraña... jolín, que si te­nían. Que tie­nen.

            Hay un VIPS aquí abajo. Debe ser como el de al lado de la oficina, donde suelo desayunar. Donde solía, que ya no lo haré más. No en ese. Podría bajar al de aquí, pues tengo por de­lante tres horas y pico, pero no me apetece. No estoy mala, no me pasa nada y además hace buen día, muy soleado, esos tan agra­da­bles de abril en Ma­drid. Sólo pasa que no quiero, que no tengo ganas. Pre­fiero seguir aquí, en un rincon­cito don­de casi ni se me ve. Pequeñita como soy, tapada por un tiarrón que será tres ve­ces co­mo yo, re­sulto invisible. Es lo que pre­fie­ro, que no me vea nadie. Ridículo, ya lo sé, pero me mo­riría de vergüen­za si al­guien me viese aquí. Me da igual pensar que sería otro despe­dido, un desgracia­do como yo. No quiero y no quiero. Aunque yo sí les puedo ver. A los otros des­pedidos. A los otros desgraciados. No es un espectáculo bo­nito, no me gusta ver­lo, pero aún así prefiero seguir aquí, mirando, a irme por ahí, a pasear.

            No es una reacción que me pille de sorpresa. De sobra sé cómo soy. Por eso traigo mi des­ayuno. En seco, que aquí no te guardan el sitio si te levan­­tas por un café. Tengo una bolsa de Hue­sos de San Expedi­to. Indi­ges­tos, y hacen que me salgan granos, y engordan, pero esta mañana no pienso llevarme la contra­ria. Solterona, bajita, fea, cuarenta y ocho cumplidos, ¿qué más da que pese un kilo más o menos? Mejor, ¿a quién le puede importar que lo pese? Hace diez años aún era ca­paz de mentir­me, pero aho­ra bien claro lo tengo: a ti, Pili, nadie, nunca, te ha mirado el culo. Ni te ha mi­­rado nada. Nunca he tenido nada que se pueda mirar. Que se pueda desear. Ja­más he te­nido que defenderme de un tío. Que defender mi virtud. Con ella me voy a morir, intac­ta. Qué mala suerte, jolines, tenemos las pobres mujeres con las que nadie ha querido fornicar.

            He traído algo más que mis huesos, los del buen San Expedito. Un libro. Vida de una Gei­s­ha, de una tal Mi­neko Iwasaki que se lo montó mejor que yo, no les quepa du­da. Leo poquito a poquito, co­mo hacemos las que sólo leemos en el me­tro. Seis o siete páginas cada vez, nada más. Ahora podría leérmela de un tirón, pero veo difícil cambiar de hábitos. Esa es otra: qué haré con mi tiempo a par­tir de mañana. Desde ayer he oído miles de tonterías. Igual no lo son, igual só­lo es que me quiero meter en la cama, taparme la cabeza y apagar la luz. No lo sé. No aún. Aunque sí sé qué haré mañana. De las pocas cosas inteligentes que alguien me dijo ayer, y tuvo que ser la zorra de mi jefa. Sé práctica, Pili. Lo primero, al IN­EM. Igual te llevas una sor­presa y hay algo para ti, esperando. Es lo que más me revienta de Ana, que siem­pre sa­le con la pa­labra justa, con la idea más atinada, con algo tan sen­sato y lógico que nadie lo ha pensado antes. Co­mo despedirme. A ninguno se nos había ocurrido. Bue­no, igual sí. Probable­mente, sí. Lo debían saber todos, pero nadie te dice nada, nun­ca. Es natural. Si alguien te avisa corre un gran peligro: que vayas a la jefa y le digas ¿es verdad lo que me ha con­tado fulanito?, y le dejas con el culo al aire, sin saber dónde me­terse y expuesto a que le des­pi­­dan a él también. O a ella, si es eso tan extraño, tan inhabitual, que antes llamábamos amiga. No, yo no lo ha­bría he­cho. No lo hice alguna vez que yo sabía lo que ignoraba cualquier otra Pilar in­específica, cualquier otra que tampoco sabía que nada más subir del VIPS se la iban a cepillar.

            Voy por la página 27. A pesar de que no viví demasiado tiempo en casa de mis padres, en los pocos años que estuve junto a ellos me dieron consejos que me han resultado útiles durante el resto de mi vida. Toma ya. Las cosas que te dicen estos libros idiotas escritos para mujeres imbéciles. Me lo vió Ana, más o me­­nos hará un mes, encima de mi mesa. No dijo una palabra. No hizo ningún gesto, nada que se pudiera con­siderar ofensivo, pero yo sé, que llevo muchos años con ella, que así es como desprecia. No sé qué lee, si es que lee algo. Supongo que sí, porque para escribir bien hace falta leer mucho, y ella escribe que da gloria. Soy objetiva, ya lo ven. La odio, la mataría, pero re­­conozco lo que vale. Lo que sabe. Ana escribe co­mo ha­bla, de maravilla ‑yo fui su primera fan, su primera incondicional‑, tanto en español como en inglés, y un día nos dejó helados, a todos, al oírla en catalán. Una madrileña como ella, de los pies a la cabeza, y pa­recía el Pujol.

            Yo tampoco viví demasiado tiempo en casa de mi madre. Digo mi madre porque a mi pa­­dre se le llevó una pulmonía cuando yo aún tenía coletas. Ni ustedes lo habrían hecho, de ha­ber na­cido en Lerma. El mejor pueblo del planeta, se lo juro, para irse de allí. Así pasa, que todo el mundo se va en cuanto puede. La mayoría se conforma con Burgos, dos o tres tardes por sema­­­­na. En comparación, Manhattan. Los fines de semana se meten unos cuantos en un coche y ha­la, carretera y manta, todos a casa de la Pili. Bueno, ahora ya no. Mi piso es peque­­ño, de sólo dos dormitorios. El segundo lo tengo alquilado a una funcionaria del Ministerio de Agricultura. Las visitas, ya lo ha­brán imaginado, apenas ne­cesitaban dormir. Se conforma­ban con dejar las cosas donde cayeran, y en todo caso dar una ca­be­zada de buena mañana, en el so­fá, en la butaca o en el santo suelo. A mi me fastidiaba, no pue­do decir que no, pero mi ma­dre me insistía, ten pa­­ciencia, un día volve­rás al pueblo, no puedes romper con todo el mundo, no pue­des ser un cardo bo­rri­quero, en­tiéndelo, no pue­des acabar con Lerma. La que sí pu­­­do fue la funcionaria. Mira, Pili, no es por ti, pero esta casa se ha vuelto inha­bitable. Una vez, lo entiendo. Dos, también, pero llevamos tres meses en que desde viernes por la tarde a domingo por la noche aquí no hay quien viva. Si no puedes cortar con esto, me lo dices y me voy a otro sitio. Yo no quería que se marcha­ra. No éramos amigas, pero hablába­mos, veíamos la te­le jun­tas, suspirábamos a la vez cuan­do salía George Clo­oney en Urgencias y nos hartábamos de llo­­rar con Tengo una carta pa­ra ti. Sin ser amigas éramos insepara­bles. ¿Dón­de iba yo a encontrar una chica como ella, tan ordenada, tan silenciosa, tan lim­pia... tan como yo? Per­dió Ler­ma. Un disgusto con mi madre, pero a veces hay que po­ner­se muy se­ria. Co­mo me pu­se a los vein­tiuno, cuando le dije que no podía seguir allí, que se me caía el pueblo encima, que no quería pasarme la vida siendo la mance­ba de farma­cia de mi tía Gadea, la supertacaño­na. La gran aventura de mi vida. La única, tam­bién. Nueve meses en una casa de familia, cerca de Lon­dres, un pueblecito de mucho dinero que se llamaba Vir­ginia Wa­ters. La señora de la ca­­sa me aceptó nada más verme. Si seré pánfila, que tardé semanas en com­­pren­der. Antes que yo ha­bían pasado por allí cantidad de baby sitters de todos los países, alguna española también. El ma­rido, sin dejar una, se las quiso... bue­no, ustedes ya compren­den. Un verdadero cerdo de hom­bre. Aún me da repelús, recordarle. La señora pensó que con un ca­llo maña­ne­ro como yo de­jaría de ha­ber pe­li­gro. Acertó, para mi desgracia. Hoy soy fea, pe­ro de cuarenta y ocho. Invisible, más que fea. Con veintiuno debía ser un insul­to a la pri­mavera. El hom­bre ni se acercaba. Los niños, tampoco. No les gustaba. Yo, en reciprocidad, no los aguantaba. No por­­­que fueran par­ticu­lamente insufribles, que lo eran, si­no porque jamás he soportado a los niños. Qui­zá por sa­ber que jamás voy a te­­­ner uno, que soy demasiado fea para que a nin­gún hom­bre le apetezca em­ba­ra­zar­me, cosa que cuando ha­bría podido suceder me daba el mayor de los espan­tos. ¿Pero por dónde podría parir yo, vamos a ver?, me decía mi­rándome al espejo estas cade­ras de cruci­ficado con que Dios me crucificó. Entre eso, lo mal que se comía, lo guarros que eran, que allí nadie se lavaba con todo el dinero que tenían, y que tam­poco Londres me gustaba, que me da­ba miedo, no conocía a nadie y nadie que­­ría cono­cerme a mí, pues me volví a los nue­ve meses. Ha­blan­do, eso sí, un inglés más que pasa­ble, y no por mis señores, sino por la escue­la don­de iba y lo que se me pegaba de la tele, que me dejaban verla con ellos a cambio de quitarles los pu­ñeteros niños de encima.

            Fue regresar a Lerma y volver a sentir que allí me moría. Entonces, mi golpe de suerte. La sonrisa de los dioses, como dice la golfa de mi jefa cada vez que le gana un asunto a la compe­­tencia, y en los últimos años ella es la única que consigue cuentas nuevas, a sa­­ber cómo lo ha­ce. Sucedió que un día cualquie­ra, conmigo en la farmacia muerta de asco, vino mi tía desde Ma­drid con el ABC a medio leer. Lo dejó en el mostrador, y como a la hora de la siesta no viene na­die lo abrí por las esquelas, que por ahí se debe abrir el ABC, pero me pasé de pági­na y caí en las ofertas de trabajo. Compañía multinacional selecciona secre­ta­rias. Taquigra­­fía, meca­no­grafía, inglés ha­blado y escrito. Ni siquiera lo de bue­­na presen­cia, o de tan­tos a cuantos años. Tampoco pedían expe­riencia. Yo tenía tres cursos de secre­tariado en la mejor academia de Burgos, y cuatro me­ses de prácticas en la sucursal de la Caja de Ahorros del Círculo Católico ‑de qué me ha­brá va­­lido, ser católica‑, y mi acento de Virginia Wa­ters sólo había envejecido quin­ce días. Ni me lo pen­sé, co­sa rarísima, porque siempre me lo pien­so todo siete veces. Me citaron. No dije nada en casa. El día de la entrevista, que gracias a Dios me la pusieron a las doce, cogí el autobús de La Continen­tal, que te dejaba en Alen­za sobre las diez, y a mediodía, como un clavo, estaba con seis o siete chi­cas más en el antedespacho del Director de Personal. Casi me puse a rezar el ro­sario. Señor, que me cojan, Señor, que me cojan. Me cogieron. No sé si porque mi acen­to inglés les sonó mejor que los acentos de las otras, si porque me pareció de maravilla la miseria que ofre­cían, o si el Señor hizo que me contratasen a ver si me ca­llaba de una puñetera vez. No te­nía ni dónde dormir, pero Rosita la de nó­minas, que allí la conocí, se quedó de mues­tra cuando le dije que no vivía en Ma­drid, que venía de Ler­ma, nada menos. Le debió ha­cer gracia, o le dio lástima ‑en Personal nadie me pregun­tó dónde vi­vía, como es natural; nadie se po­día imaginar que me había fugado con lo puesto-; el caso es que salió de su des­pa­cho y al cabo de un rato volvió con Pepita, una chi­ca más o me­nos como ella, gordita, simpática, que vivía con otra y buscaban una tercera.

            A la hora de comer llamé a casa, tras armarme de valor. Mamá, que me quedo aquí. Me he puesto a trabajar. Una multinacional enorme, tendrías que ver las oficinas. Mira, no quiero discutir. Si ha­ces el favor, metes mis cosas en mi maleta y me la mandas mañana en el autobús de La Conti­nen­­tal. No me ha­gas eso, por Dios te lo pido, que no tengo ni bragas para cambiarme. Que no y que no, que yo no vuelvo a Lerma. No, que luego no me dejas volver. Pues si no lo ha­ces, salgo esta tarde y me vendo el virgo –no se rían; de sobra sé que no se puede decir nada más estúpido, ni más cursi, pero tendrían que conocer a mi madre; a ella sí que le hizo efecto‑, y lue­go me voy a Sepu y me compro una mini­falda. Si le hubiera dicho que me compraba una pistola y atracaba un banco no le habría hecho más impresión. Así, al día siguiente, me junté de nue­­­vo con mis cosas. Con mis vestidos. Con mis zapatos. ¿Se lo quieren creer? Uno de mis sweeters de aquellos tiempos, negro, muy bonito, de cashmere, que había compra­do en las rebajas de The Scotch House, es el que llevo puesto ahora. Nosotras, las de Burgos, nunca tiramos nada.

            Pocas personas han entrado en su primer trabajo más ilusionadas que yo. Todo era nue­vo, para mí. La empresa, los compañeros, Madrid, vivir con gente joven, salir... vivir, o lo que para mí era vivir, que ahora ya sé no era nada, o nada comparado con lo que hoy es vivir, pero a mí, tras veintidós años de Lerma, me parecía el des­pendole total, la toma de La Bastilla trufada de Mayo del 68. Có­­mo me sentía por las mañanas, cuando cogía el me­­tro con Pepita y antes de su­bir a la oficina nos to­mábamos sendos cafés con churros en un bar, casi al lado de donde por entonces estaba la com­pañía, un edificio de once plan­tas que hoy ya no existe. Lo han demolido, como nos demuelen a nosotros. En cierto mo­do venimos a ser lo mismo. Escombros.

            Mi puesto inicial terminó siendo el final: secretaria del Departamento de Transportes y Co­municaciones. Veinticinco años haciendo lo mismo. No, lo mismo, no. En lo conceptual, quizá, pero la tecnología, los usos y las costumbres de 2003 nada tienen que ver con los de 1977. Yo era secretaria-secretaria. Mi primera devoción, el direc­tor del de­partamento. Me deslumbraba, pa­ra qué decir otra cosa. Todo un señorón. Alto, guapo, de trein­­ta y pocos, cultísimo, un estilo fan­tástico y de muchísimo éxito. Personal y profesional. Enigmático, también. Al mi­nuto de ha­blar con él ya me quedé lela: Pilar, tenga siempre bien presente que soy aragonés, ingeniero y leo; que no se le olvide. No se me olvidó, aunque debo confesar que me costó entender. Que fuera maño, bue­no. Ingeniero, también. Ahora, que leyera... pues qué co­sa tan normal, ¿no? Fue uno de los ven­de­dores, el más majo de los tres, que se llamaba Poli –bue­no, Policarpo, pero como no era cul­pa suya todo el mundo le decía Poli‑, el que me aclaró que no, que no era que leyera, sino que su sig­no era Leo. Ah, contesté. No sabía yo que a eso se le debiera dar importancia, pero em­pecé a fijarme, y vi que sí, que allí todo el mun­do iba con su signo por delante. Yo soy Piscis, por cierto, pero como si fuera de Mondoñedo, porque a mí nunca me ha valido para nada.

            Al señor Pérez-Zapatero –qué diferencia, ¿verdad?; hoy en día eso sería un arcaísmo, por­que no hay secretaria moderna que llame a su jefe Señor Tal o Se­ñor Cual, pero yo era de las de antes, las del plan antiguo, como lo era la empre­sa; el Director General era Don Luis; los direc­tores de departamento eran el Se­ñor Fulánez o el Señor Mengánez; el resto de los em­pleados eran González, Gó­mez o Martínez, menos los más próximos, que se dejaban degradar a Manoli­to, Emilín o Juanito; por último, nosotras, las secretarias, que para todo el mun­do éramos Mariví, Conchita, Pepita o Pili, con una sola excepción, la del Di­rector General, que para todos, directo­­res de departamento también, era la te­mi­ble Señora de Garaicoechea; como podrán imaginar, de un ni­vel a otro se prac­­ticaba el usteo más absoluto, y también cuando, en la misma categoría, la gen­te se trataba de Gar­cía y de Fernández; el tuteo sólo se tolera­ba entre las castas inferiores, aunque tampo­co era ra­ro en­tre los que nos llamábamos por los nom­bres y no por los apellidos; era, por extraño que les pueda pa­recer, una práctica encomiable; gracias a ella todo el mundo sabía cuál era su sitio, dón­de co­men­­zaba y dónde terminaba su espacio sociolaboral, de modo que nadie se con­­fun­­día, nadie se agrandaba, na­die se aupaba sobre su verdadera posición. To­do fue a peor cuando se car­ga­ron a Don Luis; nos pusieron un catalán más a la moderna y la gente comenzó a tu­tearse, y a mascullar cullons, y también la mare que't va parir; así pasó, y si no lo entienden vean cómo fue mi vida con mi jefa: Ana y Pili, Pili y Ana, siempre de tú, bajando a desayunar cogiditas del bra­zo, como si fue­­­­ramos amigas y duran­te un tiem­po hasta pensé que lo éramos, y luego va la gua­rra y me des­­­pide sin compasión, y sin anestesia; si un con­sejo les pue­do dar es que hagan como los franceses: trátense de usted. Volviendo a mi derctor, yo le ha­­­cía todo: le cogía las llamadas, le marca­ba los nú­me­ros, no deja­ba pa­sar a nadie sin que lo di­je­ra él, le traía cafés, le colo­caba los perió­dicos, le re­dac­taba las car­tas –no al principio, porque no sabía, pe­ro pronto aprendí-, le reser­va­ba los restau­rantes, los hoteles, los aviones y los co­ches cuando se iba de viaje, le conse­guía las divisas, le lle­­va­­ba sus agendas, la del trabajo y la personal... si hubiera tenido pito has­ta le ha­bría entreteni­do a la se­ño­ra –por Dios, no den esto por leído; qué ordinariez, pobre de mí‑. Un día se fue. No era cu­­lo de buen asiento. Quería pros­perar, pero allí no podía, se ha­bía he­cho demasia­dos ene­­migos. Acabó en la competencia. Yo, tonta de mí, pensé que me lle­va­ría con él, pero eso de las secretarias pegadas de por siempre al culo de su jefe no es verdad, no se lo crean. Al llegar a su nuevo despacho le dije­ron esta es la que tienes, y co­mo estaría estar buena me bo­rró de su memoria. Me dolió, que quieren que les diga, pero la vida es así, endu­recerse pa­ra crecer, y además tenía poco tiempo para entris­te­cer­me, porque tras él vino uno que no era Leo, era Virgo, que son peores, y así tres o cuatro más, hasta que apareció Ana, que por si algo le falta es Aries con ascendente Aries, o Aries al cuadrado, como Hitler, pe­ro eso fue al final, no me quiero adelantar, hay mu­chas cosas por en medio que necesito expli­car­les. O que necesito explicármelas, porque, ya me lo pitufo, en los veinticin­co años y pico que pasé allí nunca entendí na­da.

            Además de atender al director debía ocuparme de los vendedores. Era mi trabajo principal, porque mimar al jefe no me ocupaba mucho. Los ven­de­do­res trabajaban y me hacían trabajar. Lo peor, mecanografiarles sus borradores. Los de oferta, en particular, eran verdaderas pe­sadillas. Do­­cenas de páginas escritas a mano, en las caga­ditas de mosca de ca­da uno de ellos, que yo debía pasar a máquina en una IBM typewriter, esa de la pelotita enloquecida. Ho­rrible, aun­­que dentro del espanto lo de veras cri­minal eran las con­figuracio­­nes. Ellos es­cribían referencias, precios, cantidades y totalizaban los importes. Yo debía tirar de catálogo, comprobar las referen­­cias y los precios, y copiar desde ahí la des­cripción comercial de cada pro­ducto. Lo hacía como si le­ye­­ra chino en vez de caste­llano, porque todo eso de bloque integrado de canal mul­ti­ple­xor asimétrico con cua­tro canales selectores de flujo simultáneo en modo full-duplex, por ejemplo, me pa­­recía entre blas­­femia y cosa del de­­monio, pero también era verdad que me ha­cía sentirme im­por­tante. Su con­­fianza en mí era to­tal, y ha­­bía que tenerla para no pensar que un error lo comete cualquiera, y que bien podría des­cri­birles un procesador central como si fuera una com­presa sin alas. Además de eso debía po­­ner­les los te­le­ti­­pos ‑no se ha­bía in­ven­tado la internet‑, ha­cer­les fotocopias, ponerles faxes, pre­­pararles trans­­pa­ren­cias cuan­do te­nían que ha­cer presentacio­nes, cogerles los te­léfonos cuando salían, dar­les los re­cados cuando vol­­ví­an, re­ser­varles restaurantes cuando co­mían y, en fin, to­do lo que una secre­ta­ria de ve­ras ab­negada pue­de hacer por varios vendedores tan déspotas como malacostum­bra­dos. En ocasiones me tiraba diez horas sin levantarme de la me­sa, medio lo­ca de trabajo, haciendo seis o sie­te cosas a la vez, sin acordar­­me ni de hacer pís, pero no me incomodaba. Los míos, depués de todo, eran majos, los tres. Más que la mayoría. Dije los tres porque si bien los jefes cam­biaban con frecuen­cia, y en los años buenos hubo hasta seis vendedores ‑aho­ra sólo son dos, y no diría yo que verdaderos vendedores; son, mas bien, los esbirros de la jefa, sus es­clavos, los que preparan los papeles, los llevan y los traen, hablan con gentecilla, resuelven los líos administrativos, pero vender, lo que se dice vender, ella es la que vende; si no por otra cosa, porque sólo ella tiene trato con los contac­tos im­portantes, los que toman decisiones, y ahí no deja entrar a nadie, ni al propio Di­rector General, que la te­me, como la tememos todos; bueno, yo ya no la temo, pero sólo es porque me ha ma­ta­do‑, los tres del prin­cipio estuvieron todo el tiem­­po, hasta que los fueron echando. Los otros fueron aves de paso; acabaron mar­chándose a otros departamentos, o a otras compa­ñías. Mis tres del prin­ci­pio, no. Eran... mis niños. Poli, Pepe y Paco. Parece coña, ¿verdad? Pues no, que se llamaban así –los de ahora, más elegan­tes, se llaman Borja-Pablo y Álvaro-Luis‑. Los conocí jovencitos, de treinta o poco más, y nos fuimos haciendo mayo­res a la vez, sin apenas darnos cuenta.

            Mi favorito era Poli. El más bueno. De bondadoso, buena persona. Quizá por eso nun­ca le fueron bien las cosas. Para vender, lo aprendí de Ana, es preciso tener muy mala leche, so­bre todo si el mercado está mal, si la competencia es fuerte, si las cosas, en general, no van bien. Pepe tenía remango. Mas vivo, más espabilado, pero más vago. Aún así, durante muchos años, mien­tras la tecnología de la casa fue de las punteras, se las apañó para ser de los me­jores, los que ga­naban más dinero, los que jamás fallaban un Quota Club. Se lo explico: una vez al año, a los vendedores de cada subsidiaria que hubieran alcanzado sus objetivos los llevaban a un sitio más o menos paradisíaco, les daban una conferencia so­bre lo bien que iba todo, les dejaban ha­cer el bestia cuanto quisieran y al final les ofrecían una cena de gala con artistas famosos, que una vez hasta llevaron al Kirk Douglas, y a los mejores de to­dos ellos les daban un premiecillo, o no tan premiecillo, que Pepe ganó una vez unas vacaciones en Dis­neyworld, con la señora y los chicos. Una semana de despipo­rre, de beber has­ta morir, de ir­­se cada noche de fulanas –es­ta­­ba prohibido llevar a las mujeres, para no es­tro­pear el plan a los demás; las vendedoras, que aunque pocas también las ha­bía, sobre todo ale­ma­­­nas y vikin­gas, no ne­ce­si­ta­ban fulanos; ya fu­la­nea­ban ellas todo lo que les daba la gana-, de ju­­gar en los casinos, co­mer co­mo sal­­vajes, bucear, jugar al golf, ha­­cer excursiones... A nosotras, las secretarias comerciales, que los conocía­mos como si los hu­bié­ramos parido y sabíamos lo po­qui­­to que va­lía ca­da uno, oír hablar de todo eso nos cabreaba muchísimo, porque nadie se acordaba de nosotras, de que sin nosotras aquellos inútiles no ha­­brían ven­dido ab­soluta­men­te na­da, pero así eran el mun­do y las multinacionales informáti­cas, que, como los tíos, son to­das iguales.

            Paco era distinto. Ingeniero de Telecomunicación. Se le notaba. El único que de veras sa­bía de qué hablaba. Su problema era que nadie le comprendía. Era preciso saber tanto como él para enten­der las maravillas que ideaba, pero no había muchos así, ni en los clientes ni en la propia casa. Por eso era tan irregu­lar. De vez en cuando sacaba un contrato colosal, pero luego se pasaba la tira sin hacer la cuota, sin alcanzar sus objetivos. Malo era eso en una em­presa como la nues­tra. Mientras las cosas fueron bien, y sus años malos se compensaban con los overachievements que conseguían los demás, pasó inadvertido, pero cuan­do eso se acabó y to­­dos comenzaron a ir como putas por rastrojo, con perdón, empezó a pasarlo muy mal.

            Pasarlo mal no era un concepto uniforme. Los había solteros, golfos, tan des­pre­ocupa­dos que les daba todo igual. Esos no lo pasaban mal. De hecho, vivían tan relaja­­damente que les sa­lían mejor las cosas, vendían más. Otros, más se­rios, se casaban e intentaban crear una familia. Mientras siguieran sin niños, la mujer trabajando y de alquiler, bueno. Podían capear cualquier temporal e in­clu­so largarse dando un portazo si les hacían alguna cochi­nada de territorios, ya sa­ben, un vendedor consigue una buena cuenta, pero antes de poder explotar­la, que ahí es donde se gana el dinero grande, llega el jefe y se la pasa a un pa­­niaguado para repartirse con él las comisiones; una cerdada y una inmoralidad, pero allí estaba poco me­­­nos que a la orden del día, y apañado iba el que no tra­­gase. Lo malo era cuando compraban la casa, tenían los hijos y se entram­pa­ban hasta las cejas. Era lo peor y lo mejor de vender ordenadores en esos tiempos, los setentas, los ochentas y los primeros noventas, que siendo empleados de tipo medio, de sala­rios normalitos, podían ga­nar en comisiones verdaderas fortunas; ahí venía el ries­go, porque a vivir bien, a contruirse una casa en la Mora­leja y amarrar un bar­quito junto al apartamento de Puerto Ba­nús se acostumbra uno muy pronto, pe­ro cuando se les acababa la racha y se pasaban un año en blanco, entrándoles el salario a palo seco, ya estaban perdidos. Ahí les esperaba la compañía. Los jefes. A unos, a los que vendían porque vender era inevitable, porque las grandes cuen­tas a menudo compran ellas solas, para despedir­los sin pie­dad; no lo podían hacer mientras ganasen dinero, porque las in­dem­ni­za­cio­­nes se pon­drían en un Congo, pero cuando se acaba el año en cero se aca­ba también con unos ingre­­sos ridículos en los últimos doce meses, y como las indemnizaciones se calcu­lan par­tiendo de ahí, de lo ganado en ese tiempo, se ponían baratitos de despe­dir, y así, a la que cumplían el año de no ga­nar un du­ro, ¡zás!, a la puta calle. Al puto SMAC.

            A los otros, a los que sí valían, no los echa­ban, pero les cambiaban el plan de incentivos, de for­ma que jamás volvieran a forrarse. No los po­dían obligar, pero les chantajeaban: si no tragas, ya sabes, que ahora estás barato de fulminar. Tragaban, por supuesto. Dónde iban a ir, si no. ¿A la competen­cia, para empezar de cero y con un plan de incen­tivos que no sería mejor, porque las vacas gor­­das se iban mu­riendo para todos? Más vale lo malo conocido que cualquier multinacional por cono­­­cer, y se quedaban. Amarga­dos, jodidos, enca­bro­nados, pero se quedaban. Pocos, muy po­cos en esa con­­di­ción eran capaces de plantar cara e irse a otro sitio, arriesgándose a no triunfar, a que los volvieran a despedir. La gen­te no es valiente. Los vendedores, so­bre todo los que se han acostumbrado a unos in­­gresos disparatados, los propios de un altísimo ejecutivo pero sin ser altí­si­mos eje­cu­ti­vos, apenas unos pobres infelices que habían tenido la suerte de vender orde­na­dores en unos tiempos donde cualquier maquinillo de medio pelo va­lía cien millones de pesetas y deja­ba un mar­gen del noventa por ciento –así se pa­gaban las comisiones que se paga­ban, y que más de uno repartía con su cliente, pero esa es otra historia‑, son la cosa más co­bar­de que yo ha­ya visto en este mun­do. Así acabó por irles. Si la compañía lan­guideció tanto y tan pro­­fun­da­men­te no fue só­lo por obsolescencia tecnológica, que miren a mi jefa, con todo lo bicho que es, la jodía, siempre se ha forrado a vender y a ganar montañas de dinero. Fue, también, que los vendedo­­res es­taban co­mo castrados por tantas arbi­trariedades y tantas alcal­da­das. Viejos. Pa­sa­dos de moda. Me despidieron ayer, y al salir me pregunté, sin sa­ber por qué, cuántos vendedores de aquellos que conocí hace veinticinco años aún seguían en la casa, vendiendo, haciendo di­nero, y caí en la cuenta de que no que­daba ninguno.

            Los años fueron pasando sin que apenas lo notáramos. La tec­no­lo­gía, sin embargo, evolu­cionaba. Eso habría debido alertarme, pero recuer­­­den lo de la ra­na y la olla. Me refiero a la tec­nología de oficina, no a la que vendía la compa­ñía. Yo em­pe­cé con la máquina de escribir eléc­trica, el teletipo, el proyector de transparencias, el te­léfono-cen­­­tra­li­ta, el pago en caja y con­tra factura, las reservas –aviones, ho­teles, coches, res­tau­ran­tes‑ por teléfono. Todo se resolvía, to­do se procesaba, se vendía y se compraba tratando con alguien, discutiendo con al­guien, ha­blan­­do con alguien. Todo implicaba un trato personal. Hu­mano. Dema­siado caro, debía de ser.

            Primero llegó el PC. Que no se asuste nadie –nos dijeron‑, que sólo es una es­pecie de má­­quina de escribir, un poquito más aparatosa. Sí, por los co­jones, y ustedes perdo­nen, pero aún me cabreo al recordarlo. Mientras no salieron de nosotras los tuvimos controlados, pero un buen día un vendedor mañoso, que los había, se hizo con uno. Al poco dejó de hacer borradores. Él escribía bien a máquina, se apa­ñaba decorosamen­te con el teclado, de modo que se vol­vió autosuficiente, de ofertas y de con­­tratos. No digo que no le comprendiese, porque la secre­taría de su grupo, la bruja de la Mari­ví, además de vaga, y pedorra, metía cada pata que te ca­gas –me perdonen, por favor; me voy calentando, sin darme cuenta, y me salen los dichos de mi jefa, que ya les dije habla de maravilla, y es verdad, habla divinamente tanto cuando habla bien como cuando ha­bla mal; yo, la verdad, jamás he visto a na­die soltar tantas palabrotas de un mo­do tan elegan­te y tan exquisito; una vez le oí decir, ante un coro de salidorros a los que se les caía la baba mirándole las piernas, que te puedes cagar hasta en Dios que no pasa nada, siem­pre y cuan­do te cagues como una Grande de Es­paña‑, pero el caso es que nos hizo la san­tísi­ma. En cosa de meses, casi todos ellos se habían hecho cada uno con el suyo. Lo co­men­tábamos entre nosotras. Si seríamos idiotas que sólo nos fijábamos en lo super­ficial, en que aho­ra tra­­ba­já­ba­mos menos y nos caían menos broncas, porque ya no nos equivocábamos; lo ha­­cían los bobos de los vendedores, ellos solitos, nos decíamos muertas de risa, pero no era verdad: no se confundían.

            Luego llegaron las conexiones. Antes había terminales, repartidos aquí y allá. Sólo los usa­ban los técnicos, pero tras ellos había enigmáticas bases documentales que a los vende­­dores les habrían ahorrado mucho trabajo, o les habrían permitido hacer ofertas me­jores, de ha­­­ber po­di­do integrar sus contenidos. Con los terminales no ha­bía for­ma, pero sí con los PCs. Al cabo de otro tiempo no había vendedor sin PC conectado, y to­dos aprendían, po­co a poco, a sacar ven­tajas de la conexión. Nosotras también nos conec­­tábamos, por supues­­to, aun­que sin criterio, porque no teníamos la menor idea de qué hacer con todas aquellas mon­­tañas de información. Aún así, se­ríamos infelices, seguíamos sin darnos cuenta de a dónde nos estaba llevando aquello.

            Lo primero en desaparecer fueron los teletipos. Uno de nuestros cotos res­­tringidos, into­­cables para unos vendedores incapaces de comprender los mis­­terios de la cinta perforada. Pues a to­mar por culo ambos, cinta y teletipo. Lue­go murie­ron los faxes. No porque los tirá­se­mos a la basura, que ahí siguen; fue porque los vendedores aprendieron a poner los su­yos desde sus propios PCs. Luego, las transparencias. Dejaron de pe­dirnos que las escribiéra­­mos, las im­­­primiésemos y metiéramos cada una en una fundita, un condoncillo protec­tor. Ahora las ha­cían ellos mismos con una cosa del demonio que llamaban Har­vard Gra­phics, así arda en el infier­no el cabrón que lo inventó. Por último, las con­­­fi­gu­ra­cio­nes, lo único que toda­vía nos pasaban por ser un verdadero rollo. El vendedor mañoso, Alfon­sito se llama­­ba el hi­jo­puta, descubrió la fórmula de co­­nectar el catálogo de precios y produc­tos a un programa maldito que se lla­ma­­­ba Data Perfect, y ahí ya sentí miedo. Al cabrito le bastó un par de días para de­­­mostrar cómo se hacía y lo increíblemente sen­ci­llo que resulta­ba –y lo era, de­bo reconocerlo‑, de modo que nos quedamos sin eso también. Lue­go lle­garon los contes­ta­do­res y los móviles. Los teléfonos, poco a poco, dejaron de sonar. Se nos acabó eso de tomar recados, y darlos después. Cuando al móvil se le unie­ron el laptop y la Palm Pilot, esa mier­­­decilla con una pantalluja como para bisojos don­­de ano­tan las miserias que antes apun­ta­ban en sus agen­­das de piel, to­do se fue al carajo ‑an­tes ha­bría dicho al garete, que me so­naba más fino, más elegante, pe­ro la guarra de mi jefa, que viene de marinos, un día me di­jo que hi­cie­ra el fa­vor de maldecir bien, que las co­sas, cuando se van, es al carajo, que lo de ga­rete no es más que un piadosismo cursi sa­cado de su contexto, el de los barcos averia­­dos que se que­­dan a la deriva, que se quedan al garete; además, ni siquiera es un dicho es­pañol; viene del francés gare etré, que significa sin gobierno; yo, fí­jen­se, toda la vida que­riendo hablar como una señorita bien educada y sólo conseguía quedar co­­mo una provincia­na marisabidilla-. Lo nota­mos del modo más de preocupar, más de asustar. No nos despedían, pero si una de noso­tras se mar­­chaba, por lo que fuera... porque se moría, se jubilaba, se iba de la em­pre­sa o se bus­caba un puesto de otra cosa, de no ser secretaria, no se cubría la baja. Sus funcio­nes se repartían entre las demás y asunto con­cluido.

            Ana llegó hace seis años, cuando la guerra entre secretarias y ofimática no estaba del to­do perdida, por mucho que ya se viera que sólo era cuestión de tiempo. Nuestro jefe de por enton­ces era un antiguo vendedor, de los muy buenos, que se ha­bía resignado a volverse di­rector a cambio de que dejaran de ha­cer­le faenas; no se le per­do­naba que du­rante cerca de diez años hubiera sido el empleado que ganaba más dinero, in­cluyendo al director general. Un tipo raro, som­brío, muy que­ma­do con el trabajo y con la vida en general. Se le notaba de­ma­siado que sólo tenía interés en ser despedido, en que le dieran sus cuarenta y cinco días por año, lo que se pon­dría bastante cerca de los cien millo­nes de pese­tas, y ya está, que os den por saco y ahí os quedáis. Era cuidadoso, no ha­cía na­­da por lo que pudieran despedirle a las malas, sin dar­le un duro, pero no mo­vía un dedo por vender. Él era director, y dirigía. Con estos tres sub­nor­males ya me contaréis qué co­ño voy a vender yo, dicen que decía en el Comité de Dirección. Po­ned­me otros, mejores, más al día, y entonces ya veré. Lo que vino después ya no sabría decir qué fue, ni qué clase de confabulación se organizó, pero un día nos re­ú­ne y nos dice que, aunque ya se ha­bía consu­mido medio ejercicio, en tres o cua­tro días se nos uni­ría un cuar­to vendedor y que aque­lla reu­nión era para encontrarle sitio. No físico, la me­sa y todo eso, si­no territorio. Cuen­tas. Clien­­­­tes. De éstos nadie cedió ni uno, y parecía lógico, porque de ahí era de don­de Po­li, Pepe y Pa­­co, por entonces dando gritos, pensaban hacer sus números del año. Ningu­no puso pe­gas, eso sí, en que se le dieran cuentas donde no te­níamos nada, esos sacro­santos santuarios de la com­petencia en que jamás ha­bía­mos vendido un misera­ble PC. Sólo al final el director dejó caer que aquel cuar­to vendedor no sería vendedor. Sería vendedora.

            Apareció un lunes, sobre las diez –Ana odia madrugar‑. Impresionante. Co­­­mo una mode­lo en un pase de modelos. Un traje de chaqueta camelhair como uno que vi una vez en Aquasqu­tum y aún soñaba con él, de falda más que corta, medias-medias –nada de leotardos-, una blu­sa Chanel con un lazo enorme, bien ma­quillada, ni una sola joya, un reloj de los carísimos y unos zapatos de tacón muy alto, como media pantorrilla mía. La melenaza suelta, el fle­quillo ba­ján­do­le hasta unos ojos negros que nos mi­raban des­de más arriba de un metro noven­ta –in­clu­yendo tacones, que tampoco era una jirafa‑, sin la menor timidez, como si llegar de nuevas a un trabajo lo hiciera día sí, día también. Una seguridad en sí misma verdadera­men­te pasmosa; cla­ro que, con esa estatura y esos trapos, y su carrera y sus idiomas, de los que aún no sabíamos aunque pronto nos lo iban a explicar, cual­quiera se sentiría segura. Un tipa­zo, que aun­que yo no lo tenga bien sé cómo son. No era gua­pa, o no lo era exacta­men­te, porque tenía unas faccio­nes afi­ladas, raras, como egip­cias, pero el conjunto general, ya lo dijo luego Pa­­co, era el de una tía que te cagas. Curio­samente, no repre­sen­taba los veinti­trés añitos que tenía. Pasaba por más, aunque no por parecer vieja, sino por ma­du­rez, por su estilo aquí‑estoy‑yo. Ni que de­cir tiene que nos cayó fatal, pero el je­fe, que ya la co­nocía, tenía sus ideas. Supongo que aún no, pero tam­poco me sor­pren­dería saber que por enton­ces ya se la tiraba, pese a estar recién casada.

            Si verla fue devastador, oírla fue demoledor. Su voz. Su tono. Cómo hilaba las ideas, có­mo explicaba su educación universitaria y sus años de becaria en IBM, que nos agradecería un po­co de paciencia porque inevitablemente me­­tería la pata en tanto no su­piese hacer las cosas, pe­ro que pondría su mayor empeño en apren­der de nosotros, los que la mirábamos estupefactos. Aquella primera vez que la escuché ya me pareció una bruja, una encantadora de serpientes, una hechicera de hombres y de mujeres. Ape­­nas gesticulaba, mi­­­rando fijamen­te al que quisie­ra hipnotizar, hechizando en to­no bajo, casi plano, de muy pocas infle­xiones, pero vocalizan­do de un modo exquisito, y los de Burgos sabemos ho­rro­res de vocali­za­cio­nes exquisitas, no es por presumir. Ningún acento, nin­gún deje. Madrileña, estaba claro. Y encima universitaria. Cuando explicó que su título era en Infor­­­mática Poli bajó la cabeza. Era el único sin formación superior, ade­­más de no hablar una palabra en inglés –yo le hacía de traduc­­­­tora simultánea cada vez que de­­bía partici­par en lo que más detestaba, un conference call con los americanos‑. Si, como nos pitufá­ba­mos, la intención de La Dirección era que al cabo de un tiempo los vendedores del de­parta­men­to volvieran a ser tres, iba viendo claro quién sería el sa­crificado. El despedido.

            Durante un mes Ana no hizo el menor ruido. Aprendía, más por observar que por pregun­­tar. Se fijaba en todo, estaba pendiente de todo y debía de com­prenderlo todo, porque no decía palabra. Fuera de la oficina era menos muda. Desayunaba y comía con no­sotros, y participaba en la conversación, y se reía y hacía reír, pero jamás se implicaba, jamás to­maba partido. Tampo­co hablaba de ella. Sólo una vez con Poli, que tenía una hija estudiando el equivalente a segun­do de BUP en un pueblecito que se llama Cherry Hill, en New Jersey. Ahí sí habló, nos expli­có lo bonito que fue para ella el año que pasó en Connecticut, y lo bien que le había venido des­pués en su ca­rrera, no ya por el inglés, sino por los amigos que hizo allí, lo muy al día que la te­nían so­bre casi todo. También nos comen­tó, aunque muy de pasada, que su fa­milia era de mili­tares, de marinos, que hasta se había planteado ingresar en la Escuela Na­val, la de Marín, pero que de­sistió el día que su tío y padrino, por entonces jefe de la Es­cuela de Ar­mas de la Ar­mada, le dijo que para un barco de guerra era demasiado alta, y que ha­ría una bue­na carrera, él no lo du­daba, pero jamás a flote. De lo que no de­cía na­da era de su vida privada. Sólo le pudi­mos sacar que se ha­bía casado al poco de acabar la carrera, que vivía en un adosado de Majada­­honda y que su ma­rido trabajaba en la Con­sejería de Agricultura de Castilla-La Mancha. Ni una pa­la­bra de pla­nes, ni de proyectos, ni de cuán­do pensaban te­ner críos. Se cerraba en banda y no de­cía na­da, pe­ro no de un modo descortés. Se te quedaba miran­do, sonriente, sin hablar, y an­tes que la situación se hiciera tensa te pregunta­ba cualquier cosa, lo que fuera, pero jamás de tipo personal. Tenía, lo admito, un estilazo. Una verdadera maestra de los detalles, lo advertí al minuto de tratar­la y no he de­jado de adver­tirlo todos y cada uno de los días en estos seis años. No hay mujer más mala, se lo ase­guro, aun­que nunca he conocido una más competente. Mas... profesional.

            Luego empezó a moverse. Al principio sólo fue visitar sus cuentas con los otros, para que le presentaran sus contactos. Luego se fabricó los suyos, sin decir a nadie nada. Lo normal en todo vendedor que comienza es contar lo que hace, buscando el apo­yo de los demás y de pa­so hacer ver que trabajan, que no se rascan las narices. Ana no se mo­vía en esas coordenadas. Si alguna opinión le impor­taba era la del jefe, y no diría yo que de­ma­siado. En general, ni se sabía qué hacía ni dónde lo hacía. Los vendedores, cuando salen, dicen siempre dónde van, para ser lo­calizables. Ella, no. Cogía sus cosas –las llevaba en una cartera de Loewe que debía valer una mi­llonada; la verdad, iba siempre de punta en blanco, más a una recepción en la Zarzuela que a una reunión con algún desgra­cia­do en un hangar de Air Europa; debía de ser parte de su estilo, aun­que seguíamos sin poder definir cuál era su estilo‑, me de­­cía estoy en el móvil, no me dará tiem­po a volver, si haces el favor me llamas un taxi; eso era todo. Una vez me atreví a preguntarle ¿y dón­de vas? Me contestó, simplemente, que a ver a un cliente, dónde si no. En un tono la mar de ama­ble. Siempre, para todo, también para echarme a la calle, fue la mar de ama­ble.

            A primeros de octubre presentó su primera oferta. En la Renfe, nada menos. Una cuenta que de año en año se peloteaban los vendedores unos a otros, porque jamás nos ha­bía comprado nada. Fue la primera que le dieron en aquella reunión de hacerle sitio. A nadie le sorpren­­dió que Poli renunciase a ella con tanta generosidad. No valía, se pensaba, ni el esfuer­zo de intentar te recibiese cualquier mindundi, ya que jamás habíamos pasado de ahí. Ana no nos dijo, y tarda­mos mucho en enterarnos, que, vis­to el despreciable nivel de interlocución que le traspasaba Poli, se lanzó derecha por la cabeza, que la tal en cuestión la recibió por curiosidad –astuta, no pidió la entrevista por teléfono, sino que se plan­tó en la secre­taría del ín­cli­­to, pidió hablar con su secretario, pues era secretario y no secretaria, y el resto fue fá­cil, lo que no habría sido para Poli‑, y que luego, impresionada por el renacido aspecto de la moribunda multinacional, la tal cabeza le invitó a presentar oferta en un concurso restringido que aquellos días se andaba organizando. Lo que hizo des­pués, y la for­­ma en que lo hizo, ja­más lo desveló. Supimos que preparaba una oferta el día que la terminó, la impri­mió, la encuadernó y me pidió enviara un mensajero a presentarla –los vendedo­­res solían hacerlo ellos mismos; has­ta en eso era distinta‑. Luego se fue, y Poli, Pepe, Paco y yo aprove­chamos para ver cómo era la tal oferta, o su copia pa­ra el archi­vo. No tenía que ver con las que hacíamos desde tiempo inme­mo­rial. Ni por lo que decía ni por có­mo lo decía. Lo pri­mero que chocaba era el len­guaje. Na­da que ver con el tos­­co, plano, de las ofer­tas comerciales normales y corrientes. Aquello parecía una novela, no por el rollo, que tampoco era excesi­vo, sino por el lenguaje. La compo­sición, el estilo, el wording gene­ral. Hasta los fonts eran distintos –a saber de dónde los habría sa­cado, porque no eran los stan­dard de la casa-. Lo más llamativo, la enorme cantidad de gráficos que había em­bebido entre los tex­tos, una cosa dificilísima de ha­cer –a mí ja­más me ha quedado bien‑. Hasta la encua­­dernación era distinta. No era la consa­bida carpeta de tres anillas y plástico duro. Una de piel oscura, flexible, sobria, elegante, de nueve ani­llas y con el nombre del proyecto seri­gra­­­fiado en el lo­­mo. Habría debido pagársela de su bolsillo, porque a mí no me la pidió, que si lo hubiera he­cho le habría dicho que imposible, que allí no se usaban esos lujos, aunque sí se usa­­ban, lo supe después, pero los monopolizaba el Director de Rela­ciones Públicas, un cojito en­can­ta­dor tirando a mariquita que ade­más era con­de; una de las cosas que Ana se ha­bía preo­cu­pa­do de averiguar, estaba claro, era cómo conse­guir cosas excep­cionales por fuera de los procedimientos esta­ble­cidos. Nos encogimos de hombros. Un es­fuerzo tan dispa­ra­­­tado, para nada. Lo que hace la inexperiencia, y más si se va de lista por la vida. La Renfe siem­pre sería la Renfe. Jamás, los cuatro estábamos seguros, nos daría el contrato.

            Nos lo dio. Nueve millones de euros. El fax de la Mesa de Compras nos lle­gó la mañana de Nochebuena, como un regalo de Papá Noël. Ana ya sabía que aquel día llegaría, y el jefe tam­bién, pero los dos tenían cara de póker. Él, un poquito nervioso. Ella, como una mamba negra encara­mada en una rama: ni pestañe­aba. El jefe abrió la boca sólo una vez tuvo el fax en la ma­­­no. Ella no dijo nada; de­jar lucirse al superior es una cosa muy prác­tica. Con aquel contrato conseguía el 900% de sus objetivos comerciales de aquel su primer año. Yo sabía lo que ga­na­ban todos, por­que lle­­vaba el presupuesto del departa­men­to. ¿Se lo quieren us­tedes creer? Por aquellos cuatro meses de tra­ba­jo Ana le­vantaba ciento sesenta mil euros, una cifra que ni Poli ni Pepe ni Paco habían vis­to en toda su vida comercial. Cualquier otra, u otro, habría or­ga­ni­zado un feste­jo a mayor gloria pro­pia, y a nadie le habría molestado. Salvo por aquel puntazo el año no podía ter­minar peor, no en nuestro grupo sino en el conjunto de la subsidiaria, lo que ya nos pitufábamos daría lugar a otra matan­za, pero Ana se limitó a pagarse unas cañas, pretextando que no estaban los tiem­­pos para fuegos artificiales. Así lle­­gó el fin de año, ella indiferente con su 900%, Pepe un tanto preocupado con su 63, Paco muy jodido con su 48 -por de­bajo del 50% no se devengaban incentivos‑ y Poli muerto de miedo con su 22. Era evidente, indisimulable, que ba­jo sus narices se había cocido un concur­so del que nunca supo nada, y que lo dejó co­­rrer con la más total irresponsabilidad, demostrando que no tenía ni puta idea de lo que su­ce­día en su te­rri­to­rio. Esto tan cruel no lo decía yo, claro está. Es lo que oí de­cir al director, por te­léfono y muy ba­jito –tengo un oído excelente, como buena secretaria que soy, pero nadie lo sabe-, a otro director. De ahí su careto, el de Poli. Se temía lo peor.

            Acertó. Ana debía de estar al loro, porque se tomó de vacaciones los primeros días de enero. El día dos, nada más llegar Poli a la oficina, tu­ve que decirle que fuese a Personal, que le que­ría ver el subdirector –sí, lo han adivinado: Des­pi­derman‑. Volvió al cuarto de hora. Des­pe­di­do. Des­tro­zado. Motivo, rendi­mien­­to insuficiente. La compañía, consciente de que vender poco no mo­tiva un des­pido proceden­te, le había calculado la indem­nización por im­procedente. Co­mo lleva­ba cer­ca de treinta años en la empresa, y su salario era relativamente de­coro­­so, salía una cifra por la que otro habría matado, aunque insuficiente para una familia don­de la mu­­jer sólo se ocu­pa de sus labores y de saquear El Corte Inglés, dos hijos estudiando esas carreras modernas que no valen para nada, una hija en New Jersey y dos ge­melos disléxicos en cuarto de la ESO que no daban pa­lo al agua. La hipoteca del piso familiar, en el Encinar de los Reyes, ya la tenía pagada, pero no así el apartamen­to de Cullera, ni la barquita del Pantano de San Juan. Poli te­­­nía cincuenta y dos años, una cul­­tu­ra general rudimentaria, no ha­blaba inglés, no sa­bía expresar­­se bien, ni de palabra ni por escrito –menos aún si se ponía nervioso, y desde que lle­gó Ana por la noche daba vuel­tas en el ai­re‑, y su prestigio profe­sio­nal en dos días estaría por los sue­los, como el de cualquier ven­­de­­dor cincuentón al que acabaran de des­pedir por no vender una mier­­da. Qué va a ser de nosotros, se preguntaba en su ponedera, solo aunque con­migo, que ha­bía ido con él, a consolarle y no per­derle de vis­ta. Los otros, ni que decir tiene, a la que se olie­ron la tostada se fueron a ver clientes, y eso que llevaban veintitantos años espalda con espal­da. Cosas de ha­ber sido des­­pedi­do. Al mo­men­to eres un apesta­do. ¿Ima­ginan ustedes ver llo­rar a un hom­bre que me­ses antes apa­rentaba cua­renta y pocos, y entonces, según le veía, pa­­­re­cía un viejecito? Poli, cariño, no es para tanto, seguro que te sale algo, si tú co­no­ces a mu­cha gente, si para vender lo que cuen­ta es la experiencia, si todo el mundo sabe que hay muy poquitos como tú... Pa­ños calientes que no calentaban. Poli seguía lloran­do, pero flojito, sin ruido, sin que se no­tara en otra cosa que no fue­ran los lagrimo­nes despeñándose bajo sus gafas bi­focales, esas que le hacían tan mayor, mien­tras metía en una caja de cartón sus pocos obje­tos perso­na­les. Yo le miraba con tris­teza, pero al tiem­po vigilaba que no se llevara el tarje­te­ro, ni el móvil, ni la calculadora, que así me lo había ordenado Despi­der­man a primera hora de la ma­ñana.

            Siempre que se cargan un empleado, y más uno tan antiguo, sobrevienen ma­­las leches, las de achacarle las culpas a alguien. En el caso de Poli la culpable no po­día ser más no­to­ria, pero fue volver ella de vacaciones, morena y guapísi­ma de una semana es­quiando en el Gross Glockner ‑Ana no va, jamás, donde to­do el mundo; ¿Baqueira? por Dios, Pili, qué ordinariez‑. Verla ir por café, más alta que to­­­dos en la Dirección Comercial, no exactamente indiferente pero sí co­mo dis­­traída, como con mu­chas cosas en la cabeza, y la pena por Poli acabó de disolver­se. Ana de­mos­­traba que no estába­mos acabados, que si podíamos sacar un contrato como el de Renfe podría­­mos sacar muchos otros más, que todavía no sobrábamos, que la degollina de fe­­bre­ro –las ma­­tanzas son siempre por febrero, tanto las de cochinos como las de multinacionales- ya no se­ría tan gorda, no echarían a tanta gente. La situación podría cambiar y el futuro ser mejor.

            Vanas ilusiones, porque la matanza fue como la de cualquier otro febrero: cien más a la calle. Nadie protestaba, pues era noto­rio que seis años antes éramos mil, con presencia en toda España. Tras lo de fe­brero nos quedamos en doscientos cincuen­­ta, to­dos en Madrid. Ni el co­mité de empresa, que rebosaba comunistas, osaba murmurar. La compa­ñía iba fatal en todo el mundo, de los ciento veintitantos mil que habíamos llegado a ser quedaríamos cua­renta mil, de haber cotizado en el NASDAQ a $120 se había baja­do a $1,75, si apare­cíamos en los periódicos sólo era por dar malas noticias, por ru­mo­rear­se una inmediata caída en el Chapter 11 o por haberse cancelado algún con­tra­­tazo con la GSA, la administración federal ame­­ricana. La desmoralización era total, pero Ana mostraba un camino de esperanza. Ya no era la zorra que se ha­bía car­gado al pobre Poli. Ahora era nuestra Victoria de Samotracia particular.

            Debo decir de Ana, con la objetividad de antes, que nunca se dió im­por­tan­cia. No se pidió un despacho, ni un coche que por antigüedad no le ha­­bría co­rrespondido, ni nada de nada, salvo un laptop. Un capricho caro, tanto que por entonces sólo algunos directores lo tenían, pero se lo aprobaron. Si antes del lap­top era difícil ver­la, cuando aprendió a conectarse des­de cualquier sitio se vol­­vió invisible. Rara era la se­mana en que la veía­­mos más de un día, pero al jefe no le importaba. No sólo eso: estaba encantado. Las cuentas: hizo que se reor­ga­nizaran. Ana se quedó con lo que valía la pena de lo que llevaba el di­funto Poli, más algunas cosas de Paco que apenas rendían. Allá por Se­mana Santa sus nuevas cuentas comen­zaron a florecer. Clientes que lle­va­ban años sin comprar más que algún PC ahora se animaban a cambiar sus vie­jos ordenadores por otros nue­vos. No sin sangre, que Ana conseguía los contra­­tos de­mostrando que con los ahorros derivados de un menor coste de mantenimien­to se amor­­tizaba cualquier cambio, lo que daba lugar a que el indignado di­rector de Ser­­vicio Téc­ni­co pu­siera el grito en el cielo, pero era una guerra perdi­da, porque tenía en con­tra la totalidad del Co­­mité de Dirección. Luego, a la lle­ga­da del verano, comenzaron los milagros: Telefónica I+D, de la que Paco se ha­bía desprendido con el ali­vio más sincero –los ingenieros de telecomunicación, ya se sabe como son: se pasan la vida tocando las pe­lotas a todo el mundo, pe­ro al final siempre compran otra cosa‑, nos pa­saba un pe­di­do estilo Renfe, ante la incredulidad general. La Renfe, a su vez, ampliaba el del año anterior. A esos, ya en otoño, siguieron seis o siete más, de forma que Ana terminó el ejer­ci­cio al 1350%, Pepe al 73% y Paco al 52%. Trescientos veinte mil euros, los que ga­nó. La rei­­­na de la compañía, era indiscutible. La diosa invisible. Sólo se nos apa­recía por el móvil –jamás se sabía dónde andaba‑ y a través del co­rreo electró­nico. Cada día enviaba un torrente de e-mails pi­diendo muy ama­ble­men­te, con mucha educación, se hiciese sin chistar lo que a continuación ordenaba y man­daba. Nuestro embobado jefe, infeliz, meaba Chanel Núme­ro Cinco. Gra­cias a ella sus ingresos habían rever­decido, su importancia estaba la mar de refor­­zada y su posición en el Comité de Dirección había pasado a ser de Hombre Fuer­te.

            He de confesar que al empezar su tercer año fiscal yo ya estaba conquistada. Y de qué mo­­do. Ana se había convertido, para mí, en esa clase de personalidad con la que alguna vez ensue­ñas, cuando quieres salirte por unos momentos de tu aburrida, decepcionante realidad y te imagi­nas viviendo en las bragas de otra. Nos había conquista­do, a todos. Salvo a Paco. Nunca pudo con él, nunca le sedujo y bien que lo intentó. Se daba cuen­ta de que a Paco se le ocu­rrían so­­luciones técnicas mejores que las suyas. Quiso engullirle, servirse de él como se ser­vía de todos, aunque con Paco no había forma. Lástima que su inteligencia, tan pro­­funda, fuese tan po­­co prác­ti­ca. Paco habría triunfado en un laboratorio de investigación, pero no estaba hecho pa­ra la jungla co­mercial. Años atrás, cuando era un técnico jovencito, tan brillante como promete­dor, su objeti­vo era irse al Silicon Valley, que la compañía tenía por allí un cen­tro de inves­­tigación, pero cometió la mayor de las tonterías: se enamoró perdidamente de una pro­­gra­ma­dora que no podía ser más pendón ‑La Pilingui; así la llamaban hasta sus amigas‑; la dejó embarazada y ahí ya no tu­vo más remedio que pensar en las pe­setas. Él tenía buena fama entre los comerciales, que más de uno le debía un gran contrato, y nadie puso pegas cuando di­jo que le gustaría vender, que si era capaz de levantar pedidos para otros aún más lo sería tra­ba­jando para él mismo. Un error, porque si bien dominaba la informática y las comunicacio­nes, no sabía elegir un buen vino en una comida de negocios. Dominaba la técnica, pero care­cía de oficio. Sin ésto, el día que aquella deja de bastar, porque la tecnología que tú vendes ha dejado de ser puntera, sobreviene lo peor. A Paco le sobre­vino Ana. Cuan­do la muy zorra vió que no ha­bía nada que hacer, que Paco no tragaba, no se de­jaba mangonear, movió sus hi­los, como hizo con Poli. Paco no llegó al otoño. Un lunes de mediados de septiembre, volviendo de un curso al que le había enviado el jefe para dejarle fue­ra de juego, al llegar a la compañía, cuando se buscaba su tarjeta para fichar en Recepción, le asalta Des­piderman con dos guardias de seguri­dad. Ni buenos días, le dijo. Le ten­dió su carta de des­pido, le dejó leerla, y antes de que pudiera el pobre Paco decir na­da le soltó que ya no era un em­­pleado y que por allí ni volviera. Sí, por supuesto, es­tás en tu de­recho de demandar­nos. Hazlo, que ganarás, y se­remos condena­dos a pagarte lo que po­ne aquí, en este papel, tus cuarenta y cinco días por año. ¿Tus co­sas personales? Ahí las tienes ‑se­ña­laba con desprecio un par de cajas escondidas tras el mostrador, mientras la violentísima recep­cionista in­tentaba mirar hacia otro lado-. Si te pilla mal llevártelas ahora te las enviare­mos en un taxi, no te preocupes por eso. Adiós, que tengas mucha suerte y nos veremos en el SMAC.

            Si lo hicieron así, tan a lo bestia ‑Despiderman en estado puro; qué feliz ha­bría sido en Auschwitz‑Birkenau‑, fue porque Paco no era como Poli, tan orde­nado y tan metódico que hacerse con sus cuentas sólo supuso un par de ho­ras en la vi­da de Ana. Paco era un desastre, sus papeles no podían estar más revueltos, y no ha­bía forma de saber cuá­les eran de interés y cuáles no. De haber proce­di­do al estilo civiliza­do se habría llevado todo, no habría quedado una sim­ple nota expli­ca­tiva de có­mo estaban sus cuentas. De ahí que, aprove­chando que Pepe aún estaba de vacaciones, el jefe le man­dase a ese curso. Qué fe­liz se fue, po­bre desgraciado. Una semana cerqui­ta de Londres, aprendiendo data warehousing strategies por la mañana y de juerga por las no­ches con sus viejos amigotes de cuando era un técnico exquisito. Aquí, el jefe y Ana, encerrados en el des­pa­cho de aquel, ordenaban, clasificaban y es­tu­diaban lo que ha­bía en los dos ar­chiva­do­res don­de Paco metía de cualquier modo sus docu­men­tos comer­­­cia­les. Hicieron lo mis­mo con los ca­jones de su mesa, pese a que Paco, muy descon­­­fiado, siem­pre los cerraba con llave. Yo te­nía una copia, y se la tuve que dar al jefe, qué reme­dio me que­daba, tras oírle susurrar que no comentase aquello con nadie o el lu­nes ha­bría dos despedidos, no uno solo. Aprovecha­ron el tiempo. Al llegar el viernes lo te­nían todo cla­ro, salvo un par de dudas. Pili, ponme con Paco. Si está reunido, que salga. Hola, tú. ¿Todo bien? Me alegro. Mira, te lla­mo porque los de conta­bi­li­dad quieren sa­­­ber esto y lo otro, y los de contratos pre­guntan por aque­llo y por lo de más allá. ¿Me dices có­mo está todo eso? No, lo quieren para ya mismo, ya sa­bes como son. Sí, tomo no­ta. Muy bien, pu­ta ma­dre. ¿Cuándo vuelves? ¿Ahora, cuando acaben las reuniones? Bueno, tú sa­brás, pero por mi no hay problema en que te quedes hasta el domingo. Sí, hombre, por una vez que puedes dis­fru­ta un par de días, que hace mucho que no sales. Te bajas a Londres y te bus­cas un ho­tel no muy caro, y ya está, ya lo firmo yo. Nada, tú. Qué sería de nosotros sin un pre­mie­ci­llo de vez en cuando. Hala, un abrazo y hasta el lunes. Pásalo bien.

            Ese viernes Ana se quedó hasta bien de madrugada, y el sába­do todo el día, por algo que no habría podido hacer a la vista de los demás: crackear el PC de Paco. Leer hasta el último file, estudiar sus hojas de cálculo, sus gráficos, sus e-mails, sus textos. Su­pon­go que también los personales. No creo que se avergon­­zase. La ética, pa­ra ella, es algo que sirve para jorobar a los demás, no es de padecer en carne propia. Un trabajo de­licado, pues algu­nos de los archivos estaban protegidos por contraseñas, pero las del Office, y esas, a una tía como Ana, le duraban dos minutos. Un trabajo, eso sí, de mu­chas ho­ras. No lo habría podido ha­cer con Paco entran­­do de súbito en la ofi­­cina ‑¿qué haces con mi PC, mal bi­cho? ¿a que te pego dos hostias?, aunque a saber quién se las ha­bría llevado, porque no sé si lo he dicho, Paco, po­brecito mío, es un inge­nie­ro de bolsillo‑, si bien y por si acaso el jefe me hizo decir a Seguridad que de ningún modo le facilitaran el acceso si por un casual se olía qué pasaba y se volvía desde Lon­dres ese mismo viernes. No lo hi­zo, el infeliz. Siempre fue un par­dillo.

            Pobre Paco, pero andaba por el 10% y con acuerdo a sus propias previsio­nes no habría pasado del 50. Ana vendió ese año, sólo en las cuentas de Paco, el equivalente al 200, y en to­tal se quedó muy cerca del 650%. Como Pepe pi­só a fondo y llegó al 110 ‑¿recuerdadan eso de las barbas, el remojo y el veci­no?‑ el jefe volvió ese año a ser Capitán General. Ana se confor­mó con levantarse tres­cien­­tos mil euros. Por segundo ejercicio consecutivo, la empleada que más dinero había ganado de los doscien­tos cincuenta supervivientes. Den­tro de lo que ca­bía no fue un mal año. Se hicieron los nú­me­ros y la matanza fue me­nor, apenas trein­ta cabe­zas entre téc­nicos, administrativos y vendedores, pero fueron pla­­zas que luego se cu­brieron. A nosotros nos llegó Borja-Pablo. Parecía engendra­do a la medida de Ana. Un yogu­rín de veintiseis añitos a falta de dos o tres her­vores, ingeniero del ICAI, MBA por el IESE, casi seguro que del Opus, dis­cre­to, apacible, cuidadoso con las formas y que, a dife­rencia de Ana, jamás ha di­cho una pa­labrota más osada que cáspita o jopé. Se lo montaron en team, com­par­tiendo la totalidad del te­rritorio de Ana más el antiguo de Pa­co, en diferentes niveles de com­pensación, eso sí. Una fór­mu­la ideal para los dos. El yogurín aprendía, trabajaba, se desarrollaba y po­día con­tar con unos in­cen­tivos poco me­nos que seguros, no excesivos pero que le dieron para el primer BMW de su vi­da. Por la parte de Ana, ya no necesitaba ni configurar. Tenía un esclavo la mar de aplicado, de modo que jamás volvió a escribir otra cosa que sus densos, pre­cisos, ca­da día más imperativos e-mails. Las propuestas las es­cribía Borja-Pa­blo, evidentemente bajo sus direc­tri­ces, y así co­men­zamos el año, con un Pepe que cada mañana se santiguaba ‑todo va bien, hoy tampoco me han echado‑ y un ambiente general en abso­luto alegre, pero tampoco triste. Aun­­que Ana siguie­ra sin dejarse ver, su aroma impregnaba las paredes. Donde Ana reinaba se ha­­bla­ba poco, se trabajaba mucho, nadie se molestaba en aparen­tar ser amigo de nadie y, cuando el último se iba ‑por lo general muy tarde-, apa­gaba la luz y hasta mañana, que a diferencia de los demás departamentos en el nuestro nadie se veía fuera, tomaba una copa, organizaba una ce­na. En las pro­ximidades de Ana podías caerte muerto con la certidumbre de que tu cadáver se­ría retirado con prontitud y eficacia, el recambio aparecería de inme­diato y la maquinaria segui­ría girando, del modo más deshumanizado. Con al­guna excepción, debo reco­nocerlo. Ana, cuando se dejaba ver, era ca­ri­ñosa. Conmigo. Se sentaba en el borde de mi me­sa y me hablaba de tonterías, las que se supo­ne habitan en la de­sier­ta cabeza del personal sub­­alterno femenino que cada jueves compra Diez Minutos. Si era por la mañana tem­pra­no solía de­cirme deja puesto el contestador y bájate a desayunar, que te invito. Alguna vez, cuan­­do su órbita de ir por allí coinci­día con la hora de comer, me cogía del brazo y se me llevaba no muy lejos, a co­mer algo más decente que los usuales menú‑bazofia de los bares y restau­ran­tes de por allí, donde ha­bían puesto la nueva ofi­cina. No voy a engañarles: se me ha­­cía el culo calderilla. No ya por ser Ana quien era, sino porque rara vez un ven­dedor tenía esos detalles con una secretaria, ni siquiera las vendedoras, que ya teníamos unas cuantas pero en eso eran co­­mo los tíos. Ahora pienso que tanta campechanez, tanta simpatía, de­bieron ser por algo que sigo sin comprender, aunque quizá relacionado con que se planteaba ser la directora en lugar del director, como el mo­rito ese de los comics que quiere ser califa en lugar del califa. Ana, en eso también, es distinta de todo el mundo: lo pla­­nea todo desde lejos. Estoy segura de que pretendía cepi­­llarse al jefe, pero allá como por mayo sucedió algo que complicó las cosas: los americanos se ventilaron al director general.

            Si algo no perdonan los americanos a un country general manager es que hagan trampas con los números. El nuestro era un excelente contable, tanto que sabía maquillar cualquier cifra, disimular cualquier pufo, pero el año anterior ha­bía ido demasiado lejos. Todo se inició cuando los americanos se hicieron cru­ces con que nuestra infame subsidiaria –teníamos mala fa­ma‑ hu­bie­ra terminado el año tan estupen­damente. Aquí hay gato encerrado, no pue­de ser que las bestias esas hayan aprendido, de mo­­do que nos enviaron un grupo de lo que aquí llamá­bamos gaviotas –ya saben, llegan volando por la mañana temprano, se te mean en­cima, se comen tu comida, te sacan los ojos, se te cagan en la boca y a la caída de la tarde se vuelven a su nido igualmente volando‑, sin duda muy avezados, porque a los dos días habían desenterrado casi todos los esqueletos. El más gordo fue un ordenador de millón y pico de dó­lares, entregado y facturado –ship & bill‑, pero que permanecía emba­lado en unos almacenes que ni siquiera eran de la compa­ñía, en espera ‑la mar de angustiada- de que al cliente le diese la gana cumplir el contrato ‑no se la daba‑, instalase la máquina y comenzase a pagar. Una va­ga esperanza, porque la compañía, desde tiem­po in­me­mo­rial, toleraba una falta inexcusable: la side letter. En otras palabras, menos crípticas, el cliente acepta un contrato leonino don­de se le amena­­za con castrarle si no paga cuando debe, aunque por debajo de la mesa el ven­dedor le da una carta extrao­ficial, donde se le renoce derecho a pagar cuando bue­na­mente le salga de sus partes. Un suicidio, se dirán ustedes, y lo sería en una com­pañía normal, pero en la nuestra se come­tía un segundo error muy peligroso, avanzar in­centivos contra la presenta­ción del pedido ‑el boo­king‑, liquidan­do el resto a la entrega ‑el revenue‑. El vendedor que ha­bía firmado aquella carta era de los más listos, aun­que también de los más golfos. Se pitufaba que cualquier día le iban a despedir. De ahí aquella carta. El contrato no le valió para salvar la cabeza –ni lo pretendía; só­lo quería la pasta y largar­se‑, pero sí para que los cuarenta y cinco días se le pusieran en el do­ble. Cuando el cliente, mo­lesto por la in­sistencia en que cum­pliera el contrato, exhibió la oculta side letter, todo el mundo enloqueció, y el primero el country mana­ger, porque ya no haría los nú­me­ros, ni ga­naría sus in­centivos. Cuando los americanos desenterraron la mierda ni él ni su con­troller duraron un minuto. Los usacos, después, requirieron del Ase­sor Jurídico que se querellase contra el vendedor de­lin­cuen­te, aunque fue­ra un esfuer­zo baldío. Pri­mero por a saber dónde an­­da­ría el perillán –se le sabía trabajando pa­ra la com­pe­tencia, en Venezuela-, y segun­do por­que la legislación en materia de con­tratos de adhesión es muy desfavorable para las mul­ti­na­cionales tontas que se de­jan engañar. Total, que se recalcularon los números y resultó que no sólo no se habían he­cho, sino que por bastante margen. Las nubes de masacre comenzaron a cernir­se sobre nuestras abrumadas cornamentas, pero el nuevo que trajeron, un holandés entre sa­tá­nico y sar­dónico, dijo que venía para conseguir los números del año en curso, no los del pasado, que ne­cesitaba los recursos hu­ma­nos presupuestados y que con menos no garantizaba resultados. Eso nos salvó, aunque dio lu­gar a diversas repercusiones.

            La que más de cerca me tocó fue que aquel holandés sentía una evidente suspicacia por todo lo de aquí, no sé si por el conjunto del país o sólo por la sub­si­diaria. El primer ámbito donde puso de manifiesto su racista modo de valorarnos fue su Comité de Dirección, al cual plan­teó una serie de medidas de inex­c­usable cumplimiento. La más grave, que dada la negligen­cia colectiva en ha­cer los números a lo largo de los últimos ejercicios, y la complicidad criminal con su recién defenestrado antecesor, les im­ponía una rebaja sala­rial del 25%. Ahí fue donde mi jefe vió su opor­tunidad. Había vuelto a ilusionarse con el anti­guo direc­tor general, pero el ho­lan­dés y su talante le hicieron cambiar de idea. La verdad es que se lo puso en ban­deja, pues mientras los otros, por comple­to acongojados, no se resistieron un mi­nuto, mi jefe, a la vista de todos, le soltó que por los cojones, que no se dejaba reducir el sueldo un solo euro y que le parecía una infa­mia osase proponérselo. El holandés, también me lo contaron, ni pes­ta­ñeó. Tonto no debía de ser, y sin duda Despiderman le había calculado las in­dem­­ni­za­ciones a que tendrían derecho aque­llos facinerosos si optaba por despe­dir­los. Lo que tendría que pagar al único que plan­taba cara se compensaba holgadamente con lo que dejarían de ganar los otros bobos, así que siguió adelante, sin prisas, pues antes necesitaba cerciorarse de que su recambio, el que le recomen­daban en el headquar­ter, sería capaz de dar la talla.

            Se debió cerciorar en una tarde. O en una noche. Por entonces yo tenía claro que Ana no se paraba en barras. Se acababa de divorciar ‑de modo público; al pobre marido le había echa­do a patadas año y pico antes‑, de modo que no tenía problemas en casa. El ho­lan­dés pasaba por felizmente casado, aunque la mujer, sus motivos tendría, no pensaba moverse de Ro­t­­ter­dam. Él vivía en un apartamento carísimo de la calle Velázquez, y aunque no ten­go prue­bas me jugaría mi herrumbroso virgo a que Ana lo visitó unas cuan­tas veces antes que aquel llamase al jefe y le planteara una salida ci­vilizada. De ésto si ten­go detalles, pues el jefe me los dio, muy contento, según embalábamos sus cosas. De pri­­meras le tranquilizó –mira, de los euros no te preocupes: te llevarás has­ta el último que te corres­ponda y además te puedes quedar el co­che‑, y desde ahí to­do fue fácil. Le presentaría los clientes, quedaría él mismo en buenos térmi­­nos con todos ellos, no le haría putadas des­pués, esas que se hacen por joder y sólo por joder, que bien sabía el ho­lan­dés que mi jefe no pensaba vol­ver a traba­jar, y luego tan amigos, aquí paz y después gloria. Mi je­fe le pidió un día para pen­sárselo. Intuía que podría sacar más, pero tras darle muchas vueltas se convenció de que no merecía la pena discutir, pues con aquello levantaba cerca de un millón libre de impuestos. Suficiente para no hacer cábalas. De ahí que al día siguiente dijera que sí, que de acuerdo, y así se puso en mar­cha el proceso que al cabo de un mes da­ría con el culo de Ana en la butaca de mi ex‑jefe. Ahora tenía Jefa, la primera directora en la historia de la subsidiaria, la que más dinero había ganado en los últimos dos años y con pinta de seguir en lo mismo aquel también, a sus recién cumplidos veintiséis. La edad en que tantas y tan­tas chicas, brillantes tituladas superiores todas ellas, llevan tres o cuatro mal­vi­­viendo de servir copas, dar clases mal pagadas, trabajar de tituladas en prácticas para em­presillas de perra gor­­­da y sardina, o echando un cu­lo inmenso, el de preparar unas penosas oposicio­nes. Esa era mi Ana, y por entonces la reveren­ciaba. La adoraba. No era para menos, ¿verdad?

            Ana no cambió de cos­tum­bres, salvo que ahora, las pocas veces que venía, se sentaba en un despacho donde im­puso su sello ya el primer día: esa mier­da de plantas, que se las lleven; los cuadros, si alguien los quiere, para él; me consigues una pizarra, la más grande que ha­ya, y me pides un pro­yector de vi­deo y también una impresora personal. Pasó a venir los lunes, con carácter fijo, porque tenía una silla en el Co­mi­té de Dirección, que se reu­nía precisa­men­­te los lunes. Ella, debo explicarlo, te­nía un status dis­tinto al de los otros directores. Era junior. Una milonga para que los otros no protestasen, porque sólo se trataba de camuflar que conservaba su viejo plan de incentivos, más pro­gresivo que el de un director. A cambio seguiría vendiendo co­mo una leo­na. Conocién­do­la, si no se lo hu­bie­ran concedido se habría quedado como estaba; Ana, ya se ha­brán da­do cuenta, trabajaba por dinero, luego por dinero y después por di­ne­ro; en eso, es de reconocer, no engañaba a nadie. En vez de un A-6 le die­ron un A-4, su American Exp­ress era ver­de y no dorada, y alguna otra gili­po­llez por el estilo –por Dios, có­mo estoy ha­blando; ay, señor...‑, pero en la práctica mandaba más que ninguno, su voz era la más potente del Co­mité de Dirección ‑era la que más vendía‑ y su plan de incentivos le permitía ganar, en tanto si­guiera vendiendo, cuan­do menos el doble, si no el triple, que cualquiera de sus degradados colegas. El holandés, por su parte, como mi antiguo director; en todo caso, Joop Perfum en vez de Chanel #5.

            Al mes llegó Álvaro-Luis, su recambio. Un clon de Borja-Pablo. Dos esclavos en vez de uno, y la desaparición de un jefe que apenas aportaba ‑no le dejaba ir por sus cuen­tas; tú, aquí, dirigiendo y consiguiéndome lo que necesite para vender; de salir a la calle, te olvidas; eso es cosa mía, decía Pepe que una vez le oyó espetar al direc­tor, a la sazón levi­­tando tras la llega­da de algún pedido espectacular‑, dio lugar a que nuestra productividad se disparase. Aquel año acabamos por encima del 200% -cada año nos caían cuotas mayores, aunque Ana no las dis­cutía; bien sabía que aún estaba lejos de los límites‑, y Pe­pe incluso lle­gó al 130%. Pese a ello seguía intranqui­lo, temiendo que Despiderman se le apa­re­cie­ra en cual­quier momento, pero no tuvo suer­te, porque quien se le apareció fue un linfoma de Hodgkins. No sé una palabra de medicina, pero sigo pensando que si a Pepe le salió ese cáncer, con apenas cincuenta y tres años, fue por la tre­men­­da tensión a que le so­metía la presencia de Ana. No me malinterpreten; Ana no le chilla­ba, ni le acosaba; nada de eso. Siempre fue amabilísima con él, co­mo con todos. Sólo le interrogaba sobre sus cuentas, y del modo más relajado, pero Pepe bien sabía cómo las gastaba. Intuía que su fin llegaría el primer año que pinchase, con lo que se afanaba como un vendedor a prueba. Inhu­ma­no, pa­ra un hombre de su edad. Ahora, el linfoma le liberó, fíjense qué cosas. De un modo, eso sí, que yo no sabría calificar. Háganlo ustedes.

            Un lunes, tras su segunda sesión de quimioterapia y peinado a lo Roberto Carlos, vi­no por la oficina. Los clones le saludaron con el mismo interés y cariño que habrían dedicado a una va­ca si la hubieran visto en mitad del campo, pero Ana, que salía del Comité de Dirección tan im­ponente como siempre, tras ha­ber masacrado a su inveterado enemigo, el Director de Servicio Técnico –un pobre hombre singularmente bien dotado para ser puesto en ridículo; mi jefa, la verdad, como amiga es poco de fiar, pero como enemi­ga cójanse ustedes a Bin Laden‑, le sa­ludó con gran cariño –en su estilo; ella no se besa con nadie; tiende ma­nos, como los tíos, apre­tando muy fuerte- y le invitó a pasar a su despacho. Hablaron largo rato, más de una hora. No vi salir a Pepe, aunque a los dos días le vi otra vez. Venía pa­ra reunirse con Despiderman. Se iba, por la puerta gran­de. Luego me lo contó. Ana, para su sorpresa, se ha­bía portado bien. Mira, Pepe, tienes por delante seis meses de tratamiento y otros seis para recuperarte. Vol­ver antes de tiem­po, imposible. No lo harías bien, aunque lo peor es que te po­dría costar la vi­da. Quizá ya no seas jo­ven para trabajar, pero sí para morirte. No cascar debería ser... tu objeti­vo estratégico. En un año, y el Hodgkins sabes que se cura, estarás bien. Si vuelves por enton­­ces, allá tú. Si de mi de­pen­diera re­cuperarías tus cuentas, pero no dependerá de mí. No sólo eso: te las verás con Despider­man tras año y pico de no ha­ber ga­­nado un euro. Esta casa es cómo es, bien lo sabes. Para entonces serás de los más viejos, de los que tienen un salario más elevado en su ca­tegoría y de los coyun­­turalmente más baratos de ser exter­mi­nados. Una tentación irresistible. No podría oponer­me si el holandés lo mandara, y lo mandará. Si te fueras ahora, con los incentivos del último año ahí fresquitos, te saldría una pasta del copón. La colocas bien, aprovechas los dos años del paro para recuperarte a fondo y, ya en tus cincuenta y cinco, de nuevo en forma, sacas la cabeza y miras en derredor, con tu prestigio intac­to, las mejores explicaciones de por qué te fuiste y nuestro apoyo para estable­certe como freelan­ce, siem­pre bajo nuestra som­­bri­lla. Los vendedores de cincuenta y pico despe­didos por esca­so rendi­miento lo tienen fa­tal, y si no que se lo digan a Po­li, pe­ro si te vas ahora no sería tu caso. En fin, es tu decisión. ¿Has echado tus cuentas? ¿Sabes echarlas? ¿Te las echo yo? No me cuesta nada, hombre. To­do es­tá en el orde­nador. Lo calculo en un momento. Mira, sale... ¿qué te parece?

            Aquella cifra superaba la que tenía él calculada en un veinte por ciento. ¿Es eso, se­guro? ¿No te habrás equivocado? A eso le contestó que sí, que se ha­bía equivocado, pe­ro sería un error que nadie osaría corregirle. No a ella. Si él da­ba la cifra por buena, y tenía dos días para pensárselo, el trato estaba hecho. Lo pensa­ron, él y su mujer, y aceptaron que los tiem­pos no estaban para discutir. Un punto a rega­ñadientes, porque la primera vez que te des­piden siempre inquie­­ta, se reunió con Despiderman. Fue, como solía ser, rápido, indoloro y civi­­li­za­do. Al año montó una franquicia de Look & Find y aho­ra ven­de casas, con su mujer al cargo de la oficina y él encantando a las serpientes. Le va bien, y pare­ce que de mo­men­to no se muere. Ni Poli ni Paco tuvieron tanta suerte. Poli estuvo un año en paro, le contrató una casa de software y los dos se confundieron. Él por pensar que aque­llo se ven­dería igual que las máquinas, y el que le contrató por creer que Poli sabía ven­der. A los seis meses partieron peras, y hasta hoy. No sé qué ha sido de él, salvo que ha ven­di­do la ca­sa. Mala señal, aunque así es la vida. Paco fun­dó una empresilla de hacer páginas web. Tuvo un primer año bueno, pero lue­go estalló la burbuja, la de­man­da cayó al suelo y sigue sin remon­tar, que hay miles de chavales con mucha imaginación que hacen por dos duros, o dos euros, lo que Pa­co presu­puesta en miles. Se sepa­ró de la Pilingui, por cierto. A la vejez, viruelas. Le deseo lo me­jor, pero me parece que lo tiene muy negro. Yo, no. Compré mi piso al poco de vivir en Madrid, con ayuda de mi madre y de mi tía, que al final no fue tan ta­caña, y un hipotecón a quince años. Es un apartamento pe­que­ñito, de cien metros justos, en Pa­di­lla casi esquina con La­gas­­ca. Una compra magní­fica, bien lo sé, no hace falta que me lo digan. Anoche llamé a Pepe y me dijo que cuatro­cien­tos mil los saco, seguro. Quizá quinientos mil. Como la casa es mía desde hace más de veinte años, plus­­va­lías igual a cero. Entre eso, la in­demni­za­ción y los ahorrillos, pues me monto en ochocien­tos mil euros, co­mo poco. Mi madre tiene seten­ta y ocho años, y ya petardea. Si me voy con ella y me quedo allí, en la que será mi casa si no me muero antes, podré vivir como una rei­na, ir­me de viaje cada vez que me dé la gana y disfrutar de la vida todo lo que aún no he dis­fru­ta­do. So­la, eso es lo malo. Y en Lerma. No me gusta Ler­ma, ya se lo he dicho. No me gusta vi­vir allí. Me gus­ta Madrid, salir, pasear, ir de tiendas, y al cine yo sola, que hace años aprendí a ir al cine sola, y al teatro, y a los restaurantes, y a todas partes. No digo que me guste verme así, pero en Madrid es llevadero, no me depri­mo, no me aburro. En Lerma... pues qué quieren que les diga. De todos modos, no es cosa que deba decidir mañana. Tengo por delante dos años de paro. Si de aquí a entonces no he conseguido un trabajo que me guste, ya veré qué ha­go, aunque lo más pro­bable será que acabe, y qué remedio, en Lerma. Dentro de lo que cabe no es ma­la salida. Es, ya lo dije antes, la mejor ciudad del mun­do para irse de allí. Pro­bablemente lo sea también para morirse allí.

            He pasado tres años con Ana de jefa. La he visto crecer, y madurar. La he visto en lo que se deja ver, que no es mucho, pero una secretaria experimentada es capaz de advertir lo que los demás no perciben. La he visto acrecentarse, robustecerse, mirar cada vez más lejos. La he vis­to hacerse más dura. Más fría. Se ha llevado por delante a todos sus ene­mi­gos. Se la sigue admirando, pero sobre todo se la teme. Ya no hay ho­landés, no sé si lo he dicho. Ahora tenemos un italiano, de modo que ni Joop ni Chanel, ahora mea­mos Armani. Bueno, yo ya no meo nada, pe­ro es igual, ustedes me comprenden, ¿verdad?

            Sin embargo, la que veíamos en la oficina, la que observaba yo tan de cerca, no es Ana del todo. No es el total. Es mala, ya se lo he dicho, pero al estilo de las kraits, que sólo muerden cuando no les queda más remedio. Ana no va por la gente. Si alguien se le atravie­sa, como el difunto director de Servicio Técnico, le busca la yugular, pero des­pacito, no descarga el golpe si no está segura de matar, de contar con los apoyos necesarios pa­ra de­jar seco al otro, hacer impo­sible que reviva. Se ha vuelto más vaga, también. Yo creo que ya no le gusta es­­to. Lo hace demasido bien, con la mayor maestría, tanto que no le llena. También es verdad que ya no ne­cesita ma­tarse a trabajar. Lo hacen los clones. Echan humo, los cabritos, aunque son felices en su esclavitud. Además, quizá sepan lo que no sabe nadie, cuándo Ana se irá, su­birá, desaparecerá. El puesto, entonces, lo deberán disputar. De ahí su rara coexistencia: se buscarán las carótidas cuan­do tengan que hacerlo, pero mientras tanto colaboran entre sí.

            Lo más curioso de Ana, lo más extraño y difícil de definir, de explicar, es que a su modo es un ser humano. Quizá no tenga sentimientos, pero sí carne, y la carne padece necesi­da­des. Las mías las ahogué hace muchos años, aunque su­pe que las tenía, y hasta pude ha­­cer­me una idea de qué sería eso de ser de otro, de entregarse a otro. Luego se lo cuento. Igual no, que pa­ra esas cosas soy muy cortada. Bueno, ya veré. Lo percibí, estoy de nuevo en Ana, una vez que agarró una intoxicación muy seria. Una mariscada, qué otra cosa podía ser ‑Ana no co­me como los demás vendedores, o los demás directores; sus expenses reports son siempre abulta­dísimos; los compensa vendiendo, y salvo sus difuntos enemigos nadie ha osa­do reprochárselo, pero menuda vida se ha pegado, y se pega, por cuenta de la compañía‑, que a pesar de ingerirla en un restaurante de muchas campanillas debía tener algo mal, tanto que la hos­pitalizaron. La recupe­ración fue lenta. La física. Intelectualmente nunca se alejó del pie del ca­ñón, ni siquiera cuando deliraba en la UCI. Una vez en su casa, y de un mo­do progre­si­vo, fue vol­viendo a la batalla. El móvil y el PC, es lo que tienen, aunque ha­bía cosas que no po­día resolver desde allí. Como firmar. Cualquier otro apodera­do habría po­dido hacerlo por ella, pero Ana es muy desconfiada. Ca­da dos o tres días le envia­­ba un mensajero con la firma, y a la hora estaba de vuelta con los papeles formali­zados. Un día, sin embargo, los documentos requerían unas expli­caciones que ni sabría darle por teléfono ni a través del mensajero, de modo que, de acuerdo con ella, cogí un taxi y me planté en Majadahonda.

            Me costó dar con su casa. Una de esas urbanizaciones enrevesadas, con muchos árboles y jardines, pero incomprensibles para los que no vivan allí. El adosado de Ana era el último de la hilera situada más al interior. La urbanización estaba edificada sobre un desnivel muy pronunciado, de modo que la casa de Ana se asomaba como un balcón sobre la piscina y los espacios comunes, y de modo, también, que no había forma de ver qué pasaba en su jardín privado, tanto por su elevación como por estar rodeado de un seto descuidado, aunque alto y tu­pi­do. En esos detalles me fijaba mientras esperaba que Ana saliera, por­que no le funcio­­na­ba el man­do de apertura. La vi llegar, descalza, envuelta en un albornoz y el pelo re­­co­gido en una toalla, como si se acabara de duchar. Des­mejorada, porque diez días de ca­garte por las patas abajo, que así des­cribía ella su enfermedad, te dejan hecha polvo, pero den­tro de lo que cabía no la vi mal. Lo primero, Pili, un ca­fé, que tengo la tensión por los tobi­llos. Si, me aca­bo de le­vantar. ¿Quieres uno? Tú te lo pierdes, porque me sale muy bueno. Es lo único que me sale bueno en esta cocina. Una cocina, era evidente, donde nadie coci­naba, nadie guisaba. Pa­­recía como de una exposición, muy grande, fantásticamente amue­bla­da y equipada, pero don­de nadie freía un huevo.

            -Vamos arriba, que tengo ahí las cosas de currar.

            Arriba era la buhardilla. Las casas dicen todo de quienes las ha­bi­tan. Si la co­cina era un quirófano el salón no quedaba lejos. Minimalismo puro. Una mesa de metal y cristal donde po­drían comer seis, los mismos que tomarían asiento en otras tantas sillas, no sabría decir si de tortura o de diseño, más un sofá muy grande aunque de aspecto incómodo, un equipo de música, un televisor enorme y ya está, eso es todo. Decorado al estilo de mi jefa, estado puro: nada en las paredes, nada en el suelo, nada en ningún sitio. Las corti­nas, unos estores como de Ikea. Podría ser un salón de Ikea, si no fuera porque lo poco que contenía te­nía pinta de carísi­mo. Del salón salía la escalera. El primer piso, el que ha­bría debido ser de tres dormitorios y dos baños, ahora era una superficie sin tabiques. Todo a la vista: una cama grandí­sima, una celda de ducharse aún hú­me­da, una bañera para siete, el inodoro, el bidé y un la­vabo. Muchos espejos, aunque no decorativos; eran puertas de arma­rios empotrados. Yo sabía que Ana lo pen­saba reformar, pero hasta verlo no me pude figurar cómo habría quedado. Se me puso un no-se-qué en la boca del estómago al preguntarme cómo sería sentarse, bueno, ya me comprenden, la cosa del pipí y del popó, ahí en medio, a la vista de todo el mundo. Quizá no de todo el mun­do. No era una casa de vivir con nadie. No veía nada que indicase la presencia sostenida de nadie.

            La buhardilla también era estilo Ana, pero a la vertiente contraria. En lugar de minimalis­mo y funcionalidad, como en el salón y en el inusitado baño­‑dor­mitorio, aquel era un lu­gar muy recogido, de veras íntimo. Aquí es donde trabajo, se limitó a decir. Una mesa que salía de entre los anaqueles dispuestos a lo largo de la pared contraria a la escalera por donde subíamos, y donde se apilaban libros a centenares, si no a miles –no son míos; cuando murió mi abuelo me de­jó su bi­blioteca, sólo es eso‑, un butacón parecido al de la oficina, un sofá de aspec­to cómo­do en forma de L, alfombras por todas partes y una tercera chi­me­nea. Caí en ello entonces, en que ha­bía chimenea en las tres plantas. Pese a ser un lugar muy acoge­dor indicaba que allí no vivía nadie además de Ana.

            Se dejó caer en el vértice del sofá, encendió su laptop y comenzó a leer papeles. Yo, en el extremo más alejado, esperando que preguntase algo, pero Ana no necesitaba explicaciones. Lo normal en ella. Solía pensarse tanto las cosas que cuando le llegaban los problemas ya los conocía, y también la solución. El laptop estaba conectado, de modo que todo fue abrir su cuenta de co­rreo y enviar un e-mail ametrallado sobre la marcha, de corrido, sin vaci­lar, sin dudar ante ningu­na palabra, tanto si era en español como en inglés. Tras acabar firmó los papeles ru­tinarios, los que le ha­bría envia­do con un men­sajero, apagó el laptop, se desperezó y después se quedó como ida, con la expre­sión de la que acaba de recordar algo y se concentra en sabe Dios qué. Una situación vio­­len­ta, siquie­ra para mí, porque bajo el albornoz no llevaba na­da y al desperezarse se le ha­bían escapado los pechos. Yo, lo digo para que si sitúen y entiendan, ja­más en mis años había visto unos pechos de mujer. Al natural, quiero decir. En el cine sí, claro, y hasta en la te­le, pe­ro no es lo mis­mo. Aquellos estarían a dos metros de distancia, de modo que no só­lo los veía, sino que me resultaba imposible mirar hacia otro lado. Muy bonitos, me de­cía sin sa­ber por qué, pues no sé de otros pechos que los míos, y de tan delgada y reseca como estoy se parecerían a esos que veía como las uvas pasas a los melones de Villaconejos.

            -¿Qué hay de nuevo en la oficina? De cotilleos, quiero decir, que del negocio estoy al tanto. ¿Está Despiderman apaciguado? ¿Se ha suicidado alguien más? ¿Algún divorcio nuevo?

            Su sonrisa de cuando quería ser cariñosa. Una sonrisa que ahora veía muy raramente. Nor­mal, me había dicho alguna vez. En el plan que pudiera tener para cargarse al viejo jefe yo de­­­­bía jugar algún papel, y por eso me mimaba, pero ahora ya era La Jefa, no necesitaba ser un amor. Le bastaba con seguir sien­do tan amable como siempre. Tan fría como siempre, también.

            Empecé a dar novedades, que las había, pero al minuto me interrumpió.

            ‑Estoy medio mareada. Voy a darme otro remojón, a ver si así espabilo. Baja conmigo y me lo sigues contando.

            Al tiempo, se levantaba. Yo bajaba las escaleras tras ella, con aprensión. ¿A dónde podría yo mirar, cuando se quedara en atavío de remo­­jarse?

            -¿Qué decías de Conchita? ¿De verdad espera otro niño, a su edad?

            Una pregunta muy normal según abres los grifos de una ducha torrencial, dejas correr el agua unos segundos, hasta que salga caliente, y te desprendes del albornoz, te quedas en pelota delante de tu ruborizada secretaria, te quitas la toalla del pelo y te metes bajo el chorro. El vapor me la ocultó al momento, pero aún así yo seguía sin respirar. Qué sensación tan indescrip­tible, verla desnuda. Tan alta, tan bien hecha. Tan hermosa. Hermosa, sí, aun­que sea un adje­­­tivo pasado de moda. Ana está más que buena, es más que guapa. Es, creán­­me, muy her­mo­­sa. Y lampiña, que aquella era otra. No lo digo por las axilas, que las lle­va­ba impecables, sino por lo de abajo. Como una recién nacida, se lo ju­ro. Fue lo que me llevó más cerca del soponcio. Tan cerca que me tuve que sentar en una esquina de su cama revuelta.

            -No te oigo. Chilla un poco más.

            No era que hablase bajo. Era que me había ido demasiado lejos. ¿Qué ha­go? Pues levantar­te y no te hagas la escandalizada, que las mujeres no se deben asustar de verse a sí mismas pues todas tenemos lo mismo, lo había oído miles de veces aunque no por ello dejaba de ate­rrar­me. Por eso jamás he ido a un gim­­na­sio, ni he puesto los pies en un lavabo público si lo he podido evi­tar. Para la cosa del pudor soy muy extrema, y más con el pudor de las demás, pero ahí me lo tuve que tragar, y levantarme, y acer­carme a la ducha, y seguir ha­blan­do en muy buen tono sin po­der evitar mirar al trasluz de la mampara, y del vaho.

            -Tiene cojones querer parir y querer criar, con cuarenta y tres tacos cum­­pli­dos. La Con­cha está como un cencerro, la verdad. Tiene tres, ¿no? ¿Para qué coño querrá otro más?

            Yo le decía que no lo habían buscado, que sólo era una regalo tardío del Señor, mientras ella emergía chorreante, con los ojos cerrados y buscando a tien­tas la toalla, la encontraba, se gira­ba y la emprendía con restregarse dándome la espalda. Por el amor de Dios, qué culo. Lo que ha­brían dado los vendedores al completo por ver lo que yo veía. Ni pizca de celulitis, cosa normal a los veintiocho años, cierto, tan cierto que tenerla en cantidad a esos mismos años no es nada ex­traordinario. Yo mismo, que no tengo ni trase­ro, ni muslos, ni caderas, des­­de los veinte gasto una celulitis que no sé de dónde se sujeta, la verdad. Cómo se puede ser así, me decía luchando por no perder la concentración, por no dejar de hablar, por no tartamudear, mientras contemplaba hechizada la increíble, fantástica grupa de mi jefa.

            -Ay la leche puta, que se me había olvidado el supositorio –ya estaba ruborizada, pero ahí me in­flamé; ¿a que tenía el cuajo de ponérselo delante de mí?-. Es lo más jodido, con estas uñazas ‑debía serlo, aceptaba yo mirándolas con ella, que se había vuelto ha­cia mí para en­­señármelas-. Odio estas cosas, la ver­dad. Antes mil inyecciones que meterme na­da por el culo, pero ya ves, los ca­chondos de los médicos, que no y que no, que lo que coño sea ese po­tin­gue só­­­­lo se despacha en ese formato, sólo te lo puedes administrar por ahí.

            -Pues te habrás hecho daño alguna vez ­‑no me parecía mi voz, ni sabía de donde salía; qui­zá fuera eso que alguna vez he leído en las novelas, que te desdoblas, y uno de tus yos hace las cosas y el otro mira qué tal las haces, y qué tal te salen‑. Las llevas larguísimas, es verdad.

            -Bueno, siempre tengo alguien que me los ponga. Mi madre, que suele venir todos los días, o mi prima Ena, que casi es más hermana que prima... oye, ¿tú cómo las llevas, de largas? –antes de que pudiera contestar ya me había cogido una mano, para ver lo que ya sabía, que a mis años me las seguía mordien­do cuando me ponía nerviosa, y me pongo todos los días-. ¿Me harías el favor? No estoy sucia, ¿eh?, que ya lo has visto, me acabo de duchar.

Una sonrisa entre pícara y simpática; yo, un estafermo; no me pregunten por la cara que tenía que no podría decir nada; tampoco pude allí; ape­nas asentir. Suficiente para ella, que sin más sacó una cajita de no sabría decir yo dónde, de tan aturdida como estaba, me cogió de la mano, me condujo has­ta la cama y allí se dejó caer, tan larga como era, dándome la espalda, una pier­na extendida y la otra doblada, los brazos cruzados bajo su rostro, los ojos cerrados y semiexhi­biendo una sonrisa no sabría yo decir si de confianza o de pla­cer. El de entregarse. Yo, una completa gilipollas, con el su­positorio en una mano y la cabeza tan vacía como pueda estar la de un difunto. Aún así, procedí. Ya saben, el desdo­blamiento. Cor­té la funda, extraje aquel a manera de proyectil, mucho más lar­go que los Rovi que me pon­go cuando voy es­treñida, que también es casi siem­pre, me acerqué a lo que tan­tas pasiones des­per­­taba en la oficina ‑en otro tiempo; ahora da miedo‑, con la ma­no iz­quier­da se­paré los mundos ‑lo duros que estaban, oíganme‑ y con la otra... pues eso que se imaginan, y el dedo índice de­trás, empujando bien a fondo, mientras de más a la izquierda me llegaba un gor­goteo placentero ‑ay, Pili, qué bien me lo has pues­to, eres un sol, ¿sabes?‑. La ceremonia ter­mi­nó al separarme de la diosa yacen­te, que aprovechó para en­co­gerse de lado, dándo­me la espalda, y quedarse un minuto largo con el pompis bien apretado, como si temiera que aque­llo se le saliera.

Yo, espero que me crean, jamás hasta entonces le había metido el dedo por el culo a nin­gu­no de mis jefes, ni a persona o bicho alguno... bueno, bichos, sí: mis odiosos niños ingleses, que una vez les tuve que poner un supositorio a cada uno... ah, y a mi madre también, tendría yo vein­te años. Claro, de ahí que supiera cómo se debía proceder. No fue instinto. Fue memoria in­vo­­luntaria, incontrolada, muchos años apagada pero aún en servicio. Bueno, a lo que iba, que me lío: jamás me había visto en nada como aquello, en una situación tan íntima y con una persona tan temible, que ni así, envuelta en una sonrisa como de gato que se acaba de comer el canario del vecino, dejaba de ser una mujer de andar­se con cuidado. ¿Y cuál sería mi papel, a partir de aquel momento? ¿Me habrían as­cendido a la categoría de amiga íntima, sin yo saberlo?

-¿Cómo es que vas tan depilada? De ahí abajo, quiero decir.

No sabría explicar de dónde salió aquella voz que casi me sobresaltaba. El desdoblamiento, que ahí debía seguir. Ana se incorporó, para sentarse sobre la cama y mirarme con una expresión divertida, muy simpática pese a que yo la encontraba tirando procaz.

-Tengo uno a quien le gusta que lo lleve así ‑les aseguro que jamás ha­bría ima­­ginado que mi jefa pudiera sonreír de aquella forma, con tanta malicia y tan­ta picardía‑. De paso, es có­mo­do. En la piscina y en el barco, quiero decir.

-¿En el barco? ¿Tienes un barco?

-Sí, desde hace tiempo. ¿No te lo he contado? Qué desastre soy ‑se había levantado del mo­do más confianzudo, despatarrándose ante mí como si estuviera sola, para buscar una toalla cor­ta y hacerse una toga frente a un espejo de los seis o siete de cuerpo entero que había en derre­dor, bailoteando levemente, pendiente de sí misma y de su pelo, pero sin dejar de hablar‑; lo com­pré hace cuatro años. Una ganga de esas que aparecen de vez en cuando en el mundo de los militares. Un velero de veinte metros, no muy nuevo pero en buen estado. Nada de PPDLC ‑en la jerga de mi jefa, tan celebrada por todos, Puto Plástico De Los Cojones‑: todo madera y de la mejor, que la cubierta es de teka, como la de los viejos barreños ‑tardé semanas en saber que así llaman los marinos a los acorazados de otros tiempos‑; cuatro camarotes para dos perso­nas cada uno, y un motorcito diesel para las encalmadas y maniobrar en los puertos, peque­­ñito pero matón, que sus buenos seis nudos es capaz de dar. No es como los que se ha­cen ahora, pero no puede ser más bonito. Muy marinero, además. Tendrías que ver cómo toma la mar. Y rápido, que a todo trapo hace doce nudos. ¿Que cómo se llama? Kormoran. No, así se llamaba ya de antes. No lo quise rebautizar. Sí, suena un poco raro, pero me da igual. Le pega la mar de bien.

Se había vuelto hacia mi, resplandeciente, su melena envuelta en la toalla, sonriendo con lo que parecía el mayor de los cariños y desnuda como un pez. Yo debía ir acostumbrán­do­me, porque casi me apené cuando volvió a ponerse de albornoz entreabierto y me señaló la escalera de bajar al salón, luego a la terraza y de ahí a dos tumbonas. Tras volver a su estado natural, o pelota picada si no lo han imaginado, se dejó caer en una tras señalarme la otra. No seas tonta, quítate la ropa y deja que te dé un poquito el sol, que de puro blanca pareces desteñi­da. No, aquí no nos ve nadie. Ni por la derecha ni por la izquierda, no te agobies, boba. Que no, que no pasan aviones por aquí. Ni autogiros. Ultraligeros, tampoco. Eso está bien. Así me gusta.

Yo debía estar loca, o haberme vuelto loca. Por primera vez en mi vida yacía bajo el sol como vine al mundo, aunque con algunos kilos más. Ni siquiera me importaba la evidente diferencia estructural entre Ana y yo. De repente me habían entrado unas ganas locas de volver­me como ella, de ser como ella. Ya sabía que a mis cuarenta y siete tacos tal cosa sería un sin sen­­ti­do, pero me apetecía, y también por primera vez en mi vida bastaba con que me apeteciese.

-El barco es maravilloso, para disfrutar y para trabajar. A veces nos junta­mos cuatro parejas, todos buenos amigos, y aparejamos muy temprano. Como hay confianza no hace fal­ta decir nada: en cuanto nos alejamos una milla, todo el mundo en bolas. Sí, a veces hay accidentes, ya sabes, uno que se despista y se le subleva el pito, pero dura un momen­to, lo que tar­­damos en desternillarnos a su costa y regarle con la manguera. No hay nada co­mo unas buenas risas, te lo ju­­ro. Desactivan cualquier mal rollo. Ahora, no siempre somos todos amigos. A ve­ces es más so­cial, más de reunir gente que no se conoce de nada para estar unas horas al aire de altamar, pescar algún atún, que alrededor de Alborán aún quedan algunos, o algún marlin, y hasta una vez cazamos una tintorera... pues eso, a pes­­car, y también tomar el sol, pero no al completo, no de ¡todo el mundo en cueros, ar! Yo, que soy la capita­na, inten­to animar la cosa con un tanga que te cagas, si, esos de hilo den­tal que son peo­res que ir sin nada, y a la que puedo me quito el sostén, a sabiendas de no pa­sar de ahí, que las señoras no se cortan por un topless, pero los hombres son otra cosa, y más los clientes. Por lo demás, to­do el día na­ve­gan­do, yo al timón y los pobres ca­balleros pendientes del bauprés y movien­do la botavara de un la­do para otro, con cara de asombro porque rara vez les ha mandado una mujer, y menos a gritos, que a bordo de un velero no se su­surra, y las tías descojonándose, ya verás en casa, Manolo, ¡esa cangreja, leche, con más brío!, ya te daré yo a ti gritos de marinería, y ahí, cuando el ambiente ya es cojonudo de verdad, que todo el mundo se mea de risa, voy por la ne­vera, saco las langostas y el Dom Perignon, y cada uno de los de a bordo acaba pen­san­do que si hay Dios es un Dios que navega en su Kormoran, el que tenga. ¿Que cómo es que soy la ca­pi­ta­na? Pe­ro coño, Pili, la de veces que te lo he dicho, que mi padre ya es vicealmirante y mi her­ma­no mayor manda la Nu­mancia, un pedazo de fragata. Soy la única chica de una familia naval. Chica, sí, pero tan mari­no como el que más. Aquí donde me ves, de pequeña me armaba unos chochos del carajo con lo de la izquierda y la derecha, pero si me decían babor y estribor to­do salía bien, no me confun­día. Fíjate cómo sería, que cuando la Prime­ra Comunión, las niñas bajando en dos fi­las pa­ra rodear el altar, y yo la primera de mi fila porque ya era la más alta, la monja jefe, al llegar a su altura, me suelta, la cabrona, Señorita Moreno Ferreiro, siga usted por estribor. Las veo de vez en cuan­do, porque las quiero mucho, y cuando recordamos aquello la tía se descojona, tanto que se le suel­ta la faja, se le descoloca la to­ca y se le aflojan los esfínteres, el de alante y el de atrás, ¡no te rías así, que te va a dar algo, idiota! Por cierto, ha­blan­do de lan­gos­tas, ¿qué tal una con un po­qui­to de Taittinger, que ya estoy hasta el culo de arroz hervido? ¿Y algo de caviar, pa­ra empezar? ¿Una latita de Beluga, como si fuéramos las princesas de Mónaco? Pues ven­­ga, tía, va­mos a la cocina, que si lo preparamos entre las dos acabamos antes. ¿Que no tie­­nes al­bor­noz? ¿Y para qué coño quieres tú ponerte nada? En esta casa, Pili, nadie se pone na­da. Nun­ca.

La una menos cuarto, me digo con sobresalto. ¿Me habré dormido? No. Es el ensueño, el recuerdo de un día que, fíjense lo que les digo, ha debido de ser el más bonito de mi vida. El más intenso, el más emocionante. Al llegar a casa sin haber pasado por la oficina, serían las nueve, me sentía como fuera de mí misma. Recuerdo haberme preparado un ba­ño, haberme sumergido en un agua poco menos que hirviendo, para volver a contemplar, en mi me­mo­ria, el cuerpo des­nudo de mi jefa. No se pueden hacer idea de lo que me cuesta decir esto, pe­ro no me sé masturbar. En otros tiempos, por si me des­vir­gaba yo sola y luego nadie me quería, imaginen cómo de gilipollas habré sido, pobre solterona tan bea­­­­ta co­mo ignorante. Ahora, porque no sé qué se hace, qué hay que tocar, en qué hay que pensar. Los hom­bres, alguna vez me lo han contado... no, alguna vez he leído, lo tienen fácil. Un Playboy, tres o cuatro escu­pitajos y ya está, qué cosa tan estupenda, que a gusto me quedé. Las solteronas de cua­renta y siete, y las de cuarenta y ocho, no tenemos la menor idea de qué hay que hacer para correrse, y perdonen que lo diga de un modo tan bestial, aprovechando que me levan­to para ir a buscar el despacho nú­me­ro trece. Un día me moriré, como todo el mundo, y lo ha­­ré sin saber qué cosa es un orgasmo. Pobre de mí, qué vida me ha tocado vivir. Para qué coño habré vivido y disculpen mi amargura, pero esa soy yo: pura y simple amargura.

Despiderman. Rosita. Un pavo que no conozco; el abogado, seguramente. Bien, muy bien. Ya lo he superado, de veras que sí, no te preocupes, Rosa, ca­ri­ño. No, no lloro. Ya he llorado bastante, o ya lloraré después. ¿Que nos llaman, dices? Qué deprisa va esto. Así debe ser cuando te van a fusilar. El conciliador de la co­munidad. Cojones con el cargo. ¿Qué coño será eso? ¿Algún cuer­po superior, nivel treinta o por ahí? ¿Habrá que opositar para poder conciliar? Cómo se saluda con Despiderman, el hijoputa. Claro. Es un punto, aquí. Un cliente habitual de un bareto de putas habituales. Yo, la puta. Qué más quisiera yo, que haber sido puta siquiera cinco minutos. ¿Que si estoy de acuerdo con la cantidad? Y como no lo voy a estar, si es la que dijo Ana. ¿Dónde hay que firmar? Ya, que aún falta. Bueno, pues diga usted qué diablos falta. ¿La empresa re­conoce que el despido es im­­pro­ce­­dente? La Empresa Reconoce, se arranca Des­piderman, solemne cual obis­po maricón en­to­nan­­­do Ad Maiorem Gratiam Dei, o como se diga en latín esa chorrada tan sacra. Pues ya está. Tres actas: yo, Despiderman y el Servicio de Mediación y Arbitraje de la Co­mu­­ni­dad. Las firmo y re­cojo mi talón. Veinticinco años de mi vida terminan en este ta­lón. A seguir bien. Y su jodía madre de usted, señor conciliador de la mierda, ella también.

-Volvemos a la compañía. ¿Quieres que te dejemos en algún sitio?

Jamás sabrás, Despiderman de los cojones, Pepito Carrillo para el mundo mundial, lo cerca que has estado de llevarte ahí mismo, en los huevaños, un zapatito del treinta y nueve.

-No, que tengo que ir al banco. Gracias de todos modos. Un beso, Rosa.

Se van. Que os den por saco. A ti, Rosa, que te den aún más. Te has vendido, igual que los demás, con tal de seguir cobrando a fin de mes. Ahora entien­do tu Baume & Mercier y el Swatch que le regalé a la hija de la portera. Life is life, que decía uno de los gaviotas cada vez que se folla­ba un padre de familia cu­yo delito era no haber hecho unas oposiciones. Lo que habría de­bido ha­­cer yo, bien que lo decía tía Gadea, la supertacañona ‑van a poner otra vez el Un, Dos, Tres, ¿lo sabían?‑, que ahora sería Jefe de Negociado del Cuerpo Administrativo y podría mo­­rirme de asco en alguna de las Consejerías de Castilla-León con oficinas en el edificio de Ser­vicios Múltiples de Burgos, así le caiga un rayo y lo car­bonice. Nunca seré, nun­ca lo podré ser, capitana del Kormoran, doce nudos a favor del viento entre Alborán y Perejil, en pelota picada con un coro de clientes enfebrecidos aullando de lujuria tras de mí. Que os den por culo a to­dos, reitero mi maldición, si no por otra cosa porque acabo de coger un ta­xi, un Skoda precomunitario que huele como si algún megaterio se acabara de peder a mi lado.

-Príncipe de Vergara con Ramón de la Cruz. La oficina de Caja Burgos.

Pili, odio decir lo que voy a decirte, pero tus días aquí han acabado. La compañía se re­or­ganiza. Los maquinillos se mueren, el software también. El futuro es la consultoría. Lo sabe todo el mundo, pero nadie lo quiere aceptar. Bien, pues ahora se impone. Desde arriba, por decreto. Dentro de unos días cambiará la organización comercial. Habrá dos direcciones. Grandes Cuentas, que la llevaré yo, para vender servicios de con­sultoría. En Productos de Mercado, que agrupa lo demás, se hará lo que se pueda en tanto no la cierren, que no tar­­dará. Todo se reduce, todo se concentra. Las secretarias comerciales, también. Hoy sois cinco, y si te digo que tú eres la mejor no es por darte coba, porque al tiempo te digo que ya estás despe­­dida, que mañana no vuelvas. Eres la mejor, pero la que se queda es Claudia, que con la del Director General serán las únicas secretarias comerciales. Concha, Tere y Mariví se irán en unos días. Si quiero que te marches antes que las otras es porque te vas a llevar más dinero. ¿Recuerdas el año pasado, en Navidad, cuando te dimos una gratificación extra­­or­di­naria, por tus veinticinco años de servicio? Pues era una milonga. Sólo pasó que aquí hay cosas que na­die se atreve a negarme, y yo ya bien sabía que acabaría­mos así. En tus números de indemnización se ha tenido en cuenta ese dinero, más algún error de los que yo sé cometer, y sa­bes bien de lo que hablo, que Pepe te lo habrá contado. Te vas a llevar el equivalente a ocho años de tu suel­do. Ya lo sé, no te arregla la vida, pero si en el INEM te sale mañana un cu­rro tendrás el mejor plan de pensiones imaginable. ¿Que por qué se queda Clau­­dia, y no tú sien­do mejor? Tienes derecho a saberlo, aunque te pueda herir. Claudia tiene veinticinco años y es mona, pero eso no cuenta. Lo que cuenta es que la reco­mendó el consejero delegado de un bancazo, uno de nues­tros mejores clientes, y a ti no te recomendó nadie. Aún más importante, ¿imaginas si un día te digo ponme con La Moncloa, con el presidente del gobierno? Te mearías de risa, pero si me vieras insistir llamarías, y el que se mearía de risa sería el del otro lado. Si se lo pidiese a Clau­dia, que lo sepas, el presidente se pon­­dría. No por ella, ni por mi, sino por el papá de Claudia. Que luego tuviera o no algo que de­­cirle ya sería otra asunto. Lo que cuen­ta es que el presidente se pon­dría, y eso es lo que valora el italiano. Es injusto, soy la pri­me­ra en decirlo y más por­que soy yo quien te despide, pero así son las cosas, Pilar. Gracias a Dios, te vas con una buena cifra. Más, mucho más, de lo que se van a llevar las otras, pero eso no te puede consolar. Nada te puede consolar, ya lo sé. Sólo te pi­do una cosa: no me odies demasiado, porque no te arreglará nada. No te sentirás mejor por eso.

Tiene razón. Siempre la tiene. No la odio por eso. Ustedes, a estas alturas, ya se dirán que un mal bicho sí lo es, y una cabrona mala puta, pero contigo se portó co­mo una madre, ¿no, Pilar? Es verdad. Conmigo se ha portado... maravillosamente. Me ha otorgado la libertad para el resto de mi vida, soy la primera en reconocerlo. No la odio por eso, no soy tan injusta. Ni tampoco porque sea ella la que me ha despedido, porque no le habría costado nada irse unos días de va­caciones, a navegar con su Kormoran, y hacer que Des­piderman me ma­sa­cra­se, como al pobre Poli. No es por eso, no he pretendido engañarles. Si la odio, si la mataría, es porque nunca más podré verla, ni oírla, ni tocarla, ni olerla...

Nunca más la podré adorar.

 

 

Majadahonda, enero de 2021

3 comentarios:

  1. En el correo recibido con el enlace se decía que se trataba de un cuento, pero no es cierto, no es ningún cuento, sino la misma realidad de la vida contada y muy bien contada, dominando el idioma y el ritmo del relato, haciéndonos discurrir por un camino que, a mi al menos, me parece que en buena medida ha sido el nuestro. Excelente, Ildefonso.
    Francisco González

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  2. Alfonso: más que un cuento, esto es todo un libro de filosofía. De filosofía (¿parda?) y profunda reflexión de lo que es la vida empresarial en muchas de sus facetas.
    Los que hayan pasado una vida profesional en una empresa y más si ésta ha sufrido varias vicisitudes reorganizativas y se ha convertido además en multinacional, seguro que habrán reconocido más de una de las actuaciones que describes y hasta alguno habrá identificado a algún ejemplar – normalmente poco ejemplar ─ entre los jefazos estilo Ana. ¿A que sí? O a lo peor, a alguno le habrán surgido remordimientos...
    Muy bien descrita la atmósfera empresarial, Alfonso, aunque yo diría que la realidad es algo menos incisiva o correosa que la que dejas ver, salvo contadas excepciones, que haberlas, haylas. Tampoco es igual la mentalidad española que la británica, alemana o francesa, que suele ser más educada o contenida que la más “explosiva” española. Eso no quiere decir que los Despiderman foráneos sean menos crueles, sino quizás incluso peor; hay que imaginarse un despido adornado por una flemática sonrisa británica, por poner un ejemplo. Me recuerda la reacción de un inglés que estaba siendo atacado en una reunión por los demás; pidió educadamente permiso para ausentarse. Al poco tiempo oímos desde lejos un aullido de furor proveniente de los pasillos y a los pocos minutos volvió totalmente calmado como si no hubiera pasado nada. Algo así sería impensable para los españolitos.
    La renovación de la informática a finales del siglo pasado, pasando en pocos años del telefax y telex a a los PC´s y laptops personales y las consecuencias de todo tipo en la forma de trabajar, está muy bien descrita. Las secretarias personales pasaron a ser seres en alto riesgo de extinción, como así fue. Primero aparecieron las secretarias para varios jefes (eso trajo más de un conflicto cuando empezaban a surgir preferencias por parte de ellas) y después ya una extinción casi total; cada kisque se las tenía que apañar con su flamante PC y manejar sus propias agendas.

    Toda una historia que merece un librito al estilo de tu “Hijo de puta sentimental”; Alfonso, piénsalo…

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  3. Aunque no he conocido el mundo empresarial,toda la vida en el Hospital y en la Universidad,si creo que tu trabajo refleja la realidad,con sus luchas y crueldades.La irrupcion de la informatica si la he padecido; disminucion del contacto personal con pacientes y alumnos,aumento del trabajo burocratico etc.ENHORABUENA.Sigue deleitandonos.

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